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lunes, 27 de marzo de 2017

La Noche de: El Canillón (cuento premiado de Juvenal Hernández)

Desde niño su estatura le hacía resaltar entre la gente del Llano
(Archivo de Daniel El Apureño de Hoy)


Obra galardonada en el Concurso Nacional de Cuentos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (UNELLEZ –San Carlos, Cojedes)


El último botiquín que en el pueblo permanecía abierto, situado en la esquina de la avenida Bolívar, cruce con calle Flores, estaba a punto de cerrar por lo avanzado de la hora. Eran casi las once de la noche. La mayoría de los pobladores dormían. Los amplios portones hacían las veces de celosos guardianes, mudos e imperturbables, reforzados en el cuido de sus dueños por la tranca segura y aldaba inseparable.
Las ventanas, mostrando sus alegóricas mamparas, dejaban entrever, a la luz de encendidos velones, ofrecidos al santo de la devoción, una pequeña cuota de la intimidad de la casa.
Los tejados rojos, unos, pajizos, otros, tejidos por las manos de albañiles, o alarifes antañosos, eran graciosos corredores de noctámbulos gatos y pensión de sempiternos murciélagos que agitaban el aire con sus grandes alas.
Las aceras, sobre las que la brisa pasa su escoba recogiendo lo que otros han dejado atrás, eran hilos de cemento y piedra por donde se van los pasos de los pobladores, en los días, con perfiles de sol, y en las noches con luces de luna, o ligero alumbrar de luceros, extendidas bajo el zócalo de la casa, eran cintas plateadas como si la calzada de la calle se prolongara buscando subirse a los techos por las paredes del poblado.
La brisa, paralítica las más de las veces, muy poca se sentía. Sin embargo, de vez en vez, una escuálida racha se colaba y apenas movía las hojas de los árboles, llevando consigo un grato olor de mastranto lejano o el ácido aroma de los orines de la vacada que en la calle tenían sus lechos tan igual al potrero que les era común.
El dueño del botiquín, quien a la vez era el dependiente, atendía a la clientela de acuerdo, a cómo se lo permitía, el carácter bilioso que le configuraban sus funciones hepáticas, había corrido la voz de cierre a los pocos parroquianos que se encontraban en el interior del negocio.
Las luces del pueblo se habían apagado desde hacía rato, a la hora nona de la noche. Esas no volverían hasta el siguiente atardecer, ya casi pasaditas las seis de la tarde, cuando unos tambores, empujados por manos laboriosas, preñaran de combustible y lubricante la panza del motor que debía generar la luz al pueblo, encendiendo muy tímidamente unas cuantas bombillas de muy poco voltaje. Luz que cotidianamente era lánguida, mortecina, triste, era como apenas un cocuyo en la noche.
- Amigos míos, es hora que se vayan- dijo el hombre del bar, un negrito de mediana estatura, pelo ensortijado, ojos agrizados, lucía una camisa marrón manga corta, pantalones que una vez fueron blancos y viejos zapatos de dos tonos.
Luego, con voz ácida les espetó:
- Mi negocio es vendé y vendé... -guardó un mínimo de silencio y agregó... pero no aguanto más.
Seguidamente se pasó las manos por la cara, estrujándose los ojos, en señal de tener mucho sueño. Después, las dejó correr de la cabeza hasta la cintura, dándose una fuerte frotada con la que quiso indicar que el cansancio, también, lo dominaba.
-Servínos un palo más, vale, y nos vamos- dijo uno de los consuetudinarios clientes, a la vez que mostraba una hilera de dientes que reflejaron, en sus abundantes orificaciones, la escasa luz que se bamboleaba, prendida al extremo de una vela, aplastada sobre un pequeño tarro invertido colocado en el mostrador que hacía las veces de barra.
-El botiquinero refunfuñó algo, pero, sin embargo, tomó por el cuello una botella, de las que estaban en la armadura, le quitó la tapa sirvió tres palos largos de aguardiente claro, y luego abrió una caja llena de hielo conservado con aserrín, sacó de allí un botellón de cerveza que destapó y colocó con dos vasos de casquillo, para aquellos bebedores.
Luego, como se demoraban en irse, les apremió a que lo hicieran. Inmediatamente les soltó un adiós que nos les auguraba ni siquiera un sueño feliz, a la vez que les exigía el pago en moneda constante y sonante de la consumición.
Uno de los hombres alzó su copa. Vació el contenido de ellas en lo más profundo de su garganta, como si se tratara de un gargarismo, tragó violento , tosió, carraspeó duro, devolvió el vaso al mostrador, canceló y salió por la única puerta que a medias se encontraba abierta.
Los demás quedaban allí, parecían indiferentes. Los de las cervezas ya casi la vaciaban. Los otros, tomaban despacio como si estuvieran dispuestos a permanecer más tiempo allí.
El dueño del bar recogía peroles, aplastaba cucarachas, mataba zancudos con las manos, perseguía ratones incursionadores en la vieja armadura, dando tiempo a que remataran el palo aquel. Ya le parecía interminable la presencia de aquella gente en el bar.
Bueno vale, qué vaina es esa -fue la áspera advertencia que les hizo acercándose al grupo, para continuar diciéndoles- No quiero amanecé aquí, vamos pues, eso es saliendo- y palmoteó con las manos como quien arrea manada de animales.
Al rato, empujando a uno, halando a otro, a tiempo que le inquiría a los restantes que se fueran, dio una gran soplada a la vela.
La llama bailó una danza de resistencia, las sombras giraron al compás de la misma, y al final se apagó comenzando a despedir el olor suigéneris de la combustión interrumpida, y candado en mano, con la gente ya en la calle, cerró la puerta.
Seguidamente se fueron. Unos acompañaban al botiquinero, pues eran vecinos y las calles a seguir eran las mismas. Estos alborotaban. Voces altas y fuertes risas iban regando en su trayecto sobre la quietud de la noche.
Otro, se fue con su carga de soledad en sentido contrario a los anteriores. Irá hasta su casa, como los demás, a pasar el éxtasis etílico de su parranda sobre el nuevo catre, que quería estrenar con la hermosura de su negra, que seguramente no había pegado un ojo esperándole entre asustada y con la esperanza del gozo que le significaba el nuevo mueble.
Quedó uno solo de ellos. Este permaneció parado en la esquina del bar pensando por donde irse mejor. En más de una ocasión había dicho que el aguardiente le daba valor y fuerzas para enfrentarse a cualquier cosa. Sentía como le invadía una cierta embriaguez.
La verdad era que en ninguna oportunidad de su vida había caminado solo en la noche. Recordó que, siempre, sin necesidad de proponérselo, andaba acompañado de alguien en sus juergas nocturnas.
Pero, ahora era diferente. Sumergido en aquella soledad del pueblo, en una noche oscura en la que apenas se podían distinguir las cosas, sobre todo las lejanas, por su mente pasó el recuerdo de aquellos cuentos que oyera cuando niño: “El Carretón”, “La Llorona”, “El Enjustanao”, “La Procesión”, “Las Ánimas”, “El Tirano Aguirre”, “Asmodeo”, “La Bola de Fuego”, “El Ahorcao”, “El Canillón”, “El Silbón”, “El Niñito Llorón” y muchos más. Sentía que una gran intranquilidad le comenzaba a dominar.
Recordó, además que él en alardes de nada temer, para asustar a niños y mujeres, temerosos de fantasmas, había inventado muchas aventuras de ese tipo y echado cuentos de la misma calaña.
Él, que había dado rienda suelta a su imaginación creando criaturas fantasmagóricas, tétricas, alucinantes, de pesadilla, sentía ahora algo así como una premonición que le indicaba que algo serio y terrible le iba a ocurrir.
Alguien le había dicho, una vez, que de tanto inventar esas historias de fantasmas y aparecidos, iba a caer en el asombro de sus propios fantasmas.
Se recostó de la pared. Inspiró un poco de aire que le robó a una leve ráfaga, que rauda pasó por su lado, y luego la expulsó contaminando la poca brisa que seguía a la otra con su podrido vaho alcohólico.
Alzó los ojos buscando compañía en los alrededores, pero únicamente encontró soledad, penumbra y silencio. Un movimiento de algo, a una cuadra de distancia, le hizo pensar en la presencia de alguien, pero, luego de una nueva ojeada logró distinguir la figura regordeta de una vaca echada cerca del portón de una de las casas.
Sin embargo, sintió valor después de deducir que al faltarle compañía de una persona bien valía la pena la presencia de un animal. El trance le era difícil. Así, pues, haciendo de tripas corazón, trató de irse por la calle con la ilusión de encontrarse con un animal, aunque fuese, para darse algo de valor.
Dio varios pasos, caminó apenas unos poquísimos metros. Se detuvo. No sabía qué hacer si irse o esperar allí la llegada del amanecer. Quedarse era necio, absurdo. Irse era, tal vez, salir en busca de lo que le esperaba, pero no le quedaba otro camino. Así que con su bagaje de miedos se decidió a salir para su casa dándose ánimos.
- Por aquí me voy, ni me quedo, ni me devuelvo - se dijo - salga sapo o salga rana, así será- continuó aseverándose muy íntimamente.
Sentía miedo. Nunca le había ocurrido. Pero, siempre, hay una primera vez. Pensó en un amigo que, una vez, hablando con él, le dijo que en casos como éste, que él estaba viviendo, cuando se tenía miedo de permanecer solo, nada mejor que ponerse a hablar consigo mismo, o cantar una canción en voz alta, o silbar una melodía, o hacer ruido con algo que se llevase a mano.
Con esta idea que le había llegado, así tan de repente, se dispuso a partir. Agradeció mucho el consejo de aquel amigo que no sabía donde estaba por estos días, y sopesando las alternativas se decidió por la más convincente, de ellas. Y se fue caminado por la calle donde se encuentran la “Casa del Santo”, llamada así por ser la casa habitación de los guardianes del Nazareno, y la Casa del Concejo Municipal, llamada la “Casa de Gobierno” porque allí, además del Consejo Municipal, funcionaba la Jefatura Civil y el Juzgado de Distrito. Otros le decían la Cárcel Pública, debido a que en sus instalaciones estaba ubicada la Policía del pueblo.
A los lados de su caminar divisó aleros, paredes, árboles de vieja data. Al frente veía como se le iban acercando las rejas de aquellas Plaza Bolívar que, llevando el nombre del Padre de la Patria, lucía un busto de otro Héroe de la Independencia: el Gral. en Jefe José Laurencio Silva, hijo de este mismo pueblo. Todo ello lo distinguía en una escasa visibilidad que la oscuridad le permitía.
Aplicando una de las fórmulas que le podían inyectar ánimo, comenzó a hablar en voz alta consigo mismo. Se hacía preguntas y les daba rápida contestación. Se daba consejos. Se hacía recriminaciones. Cuanta cosa se le ocurría escapaba de sus labios. Pensaba en voz alta. Pero, no, el subconsciente, trabajando a todo dar, le traicionaba. Los ojos le iban de uno a otro lado, buscando en sus travesuras algo que no quería encontrar.
Oteaba en las distancias. Escudriñaba en las cercanías. Miraba y remiraba en su entorno. Vigilaba la ruta que seguía. Esta actitud le molestaba porque le distraía. Le hacía perder el hilo de la conversación íntima que pretendía sostener. Por más que trataba de volver a ella no le era posible la recuperación firme del pensamiento Desistió de esto cuando apenas llegaba a la esquina de la plaza.
Quiso cruzarla en diagonal, pero, no pudo porque sus puertas permanecían cenadas. Se aferró a ellas con vehemencia. Al final, un suspiro de impotencia se le escapó disolviéndose en el aire de la media noche.
El aguardiente comenzaba a hacer sus exigencias. Una sed inmensa comenzaba a martirizarle la boca y la garganta.
-¿Dónde beber agua? ¿Dónde tomar algo? -se preguntó y el mismo se dio la respuesta- No encuentro nada.
Se fue por la acera norte de la plaza. Ya no conversaba. Se dedicó a silbar. Pero, miraba insistentemente hacia adelante. No se atrevía a bajar la mirada, atento a lo que se le pudiera acercar sorpresivamente, para tratar de correr. Escaparse. Huir. Tropezó con un piedra, tirada en la acera, y perdió el equilibrio, no cayó, pero se le fue el silbido de los labios y sólo pensaba en los fantasmas de la noche.
Perdida la serenidad para conservar consigo mismo, o para poder silbar, sacó de sus bolsillos un grueso manojo de llaves. Comenzó a sonarlos, primero, en las manos, luego contra sus muslos, más tarde contra el enrejado de las plazas, y después, las zarandeaba al aire. Aquella idea que era aguijón de miedo, de temor y de pánico, no le abandonaba con sus tétricas punzadas.
Se detuvo un instante. Quiso regresar y no lo hizo. Quería hablar, silbar, correr, hacer ruido, pero el miedo se lo impedía.
Justo entonces sonaron doce campanadas en la iglesia. Sintió sacudirse a su lado los muertos que transitan al filo de la media noche. Sabía que las campanas no suenan solas, mas imaginó que habían sido tocadas por el sacristán cumpliendo con la tradición de, en funciones de sereno, avisar la llegada de las doce de la noche con igual número de campanadas.
-Sí, claro, han sido tocadas por el sacristán- se dijo mentalmente.
Sintió un poco de ánimo con ese pensamiento. Pensar que había alguna persona cerca le dio coraje y con decisión se fue siguiendo su camino.
Llegó a la esquina nordeste de la plaza. Cruzó hacia el sur y con unos pocos pasos quedó frente a la iglesia. Volvió al recuerdo de los fantasmas y tuvo miedo de levantar la vista. Tenía los ojos fijos en la punta de sus zapatos, hasta entonces no se había dado cuenta que estaban raídos y desconchados en las puntas, con mugre barro y bosta de la calle. Sólo se veía él, es decir; su parte inferior, de la cintura para abajo. Le pareció que parado allí se encontraba incompleto. Apenas movía los ojos, de un lado para otro, y en un reducido espacio que, poco a poco, fue alargando a medida que sus impulsos dominaban la situación. Por eso, los fue deslizando lentamente hasta tropezar con el centro de la calzada, luego con la acera de enfrente y allí los dejó posados.
De repente sintió un escalofrío que estremeció todo su ser. Los pelos se le pusieron de punta, la epidermis se le volvió un erizo. Un frío, no sabía de dónde, se le estaba calando hasta los huesos. Presentía que algo no muy distante le acechaba. Era una terrible sensación. Trató de rezar, mas no pudo. Sintió la desesperación de no saber rezar. Recordó que nunca quiso, desde niño aprenderse las oraciones que su madre se empeñaba en enseñarle. Cuando, en su casa, trataban de enseñarlo, ya adolescente, salía con una bravuconada. Ahora, lamentaba no haber aprendido aquellos rezos.
Rebuscó en su interior un tanto de valor y cambió su comportamiento. Se sintió diferente, había pasado la crisis, el pánico se había ido. Recuperado, deslizó su mirada hacia la pared frontal de la Casa Cural. Vio su amarillo colonial, y entonces, cosa curiosa, comenzó a recordar todas las casas amarillas que había conocido. Ello le sirvió para abstraerse, un poco, de la angustiada del momento.
Dio varios pasos más y al cambiar su mirada hacia el lado opuesto fijó los ojos de la parte sur de la fachada de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de la Chiquinquirá de El Tinaco. De pronto no quería avanzar más, ni con la mirada, ni caminando. Le parecía que algo lo detenía.
Volvió el escalofrío. Otra vez el miedo en forma de erizo sobre la piel. Una brisa pasó fugaz, parecía que le halaba los pantalones. El miedo se le arrinconaba en todas las partes del cuerpo. La mente se le plagó, nuevamente, de recuerdos asustadizos.
Vuelta a pensar en las oraciones y nada. Le vino a la memoria, nuevamente el sacristán. Quiso encontrárselo para abrazarlo, hablarle, tenerlo a su lado, que le hiciera compañía y con su ayuda terminar aquella agonía. Así cobró fuerzas otra vez. Lo buscó cerca, pero no lo encontró.
- Si tocó las campanas, está en el campanario- se dijo para sí.
Alzó los ojos para tratar de verlo en lo alto, donde están las campanas y los que vio le heló la sangre. Un hombre inmenso, semejante a un gigantesco muñeco, de largas piernas, que montado en el campanario las estiraba hasta el suelo. Perdió el aliento. No podía hablar, menos gritar, ni dar un paso, tampoco correr. La impresión le dejaba en el pecho un terrible susto cardíaco. Era un ser grandote, delgaducho, fumándose un tabaco tan descomunal como él mismo.
Las piernas las bambuleaba de una puerta a otra, en la entrada de la iglesia, y las chocaba, luego, arrancando chispas de candela con sus tobillos y talones. Aquel ser reía diabólicamente.
Ja. Ja. Ja. Ja. Jaaaaaaa... Ja. Ja. -Era risa satánica.
Aquella risa grave, profunda, estentórea, invadía sus oídos, mientras un vaho de sulfuro le llegaba a la nariz.
Los brazos los extendía el fantasma y le quedaban sobre la techumbre de la iglesia y cuando recogía sus manos aparecían amontonadas sobre los balcones de la fachada.
Sentía que la muerte le llegaba en forma de fantasmas, de noche oscura, de pueblo solitario, de angustia sin compasión. Estaba inmóvil. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo y sus ojos, que parecían dominados por aquel extraño ser de ultratumba, comenzaron a girar como lo dictaba su voluntad.
Apenas les dio vida trató de desviarlos de aquel sitio y, muy poco a poco, lo fue logrando hasta que ¬comenzó a sentirse con libertad de movimientos, capaz de caminar y sobre todo correr. Dio la espalda y salió a todo escape. Ya no le importaba hacia donde dirigirse. Correría y correría, hasta perderse de aquel lugar y llegar a su casa, para pasar aquel asombro.
Alcanzó la esquina norte de la iglesia y cruzó hacia el río, hacia el este del poblado. No había andado ni una cuadra cuando desde el alero de una casa le llamaron.
- ¿Señor, señor, qué le pasa? -le dijeron- -¿Por qué corre tanto?- le volvieron a interrogar con vivo interés.
Detuvo la carrera, descansó por breves segundos. Nuevamente se sintió seguro. Hizo cortas inspiraciones. Expulsó fuertes bocanadas de aires. Recuperó la confianza en sí mismo. Extrajo un pañuelo, amarillento por el sucio, del bolsillo del pantalón y se lo pasó por la frente secando el sudor, que parecía siglos, que le estaba corriendo y cogió aliento para responder al interlocutor que aún no había visto.
-Vengo asombrado de la otra calle, compañero- contestó jadeante.
-¿Qué hay en esa calle? -fue la nueva pregunta.
- Algo horrible- replicó casi sereno ya, por la presencia de alguien junto a él -¿Pero, que es eso tan horrible?- le insistieron en la pregunta.
- Me ha salido “El Canillón”, sentado en la torre de la Iglesia -le dijo, y le agregó- es un aparecido con las piernas y brazos muy largos.
Seguidamente oyó una risita muy fina -Jii Ji Jiji-.
Ésta le pareció conocida. Un ligero sacudimiento le estremeció al compararla con la que anteriormente había oído en la iglesia. Esta vez era una carcajada cargada de humor malsano. Con un rintintín de mofa.
Intrigado buscó al que le hablaba y lo divisé viéndolo como un hombre pequeño sobre el tejado. Entonces el hombrecillo se removió, a la vez que burlonamente le decía:
- ¿Serán tan grandes como las mías? - mientras extendía sus piernas y las posaba en el alero de la casa de enfrente, haciendo un puente entre los dos techos y moviendo sus manos sobre las rodillas, a la vez que reía grotescamente, murmurando:
- ¿Será posible, que tú que me has descrito infinidad de veces, te asustes al encontrarme?.
Ya era demasiado. Entornó los ojos. Cayó al suelo violentamente y se sumió en la inconsciencia hasta el siguiente día en que fue recogido por lugareños que a horas muy tempranas se aprestaban para ir a sus diarios haceres.

Después, ya recuperado y con el amargo sabor de tal experiencia, juró no beber más en su vida, no seguir siendo el noctámbulo empecinado, aprender a rezar y olvidarse de chistar con los fantasmas, sean imaginarios o los de purita verdad. 


*JUVENAL HERNÁNDEZ (Tinaco, Cojedes, 1933, recientemente fallecido). Cronista de su ciudad natal. Entre sus libros se cuentan los poemarios: Exclusas de Confesión (1994), Palabreo del Adiós (1979), Ocho Cantos de Amor (1981), Poemas de Incertidumbre (1991) y otros seis textos de historia regional.


*Texto publicado en “El Llano en Voces; Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña  y de otras latitudes”. Compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno (San Carlos: UNELLEZ. 2007)

martes, 28 de junio de 2016

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (29) Varios autores

Niña llanera. Archivo de Yajaira Espinoza


LA LLORONA
 (Mercedes Franco)
Con sus desgarradores lamentos interrumpe el silencio nocturno, en los más apartados pueblos de Venezuela. Cuenta la leyenda más conocida que la Llorona era una mujer española. Vivió durante la Colonia en un pueblo y tuvo varios hijos indígenas. Sus hermanos se enfurecieron al descubrir tal aberración. Debemos recordar que para entonces se decía que los indígenas no poseían alma. Eran considerados animales, seres inferiores, de origen diabólico.
Los hermanos de aquella dama mataron a sus hijos, y la casaron con un español. Pero la pobre mujer enloqueció y se escapaba en las noches de su casa. Vagaba por los campos sueltos el largo pelo, en una amplia bata de noche, llorando y lamentándose tristemente por la muerte de sus hijos. Los campesinos se santiguaban al oírla. Al poco tiempo murió de pena, pero los campesinos aun la escuchaban. Y aún la oyen y algunos hasta la han visto pasar arrastrando el peso de su tristeza, por los campos de Venezuela.



LLUVIAS EXTRAÑAS
 (Mercedes Franco)
En muchos pueblos de Venezuela se habla de lluvias extrañas. Se dice que un día llovieron piedras en San Mateo, estado Anzoátegui. Y en Santa Fe, en el estado Sucre, llovieron  un día pequeños pájaros amarillos.


LLUVIA CON SOL 
(Mercedes Franco)
En Venezuela se cree que cuando llueve con sol, el diablo y su mujer pelean por su cachimbo, es decir, por su vieja pipa.



MADRE DE LA NOCHE 
(Mercedes Franco)
Una noche, un grupo de muchachos excursionistas se detuvieron frente a una bodeguita de pueblo, cerca de Mérida, para proveerse de refrescos y algunos alimentos. Querían conocer el parque Sierra de la Culata y pensaban pasar la noche allí en el páramo. Mientras comían, oyeron que un campesino les explicaba a otros las razones de su tardanza. Aseguraba haber sentido la presencia de la Madre de la Noche, un espíritu nocturno, elusivo, cuyo rostro no se mostraba nunca. Según el relato, la Madre de la Noche se limita a confundir a los viajeros, sobre todo si transmitan después de anochecer. Bajo un misterioso influjo todas las cosas cambian, de una forma extraña y sobrenatural.
Los muchachos no le dieron mucho crédito a aquel relato y prosiguieron su camino. Acamparon en la Sierra  de la Culata. Encendieron una hoguera y armaron una tienda de campaña.
Dos  permanecieron dentro de la tienda y otros  dos conversaban escuchando música. De pronto el fuego se apagó. Trataron de encenderlo nuevamente y no pudieron. Entonces entraron a la tienda para pedir ayuda a los amigos, pero estaban allí.
Alarmados al no encontrarlos comenzaron a caminar, llamándolos a gritos. De pronto se encontraron en un lugar extraño, desconocido. Extraño pájaros negros los observaban posados en grandes árboles. Resbalaron y cayeron rodando por un pedregal. Cuando se levantaron estaban en su campamento. El fuego estaba encendido y sus amigos estaban allí. No habían salido de su carpa, según les dijeron. Al amanecer se fueran de allí, convencidos de estar en los dominios de la “Madre de la Noche”.



LA LEYENDA DEL FAUSTO DE LOS LLANOS 
(Lisandro Alvarado)
El curioso viajero al inspeccionar la vieja iglesia de Barinas, encontrará una fachada ennegrecida, muy mediana, sin torre alguna. El edificio es bajo y tosco; y así fue siempre. No guardo proporción, seguramente, con las espaciosas casas que se fabricaron los colonos españoles, de las cuales hoy sólo quedan escombros o nada…Recorriendo después las solitarias calles de la población, se descubren no lejos, hacia el Norte, las ruinas de lo que fue la casa del Marqués.
Estaba hecha de ladrillo y piedra granítica redondeada y lisa, de la misma que hace rodar el impetuoso río entre sus ondas… Pedazos de arcos o capiteles yacen por tierra, y la hierba domina las cornisas, mientras que acá y allá hoyos cavados en el barroso pavimento señalan el paso de los que allí esperaban sacar tesoros enterrados.
¿Incendió, como se dice, el edificio el fuego de los realistas? ¿Convirtieron los republícanos las rejas de las ventanas en lanzas para su caballería ligera? ¿Cuándo comenzó, pues, la caída de aquella mansión, de que todavía se descubre vida a los comienzos del siglo XIX?
Hay sobre esto una crónica y una leyenda extraña, que parece invención de algún fraile español:
Averiguóse un día que desde las fronteras de la Capitanía hacían guerra un puñado de valientes. Bajaban de las montañas como avenidas de las quebradas y torrentes. Horribles historias. Para esto, los insurgentes estaban ya encima, y traían consigo una novedad: no daban a nadie cuartel. Esta consigna era, desgraciadamente, la pura verdad.
La solariega casa ahora se mantenía triste y lóbrega: el Marqués estaba a dos jornadas de los suyos. Con los insurgentes venía uno de sus hijos, porque de pronto se vio al mancebo subir al mirador de la casa y encararse un catalejo, y pasear su vista sobre las afueras de la ciudad.
Alcanzólos a orillas de un caño que a cosa de seis millas atraviesa el camino, y allí cometió una acción fea: sin otorgarle perdón, mató al monje, a quien encontró de rodillas. Los demás escaparon. La guerra siguió, y el hecho casi  se olvidó; pero desde entonces, y aquí ya comienza la leyenda, un aliento mortífero se cierne sobre aquellas hermosas regiones. Barinas se muere.
El caño que presenció el superfluo sacrificio se llenó al punto de sangre, y desde entonces mana agua sin cesar. Había además un antecedente espeluznante.
Partiendo por el camino del Nordeste, y andando veinticuatro millas al pie de los cerros que quedan a la izquierda, está una dilatada sabana que baja en suave declive hacia el Sudeste. Allí pastan rebaños de ganado libremente, o el pastor receloso que ojea a caballo entre las tupidas gramíneas. Después sigue un bosque espeso, habitación del solitario jaguar, y detrás del bosque, el rio. Estas eran las tierras del Marqués.
Abriéndose paso entre collados y montes sale bramando el Chorroco, y se arrastra enfurecido y frio durante la estación de las lluvias, agitando su lomo rugoso y negruzco, en el que se aprecian escamas de acero. El dragón se traga de vez en cuando un caminante que confiado intenta atravesarlo.
Allí hay pozos encantados. Los pescadores han arrojado dinamita para matar peces, y después de la explosión han visto con espanto el agua tinta en sangre. Dentro del bosque se ha formado una laguna que apenas deja sobre el nivel del agua las hojas de una mapora altísima, sobre la cual aparece en ocasiones una guaca, encantada sin duda.
Pues bien, el señor de aquellos lugares debía tener pactos con el Diablo. Su mula de silla mostraba un cuerno en la frente… Solía ensillarla y salía de la ciudad, y caminaba cincuenta millas en el unicornio antes que acabara de fumarse un cigarro del afamado Canasta.
En ese bosque, se encuentran las ruinas de la hacienda, cuya casa, grande y lujosa, era también de mampostería. El campesino sabe cómo fue levantado ese edificio, en la construcción del cual nadie logró ver obreros, ni alarife, ni albañil. Estos, en efecto, emprendían su labor en las sombras de la noche; y todo, todo lo hicieron así, hasta los pretiles de piedra que cercaban la hacienda.
La puerta de varas no la concluyeron ellos, ni el Marqués mismo atravesó las vigas en los agujeros de las jambas. Aquella gente no osaba hacer así la señal de la cruz. Del edifico, que aún era habitado a mediados del siglo XIX, quedan pocos vestigios. Calderos de bronce hay arrojados acá y allá, ensotados entre la maleza: uno de ellos de porte descomunal quedó vuelto sobre sí; y ni el cura, ni las tropas que por allí han pasado, lograron voltearlo ni moverlo. Está encantado.
Así explica, ¡oh buen lector!, lo sociología del campesino barinés la decadencia y ruina de aquellas renombradas comarcas.



LOS FALSOS LÍMITES DEL ABISMO 
(Jesús Enrique Guédez)
En su vejez sola, solamente en compañía de los recuerdos, está acostumbrándose a soportar los días que le faltan por vivir, con la mirada desposeída en ausencia sin compromisos; porque su padre, que tendía cercas de alambre en las extensiones de las sabanas, le aconsejó que viera lejos cuando fuera vieja.
A esta edad se pasa breve la mañana entre los soplos de hacer el café, regar las matas y darle el maíz a las gallinas; se le pasa el terco mediodía, embarcación contra la corriente, lento casi al final, a la hora infortunada para morir con los zamuros mirando a plomada desde el cielo.
Ella tuvo la suerte de vivir este otro día demorándose impasible en la brisa que ronda los árboles, cruza caminos y viene a acariciarle la cara con los aires del exorcismo, justo a la hora que le toca vivir diariamente las vísperas de los adioses, para entregarse ella sola, personal, a la muerte del sueño.
Ella establecida en las fronteras únicas de ella, sentada sola contemplando la luz que se corta con las tinieblas de la tarde acercando el horizonte a la sabana; ella a oscuras encegueciéndose con los últimos resplandores del paisaje, ella viendo la sabana donde su padre, peón de cercas, hace simulaciones de trabajo levantando botalones, tendiendo hilos de alambre, para desaparecer en los falsos límites del abismo.
—Yo veo esas lejanías allá (y alzó las manos a la altura de los ojos) hasta cuando yo era niña, y siento alegría con esas visiones que aprendí de mi padre; porque mi padre siempre fue peón de cercas y un día se fue a tender líneas de alambre y se perdió por esas sabanas, extraviado, huido, desmemoriado de su hija, digo yo, o quizás esa fue su manera particular de hundirse en el abismo.



DESPUÉS SUPE QUE LAS FRAMBUESAS 
SE PARECÍAN A LA BRASA  (Ramón Lameda)
En el aire, había un amargo desfile de pájaros incendiados. En la tierra, las gallinas parecían pelotas de fuego. En el patio, mi madre barría con la cabellera incendiada. Una mota de fuego salía por la cola del caballo.  Mientras, papá que todo lo incendiaba, me abría la barriga y me la rellenaba con brasas de frambuesa.



EL SUEÑO Y LA VIGILIA 
(Gabriel Jiménez Emán)
Había confundido la vigilia tanto con el sueño que antes de acostarse clavaba con un alfiler cerca de su cama un papelito que decía: “Recordar que mañana debo levantarme temprano”.


BUENA NUEVA 
(Enrique Plata Ramírez)
Una lluviosa mañana de inicios de la primavera de 1342, Rodericus, el burgundio, salió a conquistar el mundo. A finales de otoño de 1345, luego de arrasar y saquear a media Europa; de violar decenas de mujeres y asesinar cientos de hombres, Rodericus, cansado y victorioso, regresó a casa. Su mujer, jubilosa, sin poder ocultar el placer de aquel regreso, salió a recibirlo dándole buenas nuevas:
¡Mi señor! ¡Mi Señor! ¡Debo informarte que nuestro hijo cumplió ayer su primer año!



AUGE Y CAÍDA DE UNA AVEYEURISTA 
(Armando José Sequera)
En los últimos años, su obsesión era ver bañándose a las mujeres. Cuando nos mudamos a esa pensión donde los baños eran comunes, Nano se metía en un cuartico que quedaba pared con pared de los baños. Ahí miraba a las mujeres que se iban a bañar o a hacer sus necesidades, a través de varios agujeros que el mismo había hecho. Un día los descubrieron y la reclamación fue de tal nivel que nos tuvimos que mudar. Donde fuimos, vivían dos muchachas y Nano se enamoró de una de ellas, con tanta pasión que empezó a buscar la manera de verla en el baño y descubrió que, desde la azotea del edificio de enfrente, tenía una visión inmejorable. Una noche, estando ahí, mientras miraba a la chica que se estaba bañando, lo encontró una mujer que fue a tender la ropa. Como, al parecer, en ese momento él estaba buscando un mejor ángulo, apenas vio a la mujer, se asustó, y del susto se soltó y se cayó. Ese edificio tiene catorce pisos y Nano quedó vuelto papilla sobre el techo de un carro, como en las películas.


BLANCANIEVES 
(José Adames)
Blanca de Las Nieves me  odia. Por ejemplo, me dice frecuentemente que por qué la sigo cuando va al río.
Yo, yo la sigo siguiendo sigilosamente sin embargo. Y sigo sospechando que Blanca de Las Nieves me odia nada más que por ser el más pequeño de todos nosotros siete.


LA VISITA 
(Orlando González Moreno)
Se llamaba Rosa. Murió un 30 de Junio. Me vino a visitar luego de concluir las treinta misas que le mandé a hacer. Tomó de mi mano y me condujo hasta el patio lleno de rosas azules. Cuando la vi me hizo elevar por los aires para que yo fuera a visitar al cielo.


RUTILIO
 (Eduardo Sanoja)
Los males y los sufrimientos que pueden padecer los seres humanos son tan variados como seres hay. Sin embargo, es justo reconocer que unos son más llevaderos que otros, pero al mismo tiempo no debemos erigirnos en jueces de asunto tan delicado magnificando o minimizando los males ajenos. Cada quien es juez absoluto de su dolor.
Cuando escribo estas reflexiones estoy pensando en Rutilio y su extraño quebranto. Estaba cercano él a los 40 cuando se le empezaron a abrir las cicatrices. Es increíble la cantidad de cicatrices que puede tener una persona que haya andado normalmente por la vida, quiero decir, que no haya vivido enclaustrado por temores, con exceso de ciudadanos.
De tanto abrírsele el cuero, fue tomando un aspecto algo repulsivo, lo cual hizo que se aislara en la casucha que tiene en el cerro, apartado del pueblo. Fui a verlo. Era un Rutilio anciano que recibía a sus pocos visitantes envuelto casi totalmente con una sábana.
Conversamos largamente acerca de muchos temas y por último me atreví a tocarle el punto de sus heridas reabiertas. Eran innumerables. Pedradas, cortadas, raspones, operaciones. Pequeñas y grandes. Decenas. Rojas. Abiertas.
-Te voy a enseñar – me dijo- la más vieja de mis cicatrices. Solo la enseño a quienes me han visto las otras sin sentir asco. Es la misma primera cicatriz que tiene todo ser humano. Dicho esto, dejó caer totalmente la sábana.
-Asómate- ordenó, señalando el abdomen con el pulgar derecho.
Acerqué mi cara a su cuerpo y coloqué mi ojo derecho en su ombligo. Fue una sensación indescriptible. Era el todo y era la nada. Vi a través de Rutilio toda la historia de todos los hombres y al dios de cada dios y cómo la suma de todos los dioses daba cero. Vi microbios y planetas lejanos y desconocidos. Vi al universo entero. Los instantes y los siglos se hicieron uno solo…
Guardé un largo silencio. Luego me despedí del viejo y no lo vi más nunca. A partir de ese día vivo la sensación de tener toda la memoria de vida en el ombligo.


Leyendas y cuentos cortos venezolanos (28) Varios autores


Joven llanera en el archivo de Elkin Cardozo


LAS LAGUNAS EMBRUJADAS DE LOS ANDES
 (Mercedes Franco)
Los Andes tienen muchas lagunas y dicen que todas están embrujadas, y además custodiadas por duendes llamados momoyes y por diversos espíritus protectores. Si se les arroja una piedra, un extraño humo blanco sale del agua. Se cree que durante la guerra de independencia algunas familias patriotas arrojaban allí recipientes de barro llenos de oro y joyas, tratando de salvarlos. Nunca pudieron recuperarlos y por eso sus almas penas allí, poder descansar, cuidando sus queridos tesoros.



LAZOS DE BRUJAS
 (Mercedes Franco)
Antiguamente, se creía que las brujas tenían sogas o lazos tejidos con pelo de animales y que hacían nueve nudos lanzando pensamientos de odio hacia la persona escogida, para atraer el mal sobre ella, causar daños en sus propiedades o esterilidad en sus animales.



LIBERTADORA
 (Mercedes Franco)
La “Libertadora” es una planta tropical, que se da en forma silvestre en tierras cálidas y húmedas. Muchos venezolanos conocen sus virtudes y las cultivan en sus jardines, cuidándola con esmero. Son realmente sorprendentes las propiedades curativas de esta hierba de hojas carnosas, cuyo nombre  científico es Bryophylum Pinnatum.
Esta hierba americana perenne, de la familia de las crasuláceas, posee un hermoso aspecto y es en verdad muy singular. De sus gruesas hojas brotan las raíces, que se entierran y dan origen a nuevas plantas. Estas hojas, aplicadas a las sienes, tienen la virtud de aliviar los dolores de cabeza y las migrañas. Sin embargo, las hojas de la Libertadora no pueden arrancarse así como así. Es preciso “pedir” las hojas a la planta, pues solo de esta manera sus propiedades tienen efecto. Debe pedírsele la hoja y tomaría con mucha gentileza, tratándola de “Señora Libertadora”, y muy pronto se aliviará el dolor de cabeza o la migraña.



LIMPIEZAS
 (Mercedes Franco)
La “limpieza” de una casa sirve para librarla de malas influencias. Para la limpieza se lavan los pisos con alcohol y se esparce luego una sustancia llamada “cuerno de ciervo” posteriormente se hace un sahumerio en el centro de la vivienda. Se fabrica una escoba con hojas de ruda y se barre toda la casa, pidiendo que salgan los malos espíritus y malas influencias.


LUNA 
(Mercedes Franco)
Las creencias acerca de la luna son en Venezuela muy diversas. Hay “lunàmbulos”, personas que atribuyen facultades regeneradoras o vivificantes a la luna llena. Otros en cambios creen que la luz lunar es dañina y perturbadora. Que dormir bajo la luna u observar el “paso de luna”, es decir, su cambio de luna llena a menguante, puede llevar a la locura. Se dice que las mujeres embarazadas no deben contemplar la luna llena, pues el niño saldrá con feos lunares.
 Nuestros indígenas han otorgado siempre a la luna un poder más bien benéfico, y creen que trae la fertilidad a las mujeres y hacen producir a la tierra. Muchas personas creen que la luna llena puede hacer “doler” viejas fracturas y recrudecer heridas.



LA LEYENDA DEL TESORO DEL CARONÍ 
(Orsi de Mombello)
Hablando hoy detenidamente con los indios, he podido saber que están divididos en siete tribus que son: Arecuna, Guaicas, Caribes, Araguac, Maxuchi, Pizauco y Paramuna… En cuanto a superstición, los indios no van en zaga con ningún ser viviente del mundo: creen en el Dios del mal, el Diablo Kanaima, en gigantes, serpientes de fuego…
Un viejo de ellos me habló de los misioneros españoles de Avechica, que fue el punto más avanzado que ocuparon, donde se encuentra todavía las ruinas, lo mismo que en Cura, del río Yuruari, un poco más al Norte del Salto del Sol, y los lugares llamados San Serafín y Gurí, en el Caroní. En efecto, bien conocida son las tentativas infructuosas de exploración hechas por los españoles en estos últimos años, en busca de los tesoros de aquellas misiones.
El indio al que me refiero, que ha olvidado su edad, me informaba que los frailes, en unión de los mismos indios, transportaron ocultamente esos tesoros a cierto lugar, amenazando a éstos, si llegaban a decirlo, con que el Dios Kanaima los mataría instantáneamente. No doy a estas versiones otro valor que el que merecen…

ALTERIDAD
 (Enrique Plata Ramírez)
Detrás de la celosía, mi mujer me engañaba con otro idéntico a mí.



INFLAMABLE
 (Enrique Plata Ramírez)
Lo llamaban el hombre alcohol. Su mujer raspó un fósforo y lo incendió.


LOS OTROS 
(Enrique Plata Ramírez)
Nadie quería cederle por más que lo jurara. Sólo se reían de él llamándolo loco.
Apesadumbrado, juraba el fantasma a ver visto a un vivo detrás del espejo.


LA NAVE SE PARECE A UN CHINCHORRO 
(Ramón Lameda)
Ulises vive en un pueblo lejano, a trescientas millas del mar. Es gallero. En la noche, sale acompañado de una luna inmensamente amarilla. Piensa que es el tiempo exacto para robar pollo de cría. Oye un mar de cabezas de gallo cantando en la llanura. ¿Sera las sirenas de los mares sin luz? Cuando regresa a la casa, su perra Penélope le sale al encuentro.
Un viejo ciego viene ensartando en la aurora. Trae un tolete de sangre ensangrentada. Ulises,  le dice el viejo, ayer pasaron las patrullas con las sirenas encendidas y regaron las calles con las cabezas de tus gallos.
Ulises no responde y da media vuelta a la embarcación para seguir soñando. Los colgaderos de su chinchorro crujen en la noche sanguinolenta.


EL VIEJO FÉLIX 
(Gabriel Jiménez Emán)
El viejo Félix se sentaba en la esquina - en toda la orilla del gran escalón- se quitaba el sombrero para rascarse la cabeza y miraba hacia las colinas lejanas del valle azul de Yaracuy. Era su manera de descansar luego de la faena diaria de trabajo, ayudando a mi abuelo en el negocio de los cambures pasados. Él era quien los transportaba del mercado a la casa en una carretilla. Graciosa era la manera que tenía el viejo de ladearse el sombrero y sonreír de lado y de caminar para la izquierda. El viejo Félix vivía de lado, veía el mundo al sesgo por las rendijas de sus ojos, y quizá esa era la  clave de su personalidad. Mascaba su chimo y se empinaba de vez en cuando su carterita de aguardiente. Todo el mundo era un gran olor a cambie pasado, hojas aromáticas de tabasca, bayrum y frutas añejas. Hablaba con una sonrisita cantora, y cuando algo le hacía mucha gracia, se asfixiaba con la risa y tocia.
Un día un viejo más viejo que él le contó un cuento cómico de su infancia que hizo reír al viejo Félix hasta pararle la respiración. Se puso rojo, tosió y se atraganto con la risa. Luego comenzó a derramar una saliva de varios colores, un hilillo de saliva rojo, verde, amarillo y azul. El cauce de la flema corrió por la avenida y al final llego al jardín de una casa, por donde trepó a un árbol, poniendo el tronco y las hojas de un color turquesa muy bonito.
Los pulmones del viejo Félix no dieron más. Tosió por última vez y de su garganta salió un gran caramelo con olor a frutas que rápidamente se fue derritiendo en el patio con el fuerte sol de Yaracuy. El cuerpo del viejo se fue desinflando, hasta que de él solo quedaron en la tierra los calzones, la franela y las alpargatas, medio tapados con el viejo sombrero oloroso a cambur pasado.



EL SEDUCTOR 
(Orlando González Moreno)
De nuevo estoy aquí, sentado sobre la tumba de Luciano, bebiendo con él, tal como lo hacíamos casi todas las noches antes de que lo mataran. Lo asesinó un amigo suyo al descubrir que se acostaba con su esposa. Luciano era profesor de la Universidad, igual que yo. Al final de cada semestre, me decía: “Esta noche alguna jeva va teñir de sangre mi cama”.
Durante todo el curso, el único requisito que le exigía a las alumnas que le gustaban para aprobar su materia, era la de acostarse con su persona. Las que no accedían a sus solicitudes por excelentes que fueran sus evaluaciones, las aplazaba sin remordimientos. Cuando estas alumnas pedían revisión de prueba, siempre les hallaba errores que no tenían. O simplemente los inventaba.
Además, mi amigo les tomaba fotos a las estudiantes que aceptaba su petición en todas las peticiones imaginables, para mostrárselas después a otros profesores en el cafetín de la Universidad o en el mismo departamento donde trabajábamos todos.
Pero mi pana no solo seducía a las alumnas, también se acostaba con algunas profesoras de diferentes facultades. Por eso, estas mujeres discutían por el en los estacionamientos de la Universidad. Sin embargo, Luiciano jamás fue protestado y nunca recibió una amonestación del jefe del departamento, ni del rector de la Universidad, ni del Decano, ni de nadie. No sé por qué. Pero las pago todas cuando tuvo la osadía de meterse con la esposa de un amigo de la infancia.
Esto sucedió cuando la mujer de su amigo fue su alumna, a pesar de que le gustaba, al comienzo la respeto. Pero luego no pudo resistir la tentación y empezó a levantarla. Ella lo rechazo muchas veces, pero Luciano no se daba por vencido y un día, con el pretexto de aclararle algo sobre la materia, le dijo que la invitaba a tomarse un café en una fuente de soda en Chacaíto. 
Al concluir la explicación de un aspecto de la asignatura, la invito a tomarse unas cervezas en una tasca. La mujer se puso alegre e hizo que Luciano la invitara a bailar a un night club. A media noche se fueron a un motel de la avenida Libertador. A partir de allí se hicieron amantes.
Al principio, mi panadería era discreto. Pero como no sucedía nada, hizo lo mismo que había hecho con las demás mujeres: le tomaba fotos desnuda a la esposa de su amigo en todas las posiciones. Y se las enseñaba a todo el mundo en la Universidad. Por esta razón, su amigo de la infancia pudo enterarse. Entonces, una noche este decidió esperarlo a las afuera del cine donde había entrado a ver una película con otra alumna. Al salir, le descargo una pistola, y al meterse en su automóvil, le paso varias veces por encima al cuerpo del amante de su mujer que agonizaba sobre el pavimento.
A pesar de que recibió su merecido, yo vengo todos los años, por esta fecha, a cantarle canciones a mi pana y a vaciarle lentamente una botella de whisky sobre su tumba.



CUENTO TONTO
(Eduardo Sanoja)
Había una vez un hombre que tenía fama por ser muy bravo y tener muy mal carácter. Este señor tenía bigotes, el pelo lisito peinado hacia atrás y era de piel trigueña, barrigón y de mediana estatura. Tuvo muchos hijos con una señora chiquitica que tenía los ojos de hielo y que además tenía el poder de hacerse invisible cuando quería.
El señor peleón era quien mandaba en todo –menos en la particularidad de hacerse invisible que tenía la señora–, y también gritaba y desafiaba a quien lo molestara. Era, como dije antes, una persona que por su mal genio infundía no sé si temor o respeto.
Pero el caso es –y esto es lo más tonto de este cuento– que hoy revivo en el archivo de mi memoria que aquel señor de apariencia amenazadora tuvo una vez un sueño sumamente delicado y que aún hoy, teniendo la certeza de que así fue, me causa extrañeza pues el sueño de él fue tener una gran fábrica de perfumes.
Hoy reflexiono que quizá la señora se hacía invisible cada vez que él dejaba de pensar en los perfumes. ¿O sería que él dejaba de pensar en los perfumes cada vez que la señora se hacía invisible? Quién sabe…     

                     CLARK (José Adames)
Comenzamos, pues, a sospechar seriamente de Clark. Muy sencillo, en la crema-soda, sin que él y el Sr. Kent y la Sra. Kent se enteraran, mezclamos dos porciones (de una onza y ¼ de onza c/u) de kriptonita verde-mar que el pequeño Luthor  nos consiguió nadie sabe cómo. (Ya habíamos ensayado   otras veces con la K.Colorada, y la K.Fucsia, pero nada de nada).Al primer trago Clark se puso  verde laguna, balbuceó  una cantidad inteligible e excusas, se llevó la mano a la frente, dijo ¡oooh!, y cayó luego largo a largo (como para ser sacado en golin-golin) en el ponchecito donde conversábamos  todos desde el atardecer. Yo  aproveché (era mi única oportunidad) para pincharlo fuertemente y el alfiler se dobló la primera vez; pero probé un poco más tarde y salió (¡ajá!) rojo de ex -super-sangre. El Sr. Kent perdió su habitual compostura de viejito-bondadoso-guardador-de-secretos-extraterrestres y se dio a decirnos animales landros hijos-de-perro etcétera etcétera. Y hasta intentó  golpearnos con su antiguo cinturón de cuero de cordobán que nosotros mismos la habíamos regalado. A la dulce señora Kent se le iluminaron los ojillos detrás de  sus espejuelos culuebotella como cuando le medía a Clark preciosas camisolas plenas de mariposillas bordadas maternalmente de rosa y oro. Y Luisa (Mírenla, pues, después que estaba de acuerdo) ahora ni siquiera nos dirige la palabra…ni mucho menos se va con nosotros al bosque de atrás a beber y a beber de la muy sabrosa y picante kriptonita-verde-menta que nos pone a retozar como sólo nosotros sabemos hacerlo cuando Clarkito no está y ella sí