EL CABALLERO DE CAIGA
(Mercedes Franco)
Por los áridos campos del oriente venezolano cabalga una hermosa leyenda. Es el caballero de Caigua, un adolescente vestido con humildes ropas campesinas. Monta un esplendoroso caballo blanco, de crines que refulgen con el sol de la tarde. El rostro de este jinete cautiva por su pureza a cuantos logran verlo. Su cabeza aparece nimbada por un tenue resplandor de oro.
Narra una antigua leyenda que este caballero combatió cuerpo a cuerpo con sus paisanos de Caigua durante la Guerra de independencia. Y muchos años más tarde, en la Guerra Federal, cabalga en su blanco corcel, y se metía en lo más duro del combate, luchando codo a codo y protegiendo a todos con su brillante espada.
Después de la batalla, muchos de los soldados comentaban que este joven guerrero era un ser sobrenatural, ya que habían oído que aparecía siempre igual, en épocas diferentes. Además, el misterioso muchacho estaba con sus compañeros durante el día, pero en las noches desaparecía sin que nadie pudiese encontrarlo. Hasta que una noche, uno de ellos lo siguió y lo vio entrar en la iglesia. El hombre entro tras él, pero no vio a nadie. Y de pronto desde el altar, una voz le dijo: “-Yo soy el que buscas. Aún soy muy joven y mi madre se angustia si salgo de noche”.
El soldado miró hacia arriba y vio al niño ocupar su lugar al lado de su madre, la Virgen María. La voz se corrió: el arrojado caballero no era otro que el Niño Jesús de Caigua, una antiquísima imagen que se venera desde hace siglos en la iglesia del pueblo. Y aseguran algunos que aún continúa sus correrías, pues muchas veces han visto ”cadillos” y otras yerbas del monte pegadas a sus vestiduras. El ministerio permanece. Pero todos los orientales tienen en el Caballero de Caigua un valiente protector, que vela por ellos y aparece cuando realmente lo necesitan.
EL CABALLO FANTASMA DE PIAR
(Mercedes Franco)
Con el fuego de la
eternidad en sus ojos cruza la noche cálida, a galope tendido entre
montarascales y chaparros sabaneros. Los vecinos de Aragua de Maturín oyen el
resonar de los duros cascos corta la tierra, cierran bien sus puertas y
ventanas y se encomiendan a Dios Dicen que se trata del alma atormentada de
Manuel Piar, el bravío jefe oriental que defendiera heroicamente la ciudad de Maturín.
Es un caballo negro y veloz, como una sombra fugitiva que busca a
su jinete sin poderlo encontrar. Sigue
galopando por siempre, las crines al viento, vibrante cada músculo de su cuerpo
noble y oscuro.
Dice la leyenda que cuando el General Manuel
Piar fue apresado cerca de Aragua de Maturín, sigue vagando por la sabana
abierta y muchos no dudan de que se trata del espíritu del valiente caudillo
oriental.
EL CACHUBE
(Mercedes Franco)
Amuleto falconiano. Siguiendo una tradición secular proveniente de
África, al nacer un niño, se guarda un trozo de su cordón umbilical, se le
diseca (al cordón, no al niño) y se encierra en una pequeña bolsita. Esta
especie de talismán, protector contra todo mal, se cuelga como un escapulario
al cuello del niño, durante su vida.
Si una persona se ve en peligro sólo tiene
que llevar en la mano a su ”cachube” y como si su madre estuviese aún con él,
protegiéndolo y cuidando sus pasos. En su novela Pobre Negro, Rómulo Gallegos
relata que esta práctica también es popular entre los negros de Barlovento y
Curiepe.
PERSISTENCIA DE LOS ANTECEDENTES
(Eduardo
Mariño)
Es miércoles y hace varias horas que está
lloviendo. Detrás del humo de un café, Pedro Quintero me está contando un viaje
a Brasil. Hay profusión de verde, de ruidos y descubrimientos. Hay una alegría
que flota y se hace Amazonia de verbo y detalle, de juegos de manos y gestos de
taumaturgo. Deibi se ríe y él se queda como pensativo. Hace muecas. Cosas de
viejo, me digo, y lo miro con desconfianza. La verdad, no sé si creerle. Hace
un par de años que murió y aún sigue terco, prestidigitando sueños en la terca
memoria.
EL NAUFRAGIO DE NOÉ
(Armando José Sequera)
Cuando el abuelo de Nicolás murió, en lo
único que se parecía a Noé era en la barba blanca que se había dejado crecer.
El arca que estaba construyendo iba más o menos por la mitad. El daba por
seguro que habría otro diluvio y que el nuevo escogido de Dios era él. Por eso,
un día, empezó a fabricar su arca, sin ayuda de nadie, y en eso pasó sus
últimos años. Cada vez que caía una llovizna, él creía que había llegado el
momento y se deprimía pensando que no la había terminado. Después de muerto, Nicolás y su papá
vendieron toda la madera que el abuelo fue comprando con sus ahorros. Y, aquí
entre nos, los que conocimos al abuelo de Nicolás sentimos que él fue el único
marinero que hubo en el mundo que naufragó sin haberse embarcado nunca.
LA CARATULA
(Ramón
Lameda)
En la carátula del
libro se destacaban dos frases:
“No leas este libro.
Sus páginas te
harán enrojecer”.
El hombre comenzó a
leer con angustia y voracidad, esperando se cumpliera la advertencia. Estaba a
punto de decepcionarse cuando, del corazón del libro, salió una mano como un
relámpago y de un certero hojillazo le abrió los párpados en dos. El pecho del
hombre se fue enrojeciendo, como lo había advertido la carátula.
GUARDADORES DE TESOROS ESCONDIDOS
(Luis Arturo Domínguez)
Ernesto Bonfante, en su notable obra “El
Poder de los Espíritus”, respecto a tales entes responde lo siguiente: “Los
gnomos, geniecillos, los silfos, pigmeos y duendes o llámeseles como se quiera,
pues todo es una misma cosa, no son más que espíritus que andan a ras de tierra
y suelen agruparse en las cavernas, en los huecos profundos de la tierra, en
los pozos abandonados y en las tortuosidades escondidas de las montañas. Tienen
un gran apego a las cosas telúricas y aunque son descarnados e intangibles,
gustan de vivir en las sombras profundas. A
veces son guardadores de tesoros escondidos y también custodian otros
secretos y… ¡ay! de aquellos, que
intentasen violarlos”. Este párrafo de Ernesto Bonfante, corresponde categóricamente y en todo coincide con la creencia que tradicionalmente hasta el presente conservan algunos moradores de nuestro medio rural en Venezuela. Pues, según se nos ha informado, el duende es un enanillo lúbrico que vive en los vericuetos montañeros, y tales entes ocultan tesoros inverosímiles.
Para la fantasía de algunos pobladores del Estado Falcón, el cacique de los caquetíos es el “Rey Manaure”. Entorno de este nombre se entretejen las más variadas conjeturas. Entre éstas, figura aquella leyenda en que se asegura que el diao Manaure, perseguido por los Wélsares, arrojó sus tesoros al fondo de una laguna que es custodiada por un duende que ha tomado la forma de una serpiente de oro con ojos de diamante.
Una conseja relacionada con este hecho es la que en 1944 nos suministró el señor Manuel Adrianza Betancourt en la ciudad de Coro, intitulada La limosna del Rey Manaure. El informante narra: “Después de muchos años, de muchos años que el Rey Manaure murió enterrado en los Pozones de Los Saladillos, hoy llamados Aguas Termales de La Cuiba, una viejita descendientes de los indios caquetíos que sabía lo bueno que era aquel cacique se acercó a La Cuiba y con un machetico que llevaba en la mano golpeó una laja que estaba por allí cerca por tres veces y con toda devoción y humildad dijo: “Rey Manaure, dame mi limosnita”.
Estas palabras las repitió por tres veces. A la tercera vez salió del fondo del pozo un chorro de agua de varios colores y de pronto saltó una culebra de un color amarillo candela que luego trató de buscarle los pies. La vieja al ver la serpiente se asustó mucho y del mismo susto le dio un machetazo y la partió en dos pedazos. La mujer se sorprendió cuando notó que aquellos dos trozos se habían convertido en dos trocitos de oro puro. La vieja muy contenta los recogió y embojotó en el pañuelo con el cual se tapaba la cabeza y regresó a su casa. Al otro día aquella señora vendió los trozos de oro y con la plata recibida cubrió todas sus necesidades.
En el pueblo nadie imaginaba de dónde diablos aquella anciana sacaba los pedazos de oro, pero todos los años y en el mismo día vendía trozos de oro, porque ella iba a La Cuiba todos los ju8eves santos a las cinco de la mañana a pedir su limosna al Rey Manaure. La gente maliciaba de ella, pero por más que le preguntaban ella no decía nada, porque aquello era un secreto y nadie tenía que saberlo.
La vieja tenía una criada en la casa a quien quería mucho, y como ella empezó a sentirse cada vez más débil y achacosa, al a caer en cama, llamó a su cabecera a la criada y le confesó su secreto de los indios. Le dijo que cuando ella estuviera en apuros fuera a pedir limosna al Rey Manaure, que nunca se lo negaría. Sucedió que la vieja murió y la criada sin pérdida de tiempo, agarró el machetico y se dirigió al sitio de La Cuiba, y después de haber golpeado la laja que la vieja le había dicho, por tres veces, expresa: Rey Manaure, dame mi limosnita… Me la das bien grande, porque hace muchos años que no me la das…
Repitió tres veces las mismas palabras, cuando del fondo del pozo de agua salió una culebra de color amarillo candela, subió a la peña y trató de buscarle los pies. La jovencita, al ver la culebrota, en vez de picarla en dos con el machete como le había dicho la vieja salió corriendo del susto y más nunca volvió acercarse a dicho sitio. Desde que aquella viejita murió nadie más a recibido las limosnas del Rey Manaure”.
El doctor Pedro Manuel Arcaya, por su parte en su bien documentada “Historia del Estado Falcón”, expresa lo siguiente relacionado con los duendes cuidadores de tesoros: “Creíase que Manaure había ido a ocultar sus tesoros en la misteriosa laguna de Curanaca; una de tantas transformaciones de la leyenda de El Dorado”.
Según la creencia del pueblo, los duendes suelen metamorfosearse en aves, insectos, cuadrúpedos y reptiles; incidentalmente visitan las causas inexperta, celosamente cuidada por sus mayores.
HOMENAJE A ALFREDO ARMAS ALFONZO
(Algunos Cuentos)
11
Anaminta, el cuero de Pío Birocha, de los Birocha de El Comejény no sería por eso que parecían bien quemados, aclaraba el agua con cardones yaguarey. Batía y batía el agua barrosa hasta que el agua se iba volviendo transparente, hasta que el barro se empelotaba entre la baba. Ya parecía un espejo cuando descubrió el ojo entre el cristal. Sobresaltada buscó una espina de jabillo y puyó el ojo como si fuera un nido de nigua.
Desde entonces Anaminta Girocha no ve.
Anaminta, el cuero de Pío Birocha, de los Birocha de El Comejény no sería por eso que parecían bien quemados, aclaraba el agua con cardones yaguarey. Batía y batía el agua barrosa hasta que el agua se iba volviendo transparente, hasta que el barro se empelotaba entre la baba. Ya parecía un espejo cuando descubrió el ojo entre el cristal. Sobresaltada buscó una espina de jabillo y puyó el ojo como si fuera un nido de nigua.
Desde entonces Anaminta Girocha no ve.
13
Juan Cancio González Baquirito no era verdad que era inmortal. Sobrevivió a la toma de la Iglesia de Clarines aquel 12 de enero de 1871 que tanto recordaba Mamachía y sobrevivió además a muchas guerras y a otras muchas heridas, pero cuando mi hermano Felo lo exhumó del viejo cementerio de Barcelona antes que Josefina Armas le hiciera meter un tractor, Juan Cancio González Baquirito no era sino un huesero ya deshecho y se le había mineralizado la sonrisa sobre el rostro.
El hueco de la bala sobre la ceja izquierda era un tercer ojo apagado y misterioso.
Juan Cancio González Baquirito no era verdad que era inmortal. Sobrevivió a la toma de la Iglesia de Clarines aquel 12 de enero de 1871 que tanto recordaba Mamachía y sobrevivió además a muchas guerras y a otras muchas heridas, pero cuando mi hermano Felo lo exhumó del viejo cementerio de Barcelona antes que Josefina Armas le hiciera meter un tractor, Juan Cancio González Baquirito no era sino un huesero ya deshecho y se le había mineralizado la sonrisa sobre el rostro.
El hueco de la bala sobre la ceja izquierda era un tercer ojo apagado y misterioso.
18
Cochino Macho, el hijo de La Conga, cazaba los torditos con trampajaula, con pega, con lazo, con habilidad, les pintaba las plumas de las alas y el pecho con pintura amarilla y los pasaba como turupiales, a siete reales el casal.
Los compradores se quejaban después que los turupiales les cantaban como torditos.
Cochino Macho, el hijo de La Conga, cazaba los torditos con trampajaula, con pega, con lazo, con habilidad, les pintaba las plumas de las alas y el pecho con pintura amarilla y los pasaba como turupiales, a siete reales el casal.
Los compradores se quejaban después que los turupiales les cantaban como torditos.
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