Imagen en el archivo de la cantante de música llanera Leila Herrera
ENCUENTRO CON EL DIABLO
(Mercedes Franco)
En su hermosa novela Cantaclaro, Rómulo
Gallegos cristaliza una aspiración universal: el hombre compite con el Diablo y
lo vence. En este caso es el coplero Florentino, quien contrapuntea con un
enigmático llanero, el cual resulta ser nada menos que Lucifer. Ante el acoso
de Satán Florentino lanza su famosa copla:
“Si usted dice que soy suyo
Será que me le he vendío.
Si me le vendí, me paga
Porque yo a nadie le fío.”
En realidad, Venezuela está llena de anécdotas
similares. En el pueblo de Santa Ana, en el estado Táchira, se habla de Carmelo
Niño, el hombre que canto con el Diablo y en el estado Trujillo de Colina.
También está la leyenda de Rosaura Salas, la mujer que bailó con el Diablo, en
Valencia.
EL DIANOCHE
(Mercedes Franco)
La niebla cubre al atardecer el vasto
territorio Yekuana. Desde lo profundo
de la selva amazónica, los habitantes del misterio Sonríen, elusivos y
eternos. En el corazón de Venezuela, en pleno Escudo Guayanés, se halla el
Parque Nacional Duida Marauaca. Allí, como mudos vigías, los tepuyes observan
el tiempo y al hombre. El parque Duida Marauaca está ubicado en el área Centroriental
de nuestro estado Amazonas. Es el Departamento de Atabapo, donde
predominan los bosques húmedos de la
cuenca orinoquense. Viven allí importantes etnias indígenas, como la yekuana,
yanomami, y piaroa. Muy cerca se desliza el Orinoco, siempre vigilante, siempre
observando el paso de la gente y los fantasmas.
Entre estas etnias indígenas es conocida la leyenda
del Dianoche, un fantasma antropófago y tejedor de cestas. Un joven
excursionista italiano llamado, Perucho, que no creía en fantasmas, contaba que
una noche se internó entre los árboles y logro llegar a un lugar extraño. Una
hipnótica luminiscencia de cocuyos lo inundaba todo, revelando un cuadro
aterrador: dos rugientes pumas echados juntos a un gran tronco caído, y sobre
el tronco un hombre fuerte, relamiéndose los labios con gula. Más allá, dentro
de una cesta grande, estaba una joven, paralizada por el miedo, muda y con una
expresión de pánico en sus ojos desorbitados.
-Buenas noches, amigo -dijo el hombre con una
gran sonrisa. Que dejaba ver sus enormes dientes puntiagudos-, ¿qué le parece
lo que cacé? Creo que la pieza es buena, pero es aún muy poco. Debo atrapar
algo más. Así no pasaré hambre al menos por un mes, ¿verdad?
Enseguida el Dianoche le agregó una cesta y
le pidió que la terminara. Perucho recordó lo que sabía del terrorífico ser y
la tejió totalmente defectuosa. Entonces el Dianoche lo regañó por ser feo
trabajo y se entretuvo arreglando la cesta, concentrado en su tarea. Así
Perucho pudo salvar a la muchacha y escapar. Si la hubiese tejido bien, el
fantasma seguramente se los hubiese comido a los dos.
TALLER DE FILOSOFÍA
(Enrique Mujica)
Discutían acaloradamente unos esposos, en el
porche de una quinta de la urbanización. La discusión se daba en los términos
filosóficos más altos, un torneo de dialécticas
y metafísicas, matizado con alguna violencia y algunos gritos. La suegra
dijo: “Por Dios, que dirán los vecinos “, A lo que el suegro agregó, con
hondura: “Que oigan para que escuchen cosas interesantes”.
VALENTÍA
(Ramón
Lameda)
_Oye, Mijo_ me dijo la abuela mientras se
pasaba el mecate alrededor del cuello. Acerca tu cabeza a mis costillas. Oye.
¡La sangre pagana vuelve! Sé que te quedarás muy solo. No te olvides de darle
el bofe que está en el gancho, a Nerón. No te asustes cuando le dé la patada
al taburete, ni cuando haga las
morisquetas que pertenecen a la muerte. Sé que no podrás llegar hasta mi cara
para poner el espejo debajo de mi nariz porque naciste con las piernas
recortadas. ¡Las malditas borracheras de tu madre! Pero cuando deje de
patalear, puedes salir arrastrándote por el vecindario dando las voces de mi
muerte. Me voy a lanzar. ¡El espíritu está próximo! Adiós, José. Arrópate de
valentía.
SALUD DE BICICLETA
(Armando
José Sequera)
Lo de Misael fue así, él decidió comprar una
bicicleta porque quería hacer ejercicio y rebajar la barriga. Pasó varios días aprendiendo
a montar porque no había aprendido cuando niño. La primera mañana salió de la
casa en la bicicleta, habló hasta por los codos
de recuperar la salud y la silueta. Y no había recorrido ni cinco
cuadras cuando, en una esquina. Lo atropelló un carro al que venía persiguiendo
la policía. Ahora Misael, está en una
cama, cuadripléjico y ciego por el resto de su vida, en vez de sano y
rozagante, como estaba antes de comprar la bicicleta.
LA LEYENDA DE EL SALVAJE PELUDO
(Felipe
Salvador Gilij)
Pero hablemos de un animal bípedo sobre cuya
rareza no tendré que disputar nada con quien se digne conceder alguna atención
a mis relatos. No soy el primero en presentarlo. El excelente M. Bomare habla
también difusamente sobre él y pueden verse en su diccionario lindas noticias
sobre este bípedo. He aquí ahora las mías.
Se encuentran en las grandes sabanas del
Orinoco, como todos discuten en aquellos lugares, ciertas fieras que salvo en
pequeñas cosas se parecen al hombre. Estos animales que nosotros llamamos
salvajes se llaman en tamanaco achi. De fuigura en todo lo restante humana, el
salvaje no se diferencia más que en los pies, cuyas puntas están naturalmente
vueltas hacia atrás (…). Parece por eso que el salvaje se aleja cuando viene
más bien hacia los viajeros. Es todo peludo de cabeza a pies, sumamente
libidinoso, y rapta si se le antoja a las mujeres.
El señor Juan Ignacio Sánchez, persona
honradísima y uno de los señores principales de la tierra de San Carlos en los
llanos de Caracas, me contó una vez de cierta mujer (no sé aún de qué parte)
raptada por el salvaje, y llevada, sin poderlo remediar, a las sabanas. La tuvo
consigo largo tiempo, y obligada por la fuerza allí habría estado acaso hasta
el fin de su vida, sino hubiera pasado por allí un cazador, perdido de sus
compañeros, el cual la sacó al fin de fatigas.
Lo vio, ausente el celoso salvaje, desde la
alta cima de un árbol la pobre mujer, y puesta a llamarlo con toda su voz, le
manifestó desde la altura en que estaba su mísero destino. De buena gana
hubiera bajado y hubiera vuelto con él a las casas españolas. Pero por
preocupación de que no lo viera el salvaje, y no lo despedazase por celos, le
dijo que no se acercara más, que hacía tantos años (y le dijo el número) que
estaba viviendo en aquel lugar, que tenía dos hijos del salvaje, y que aquella
bestia no le daba permiso de bajar de la choza que le había edificado en lo
alto del árbol, que nada le faltaba para la comida, de la que era proveída
abundantemente por el salvaje suyo robando gallinas, terneras o lo demás que a
él le gustaba, pero que le disgustaba estar a modo de fiera sin sacramentos y
sin humano trato habitando en aquel sitio. Rogóle en fin que a tal hora del día
(y la señaló) en que solía irse de caza el salvaje, viniera con gente armada a
sacarla de tantas penas.
Habiéndola compadecido, como era obligación,
el cazador dio parte de ellos a los parientes y amigos, y reunido en grupo de
hombres valerosos, se dirigió a la selva a la hora fijada, y en ausencia del
salvaje, una vez que le bajaron el árbol, se la llevaban todos contentos a la
casa paterna. Cerca ya de la casa, llega con los dos hijos el salvaje, y
llamando a su modo gimiendo (por qué no tiene voz articulada) a la mujer amada,
le mostraba para enternecerla o moverla a volver con él los frutos de la larga
estadía hecha con ella en los matorrales. Pero como los españoles le apuntaron
con las bocas de fuego para matarlo, despedazó a la vista de la mujer a las
crías, y huyó velozmente a la selva.
Este relato, apoyado por la autoridad de tan
honorable señor, no halló ninguna persona, entre tantas que estaban entonces
presentes, que dejara de creerlo. Tan conocido de los oriniquenses es el
salvaje.
El salvaje habita en los montes más altos. En
los países de los mapoyes, cerca del río Paruasi, hay una alta montaña en la
que los tamanacos me dijeron que existe. Por eso la llaman achi-tupuiri, que
quiere decir montaña de los salvajes; cerca de la Guyana hay de modo semejante
un monte que se llama Achi. Sin embargo no conocí a ningún indio que me dijese
que lo había visto con sus propios ojos. Aunque esto mismo no es para mí
argumento valedero para contradecir la voz de todas las naciones del Orinoco.
Todos temen al salvaje y, como habita en lugares inaccesibles, nadie se atreve
a acercarse a ellos por temer perder la vida. Pero todos dicen las mismas cosas
y narran de él hechos sucedidos a los antepasados.
SIENDO ASÍ
(Eduardo
Mariño)
Sueña con las sinrazones
en peso sin sombra, sensible idea de libertad con nombres cayendo en su propiedad.
Abajo, la rueda sin fin, sin el «explicando al menos» moviéndose en torno al
mayor semieje sin puntos ni solsticios, uno que menos espera dando sin venir.
¿Supuso soñar con las sinrazones en peso sin sombra? ¿Adivinó, acaso en otra
voz, sensible idea de no-encierro, no-duda?
Sueña, sí, y en el sueño
habitan el Dios y la rosa.
SUPLICA
(Enrique Plata Ramírez)
Aterrado, el sacerdote, con el libro en las manos,
mirando al cielo suplicó: Perdónalo, Señor, porque no sabe lo que escribe.
Seguidamente excomulgó al escritor.
EL SEÑOR-QUE-LEÍA-EN-EL-JARDÍN
(Jesús
Enríquez Guédez)
25 de abril 193... Esta noche comenzaron las
lluvias. Murió el-Señor-que-leía-en-el-jardín después de larga agonía. Mientras
su mujer lloraba cubriéndose la cara con un paño me acerqué al féretro y hurgué
en los bolsillos del cadáver. Le sustraje una navaja de hoja gastada, tres
piedrecitas azules de no sé qué mineral, un sobre sucio sin carta y una llave
de tija hueca de esas que usamos como silbato. Después fui a abrir el armario
del salón de madera. No había nadie. Todos lloraban en el corredor. El timbre
de la cerradura golpeaba en los espejos y yo apreté los dientes para apagar el
ruido. ¡Allá estaba el libro!, cuidadosamente colocado sobre el único travesaño
del armario. ¡Al fin lo tenía en mis manos! De pronto apareció la criada
gritándome acusatoria «¡Niño!», pero no tuve miedo y la invité a que viéramos
juntos el libro. La criada fijó los ojos en algo que me parecía una ilustración
borrosa y se estremeció con un grito de pánico. La gente dejó de llorar, se
hizo un silencio brusco que fue disolviéndose a medida que se acercaban al
cadáver de Señor-que-leía-en-el-jardín.
Después de treinta años creo aclarar las
cosas. En esta anotación del pasado no asocio ninguna referencia con mi vida ni
con las personas que me rodean. Simplemente recuerdo imágenes de objetos que no
han transfigurado su realidad. Estoy por creer que nuestro pensamiento y la
memoria no han progresado, quizás lo único nuevo sería esta imaginación
disciplinada, ¿y quién me dice que sea superior al juego loco del imaginar de
mi infancia? Los demás se distraen y parecen a gusto con los cuentos de niños;
pero ¿no será, me digo ahora, que se burlan porque en aquellas historias
aparecemos como payasos sin orquesta en el circo lastimero de un pueblo rural?
Entonces pienso que nos engañamos. Creemos perfeccionar un oficio encerrados en
un cuarto de relojero cuando nos estamos haciendo más torpes y perezosos cada
día. El tiempo no se ha consumido, se concentra como la edad del cartero del
pueblo que sigue repartiendo cartas a mediodía y permanece tan viejo como
cuando aprendí a decir su nombre.
Yo asistía a la escuela, resolvía cuentas de
quebrados, aprendí que Bolívar era inmortal, pero jamás tuve la ocasión de
abrir un libro con mis propias manos. Nuestros útiles escolares eran la pizarra
negra y el cuaderno a rayas. Para mí era un camino obligado pasar frente a la
casa del Señor-que-leía-en-el-jardín recostado a la verja. Nadie se atrevía a
perturbarlo porque él no contestaba saludos. Recuerdo que me escondía detrás
del solar y estudiaba minuciosamente los movimientos de sus manos, las
reacciones de su cara, cuando descansaba en una pierna, cuando descansaba su
costado sobre la reja, cuando cerraba el libro para mirar a un lugar
indefinido. Sus manos largas con cicatrices en las muñecas manejaban el libro
sin apresuramiento, seguras, livianas. Giraba la cabeza despacio, como abatida,
pienso ahora, por una gran insatisfacción. A veces le caía un mechón sobre la
frente; la cara suavemente dibujada, impávida en aquel rostro cambiante del
asombro al odio, del odio al temor. No recuerdo haber visto un movimiento de
alegría en todo su cuerpo. Cuando cerraba el libro hacía fuerza con sus manos
durante largo rato manchando de sudor el forro de la tela. Noté cómo las flores
del percal se habían borrado bajo la presión de sus dedos, y el lomo estaba
sucio y deshilachado en los bordes. Su fina figura se liberaba de todo reposo,
se erguía en cada hueso como si estuviera repudiando una antigua ofensa.
Entonces el libro pasaba a ser una parte de él, igual a un diente, a un ojo o
una uña. Cuando esto sucedía yo sentía aquel cuerpo en su integridad de manera
tan intensa que me infundía pavor. En seguida el Señor-que-leía-en-el-jardín
con dominio preciso como un mago comenzaba a dar vida al control de sus pies,
de sus manos, de la cabeza, hasta que todo él volvía a ser el señor que se
apoya en la verja del jardín para leer un libro. El miedo se disipaba en mí;
abandonaba el escondite y continuaba mi camino. Un día sucedió algo que aún me
produce asombro cada vez que veo el libro en mi biblioteca. Tuve la sensación,
textura-peso, de haber palpado el libro con mis propios dedos, pero una ceguera
tenaz velaba mis ojos impidiéndome ver lo que allí estaba escrito.
25 de abril 1960... Han pasado treinta años y
ahora caigo en cuenta de que aquellos signos de la primera página del libro no
eran sino leves manchas azules que se repiten en todas las hojas; provienen de
la tinta del rayado que se desintegra con el tiempo al azar en las páginas
blancas.
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