miércoles, 18 de noviembre de 2020

La verdadera enfermedad de Santa Teresa de Jesús (ensayo escrito por José Gregorio Hernández)

 

Representación del santo José Gregorio Hernández, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez



LA VERDADERA ENFERMEDAD DE SANTA TERESA DE JESÚS

 

Dedicado al más josefino de todos los Obispos de la cristiandad, El ilustrísimo señor doctor Felipe Neri Sendrea, Obispo de Calabozo.

 

(Según Ernesto Hernández Briceño, su sobrino también ubica esta obra realizada  en  1907)

 

Mi devoción por Santa Teresa de Jesús es tan antigua que el día de hoy me sería imposible decir con exactitud el momento de mi vida en que  comencé a conocer y amar a la gran santa española, característico tipo femenino de la raza.

Durante mis estudios  preparatorios al curso de bachillerato subió de punto mi entusiasmo por su fama, porque, además de la santidad resplandeciente que la rodeaba en mi entendimiento conforme en los tiempos anteriores había formado idea de ella, ahora empecé a conocerla como escritora y poetisa admirable e inimitable.

Empezaba mis estudios de Medicina cuando con gran animación y alegría celebróse en Caracas el tercer centenario de la Santa, y recuerdo con júbilo las gratas impresiones, las vivas emociones que experimentaba mi alma al oír los elogios que de ella se hacían en la prensa y en el templo, pareciéndome, sin embargo, que todos eran inferiores a su grandeza.

Años más tarde uno de nuestros más queridos y populares profesores de Medicina en la Universidad escribió un estudio sobre el histerismo, en el cual, sin ningún reparo, afirmaba que  Santa Teresa estaba afectada de la neurosis y que sus éxtasis eran llamados éxtasis histéricos. (1)

 ¡Con qué dolor leí el artículo de mi maestro! ¡Cómo deseaba tener un gran caudal de saber y de elocuencia para defenderla de tan inconsiderada apreciación!

Muchos años después pude estudiar sus obras y fue entonces cuando vine a apreciar la verdadera grandeza de la santa y a comprender que la idea que acerca de ella  me había formado en los primeros años de mi vida distaba de la realidad cuanto dista la tierra del cielo.

Entonces también  la empecé amar y a venerar más si cabe, por otra razón. De todos los santos que forman el esplendor del cielo y constituyen la gloria extrínseca de Dios, ninguno, si exceptuamos a  la Santísima Virgen, tiene para el pueblo cristiano y para la Iglesia entera la significación y el valor de San José. Todos vivimos en el amor y en la veneración del santo que no tiene semejante en la inmensidad de la gloria.

La devoción de San José, propagada en toda la Iglesia, es la obra de  Santa Teresa principalmente. Ella hizo que el culto del Patriarca de Nazaret fuera el culto de todo cristiano y nos enseñó a recurrir a él en todos los casos de nuestra vida, y a poner especialmente bajo su protección el trance de la muerte.

¡Oh devoción cara y amable para todo corazón fiel, que desea la santidad conforme a los designios inescrutables de Dios! ¡Y cómo amar a San José sin tener inmensa gratitud a la santa que nos enseñó a venerarlo y a poner en él nuestra confianza como el remediador seguro de nuestros males! Por eso he sentido tan punzante dolor al oírla calificar de histérica en aquellos tiempos y siempre, y he formado el propósito invariable de contribuir en lo que pudiera para desvanecer tan impensada y ligera calificación, primeramente demostrando que en Santa Teresa no se encuentra la más pequeña señal de histerismo, y en segundo lugar tratando de indagar cuál era la enfermedad cierta que la aquejaba, puesto que ella misma nos describe los sufrimientos que tuvo durante su vida.

La Neuropatología nos enseña a conocer perfectamente el histerismo, de tal suerte que apenas hay enfermedad de más fácil diagnóstico. Es una enfermedad del sistema nervioso que carece de localización anatomopatológica, y que presenta distintos grados de desarrollo; pero en todos los enfermos se observan ciertos rasgos morales peculiares que se descubren prontamente. Tienen carácter movible, son inconstantes, faltos de voluntad firme, propensos a la disimulación y casi siempre son falsos, amigos de  que los mimen y de ser por parte de los demás objeto de atenciones y cuidados. (2)

¡Qué distante y opuesta a este bosquejo moral se nos presenta la santa de todos sus actos! Su firmeza de carácter se revela en la elección hecha de una vez para siempre de la vida religiosa; porque la vida religiosa exige en quien la abraza y en ella persevera la más completa abnegación  y la renuncia definitiva de todo lo que en la vida es grato y apetecible; en ese género de vida son indispensables todas las virtudes en grado no común en lo general, y para alcanzar la verdadera santidad, la que demanda el honor de los altares, en grado heroico.

Nuestra santa las tuvo todas en ese grado, y por ello su santidad resplandece en la Iglesia. Y entre todas las virtudes es sobresaliente en ella, precisamente, la que es imposible para el histérico: la sinceridad. La señal más cierta que  se puede tener de la curación de un histérico es ese cambio moral que lo hace pasar de simulación y de la exageración a la sinceridad. En los escritos de Santa Teresa brilla de tal manera esta virtud que encanta al lector y lo subyuga de una manera total.

Los histéricos presentan, cuando su enfermedad está bien caracterizada, las grandes crisis con convulsiones y movimientos pasionales de todo el cuerpo y los tan mal llamados éxtasis, durante los cuales permanecen largas horas y aun días en un estado semejante al sueño y en posiciones irregulares y grotescas; estado este que alterna con las convulsiones y está acompañado de alucinaciones. Al salir del éxtasis el histérico se muestra en un estado de embrutecimiento y de imposibilidad de ninguna operación intelectual.

De esos tales éxtasis jamás estuvo afectado ninguno de los santos místicos y tampoco Santa Teresa. Lo que se llama en Teología mística éxtasis son estados de oración sobrenatural que ninguna semejanza tienen con el histerismo.

Santa Teresa nos dio la descripción de tales estados. Hecha con mano maestra en habiendo acabado de salir de uno de ellos:

“Lo que yo pretendo declarar es qué siente el alma cuando está en esta divina unión…Estando así el alma buscando a Dios siente, con un deleite grandísimo y suave, casi desfallecer toda con una manera de desmayo, que le va faltando el huelgo,  y todas las fuerzas corporales, de manera , que si no es con mucha pena, no puede aún menear las manos: los ojos se le cierran sin quererlos cerrar; y si los tienen abiertos no ve casi nada; ni si lee acierta a decir letra, ni casi atiende a conocerlas bien; ve que hay letra, mas, como el entendimiento no ayuda, no sabe leer, aunque quisiera; oye, mas no entiende lo que oye… Hablar es por demás, que no atina a formar palabra…El deleite exterior que se siente es grande y muy conocido.

 “Ahora vengamos a lo interior de lo que el alma siente; dígalo quien lo sabe, que no se puede entender, cuanto más decir. Estaba yo pensando, cuando quise escribir esto, qué haría el alma en aquel tiempo. Dígame el Señor estas palabras: Deshacerte toda, hija, para ponerse más en mí; ya no es ella la que vive, sino yo; como no puede comprender lo que entiende, es no entender entendiendo… Se pierde la memoria… La voluntad de estar bien ocupada en amar… El entendimiento, si entiende, no se entiende cómo entiende…“Queda el alma de esta oración y unión con grandísima ternura”

Es preciso leer los capítulos enteros de su Vida en que trata de esos estados místicos para maravillarse de las grandezas  de la oración sobrenatural y juntamente convencerse de que no ofrecen ni siquiera parecido remoto con los estados histéricos. Ninguno que establezca comparación entre ellos y los confunda e identifique puede considerarse como verdadero hombre de ciencia y mucho menos hombre justo e imparcial.

Es, pues, un hecho fuera de discusión ilustrada que Santa Teresa no padecía de histerismo. Podemos entonces averiguar cuál era la enfermedad de que padecía, puesto que ella misma nos la describe. Empezaron los síntomas de ella después de su profesión religiosa, porque “la mudanza de la vida y de los manjares me hizo daño a la salud”.

La enfermedad principió con una gran debilidad. “Comenzáronse a crecer los desmayos, y dióme un mal del corazón tan grandísimo que ponía espanto a quien lo veía…”

Para ver si se curaba la llevaron a una estación balnearia a tomar aguas minerales. “Estuve en aquel lugar tres meses con grandísimos trabajos, porque la cura fue más recia que pedía mi complexión; a los dos meses a poder de medicinas me tenían casi acabada la vida  y el rigor del mal del corazón de que me fui a curar era más recio que algunas veces me parecía con dientes agudos me asían del, tanto que se temió era rabia. Con  la falta  grande de virtud (porque ninguna cosa podía comer si no era bebida, de gran hastío, calentura muy continua y tan gastada, porque casi un mes me había dado una purga cada día) estaba tan abrasada que se me empezaron a encoger los nervios, con dolores tan insoportables que día y noche ningún sosiego podía tener y una tristeza muy profunda…; todos me desahuciaron…; los dolores eran los que me fatigaban, porque eran en un ser desde los pies hasta la cabeza”.

En esto estuvo cinco meses, desde abril hasta agosto, a fines de los cuales: “Dióme aquella noche un paroxismo que me duró estar sin ningún sentido cuatro días poco menos… Quedé estos cuatro días de paroxismo de manera que sólo el Señor puede saber los incomparables tormentos que sentía en mí. La lengua hecha pedazos de mordida; la garganta de no haber pasado nada y de la gran flaqueza que me ahogaba, que aun el agua no podía pasar…; sin poderme menear ni brazo, ni pie, ni mano, ni cabeza…”.

Lo cual le duró hasta diciembre, en que  la llevaron al convento de nuevo. ”El extremo de flaqueza no se puede decir, que sólo los huesos tenía; ya digo que estar así me duro más de ocho meses; al estar tullida, aunque iba mejorando, casi tres años”.

Después se puso buena por completo, quedando únicamente sujeta a tener palpitaciones que ella, como dice en una de sus cartas, se curaba con agua de azahares.

De todo ello podemos deducir que la santa, en su primera juventud sufrió de una enfermedad aguda que con las secuelas le duró como cuatro años, después de la cual tuvo una salud perfecta y cabal, tanto que pudo emplear toda su vida en el trabajo de fundaciones y de la dirección de una Orden extendida en toda la Península.

Esta enfermedad consistió en un dolor violento en la región torácica y precordial, seguido al poco tiempo de dolores generales en todo el cuerpo, con fiebre alta, y que paró en un ataque cerebral con convulsiones; después rigidez articular y muscular, que la tuvo tullida durante tres años; al fin, vuelta a la salud con palpitaciones y algunas veces vómitos.

Con esta sumaria descripción es, ciertamente, difícil clasificar su enfermedad poniéndola en cuadro nosológico. Sin embargo, para los que están acostumbrados al lenguaje de la santa se aclara un poco los síntomas y se puede, sin mucha violencia, asimilar su enfermedad al reumatismo articular agudo.

Tomemos, si no, el admirable artículo “Reumatismo”, del Diccionario de Medicina y de Cirugía escrito por Gerges Homolle. (3)

1. Alude a un artículo de! doctor Guillermo Morales, publicado a primeros del año 1885 en El Repertorio, periódico que era órgano de la Sociedad Santa María. En dicho artículo el autor, no obstante la fama con que llegaba de Europa, dando de mano a la sanción de la verdadera Ciencia y a vueltas de hablar sobre magnetismo, hipnotismo e histerismo, pretendió reducir a puras manifestaciones algunos milagros de Jesucristo, los de Lourdes, los éxtasis de los santos, en especial de Santa Teresa, y la impresión de las Sagradas Llagas en Nuestro Padre San Francisco. Excusado es decir que el Pbro. Doctor Juan Bautista Castro, director de El Ancora, salió por los fueros de la verdad y de la ciencia cristiana. (Esta llamada es del doctor J. M. Núñez Ponte, en su Estudio crítico biográfico del doctor José Gregorio Hernández). Imprenta Nacional. 3° Edic. pág. 258. Caracas, 1958.

2. Leamos lo que acerca de esta misma materia escribió Hernández en su libro Elementos de Filosofía: «Se ha tratado muchas veces de establecer identidad entre estos estados histéricos y los fenómenos de la oración sobrenatural. En particular el éxtasis de los santos se ha considerado como de naturaleza histérica; todos los autores místicos, y principalmente Santa Teresa; han sido definitivamente colocados entre los histéricos por los que admiten esa identidad.”

“Pero todo aquel que quiera estudiar serenamente y de una manera científica el histerismo, y que estudie, además, del mismo modo la psicología de los santos, encontrará de seguro tal desemejanza entre ellos que forzosamente tendrá que establecer una conclusión contraria a dicha identidad, la cual sólo puede admitirse por los que no tienen conocimiento alguno del histerismo o de los éxtasis de los santos.”

“En efecto, los histéricos son enfermos que presentan, además de los síntomas propios de la enfermedad, ciertos estigmas en su ser moral y físico que son característicos del fondo o terreno indispensable para el desarrollo de la neurosis. Son irritables, veleidosos, apasionados; gustan de ser un espectáculo para los circunstantes, porque su afán constante es llamar la atención. Son pusilánimes, carecen por completo de energía física y moral;  a veces son astutos, inclinados a mentir y tercos.”

 «Sus facultades cognitivas son muy limitadas; son incapaces de ningún esfuerzo sostenido de la voluntad e incapaces también de reflexión, y presentan las señales de una agobiadora inferioridad intelectual, sobre todo aquellos que han llegado a los estados extáticos, los cuales, al establecerse definitivamente, acaban con la inteligencia del enfermo, que cae por fin en el idiotismo.”

«Es cierto que los que están sólo ligeramente tocados por la neurosis pueden ser personas discretas e inteligentes; pero los que llegan a la grande histeria y a su último estado del éxtasis sufren una degeneración intelectual casi completa.

Los síntomas del éxtasis histérico son bien conocidos. Los enfermos se encuentran inmóviles, en un estado aparente de sueño, en posiciones más o menos forzadas; después entran en convulsiones de la totalidad del cuerpo, a las cuales sigue un estado tetánico interrumpido por alucinaciones variables.”

«Pasadas las crisis extáticas, el enfermo se encuentra en un estado de profunda degradación mental, del cual sale lentamente y entonces recobra aquel humor excéntrico y frívolo que ya hemos señalado.”

«Es una enfermedad de las personas jóvenes o, a lo menos, empieza a presentar las primeras manifestaciones en la juventud.”

“Contemplemos ahora el grandioso espectáculo de la vida de los santos, y escojamos a Santa Teresa de Jesús como el caso más conveniente para este fin, porque es ella la que con más frecuencia ha sido calificada como enferma de histerismo.”

“La santa pasó su primera juventud entregada u las prácticas usuales de la regla del Carmelo, sencillamente, sin que nada se notara en ella de extraordinario.”

«De carácter apacible y firme, tan firme que pudo vivir veinte años, de los dieciocho a los cuarenta, en la perfecta ejecución de los preceptos de su regla; amante de la vida oculta y silenciosa de la celda, en ella practicó en grado heroico todas las virtudes: la paciencia, la obediencia, la modestia, la virginidad, la mortificación, el horror de la mentira, la santa pobreza; y todo ello sin ostentación, recatadamente y en la soledad.”

«A los cuarenta años fue agraciada con la oración sobrenatural, y entonces tuvo los éxtasis. Durante ellos nada de aparatoso: ni convulsiones, ni posiciones teatrales, ni estados tetánicos, ni alucinaciones.

«Los que tuvieron ocasión de verla en esos momentos se sentían sobrecogidos de respeto y de admiración al ver la serenidad y el embellecimiento de todas sus facciones, y el recogimiento y la modestia de toda su persona.

”Al salir de sus éxtasis la santa tomaba la pluma; y la que antes era tan ajena a toda literatura, ahora producía sus incomparables escritos, con los cuales se reveló al mundo maestra sin igual en Teología mística, historiadora eminente, eximia poetisa; con una filosofía tan elevada y original como su teología, modelo en el arte del bien decir, llena de donaire y elegancia, y con una gracia tan fina y espiritual que, desde hace cuatrocientos años, forma las delicias de los que la leen; por estas tan excelsas dotes la Santa Iglesia Católica la ha aclamado Doctora Mística.

”Los mismos fenómenos psicológicos, que bien podemos llamar antagónicos del histerismo, se encuentran en los otros santos místicos; en Santa Catalina de Siena, en San Juan de la Cruz, en San Enrique Suso, en Santa Gertrudis, en la Madre María de Ágreda. Todos ellos son autores clásicos en sus respectivas lenguas, eminentes en todos los asuntos de que tratan, y han realizado grandes obras en bien de la humanidad, de las cuales muchas subsisten.

”No existe, pues, ninguna identidad, ni siquiera la más leve entre los llamados éxtasis histéricos y los verdaderos éxtasis de los santos, que consisten en un arrobamiento de las facultades intelectuales, producido por la contemplación sobrenatural; el confundirlos es indicar de una manera cierta que no se conoce suficientemente alguno de los dos estados»(Elementos de Filosofía, por el doctor José Gregorio Hernández, páginas 65 a 68).

3.  El artículo «Reumatismos», escrito  por Georges Homolle, aparece inserto íntegramente en las páginas 548 a 750, ambas inclusive, en el tomo 31, Rei-Rot del Diccionario de Medicina y de Cirugía prácticas, cuyo Director de redacción era el Doctor Jaccoud. Después de tratar del reumatismo en general divide su estudio en seis capítulos: I.   Rhumatisme articulaire aigu. II. Rhumatisme articulaire subaigu. III. Rhumatisme seccndaire. IV. Rhumatisme articulaire   chronique. V.   Rhumatisme  abarticulaire. Rhumatisme visceral. VI.  Rhumatisme constitutionnel.

Tiene al final, en seis páginas completas, una bibliografía de 387 autores, distribuidos  así: Reumatismo general y Reumatismo  articular agudo, 110; Reumatismo cerebral, 26; Reumatismo hiperpirético, 44; afecciones abarticulares, 55. Reumatismo secundario y formas anormales del Reumatismo 45; tratamiento, 66, y Reumatismo crónico 45.

 Es, como lo califica el Dr. Hernández, un artículo sencillamente admirable, aun para los profanos en la materia.

 Tomado de: “José Gregorio Hernández Obras Completas”, Compilación y Notas del Dr. Fermín Vélez Boza –Universidad  Central de Venezuela-OBE, Caracas-1968,  Alfredo Gómez Bolívar


El doctor Nicanor Guardia (crónica escrita por José Gregorio Hernández)

 

Representación del Dr. José Gregorio Hernández, sector Los Malabares, San Carlos Cojedes.
 Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez 





(El Cojo Ilustrado. Año II Nº 35. Caracas, 1º de Junio de 1893)

Los tiempos modernos presentan entre nosotros el fenómeno singular de que el desenvolvimiento material que se presenta en toda nación no va acompañado del movimiento intelectual correspondiente; obsérvese, por el contrario, que cada día disminuye el número de los que en otro tiempo forman una brillante pléyade que ilustró la República y la puso a la altura de los países más aventajados en materias científicas.

Así se nota en la naturaleza, que, después de una cosecha rica en frutos que embellecen los campos y repletan los graneros, se presenta otra que, siendo ya menguada de por sí, parece serlo todavía más si se la compara con la que le precedió.

Más en esos mismos instantes en que parece que los vegetales reparan las fuerzas agotadas por una fructificación optima, en esas épocas de decadencia vital, suele presentarse uno que otro fruto que reúne en sí y magnifica todas las cualidades eximias que hicieron afamada entre todas a su especie, el cual viene a alegrar a los cultivadores, porque su presencia encierra una promesa halagadora por el porvenir.

Las épocas pasadas hicieron creer que nuestra raza tenía el privilegio de llevar radicadas en ellas potencias intelectuales superiores a las que existían en las demás; luego vino una triste realidad a desvanecer tan lisonjeras ilusiones, si bien se encuentran todavía algunos espíritus elevados que poseen en grado sumo todas las grandes dotes de aquellos que en tiempos venturosos dieron lustre y renombre a su país.

Uno de estos varones esclarecidos de nuestra época es el señor doctor Nicanor Guardia: inteligencia amplia y vigorosa, que ha cultivado uno de los ramos más difíciles de los conocimientos humanos, la Medicina, y que ha llegado a ocupar un puesto culminante entre los hombres científicos de nuestra patria.

Lleno de amor apasionado por la ciencia, sigue paso a paso el movimiento casi vertiginoso que ella presenta en la actualidad, experimentando un verdadero entusiasmo cada vez que viene a descubrirse un nuevo secreto a la naturaleza, y presentándose, por lo tanto, siempre al corriente de los adelantos científicos. Dotado además por la naturaleza de una lógica irresistible, marcha sin vacilar por la senda que debe conducirle a la verdad, el único ideal que los deslumbra y atrae.

En la ciencia difícil del diagnóstico, en la habilidad para descubrir y llenar la indicación terapéutica; en una palabra, en la parte clínica de la Medicina, es donde brilla su inteligencia con más esplendor. Es increíble con cuánto vigor realiza diariamente esa lucha incesante contra la enfermedad, que a veces llega a convertirse en una lucha homérica contra la muerte. Y parece imposible pintar esa rara energía que le hace resistir donde los demás flaquean, y teniendo entonces arranques de inspiración que le levantan y colocan en una altura inaccesible a los demás mortales.

Poseedor de una elocuencia natural, unida a un criterio nada común, agrupó en torno de su Cátedra universitaria un auditorio entusiasta que corría a recoger ávidamente los preceptos científicos, los cuales adquirían con sólo salir de sus labios una autoridad incontestable. La Madre Universidad, que nunca ha podido consolarse de su ausencia, le tiene orgullosa en el cuadro de sus profesores honorarios.

Muy raras son, en efecto, las dotes intelectuales de tal magnitud, y por lo mismo muy valiosas; pero más raras y valiosas son las cualidades morales, que rodean al hombre de una simpática aureola y le dan un prestigio tan grande como merecido. El señor doctor Guardia las posee todas; la bondad natural, que compadece los sufrimientos ajenos; la generosidad, que ennoblece el espíritu y le proporciona mil goces inefables; la santa caridad, que llena el alma de los más excelsos sentimientos, genera las acciones grandiosas que inmortalizan al hombre. Y practica la amistad de una manera tan perfecta que los elegidos sienten por él un amor profundo y un respeto ilimitado. ¡Oh, cómo corre la pluma fácil y ligera al escribir las palabras que nos dicta el corazón!...

Tiene por compañera de su existencia un ángel que le endulza las penas inherentes a su profesión, y vive tranquilamente gozando de la veneración que le profesa toda su familia, y en medio de la consideración universal. ¡Quiera el Cielo conservarle a Venezuela por largos años un ciudadano tan distinguido como eminente!

Tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas" Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968, por  Alfredo Gómez Bolívar


Los Maitines. Cuentos escritos por José Gregorio Hernández (entrega 2)

 

Representación del Dr. José Gregorio Hernández, en la capilla que le honra, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez




(Publicado en el El Cojo Ilustrado, año XXI, Nº 497, Caracas 1 de Septiembre de 1912)

 

Para mi distinguido el R.P. Benjamín Honoré Profesor de Filosofía en el Colegio Francés.

 

La campana interrumpe el profundo silencio del desierto. La densa noche cubre implacablemente el bosque de la negra caliginosa sombra; pero en aquella completa soledad la Cartuja recibe de lo alto una lluvia de serenidad y de paz. Entre ratos percíbense los ruidos innominados del desierto, el azaroso canto de las aves nocturnas o el ulular de los desolados animales silvestres. Cabe el vecino riachuelo las ranas entonan el triste canto, su sola protesta contra aquella espera medianoche sin luna.

Destínguense los objetos de una manera extraña y las visiones se suceden tan numerosas como los objetos. La cruz que se levanta triunfante en medio del cementerio, como símbolo cierto de futura resurrección, toma en medio de aquella inundación de tinieblas gigantes proporciones. Las tumbas de los que un tiempo fueron víctimas voluntarias del amor divino se juntan en fraternal abrazo de unión sin fin. Y los cipreses y los mirtos se levantan orgullosos hasta el nivel de la torre del convento, y se entremezclan con las columnas del silencioso claustro.

Los hombres duermen o corren al placer olvidados de Dios. Más la campana vibra fuerte y pausadamente su voz metálica, que recorre el ámbito espacioso y es reflejada en las colinas cercanas. Todo se estremece en la oscuridad. Las puertas de las celdas se van abriendo una a una y dando salida a los religiosos con sus blancas vestiduras, los cuales marchan reposadamente en la oscuridad como sombras vagas que se dirigen al coro.

En la capilla brilla apenas la luz de la pequeña lámpara que arde ante el tabernáculo. Reina un silencio total, no interrumpido ni siquiera por los blandos pasos de los religiosos, que van colocándose en sus puestos en el coro y quedan allí inmóviles como estatuas y sumidos en profunda oración.

Transcurridos breves instantes calla la campana. A la escasa luz de la lámpara se inventan también en la nave visiones fantásticas. Los libros corales proyectan sombras que semejan las ruinas de algún templo pagano y sobre las losas del pavimento aparecen como calaveras y osamentas, como las grandes tibias de esqueletos descomunales. Sobre el ara, el Cristo abre los brazos a la humanidad redimida como promesa inviolable de definitivo perdón.

Una señal que parte del fondo del coro interrumpe aquel recogimiento profundo y se da comienzo al canto. En primer lugar se dice el Inventario, la invitación fraternal, el llamamiento a cantar las glorias de Dios, en tono de alegría y esperanza. "Venid, ensalcemos al Señor, alegrémonos en Dios nuestro Salvador...

Nosotros somos su pueblo... Al oír hoy su voz no queráis endurecer vuestros corazones... Venid, adoremos al Rey...".

Largo rato continúa el himno, haciéndose cada vez más instante, como si quisiera convocar y congregar al mundo entero para aquella cándida fiesta del puro amor.

Después empiezan los nocturnos. Al través de las notas musicales se adivina la ardiente pasión de los corazones que palpitan bajo aquellos sudarios por la gloria de Dios y por la mísera humanidad. Los coros alternan en animado y vehemente diálogo y los versos de David brotan de aquellos labios inmaculados como centellas viajeras de la tierra al cielo. Señor Dios nuestro: ¡Cuán admirable es tu nombre en el universo entero!... ¡Cuán elevada es tu grandeza sobre los cielos!... ¡Los cielos narran la gloria del Señor y el firmamento anuncia la obra de sus manos!

La petición se hace inflamada por todos los hombres; nadie tema quedar excluido de aquella intercesión poderosa; y porque aquellos inmolados saben bien que Dios hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos, y que no hay faltas aisladas a causa del terrible contagio del mal, por eso cantan al cielo con tranquila confianza: ¿Quién podrá comprender lo que es el pecado? Limpiarme de las culpas escondidas y de las ajenas... ¡Señor, mi favorecedor y mi redentor!

Las horas pasan como una ilusión, finalizan los Nocturnos para dar comienzo a las Lecciones. En evocación espléndida se cantan entonces las glorias de la creación. Las criaturas van apareciendo una a una, obedientes a la voz omnipotente que de la nada les da ser. La luz empieza desde aquel instante su viaje fantástico por los indefinidos espacios del universo. La materia en estado caótico, la tierra informe y vacía, el sol, la luna y las estrellas. Luego se canta la maravillosa aparición de la vida en la tierra y en el fondo del mar, y al fin, en una frase musical anunciadora del gran suceso, se publica al mundo atónito la grandiosa aparición del hombre y su origen divino.

Terminada aquella narración incomparable, la comunidad entera, conmovida, entona el grandioso himno triunfal: ¡A Ti, los Querubines y los Serafines a una voz te aclaman sin cesar Santo!...

La tierra y los demás astros continúan su incesante revolución en el espacio. Los hombres duermen o corren al placer por el ancho mundo. Las aves nocturnas ensayan su dulce canto. En el coro el oficio divino se sigue desarrollando en toda su belleza; pidiéndose en él la misericordia y el perdón para los malos y para los buenos, para los que gozan y para los que sufren, principalmente para los dichosos, porque a los que son desgraciados les sirve de crisol el sañudo dolor.

Tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas" Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968, por Alfredo Gómez Bolívar


En un vagón. Cuentos escritos por José Gregorio Hernández (entrega 3)

 

Representación del Dr. José Gregorio Hernández en la capilla que le honra, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez



(Publicado en El Cojo Ilustrado, año 493, Caracas, 1º de Junio de 1912)

 A mi respetado amigo el señor Jesús María Herrera Irigoyen

Una mañana fría y nublada caminaba yo de prisa para llegar a tiempo a la estación ferrocarrilera antes de la salida del tren. Cinco minutos justamente antes de la partida tomé el vagón que se hallaba desocupado aún, y traté de elegir un buen asiento para hacer más cómodamente mi pequeño viaje, pues, como de ordinario soy muy propenso al mareo, lo evito a veces situándome bien (El Cojo Ilustrado, año 493, Caracas, 1º de Junio de 1912)

 

Una mañana fría y nublada caminaba yo de prisa para llegar a tiempo a la estación ferrocarrilera antes de la salida del tren.

Instantes después acariciaba yo la halagadora idea de hacer mi camino sin compañía alguna, cuando entraron tres pasajeros más, de distinguido aspecto: un caballero al parecer de cincuenta años, tipo del perfecto gentleman, quien se tocó cortésmente el sombrero al pasar junto a mí; una señora que, al ponerme de pie para darle libre paso, me hizo una ligera cortesía, y un joven como de diecisiete años, de tan noble parecido con el caballero que semejaban una misma persona vista a los diecisiete y a los cincuenta años, de tez pálida, cabellos y ojos negros, con la mirada profunda del que nace pensador. Vino a situarse a mi lado, y, sin prestar atención a los movimientos precursores de la salida, abrió un libro y se entregó a la lectura.

El caballero y la dama tomaron asiento a mi frente. La señora vestía traje y sombrero negros de gran lujo y elegancia, y la dulzura de su fisonomía, al propio tiempo que todo el continente de su persona, revelaban la distinción peculiar a las personas bien nacidas.

Respiré con satisfacción pensando que, si la compañía no aumentaba, haríamos un viaje bastante agradable, y mayor placer experimenté al ver que, en el instante de partir el tren, la señora hizo piadosamente la señal de la cruz.

Entonces mi compañero arregló su libro lo más cómodamente que pudo para continuar su lectura, que, por lo visto, le interesaba sobremanera. Movido de curiosidad, traté de ver en su libro con discreción, mirando por encima del hombro, y leí lo siguiente:

"El hombre naturalmente desea saber: la presencia de lo desconocido le molesta; todo lo que es misterio le inquieta y estimula, y, en tanto que le dura su ignorancia, experimenta él un tormento que cede su sitio al placer cuando aquélla llega a ilustrarse".

La señora, viéndole absorto en la lectura, dirigió la palabra a su acompañante con voz intencionalmente fuerte, como para hacerse oír del joven.

-No me gusta que Carlos se entregue tanto a esas lecturas, las cuales me parece que le pervierten sus buenos sentimientos.

El caballero sonrió con bondad, fijando su mirada en Carlos con el mismo agrado con que se viera en el espejo ahora treinta años. Carlos levantó los inteligentes ojos y, mirando a la dama y al caballero con ternura dijo:

-Mamá no quiere que haga mis repasos, sabiendo que tengo que presentarme al examen de bachiller muy pronto.

-No es el repaso lo que me desagrada - replicó- sino que te veo con una ideas raras y muy distintas a las que tenemos en casa.

El caballero fijó de nuevo su mirada indagadora en el joven, y éste levantó un poco la voz como quien trata de expresar un profundo y firme deseo del alma:

-Tío Felipe, es que yo quiero saber.

La locomotora producía un gran estruendo en las vueltas del camino, los arboles del bosque huían velozmente y los pájaros se levantaban en bandadas, mientras que el penacho de humo quedaba como señal efímera de nuestro paseo.

Yo pensaba que este otro penacho de humo -el hombre- vive atormentado por el mismo deseo de Carlos de saberlo todo, sólo que, al buscar la vida en la ciencia, no pocas veces encuentra sino la muerte.

-Mira Felipe, -dijo la dama-ayer no más me aseguraba que las buenas obras que hacemos no nos sirven de nada, porque nosotros obramos siempre a impulsos del motivo más fuerte y sin ningún mérito de nuestra parte.

Su tío guardó un rato de silencio, al cabo del cual le dijo:

-Te has vuelto determinista a lo que veo, mi querido Carlos, y eso te perturba considerablemente porque encuentras que tu filosofía pugna contra tu religión.

Carlos Contestó:

-Yo desearía que alguien me pusiera de acuerdo esas cosas. Sin Embargo, me parece claro lo que nos enseña la estadística. ¿No vemos que hay casi todos los años un número igual de matrimonios? Lo mismo acontece con los robos y con los homicidios. Un buen estadista calcula sin errar que dentro de dos años habrá un determinado número de estos sucesos, de la misma manera que un astrónomo indica los eclipses del Sol y de la Luna que se verificarán de aquí a diez años.

La señora miró a Felipe con zozobra y como suplicándole que ilustrara al adolescente.

Don Felipe repuso: -Analicemos bien ese argumento. Por ejemplo, todos comemos generalmente las siete; si tú vas a la mesa con nosotros a esa hora, ¿lo haces de una manera necesaria, o te consta, por el contrario, que tendrías la libertad de no ir?

- Es claro que puedo no ir si me place.

-¿Aunque tuvieras mucho apetito pudieras dejar tu puesto vacío en la mesa?

- Si, por cierto.

- Ya ves, Carlos, que eres libre, puesto que no te dejas dominar por tu apetito y puedes triunfar de él. Y de todos los móviles humanos, los más poderosos son las inclinaciones físicas, que impulsan casi como instintos.

-Si- dijo la madre con gozo- los santos adquirieron la perfección en grado heroico porque lucharon contra todos sus apetitos corporales y triunfaron de ellos.

Por mi imaginación pasó el recuerdo de aquel dulcísimo Francisco de Asís despedazando su carne virginal con las espinas de unas zarzas en una terrible noche de invierno, luchando violentamente contra la tentación y venciéndola.

La máquina detuvo su marcha por breves instantes. Todos nos asomamos a las ventanillas. En el corredor de la pequeña estación estaban dos granujas vestidos de harapos. Uno de ellos, dirigiéndose a su compañero, le dijo:

-Vale, ahora me gano, cuando menos, tres reales con los pasajeros que vienen.

El otro, levantando la mano derecha hasta el nivel de los ojos y cerrando unos después de otros los dedos, le respondió:

-¡Veo!...

El vagón continuó su interrumpida marcha y los pasajeros nos colocamos de nuevo en nuestros respectivos puestos.

Don Felipe continuó:

-Oye, pues, Carlos; la estadística nos enseña solamente los meses en que se verifican esos actos de que tú hablas, pero nada nos puede decir del estado sicológico de sus autores, el cual sólo puede ser conocido por la conciencia.

-Concedo que los argumentos en favor del determinismo dados por la estadística sean bien débiles - replicó Carlos-, pero es que los hay más poderosos. Si se le sugiere un acto cualquiera a un histérico durante el sueño hipnótico lo realizará al despertarse. Preguntémosle en seguida si lo ha hecho con entera libertad y nos afirmará que así lo hizo.

-Y así lo ha hecho, en efecto, porque la sugestión no obra sobre la voluntad, sino indirectamente por el intermedio de la memoria y de la inteligencia. Los actos se verifican así: al producirse la reviviscencia del hecho sugerido la inteligencia lo considera y ofrece a la voluntad, la cual lo acepta si es de su agrado, o lo rechaza en el caso contrario; de suerte que, aun aquel que está influido por la sugestión puede obrar libremente. Recuerdo haber leído la observación de un notable neurologista. Se trataba de una histérica a quien se le sugirió que en la tarde del día siguiente saliera a paseo con su sombrero puesto al revés. En llegando la hora sugerida todos oyeron que la enferma decía:

-¡Que cosas tan raras se me ocurren! Solamente que estuviera loca me pondría el sombrero al revés!

Y salió vestida correctamente. Ya ves tú que los histéricos, al aceptar la sugestión, lo hacen tan libremente que pueden rechazarla y practicar lo contrario.

Carlos repuso: -Y si admitimos la libertad humana, ¿no nos ponemos en contradicción con la ley de la conservación de la fuerza? ¿Tendríamos que admitir que un acto voluntario podría crear de la nada un movimiento intercurrente, cuando está demostrado que todo movimiento resulta siempre de un movimiento anterior?

-La voluntad libre- respondió Felipe reposadamente- no crea ningún movimiento de la nada; lo que hace es servirse, poniéndolas en libertad, de las fuerzas almacenadas en los elementos musculares.

Además de que la ley de la conservación de las fuerzas está demostrada por un sistema cerrado e inerte y no lo está respecto de los seres vivos.

Conforme Carlos se iba poniendo pensativo, la dama manifestaba ostensiblemente su alegría.

-Pero es lo cierto- volvió a decir Carlos- que nos decidimos siempre por el motivo más poderoso.

-No siempre- dijo don Felipe- por ejemplo, una persona obediente a los mandamientos de la Iglesia no tomará el alimento antes las doce en un día de ayuno, aunque tenga mucho apetito; mientras que el falderillo de tu casa, al presentársele el alimento, se lo comerá irremisiblemente si tiene hambre.

-En ese caso- dijo Carlos con aire de triunfo-, el motivo más fuerte es la decisión de cumplir la ley del ayuno.

-Estás en la plenitud del error, mi sobrino, porque, como acabo de decir, es un hecho demostrado por la experiencia que de todos los móviles humanos los más poderosos son los apetitos corporales, por lo cual la lucha contra ellos constituye el lado doloroso de la vida. Además, podemos verificar todos estos actos experimentalmente y siempre la conciencia nos atestiguará la existencia de la libertad.

Yo observaba al joven y experimentaba una verdadera delicia al ver que en su clara inteligencia había entrado la buena doctrina. En aquel momento la máquina empezó a disminuir de velocidad y Carlos, levantándose de repente y dirigiéndose a la puerta, exclamó: -Ya llegamos.

Después que hubo salido dijo la señora:

-¿Crees tú, Felipe, que Carlos irá abandonando todas esas malas ideas y que podré verlo volver para siempre a su Catecismo, que con tanto desvelo le he enseñado?

Tranquilízate, querida hermana- le respondió don Felipe levantándose para salir- todos, unos más y otros menos, nos hemos divorciado del Catecismo en esa época de la vida y hemos dado acogida a la novedad de esas ideas tan cónsonas con el estado psicológico producido por el cambio de la edad. Pero después, poco a poco, vamos despojándonos de ellas, y entonces florece espléndidamente la primera siembra, sobre todo cuando el sembrador fue una madre como tú.

Yo me quedé con el corazón entristecido al pensar cuántos hay que permanecen definitivamente divorciados del Catecismo por carecer de una mano amiga y amante que les haga fácil la vuelta.


Texto tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas". Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968 por  Alfredo Gómez Bolívar



Visión del Arte. Cuentos escritos por José Gregorio Hernández (entrega 1)

 

Representación del Dr. José Gregorio Hernández, en la entrada de la capilla que le honra, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez




 

(Publicado en "El Cojo Ilustrado". Año XXI, número 491, págs. 198-300 Caracas 1º de Junio 1.912, El Universal, Caracas)

A mi respetado amigo el señor Pbro. Dr. Rafael Lovera, Teniente Provisor: Y Pro. Vicario General del Arzobispado.

 

Tome la pluma y escribí con desencanto: Capitulo segundo. El Arte

La tarde esta cálida, tempestuosa y cargada de fluido eléctrico, que obraba implacablemente sobre mis nervios, comunicándonos como unas corrientes no interrumpidas de malestar. Había tenido durante el día un trabajo fuerte y emocionante, y me sentía con cansancio físico muy pronunciado.

Traté de coordinar mis ideas para comenzar a escribir, confiando en que el movimiento producido por la composición intelectual me haría olvidar el cansancio del cuerpo y los trastornos nerviosos de causa meteorológica. ¡Vano intento! Mis esfuerzos en este sentido fueron inútiles; por lo contrario, lejos de armonizarse las ideas se me empezaron a confundir lamentablemente. A mí alrededor los objetos tomaban formas fantásticas, moviéndose caprichosamente y agitándose en un baile siniestro y lúgubre. En particular, un ramo de viejas flores que estaba olvidado sobre la mesa en que me había puesto a escribir me producía la ilusión de que estaba haciendo toda suerte de contorsiones; se inclinaba a la derecha y a la izquierda con cierto aire de burla, y, por último, creí verlo que se doblaba más profundamente como si me hiciera una cortesía, hasta que, tomando vuelo, se desprendió de la mesa y fue a colocarse sobre la puerta entre abierta de la habitación. ¡Puras ilusiones visuales!

En medio de las tinieblas que cada vez más ofuscaban mi mente pude pensar que todo lo que me acontecía eran obras de mi imaginación cansada y estropeada por el trabajo de aquel día y por la enorme tensión eléctrica de la atmósfera. Comprendí también que en vano trataría de luchar contra ese estado de cosas y decidí someterme a la fatalidad. Un ruido sordo, como de un trueno lejano que me pareció oír, acabó de ofuscarme y hacerme perder el sentido de la realidad.

Tuve todavía bastante conciencia para más convencerme de que era incapaz de recobrar mi autonomía y miré desoladamente alrededor de la habitación, como quien busca auxilio. Al cabo de un rato, con gran sorpresa, vi o creí ver junto a mí un ser indefinido, semejante a una aparición que me estaba mirando con ironía. Su vestido blanco era como una amplia túnica que se movía como si fuera a impulsos del viento, y de tal manera disimulaba sus formas que me era imposible distinguir si ese ente que estaba en mi presencia era hombre o mujer.

Largo tiempo estuvo mirándome despreciativamente. Su mirada inquisidora penetraba hasta el fondo de mi vacía imaginación y la registraba minuciosamente como quien ojea un libro. Aquel análisis frío y sostenido de mí ser interior, semejante a una disección anatómica, me producía una especie de congelación interna. Después de haber prolongado ese registro todo lo que quiso, sacudiendo la cabeza con un aire no sé si de conmiseración o de hastío, concluyó por decirme:

--Nada has podido producir. Tu inteligencia está como un papel en blanco; pero tengo lástima de ti y quiero trabajar por tu cuenta.

Extendió, luego que acabó de hablar, su brazo escultural y con la mano abierta señaló el fondo casi oscuro de la estancia. Yo seguí con la vista aquel ademán, lleno de imperio, y miré a lo lejos. Primero vi una espléndida llanura en la cima de un monte, como si fuera una meseta, iluminada por una suave y deliciosa luz. Parecía que nos acercábamos a ella con rapidez. En seguida se fueron delineando claramente los contornos de un palacio suntuoso de construcción antigua, con las paredes de mármol tan fino que casi tenía la transparencia del vidrio y con el techo de un metal semejante al oro.

Me parecía que, sin movernos, nos acercábamos a la espléndida mansión nunca vista por mí y ni siquiera imaginada. Tuve la sensación de que habíamos penetrado en el interior de una sala de deslumbradora riqueza, en la cual se hallaban numerosos personajes rodeados de incomparable gloria. Tenían aquel aire lleno de majestad de los que están habituados a dominar las inteligencias de los demás hombres, y, en realidad, parecían reyes que estaban sentados sobre tronos. En el mismo instante en que pasábamos junto a ellos se levantó de su asiento el más glorioso de todos, y con seguridad era el que presidía aquel senado resplandeciente, y con voz no terrenal comenzó a recitar los sublimes versos: "Canta, oh diosa!, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo".

Entonces pude ver en el dosel del trono en que se hallaba el recitante esta inscripción en letras refulgentes: "¡Poesía! ¡Eres de todas las bellas artes la más excelsa!¡Eres el arte divino".

Comprendí que íbamos a salir de aquel encantado recinto, y, una vez fuera de él, continuamos nuestro aéreo viaje con rapidez. Muy distante debíamos encontrarnos, a juzgar por lo largo del tiempo, cuando empecé a sentir como el ambiente perfumado del bosque y a notar el silencio inapreciable del desierto, apenas interrumpido por el ruido de las corrientes de aire que levantábamos a nuestro paso. Era evidente que entrábamos en un lugar solitario y silencioso. La aparición me habló diciéndome: "Cierra bien los ojos y apresta los oídos". Obedecí al punto y puse todo mi esfuerzo en oír.

De aquella ignorada región de la tierra, de aquel rincón bendecido del mundo, se elevaba un canto celestial. No parecía formado de voces humanas, y hubiérase creído que alguno de los coros angélicos lo entonaba. Compuesto solamente de voces, sin ningún acompañamiento de orquesta, la frase musical estaba formada por una melodía grave y pausada que en algunos momentos parecía un lamento, un sollozo o una súplica, pero que en otros instantes tomaba los grandiosos acentos de un himno triunfal. En mi alma se despertaban emociones del todo semejantes a la expresión sensible de aquel canto, que me traía el recuerdo de dulces días, de días serenos y apacibles de mi vida, quizá pasados para siempre. La aparición me habló con voz emocionada y me dijo: "Es el himno cartujano que noche y día sube al cielo a pedir misericordia por el pobre mundo. En el desierto viven esos seres como ángeles formando el jardín privilegiado de la Iglesia".

Poco a poco fuimos perdiendo la audición del himno, conforme nos alejábamos del desierto y entrábamos en la llanura. De repente llegamos a un espacio lleno de primorosas flores. En medio de él se levantaba una escala de singular belleza de la cual se irradiaba una brillante luz en todos los ámbitos de aquel dilatado espacio. Estaba formada por siete gradas talladas en una piedra riquísima y preciosa como el diamante. Sus pasamanos eran como de esmeralda cubiertos de facetas, y toda ella parecía suspendida en el aire y rodeada de gran esplendor.

En la tercera grada de aquella inimitable escala estaba de pie una bellísima mujer ligeramente reclinada en la verde esmeralda. Llevaba una ondulada túnica escarlata y sobre los hombros descansaba un manto de imperial armiño. En la mano derecha tenía el cetro. Luego que nos hubo visto hizo un ademán con la mano izquierda enseñándonos hacia el Oriente.

En aquella dirección apareció un campo irregular y quebrado en el que venían algunas palmeras torcidas y casi secas, agitadas por el viento; hacia la izquierda, y en dirección de las palmeras, se notaba la bella ensenada de un lago de plomizas aguas; a orillas del lago unas colinas cubiertas de hierbas y de no muy grande elevación, y, por fin, más allá y por encima de las colinas el cielo azul con nubes acumuladas, mensajeras de próximas borrascas. Una gran multitud de hombres, mujeres y niños se encontraba en aquel sitio y le daba el aspecto de un campamento. Toda aquella muchedumbre parecía presa de un entusiasmo indescriptible, como si hubieran sido testigos de un acontecimiento nunca visto en el mundo; como que lo comentaban y discutían con vehemencia, y a veces llagaba a mis oídos el ruido de una inmensa aclamación semejante al ruido del mar durante una tempestad. Unos cuantos de los actores de aquella escena estaban afanados recogiendo unos objetos que, ciertamente, eran pedazos de pan y restos de pescado, los cuales iban colocando cuidadosamente en cestos. De pie sobre una pequeña elevación del terreno y dominando aquel espectáculo estaba Él, resplandeciente en su divinidad y con las manos omnipotentes levantadas al cielo en actitud de dar gracias.

Un frío producido por la emoción circuló por todo mi cuerpo; pensé que me iba a morir. Entonces hice un violento esfuerzo sobre mí mismo, tratando de recobrar mi libre personalidad, como quien procura despertar encontrándose en medio de una pesadilla. Casi recobré el uso de mis sentidos, de tal suerte que empecé a distinguir los objetos de la habitación y hasta oí claramente la voz de un granuja que gritaba en la calle: "Para el miércoles. ¡El cuatro mil trescientos cincuenta y nueve!".

No pude luchar por más tiempo y volví a caer en mi letargo. A mi lado estaba todavía la aparición, que me dijo con aire de comprimida cólera: "Estás bajo mi autoridad; aunque no quieras has de prestarme atención hasta el fin". Y, agarrándome con fuerza por un brazo me condujo velozmente y como si fuera llevado por una ráfaga de naciente huracán. Llegamos al cabo de un largo tiempo a un silencioso y dilatado recinto, que al principio creí había de ser como un recinto mortuorio, pero luego pude convencerme de que era un espacio cerrado en el cual se distinguían grandes masas de jaspeado de mármol que custodiaban la entrada y se extendía a lo lejos. Por dentro de ellas se encontraban lujosas columnas, preciosos molinos de mármol de raros colores que contribuían con matices a dar belleza y armonía al conjunto.

En el centro de aquel recinto se levantaba, esbelta, la figura de una mujer de blanco mármol. Parecía acabada de salir de la onda líquida y por ello cubría castamente su desnudez con tela abundante de profusos pliegues. Su rostro ovalado y de una deslumbradora dulzura estaba iluminado por una sonrisa celestial, y su mirada, rica de inmortalidad, se dirigía vagamente a lo lejos, como si estuviera mirando el desfile de las generaciones seculares que habrían de venir a contemplarla sin saciarse jamás de admirar su belleza. Me sentí como poseído de un verdadero éxtasis producido por aquel esplendor, y hubiera deseado nunca más salir de ese recinto encantado, hasta que una voz me sacó de aquel arrobamiento, la cual, descendiendo de lo alto, exclamaba: "¡Oh hombre! ¡Admira el poder creador de que disponen los de tu raza! ¡Pueden ellos transformar, la fría piedra en un ser como éste que ves palpitante de vida, el cual representa el ideal perfecto de la belleza!".

Pero, sin dejarme oír más, la aparición me obligó a continuar nuestra marcha. Corrimos sin descanso y pasábamos como una exhalación por los aires, absolutamente como si atravesáramos los continentes y los mares. Después me dijo de nuevo: "Mira en frente de ti; no tienes tiempo que perder".

Vi un caudaloso río azul de dormidas aguas sobre las cuales se habían debido cantar las baladas antiguas. A su orilla izquierda estaba extendida amorosamente una gran ciudad, una ciudad antigua, es verdad, pero tanto en los pasados como en los presentes tiempos gloriosa y heroica. Como iluminando la ciudad, se levantaba majestuoso el edificio espléndido de la Catedral, cuyos contornos se dibujaban maravillosamente en las aguas del río. En la fachada se levantaban dos altísimas torres rematadas en atrevidas agujas, y toda aquella construcción era una verdadera filigrana de piedra, monumento acabado de belleza y ejemplar perfecto del estilo ojival, el mayor invento arquitectónico de la inteligencia humana. Sobresalían en ella la potencia y la magnificencia ordenadas y armónicas, engendradas por la artística disposición de las formas geométricas. Al entrar oímos claramente los sagrados cánticos de la oración vespertina, los cuales produjeron honda conmoción en todo mí ser.

Traté de ver si la aparición estaba a mi lado como antes y nada pude distinguir. Hice un esfuerzo mayor para abrir los ojos y mirar a mí alrededor, y entonces fue cuando empecé a volver a la realidad. Tan luego pude coordinar mis ideas me puse a recordar lo que me había sucedido, pronto comprendí que era todo aquello una simple visión imaginaria producida por el cansancio y el estado atmosférico.

En el suelo estaban unas cuartillas caídas de la mesa: en una de las cuales había un renglón medio borrado en el que pude leer: Capitulo segundo. El Arte...

 

Tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas" Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968, por  Alfredo Gómez Bolívar


lunes, 9 de noviembre de 2020

De igual manera no muero y otros poemas de Juan Valenzuela Oviedo

 

La poesía es la gran sorpresa de vivir. Imagen en el archivo de Joel González




“Por favor nunca vuelvas a besarme bajo el cielo despejado

Puede saberlo tu corazón

Eso sería como nacer de nuevo

Yo sólo estoy de paso por la tierra”

Isaías Medina López

 

 

 

NihilPoéma

Los nihilpoetas se apoderan de las principales capitales del país

Ahora se codean con los opulentos estetas versados de las rimas

Los nihilpoetas no sienten nada

Y por eso sienten todo

Los olvidados

Los que en ocasiones defecan en los signos de puntuación

En la métrica

En el estilo

En la estructura y hasta en la vida

Poema de la nada

Tú que no vas a reinar por los siglos de los siglos amen

Poemita Patético

Tú sin adeptos

Sin exponentes

Pero aunque seas el NihilPoéma

Igual los nihilpoetas se apoderan de la ciudad

Con su penca

Y sus asquerosos cigarros cucuteños

Con sus miserias

Sus júbilos

Sus tristezas

Sus atorrancias

Y con la nada misma

Acuestas

 

 

 

“Por ser dueño del tiempo he bajado al fondo de la tierra

y sin embargo como me gustaría ser más dueño de tus besos”

Onias Sánchez

 

No sé como morir

Corto las flores en el patio y aun sigo vivo

Te beso y con todo y eso sigo vivo

Quiero morir pero el pájaro nocturno pica muy fuerte el árbol

Es como el aura tiñosa

Y no sé como morir

Incluso corro a los fantasmas burlones con polvo blanco

Espanto al perro hambriento 

y al maldito gato ladrón de ofrendas

De igual manera no muero al contrario, vivo cada día más

 

 

Las sombras

Me persiguen las sombras

Entran a la casa conmigo

Duermen a mi lado

Y recitan, recitan poemas de bar

Poemas de mujeres de la noche

 Poemas de barras

Poemas de Isaías medina López

Sombras nada más versa la canción

Pero ni eso entre tu vida y la mía

Entre tu vida y la mía el abismo sin escaleras

La nada

 

 

 

 

“Cojedes, jamás olvido tus caminos polvorientos,

 el fresco olor a mastranto, el agua de los esteros

 que van repitiendo quedo Cojedes como te quiero”

Aída Sánchez de Mora

 

 

 

En cualquier esquina de Cojedes

Soy un perro de esquinas

Siempre he vivido en una y las añoro

En las es quinas encuentro mi elemento

Cualquiera pensaría que en ellas

No pasa mucho

Pero pasa todo

Pasa por ejemplo un asalto a mano armada

Un atropellamiento a un gato

O pasa mi vida entera en un solo parpadeo

Que se pierde en la inmensidad de la nada

 

 

 

“Este es el lugar donde las palabras no tienen acceso

y el relámpago viaja con su llanto de palmeras heridas”

Antonio Miranda

 

 

 

 

Los ojos que me miran

Me siento aterrado

Enciendo un cigarro

Y llega la factoría de demonios

Entre la bruma de la infinidad

Surgen los ojos

Son como de animal

Poseído por la ira

Y me miran amenazantes

Mientras impregnó el ambiente con mi asqueroso humo de cigarro

Mientras contamino el ecosistema con mi nauseabundo ser

Esos ojos de animal me observan juzgándome

Salgan de allí Muéstrate animal

Grito cada noche

Entre el humo

Lo nauseabundo

Y mi ser

Me respondo a mi mismo

Pues el animal soy yo

Soy yo Siempre fui yo

 

 

El solar que me vio

 

Detrás de aquella casa vieja esta el solar donde por primera vez di un beso,

ya no recuerdo  a quien fue, ni lo que sentí.

 

Qué triste es irme desojando como los arboles que existen  en el solar, quisiera recordar para tener algo hermoso que contar pero los gusanos han consumido mis  primeros sueños.

 

Y el solar me interroga me increpa, con maniobras como las que hace la CIA para sacarle información a la resistencia palestina.

 

Allí están el mamon

El aguacate, el mango

Y el guayabo.

 

Arboles difuminados por mis anti memorias, y ahora veo el solar pequeño, y pequeña la casa, y pequeño este mundo que se empeña

En cohabitar

Conmigo.

 

 

 

A los puños

Me enfrento a mi peor enemigo a los puños

Y con la daga, no le doy tregua ni compasión

Soy más rápido que el o eso creo

Lo golpeo tan fuerte como puedo

Quiero matarlo

Mis puños resuenan como relámpagos en sus mejillas

Le atravieso el costado con la daga

Sangra

Sangra y desaparece

Luego siento el dolor más profundo del mundo

Y noto que estoy sangrando

 

 

 

 

Me voy con el rio Cojedes

Le caigo por el Tirgua y su torrente achocolatado y bongueo su oleaje saludando a mis hermanos los pescadores y conuqueros del tiempo infinito, me voy, me voy con el rio Cojedes contaminado y tan marchito como yo.

Mi panorama era hermoso, ya no tanto, aunque aún hay garceros que se salvaron de las invasiones e invadidas están mi memorias que se alimentan del sol que tuesta estas pampas, el agua me salpica y no tengo plan de navegación, solo me voy con el rio Cojedes a tierras nuevas a la ciudad de cerámica antigua donde florece el pajonal olvidado.

 

Choco con las caramas y los caliches, le temo a las rayas y a los caribes, pero la palanca me ayuda a despejar la fluvialidad de este armazón acuífero y cuando estoy como lloroso te recuerdo y este padre rio me arropa tanto que me fulmina el calor.

 

Me voy con el rio Cojedes, quiero trascender como gavilán, este potente torbellino de agua me desconcierta tato el corazón que ya soy uno solo con el, entonces cuando pienso que me trajo a destino me doy cuenta que apenas he zarpado.

 

 

 

 

Esta ciudad

Estoy agobiado

Soy el clavo

El esclavo

Llena de golpes esta mi simetría

Lleno de líquido esta mi proceder

Ni yo me aguanto

Y mustias son mis ganas

Y vanos mis placeres

Las luces  están causándome cáncer de paciencia

Las gentes

Malditas gentes

Pequeños troles

Asquerosos peatones

Malvados inquisidores

Con sus religiones

Y sus blasfemos ismos

Y yo en la ciudad de furias

Como la de Cerati

Ojala también muera

En coma queden mis neuronas

Y en estado vegetal mi alma

 

 

 

Bajo presión

Mi corazón resiste los martillazos en el yunque

A calor rojo vivo

No estoy solo

No todo está perdido

Y caen las primeras lluvias

Está finalizando abril

El cedro comenzó a apestar

Y sus flores adornan el tramo de la casa de la cultura

No voy a morir

Resurgiré con el invierno

Inundado por dentro

Voy a arder como una estrella de neutrones

Y no llegara nunca mi decadencia

 

 

 

Juan Valenzuela Oviedo. Cojedes -Venezuela (1988)

Juan Francisco Valenzuela Oviedo, Comunicador social, Político, Escritor, y estudiante de historia, nacido, en San Carlos, estado Cojedes el 13 de septiembre de 1988, actualmente es concejal por el municipio Rómulo Gallegos (Cojedes) Fundador de la revista digital literaria “Amateur"

Columnista en distintos medios digitales, y miembro de los círculos de lectura del Instituto de Cultura del estado Cojedes, ha participado en ferias internacionales por todo el país dando conferencias de comunicación alternativa, contra cultura, y anti poesía.