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miércoles, 5 de agosto de 2020

Más joven que nunca y otros recuerdos de Héctor Nuno González

Imagen en el archivo de Cultura Cojedes


MÁS JOVEN QUE NUNCA

Caminó como nunca el día que cumplió 70 años. Se negaba con vehemencia a consentir los estragos del tiempo y distraía frecuentemente su cuerpo cansado paseando en la sabana.

Recorrió 20 kilómetros en línea recta por el antiguo Camino Real al Apure, adoptado por su corazón tras una infancia llena de montañas y quebradas de aguas claras. Notó más imponentes los centenarios samanes y ceibas, más intenso el verde del llano y más afinado el canto de los pájaros.

Escogió como meta una antigua casona de patio grande y galpón para máquinas, donde otrora los “musiús” daban alojo a peones extenuados. Lo recibió una mujer de piel agrietada, sonrisa dulce y mirada compasiva. - ¿Cómo está? Pase adelante-. Hablaba con pasión, como un arpista cuando ejecuta su instrumento. -Usted venía caminando, se le ve en la cara, siéntese que ya le busco agua y monto la olla para el café-.

Dio las gracias y se presentó como el cumpleañero caminante. -¿A cuánto queda el río desde aquí?-, preguntó, -ahí mismito, pero si gusta ir le digo a mi marido que lo lleve en el tractor-.

De la casa surgió un mulato enérgico, alto y sólido como un araguaney y voz de bajo de coral. -Un placer hermano, vaya que es bueno una visita, poca gente se detiene aquí-.

-Déjeme calentar la máquina y damos una vuelta-.

Encendió un Belarus modelo 1221, color negro con caparazón rojo, testimonio fiel de la calidad industrial soviética. Tras dos pocillos de café cerrero, como le gustaba, subieron al instrumento de trabajo agrícola y partieron rumbo al río.

No prestó atención a las historias de gandolero nómada del hospitalario amigo, su mente y espíritu se trasladaron al pasado tras percibir el olor del recuerdo impregnando la sábana. Recordó el servicio militar en Carúpano, humillante y conductista, especialmente los largos viajes a las sierras de Trujillo y Lara para cazar guerrilleros, de los que pensaba peleaban por una causa justa y en la que un soldado tenía prohibido militar.

Recordó a Isabel, su madre, mujer de ojos amielados, carácter rígido y entrañas tiernas, la mejor narradora de historias que conoció, su favorita era la de su caída del burro por la trocha que conducía a los pobres de Paso Ancho hasta la ciudad de Tinaquillo. Dominado por la nostalgia, no pudo evitar lamentos, de esos en los que los viejos piensan con resignación. Lamentó no aprovechar mejor su genuino talento para la música, si bien le regaló grandes recuerdos, le hubiera gustado perfeccionar la ejecución de instrumentos, pulir su gañote de tenor y cargar de contenido sus versos. Lamentó sus extravagancias de Guardia Nacional, cuando usaba su investidura y perfil de galán para beber noches enteras.

El tierno espectáculo de un oso hormiguero caminando junto a su cría, lo sacó de sus lamentos y lo devolvió a mejores recuerdos, no sin antes lamentar el tufo de cigarrillo de su compañero, aunque agradeció el silencio que el tabaco produjo.

Recordó a papá Augusto y su ternura infinita, que daba al traste con la dureza de Isabel. Recordó la madrugada lejana que lo llevó a Valencia para una consulta médica. Mientras esperaban en el auto, Augusto exclamó invadido por la nostalgia: “Caramba, por aquí no se escucha ni un gallito”.

El estruendo de una bandada de pericos puso fin a sus cavilaciones. Su compañero habló de nuevo y advirtió la cercanía del río. “Ahí cargo unos anzuelos y carnada de la buena, si lleva gusto...”.

El agua tenía buen color, hizo buen invierno y en las orillas abundaba el verde de su infancia. Noviembre se acercaba y anunciaba buen pescado, su guía recomendó un lugar rodeado de piedras prehistóricas: “Aquí ajilan bagres, compadre”.

Cogió un anzuelo de garfio grande y fuerte, con dos piedritas de plomo y nailon número 60, bien rizado en una carreta de plástico, tomó como carnada una rodaja de anguila e hizo lo propio. Se sentó pacientemente a esperar sobre la roca, su guía le imitó, unos metros río abajo.

Carreta y nailon en mano, le dio por recordar de nuevo. Pensó en sus hijos y en la ausencia de reproches, les entregó su cariño en cuerpo y alma y no hubo abrazos opacados por su mal genio.

Pensó en los paseos a los ríos revueltos por aguaceros de la madrugada, desafiantes y silbantes. Solía probar su fuerza arrojando piedras gigantes sobre ellos.

Un fuerte tirón lo devolvió al presente, un bagre prominente y recio mordió el anzuelo e inició una feroz lucha por salvar su vida. Se levantó sosteniendo el nailon, dejando evidencia del esfuerzo en la respiración agitada, el cuello tenso y las piernas arqueadas.

El animal era obstinado, empezó a zigzaguear y parecía ganar fuerza en cada desplazamiento. –No lo pierdas, es uno grande, vele recortando parejito el nailon, y en lo que esté cerca lo halas fuerte-, gritó su compañero mientras corría para ayudar.  Cumplió la instrucción, afincó sobre el suelo sus piernas aún sólidas e inició el recorte del nailon, moviendo armónicamente sus brazos, sin perder la fe. El bagre cedía ante la voluntad de su cazador, más tozudo que él. Cuando sintió la cercanía haló la cuerda con furia y sobre la piedra cayó un hermoso ejemplar plateado, de unos 15 kilos. Suspiró triunfante tras pisarlo con su pie derecho, miró a su compañero con ojos victoriosos y exclamó con la solemnidad que lo habría de acompañar hasta la tumba: “Carajo, estoy más joven que nunca”.

 

SÉ LEER

Era mi primera clase de catecismo. El dogma católico decía que un niño bueno debía tener seis de los siete sacramentos, yo iba por el segundo, la comunión.

Llegué entre los primeros a casa de tía Cirila, me senté junto a los demás en un mueble cojo tapizado con cuero de aspecto famélico. La sala estaba atiborrada de símbolos de la fe cristiana, apostólica y romana, un cuadro del sagrado corazón de Jesús, otro del niño Jesús en brazos de María alimentando con sus manos a unas palomas, el de la ultima cena de Da Vinci, una cruz de madera. Al fondo, un pequeño altar liderado por una rozagante y vestida de azul virgen María y estampitas del Dr. José Gregorio, una vela los alumbraba y hacía menos oscuro el lugar.

Todos nos mirábamos llenos de incertidumbre y un miedo inocente, como el del primer día de escuela. De pronto, apareció la tía Cirila por una cortina de flores que hacía de puerta a un costado de la sala. Usaba un vestido lila, sencillo y cómodo para la ocasión, en una mano llevaba un catecismo titulado “Mi primera Comunión”, y en la otra un librito rojo donde se apreciaba a Caín dejando atrás con su cara de huraño a un moribundo Abel, este se titulaba: “Dios habla a sus hijos”.

La tía Cirila era una mujer de moral diáfana, carácter recio y ternura exótica, la única persona que le he visto pensar de una forma y actuar de la misma.

Se sentó en un mueble pequeño, familia del grande donde yacíamos los otros seis niños provenientes del  mismo barrio; enderezó el tronco, alzó la quijada cual militar, aclaró su garganta y exclamó alzando el librito rojo: En el principio creó Dios los cielos y la tierra...

Súbitamente detuvo su lectura, bajó un poco el libro y clavó sus grandes ojos negros sobre los míos, hizo un gesto orgulloso y afirmó con parquedad: seguro “Jurnio” pensaba que yo no sabía leer.

 

PUNTO FINAL

Despertó como siempre a las cuatro de la mañana, esta vez impregnado de un aura solemne que lo convenció de que aquel día sería el último de su vida.

Frente al espejo contempló sus ojos de gato astuto, único resquicio de su antigua virilidad, reflexionó un par de segundos y dijo para sí: -No es momento de temer, total, siempre he dicho que todos vamos para allá-.

Preparó un ritual solemne para esperar a la muerte. El inventario de prohibiciones se limitaba a una caja de cigarrillos Star Life y una botella de Chimemeaud, justo lo que había la tarde hirviente en que un accidente cerebro vascular le durmiera el lado izquierdo del cuerpo, un año antes.

Contempló todo con la abnegación de la despedida. Con paso lento pero seguro, acarició las espigas del maíz, le dedicó una estrofa de un pasaje de Jesús Moreno a una lechosa complexa y le silbó “Amor Enguayabao” a unas cayenas: “Llorando se queda el monte cuando se marchan los amos”.

Tras pasear la siembra, libre de obligaciones de conuquero, sacó al solar de enfrente el mecedor de mimbre que tejió con sus manos, buscó el agua ardiente, cigarros y fósforos y se sentó con la mano buena recostada en la nuca.

“Yo no lo niego que te quiero todavía, porque fue tuyo el amor que te entregué...” Cantaba y pensaba en Yuda, el amor de su vida y portadora de su última semilla.

“Yo que contigo miraba todo distinto, era bonito soñar cuando te encontré...” Pensó en la ingratitud de la vida por ponerlo, después de viejo, a vivir amores contrariados y a sentir amor cuando el arma escasea de municiones.

Tras encender el segundo cigarro y empinarse el quinto trago, dejó a un lado los reproches y concluyó que había tenido una vida feliz, sin ataduras ni limitaciones de las apariencias, obedeciendo siempre al instinto y dejando huella profunda en la tierra.

-Me voy tranquilo-, pensó. -Total la cosa allá debe ser muy buena, porque nadie se ha regresado-.

El alba se mostró tras un Samán centenario, fue para él la señal de la hora última. Empinó el codo para un trago largo y picante, el último de su vida. Encendió un cigarrillo con ademanes de aristócrata le dio una fumada larga y tarareó su último pasaje: “Mi pensamiento se esparce en la lejanía, a rienda suelta como un brioso corcel, y el sentimiento que se agiganta en mi pecho, me da el derecho de marcharme y no volver”. Suspiró al terminarlo, recostó su cabeza en la mecedora y se durmió para siempre.


Textos tomados del libro "Estamos hechos de recuerdos" (San Carlos, 2020), publicado por El perro y la rana, Imprenta Regional Cojedes. 


Lea otros cuentos de Héctor Nuno González en: 

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (23) Varios autores

http://letrasllaneras.blogspot.com/2016/06/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_16.html

 Leyendas y cuentos cortos venezolanos (25) Varios autores

http://letrasllaneras.blogspot.com/2016/06/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_15.html

 Leyendas y cuentos cortos venezolanos (26) Varios autores

http://letrasllaneras.blogspot.com/2016/06/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_27.html

 Leyendas y cuentos cortos venezolanos (27) Varios autores

http://letrasllaneras.blogspot.com/2016/06/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_62.html



domingo, 3 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (31) Varios autores



Joven llanera en el archivo de Fernando Parra




FANTASMA DE PÁEZ (Mercedes Franco)
En el Archivo Nacional aparece el fantasma del General José Antonio Páez, líder patriota y Presidente de Venezuela. El caudillo llanero aparece en su uniforme de gala en toda su dignidad y prestancia. Quienes han logrado verlo dicen que se pasea por los pasillos y al encontrarse con alguien contempla con intensa curiosidad a la persona de otro tiempo que mira frente a él.


PALOMETA PELUDA  (Mercedes Franco)
Existe en Venezuela una mariposa nocturna, negra y grande, conocida en la costa oriental como La Palometa Peluda. En el estado Sucre, la consideran verdaderamente temible. Dicen que se cría cerca del Golfo de Cariaco. Durante la época de lluvias, esta plaga cae sobre pueblos como Carúpano, Tunapuy y El Pilar, oscureciendo las calles. Causan escoriaciones y daños irreversibles en los ojos, por el polvillo o pelusa que desprenden sus alas.
La gente de oriente le atribuye a este insecto un poder maligno, sobrenatural. El cura oficia misas extra para exorcizarlas y en las noches se encienden grandes hogueras en las calles, para atraer allí a las palometas, que caen en el fuego estallando como petardos.


PAPÁ TONGORÉ (Mercedes Franco)
En nuestra Barcelona de Anzoátegui, había devoción por determinadas imágenes, como la del Niño de la Catedral de Barcelona, y algunas otras que los vecinos poseían, a las que se atribuían grandes poderes benéficos y protectores y se adoraban en Navidad. Pero cada quien adornaba su Niño Jesús y lo colocaba iluminado en un lugar visible.
Muchos vecinos acostumbraban ir a adorar el de otras casas. Historiadores como Alfredo Armas Alfonzo, recuerdan la devoción a una imagen del Niño Jesús conocida como Papá Tongoré. Pertenecía al vecino Manuel Yancén y se consideraba muy milagrosa. A principios de siglo las fuerzas del gobierno combatían al insurrecto General Rolando, en Aragua de Barcelona. Un indio llamado Pantaima tenía en la mira al caudillo, cuando un centinela de Rolando gritó: " ¡Sálvalo, Papá Tongoré!". Pantalla se desconcertó totalmente. La carabina se le trabo y el proyectil se atascó en el cañón.
El General Rolando escapó con vida y la leyenda de "Papá Tongoré" se extendió por todo el país. La devoción al Niño de Barcelona creció y el mismo Rolando se hizo devoto de aquella humilde imagen oriental.


LOS OJOS (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
Ese día llevó los ojos puestos, entró al baño del bar y en el espejo, notó que no los tenía.
Más tarde, en la barra, pidió un martini con dos aceitunas.
Volvió a entrar al baño y en el espejo, vio su imagen con dos aceitunas en lugar de ojos.
A la hora del cierre, cuando se retiraba acompañado por una escultural rubia, el mesero lo llama y dice:
—Señor no olvide llevar sus ojos.


EL DESTIERRO (Eduardo Sanoja)
Como yo he hablado de la luna y escribía de la luna y sabía cuándo era creciente o menguante o llena o nueva, decían que yo vivía en la luna o que me la pasaba en la luna, y eso no les convenía a los amos de los dineros, porque ¿qué iba a pasar si eso se generalizaba y toda la gente la cogía por “pasársela en la luna”? Eso no debía ser. Los jefes del Imperio de los Dineros decidieron acusarme y enjuiciarme y condenarme. La decisión fue unánime y la sentencia el destierro. ¡Fuera del planeta! ¡A la luna! Me amarraron, me montaron en un cohete y me mandaron preso para allá. Me entregaron a las autoridades de la luna. Allá siempre es de noche y no hay luz eléctrica. Me recibió el rey de la luna que es blanco como el hielo y tiene, caso contrario, luz propia como la de los bombillos fluorescentes, de neón.
–¿Por qué te mandaron para acá? –me preguntó luego de que se marcharan quienes me habían llevado.
Le expliqué todo el rollo de mis palabras y de mis poesías y lo de las leyes del Imperio. Me oyó en silencio…
Al rato dijo: “Aquí no hay calabozos ni cárceles. No sé si el rey de tu Imperio va a seguir molestándonos mandando gente a buscar piedras y a contaminar con las basuras que dejan aquí. No sé. Lo que te puedo decir es que como aquí siempre es de noche la pasamos soñando. Siempre soñando. Vivimos del sueño”.
Yo pasé allá no sé cuánto tiempo. Lo cierto es que aunque yo era (yo soy) un soñador, no estaba acostumbrado a soñar tanto tiempo seguido y hablé con el rey para que me diera permiso para irme.
–Eso no es problema mío –dijo–. Te las sabrás ingeniar…
Estuve un bojote de días pensando y requete pensando hasta que por fin resolví pedirle a unos zamuros que iban volando que me hicieran el favor de bajarme hasta la tierra. Ellos me dijeron que me agarrara de sus patas. Entonces yo me despedí del rey y le di las gracias y él me regalo un cuchillo de hielo bien bonito.
Estuvimos varios días baja que baja hasta que por fin llegamos.
–¿Dónde te dejamos? –preguntaron. Yo les dije que me esperara porque les iba a dar un regalo en agradecimiento.
Como era de noche, entré escondido y empinado al palacio y le clavé el puñal de hielo en el corazón del gran jefe del Imperio. Salí y les dije a los zamuros: “ese es su regalo… ¡Cómanselo!”.
Ellos se hartaron y se fueron de lo más contentos, y yo desde entonces puedo –estando en la tierra– pasármela en la luna, tranquilo, soñando…


CUMPLEAÑOS DEL MAGO (Wilfredo Machado)
Buscaba en cada presentación y a cada momento cruzar el círculo de afilados cuchillos que lo despedazaban lentamente como una jauría de carniceros furiosos. La primera vez que saltó perdió una de las orejas -que quedó colgando en la punta de un cuchillo descomunal-, aunque no le importó de ningún modo. Era un precio bajo para su osadía. Además le bastaba sólo una para escuchar las interferencias del mundo, el susurro del viento entre las láminas brillantes que lo aguardaban con ansiedad a cada presentación. Luego fue perdiendo los dedos de las manos, uno a uno; los de los pies, la nariz, los tobillos, los brazos, las piernas, hasta quedar convertido en un amasijo informe donde apenas podían reconocerse rastros de lo que había sido un ser humano. Para ese entonces se había acostumbrado a las mutilaciones y las heridas, al sabor amargo de su sangre y se arrastraba como un enorme gusano de seda bajo el sol. La última vez que lo vimos se presentaba acompañado de un viejo mago que lo cortaba en diminutos pedazos con una sierra eléctrica, cosa que a él parecía no importarle. Sus ojos oscuros, sin párpados, apuntaban a las nubes que se arremolinaban en el cielo. Por las noches, la mujer del mago se disputaba con los perros los pedazos del artista que habían quedado esparcidos sobre la plaza solitaria donde soñaba el viento. Luego los cosía con un fuerte hilo de nylon para la presentación del día siguiente. Entonces el mago se acercaba en silencio, susurraba unas palabras junto a su único oído, y lo retornaba a la vida con un leve movimiento de sus manos.
 —No, todavía no puedes morir—. Mañana será un día muy especial para todos. A ti, como siempre, te tocará apagar las velas.
A veces, a escondidas, sin que nadie lo percibiera, el acróbata movía la cola en la oscuridad de la plaza antes de la función.


SALOMÉ (Ramón Lameda)
Era el hermano mayor de Buda, ubicado en un templo de Bizancio. Permanecía estático lleno de siglos y soles, finamente amozaicados contra el muro. Bajo sus ojos, los cristianos parecían bajo el fragor del fuego y el crepitar de los dientes felinos.
Su largo pelo cubierto de espejos reflejaba las arenas pretéritas de las cuatrocientas mil galaxias que giran en la sangre.
No podía decretar el sufrimiento. Su silencio le impedía penetrar en el valle de la sombra. Sin embargo, intentó acercarse a la angustia humana. Mirando desde el vidrio del aumento, penetro en los círculos más sombríos hasta reventar en mil pedazos.
Salomé tomó la cabeza por el pelo y la colocó sobre la mesa de noche.


ATILA (Enrique Plata Ramírez)
Lo miró con profundo odio. Hasta tres veces lo abofeteó, y luego, con mucho desprecio, le espetó:
- ¡No eres nadie! ¡Ni siquiera eres digno de ser hijo de tu padre! ¡Desde hoy dejas de ser mi señor! 
El hombre herido en su alma contuvo la espada en lo alto. La mujer lo miró con una mezcla de odio y terror.
Furioso, Atila salió a conquistar el mundo.


SOLICITUD (Enrique Plata Ramírez)
Enamorado, el hombre se acercó hasta el padre de la joven y educadamente le solicitó su mano en matrimonio.
Y llamando a la muchacha, tomó Atila un hacha, le cercenó la mano y se la entregó al pretendiente.


EL SUICIDA (Gregorio Riveros)
Matar la tristeza, eso quería el viejo poeta Baltasar. Pero la tristeza llegó, una y otra vez. Bastó un instante perverso de su presencia dolorosa para retomar el deseo de darle muerte, asesinarla sin piedad. Eran tardes lluviosas de agosto que dejaban en el ambiente una sensación de profunda desolación. Su mente tormentosa estaba acorralada, doblegada, con su ánimo abatido. La pesadumbre capturaba su atención y lo encerraba en los barrotes grises de una melancolía insondable. Hubo algunos días que se pudo escapar, y podía salir de su agobiadora depresión. Salía para la calle, a caminar en el centro de la ciudad, como una salvación, mirar rostros, múltiples, desconocidos. Verlos andar le resultaba entretenido, le hacían sentir parpadeos de la vida. Pero eso no bastaba en los otros días grises, aún así, salía de la solitaria habitación, caminaba rápido para llegar a la ciudad, llegaba, miraba la gente, y eso no le importaba. No le satisfacía en nada, no lo calmaba, no representaba ninguna alegría, ni vitalidad, ni compañía. Por el contrario, su estado emocional se trasladaba hacia una sensación infernal de soledad, de abismo, de caída inevitable en las arenas movedizas del fatal desasosiego. Llegaba al fin, a la más intensa penumbra. Allí, donde todos los pensamientos de orden, de normalidad social convenida, eran destrozados y abandonados sin escrúpulos. Era el lugar, o el momento, donde se convertía en un vulgar delincuente, en un inclemente asesino de la tristeza. Lo había pensado muy bien, lo estaba planificando, caerle a plomo limpio, a balazos, y desangrarlo, hasta precipitar su muerte. Y llegó el día gris, más frío y lluvioso, y se preguntaba ¿Cómo asesinarlo sin daños colaterales?. No supe cómo ayudarlo, y no me siento culpable, es que ustedes tampoco lo hubiesen podido ayudar, porque a un hombre firme y decidido a morir, de nada ayudan las palabras, las orientaciones, cualquier consejo era ineficaz. Estaba decidido a matar su depresión, su tristeza. No tuvo alternativas, puso la punta de su pistola en la boca. La introdujo hasta llegar a la garganta. Y apretó el gatillo. Pero no era el momento, lo salvó la suerte. La bala no estalló. Pero probó el vértigo, la adrenalina, la sórdida y nerviosa sensación triunfal de presenciar el momento previo del final, planificado, construido por su voluntad y en sus propias manos. Y a la noche siguiente, se repite el ritual, Baltasar, la pistola, la boca, la garganta, y una noche más larga y más lóbrega, y un disparo perfecto que le dio muerte a la tristeza.


EL ESPANTO DE JUAN CURIEPE (José Milano M.)
La sombra rauda dejó mi temple la mirada atónita de Juan Curiepe. Parpadeo nervioso seis veces y la tensión en su cuello le hinchó las venas parietales; la cosa era horrible, pegaba unos alaridos  espantosos y despedía un olor a fuego de bosta húmeda cada vez que le pasaba por el frente.
-No me mates esa danta. Le dijo el capataz con señero gesto a Juan Curiepe. Fue un ruego más que una orden.
-Es que por esos montes quedan poquitas y a nosotros la comida no nos falta. De todos modos el terco campesino montó la velada y una noche dio con  la cría jojota del animal; no dijo nada, la preparó en su choza en salmuera  y cada tarde le hincaba el diente mientras acechaba a la grande. El capataz se había dado por vencido, no sin antes advertirle que danta y encanto se parecen, que tuviera cuidado de los muchachos que cuidan los montes.
Aquella noche vio una trocha que antes no había mirado, la siguió, y al final se encontró  con la bestia; una  carcajada diabólica inundó los caminos y el espectro se le fue encima volviéndose un humo negro y hediondo. Juan apretó el machete con ánimo de quitarse de encima aquel espanto, pero no le respondía el brazo y las piernas temblorosas no daban ni para correr.
-¡Aaahhhh!! ¡Aahhh! ¡Ahhh...! Gritó de pronto y cayó en un desmayó. Frío y con los ojos abiertos, el susto se le quedó marcado en el rostro.
A la mañana siguiente, cuando lo encontraron, estaba seco como una estaca, hecho heces y orinas; hubo que cortar sus ropas para bañarle. Desde entonces Juan Curiepe no ha dicho una palabra duerme de día y se queda en las tardes mirando el monte desde la ventana, y cuando cae la noche se encierra en su choza entre cuatro velas balbuciendo rezos hasta el amanecer.
Hace dos años la ventana no se abrió, nadie extrañó su cara, nadie preguntó por él, la choza se fue secando con los años y la paja dispersa por el viento dejó ver una torta de esperma bordeando un esqueleto con los huesos roídos  como si se lo hubiesen comido poco a poco y desde adentro.



LOS MUÑECOS (Juan Emilio Rodríguez)
La mujer y aquella figura masculina asistieron durante cincuenta años a una cátedra sobre La Ciencia de la Vida que dictaba un renombrado profesor.
Cada día de aquellos trece mil anocheceres, la mujer y la figura masculina se sentaron en pupitres separados para oír las  profundas disertaciones del magíster.
Pero una noche, al levantar el brazo para recalcar un concepto, el profesor enmudeció.
La mujer, después de esperar unos segundos por lo que creía una pausa, miró por primera vez la cara de una figura masculina.
Y entonces creyó ver en sus pupilas azules el deseo de que ambos fueran a ver qué le sucedía al erudito.
Con pasos lentos se acercaron al rígido maestro.
La mujer le tocó el brazo suspendido. De inmediato, el profesor se desarmó con un estrépito de plástico, metal y goma.
La mujer abrió los ojos aterrada, y luego empezó a sollozar, como al compás de los oscilantes y oxidados resortes, que brotaron del tórax del profesor.
-¿Lloras? –Preguntó sin alterarse la figura masculina.
-Hemos dejado ir nuestras vidas oyendo a un muñeco que nos explicaba lo que no podía saber –dijo que al final la mujer entre llanto- unidos si habríamos aprendido La Verdadera Ciencia de la Vida.
-Yo estaba seguro- dijo la figura mientras miraba sin expresión alguna- que tú también eras un muñeco… como nosotros.



CONTRASTE (Víctor Marichal)
Aquel hombre era admirado por el bajo mundo, pues él pertenecía a ese ambiente y había demostrado habilidades extraordinarias que le permitían cierto rango dentro del hampa.
Parecía que sus delitos quedarían impunes. En más de una ocasión lo hicieron prisionero pero jamás pudieron condenarlo por no hallar pruebas suficientes en su contra. Algunas veces por sus astutas declaraciones y otras por tener dinero para pagar a cualquier tracalero que se encargara de demostrar su inocencia.
Un día, en vista de que los policías podían reconocerlo y meterlo preso de nuevo, decidió jugarles una maniobra para incurrir en uno de sus delitos y evitar ser capturado.  Esta maniobra consistía en disfrazarse. Se vistió con un uniforme exacto al usado por los policías y cometió el delito. Despojó a un repartidor de cigarrillos de todo el dinero que hasta el momento había cobrado a los comerciantes a quienes llevaba su mercancía. Después del hecho huyó en veloz carrera, y al internarse en un callejón que le proporcionaría la feliz huida, otro delincuente, quien no reconoció a Ricardo y temeroso de que la ley le cobrara las deudas contraídas con ella, sacó su arma y sin que Ricardo lograra identificarse recibió tres impactos de bala, pero antes de caer logró sacar su pistola y hacer blanco en el rostro sorprendido de su asesino.
La policía al levantar los cuerpos quedó estupefacta al encontrar el cuerpo de Ricardo vestido con uniforme de la policía. Alguien que conocía bien a Ricardo y que supo de los hechos dijo: “Y decían que jamás la justicia podría con él”.   



EL CAZADOR (Samuel Omar Sánchez Terán)
 Este es uno de los tantos relatos orales de la población de Manrique en el estado Cojedes. Alexis Sandoval, hombre manriqueño, tiene por hobby la cacería no desperdicia un momento libre para ir al monte o la montaña. Siempre le decían su familia y amigos, que dejara esa ceba porque no respetaba los días santos para cumplir sus hazañas de cazador, él comentaba que era buen baquiano y para eso cargaba una contra de la Virgen del Carmen. Sucedió un día lunes, luego de trabajar en su parcela, llega a su hogar, después de cenar le dijo a su mujer  qué iba de cacería y llegaría tarde Son las nueve de la noche, está por los lados del sitio conocido como “La Martinera”, logra distinguir un enorme picure se dice: -¡Ah camarita, me salvó la noche!- Lo empieza a perseguir, está corriendo y no se da cuenta por dónde va. La noche se pone como cueva de zamuro oscura y se estalla por una cerca de alambre, al rato nota que está dentro de los terrenos del cementerio, el cual está situado en las afueras del poblado, se encuentra cerca de unas matas de algarrobo, la luna se esconde detrás de unas nubes, no ve por donde va y cae de batacazo en una fosa que han hecho los sepultureros en la mañana, es un inmenso panteón familiar, tiene casi tres metros de profundidad, suerte que no se fracturó una pierna, nada más unos leves moretones, se echa a reír y dice: -!Cónchale! ese picure me tenía hipnotizado, que no vio cuando entre al cementerio y de ñapa vengo a caer en esta fosa- Son casi las doce de la medianoche-. Ha gritado a ver si alguien lo escucha y lo rescata, ha tratado de salir, no puede está agotado de tanto saltar, la luna aparece y refleja su claridad a un lado de la tumba, el otro oscuro, siente un silencio sepulcral que ni un grillo canta, un frío helado lo pone a temblar por un momento, se da por vencido, decide acomodarse en la parte que no da claridad, esperará al amanecer cuando lleguen los trabajadores y lo saquen. Comenta la gente mayor que la tierra de cementerio mojada pone a la gente hinchada, por cierto había caído una leve garua de lluvia, ya está cómodo para dormir un rato, cuando siente que cae un bojote de platanazo dentro de la tumba, sobresaltado salta, ve que es otro cazador el cual dice: -No se preocupe compañero, que vengo hacerle compañía-. Alexis, le ve su rostro que es todo cadavérico, ahí logra un gran salto como si fuera empujado por un resorte y sale de un brinco de la fosa, pálido como un cadáver, se encomienda a la Virgen del Carmen y pega una loca carrera monte adentro, que aún lo andan buscando.

martes, 22 de noviembre de 2016

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (2): Elena, Lidia, Michelle, Milagros, Silvia, Sofía, Julia, Elvira, Amanda, Emilia y Susette


Imagen en el archivo de Dira Martínez Mendoza


ELENA (Tres escenas para comic japonés)
I
No te detengas. Imagina en el instante la espera, la llegada. La impaciencia de sus labios en ti.
Y luego adivina sus pasos: Tres en la escalera, dos al abrir la puerta. Sabes que no olvida la elegancia de sus años de ballet y al fin y al cabo que se ha decidido por el vestido verde, aquel que te deja entrever sus piernas lánguidas, delicadas.
Y saberla culpable de nada porque nada hay detrás, sólo el tiempo que se demora el sueño en alcanzarte, atmósfera y línea pura.

II
Furiosos los cuerpos se sudan recíprocamente en delicada proporción.
El empuje de uno es la búsqueda del otro, la nada interior de uno es la necesidad, la corporeidad del otro.
Sal sobre sal, escurren y transpiran. Se miden en dactilares espaciosos besos, en lacrimales fingidos aullidos, en lamidas manos, dedicadas ajenas espumas.
Es el misterio del amor: Perfectamente desconocido, perfectamente reducible a escenas y sobresaltos.

III
Amanecer juntos o no deja de ser dilema para hacerse una de las líneas en el tramado, la tinta, ya saben.
Páginas más, páginas menos, no hay un instante en que el amor no se nos haga tenue y lejano. Ninguno en que la línea de acontecimientos deje de parecer una madeja de desencuentros y acertijos.
Un beso al azar puede ser el postrero. Cada amorosa lágrima puede bien caer en su pecho, bien en su tumba.
Porque ¿Quién le ha dibujado en sus palabras hasta el hastío? ¿Quién si no la muerte, sedienta de piel hasta sus manos?

LIDIA
Tiene la firme convicción de que antes de hoy le ha visto y sin embargo percibe que igual se hubiese escondido. ¿Adónde y bajo que ahínco? —apunta mentalmente una frase tras otra, aunque sabe que las olvidará antes de llegar a la almohada que al fondo de su día es en realidad, el fin de sus apuntes. Se detiene a contar con los dedos los nombres y los besos, las palabras y los amaneceres, las ocasiones y los olvidos. Para todo le alcanzan sus dos manos y a ratos le sobran dedos, como miserias. Una larga letanía le apesadumbra el saldo restante e inmisericorde. Por el día menos pensado, anótame la angustia. Por las tardes remotas. Por las doncelleces perdidas que te frustró algún retraso. Por la mirada azul de los gatos. Por el espejo y la máscara del cuento de Borges.
Por el amor —jura Lidia— que siempre se escapa.

MICHELLE
Contar los clientes que faltan para un sueño. Mezclar y rebajar el ron y aún así, conservar suficiente amargura para sostenerse toda la noche. Adivinar entre los que llegan al que preferirá sus rizos pelirrojos y sus pecas —mortecinas bajo la luz tenue y el humo, deliciosas y sensuales una vez en la habitación. Hablar sin escucharse, bailar sin sentirse, reír sin adentrarse. Son las tareas sencillas que la rutina va creando y que el oficio impone desde tiempos inmemoriales.
Michelle vive la noche como una tamborileante película muda. Cualquiera percibe a la primera mirada que en sus dedos cortos se adivina un nombre que ya el resto de su piel ha olvidado, aún así, no deja de inquietar el parpadeo del cigarrillo insistente, cuya luz agota la concentración de la mirada.

MILAGROS
I
Viaja de un lado a otro detrás de la ventanilla del banco y la ridícula abertura circular que casi ahoga porque el aliento —la respiración— ni entra ni te palpa ni te siente.
Sólo la ves y sabes que viaja pero siempre inútilmente, atada a mil destinos a los que acaso no llegue con sus lunes fatigados, sus dedos manchados, billetes y números sin más forma que tal vez una, dos casas, la cirugía, tres negocios de su vida. El amor.
Y como un acertijo, la palabra que no adivinarás, el nombre que otro te dice, los sueños en los que se mezcla e irrumpe.
Milagros, tanta culpa.
Escríbela: Es lo único que podrías hacer sin pesadumbre o perjuicio para terceros.

II
Nadie sino tú haría una historia de amor a partir de tanta futilidad. Por Dios, sólo imagina todos los rostros, todas las manos que la buscan y no la saben. Afilado el corazón detrás de su doble cristal, no verá nunca la estrella, la paz en la tierra, mucho menos los hombres de buena voluntad.

III
Un día al salir la verás pasar, escribirás estas líneas que nunca leerá. La verás irse, tal vez tomarlo del brazo.
Imaginarás la culpa de tanta bofetada pero también la inocencia del dolor que no merece a tus ojos y que sin embargo justifica tanta deliciosa palidez
Al final, te consolarás diciendo que es así:
A cada sueño, le llega su pena.

SILVIA
Se esmeraba en el delicado círculo de rocío que había dejado su vaso en el mantel. Cuando levantó el rostro pude ver en su mirada la tristeza más profunda del mundo. Como si en su mirada se hubiesen concentrado todas las heridas, todas las soledades, todos los adioses, todos los silencios, todos los intentos fallidos y los fracasos reintentados, todos los escondites descubiertos, todos los años idos, los recuerdos borrados, los agradecimientos perdidos, los saludos equivocados, las sentencias sin resultado, las preguntas sin respuesta, todos los ojos tristes de todos los rostros tristes de todas las mujeres tristes en todas las noches tristes que puedan contarse en la más triste historia de amor.
Pero eso ya me lo esperaba. Porque desde siempre, Silvia había tenido en su mirada la tristeza más profunda del mundo.

SOFÍA
La carretera implacable fatiga su mirada desde de la ventanilla del autobús, a la manera de una película mexicana de allá de los 40’ o de esas vagas conversaciones de ancianos que se dilatan más que nada en comprobar que los recuerdos —vagos o esmerados, aún siguen en su sitio. A su lado, la niña dormida recupera en su cara tranquila los taciturnos rasgos de su padre, de quien apenas sabe que desgasta sus días y sus noches en un vano esfuerzo por pertenecer, una costumbre que no ha perdido y que es, a estas alturas, una actitud más bien patética y cansina.
Se ajusta ligeramente los lentes sobre la nariz que se humedece en la palabra pertenencia, y vuelve los ojos tristes cafés a la línea blanca que medra como un río al borde de la carretera. Intenta volver al sueño y no puede evitar pensar que viajar es a su vez, un patético y cansino esfuerzo de no pertenecer.

JULIA
Julia abre la puerta delantera del taxi y se asoma cauta al asiento de atrás, adelanta una pierna y se deja caer suavemente en el asiento sin mirar al conductor, que impasible, espera le indiquen el destino o la ruta. Frunce un poco los labios y entre los dientes, casi sin ganas, deja salir una dirección algo ubicua que sin embargo, le basta al rollizo y sudado chofer para arrancar sin demora. «Carmen no debería vivir tan lejos, cada vez me dan menos ganas de visitarla» piensa y se acomoda en la ergonómica butaca, como si en verdad el viaje se fuese a extender más allá de los habituales quince o veinte minutos que separan su calle de la pared adornada de hiedra y las oxidadas y caídas rejas en casa de la maestra jubilada, otrora compañera trabajo y ahora, habitual acompañante a la misa de los lunes en la pequeña capilla de José Gregorio Hernández, Siervo de Dios.
—Qué calor está haciendo hoy ¿verdad, señora?
Julia ni voltea al intento del chofer por mostrarse amable. Piensa que cada lunes, con cada chofer es lo mismo y que una vez le de cuerda, no parará su cháchara, innecesaria y baladí. Decide asentir con un gesto sin apartar la mirada de la calle, a ver si lo desanima.
—A lo mejor llueve esta noche, fíjese, ahora está claro, pero ese calor es de agua; intentó de nuevo el conductor.
—Aja, asintió casi imperturbable la anciana.
Viendo que no conseguirá mayor conversación, el chofer disimula con el radio y aparenta intercambiar frases ininteligibles con algún otro taxista. Julia en silencio sonríe por la salida del gordo y escarba en su monedero buscando los tres billetes enrolladitos de la tarifa.
—Tome señor, aquí es, gracias.
—A su orden señora, a su orden.
Dios lo acompañe dice Julia y cierra no sin alguna violencia la puerta. Escucha un vago amén antes de alejarse hacia la casa de Carmen y piensa por un momento que ha sido más bien insolente con el chofer. La próxima vez le sigo la corriente —se dice sonriendo, y empuja la pesada reja al tiempo que llama en voz alta.

ELVIRA
No me importa que Evaristo haya asegurado con febril vehemencia que Elvira «sonríe y en los espejeantes ojos no hay rastro de pena». Yo que conozco sus amaneceres puedo afirmar, por más alegría que nos haya deparado alguna noche de abril, su mirada llevaba la cuenta de todas las otras noches.

AMANDA
I
No has llegado amor —murmura apenas abriendo los ojos, para comprobar al fin que más que un sueño, es la cuarta o quinta mañana que Mauricio no despierta a su lado en lo que va de mes. Se sienta torvamente a meditar el siguiente minuto en blanco a la orilla de la cama. Las manos crispan los indistintos cuadros de la ajedrezada sábana y de un empujón se lanza al día, amargo y manchado de rabia desde el principio.

II
Mientras el agua para él sin azúcar hierve en la ollita piensa en lo bien que se le vería corriendo rostro abajo a Mauricio, liberándola así de la odiosa faz que llegará al mediodía, olorosa a mujer y a falsedad. Pensamientos libertarios del mismo tenor la embargan sucesivamente al tomar un cuchillo para cortar el pan, al sacudir una bolsa para la basura, estirar la cadena del perro al soltarlo a que haga lo suyo en el pequeño patio.
Hay días que se levanta de un optimismo que ni ella misma se reconoce.

EMILIA
Sabía contar las historias —oscuras como ríos en furia de barro, de leprosos en las ventanas y mujeres robadas con canciones. También rezaba Rosarios y creía ciegamente en las inútiles mitologías del amor.
Me enseñó las palabras duras del olvido y la alegre persistencia del recuerdo.
Me dijo una vez que las películas rancheras son buenas porque sólo hay héroes y villanos, damiselas y meretrices.
Pensaba que el mundo no era distinto porque era una muchacha de mil nueve veintitrés —apenas del 20 de noviembre. No supo nunca que el blanco y negro que le pintaban la voz y la moral a Jorge Negrete, no eran menos artificiales y ficticios que sus cuentos de aparecidos o el minucioso Dios de sus Rosarios.

SUSETTE
I
Dejar hacerse los días, dejar que vengan a ti. Permitir a la tarde otro brillo en tus ojos, abrir la brecha y luego la carne, abrir el pálpito, también la sangre.
Cada historia que intentes contar será entonces una búsqueda de olvido.
Amonedar en tres o cuatro frases una bendición o una desdicha, creer a ciegas que esas palabras han medido tu más anhelado sueño.
Luego sentarse a escribir: Intentar y multiplicar el hastío, falsificar la risa, las palabras ajenas que nunca tendrás, como el beso y la banalidad del tercer lunes de cada mes.
Dejas hacerse los días y vas haciendo un año, tal vez dos
¿Qué haces con ellos?
La semana pasada un libro, el año que viene un par de palabras.
¿Recuerdas aquel par de palabras?

II
Sacas el puñado de monedas y escarbas en busca del manojo de figuras que te permitirán la voz distante.
Detrás la mano contando el tiempo, apretando el destino de la propia mano.
Detrás el ojo arrugado adivinando a lo lejos aquellos besos que van frunciendo el labial que se difumina como las palabras íntimas, las miradas que se inventaron secretas
¿Qué es de ti?
— Nada excepto tiempo perdido.
— Nada después de las manos perdidas.
Preguntarás lo habitual y encontrarás lo que esperas. Intentarás el recuerdo y suspirarás el olvido.

III
Buscas lo que te une a péndulo de su tiempo, tal vez la canción que no has cantadlo.
Sueñera de aire mirarás con espejo la arruga, la pálida caricia ausente.es así, la necesidad del ven acá, el imbécil me voy que siempre busca un retorno a lo perdido.
Como en todos los adioses.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (Narrativa 1994-2008) de Eduardo Mariño, publicado por Monte Ávila Editores Latinoamericana en Caracas (2011)

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (3): Anaís, Elisa, Nancy, Sara, Deibi, Ophelia y Andrea

   
Imagen en el archivo de Ydalis Díaz 

ANAÍS
I
Nada puede ya causarte dolor. Tu cuerpo ha ido olvidando ese lujo. Incluso el pagado y no prometido placer es atisbo de pena, risa mendigada, medida de extrañeza.
Eres a escondidas inocente milagro que un día amanece de violeta, otro en espirales dorados.
Tan igual el encierro o la fruición de un abrazo.
Nada te es perplejidad pues la indiferencia sobresale y asombra cada gesto de tus dedos cortos, el sin fin de pecas, los ojos grises como la ojera, los tres anillos de indistinto material, el olor inconfundible de la tristeza.

II
Él tiene la mirada y el intento.
Fíjate bien: A la certeza del tercer trago dirá «ciertas» palabras y entonces permitirás «ciertas» caricias.
Nada de ello será desconocido ni mucho menos privado, secreto o motivo de angustia.
No es que la suerte sonría o que los dioses sean propicios.
Es cosa de olor o de billetes. Ya lo sabes: La procacidad del mundo, el necesario color local.
Adivina ahora el tiempo que enloquecerá tus olvidos:
Júralo en tu piel por las vírgenes de aquella iglesia donde fuiste todos y cada uno de los setecientos cuarenta y pico de domingos antes del domingo preciso en que tú misma, ya no eras una de ellas. Júralo por el ardor de su ausencia, no por el de la entrepierna la mañana después.
Míralo ir, míralo venir. Después fíjate en mí: Pobre entendido de verdades profanas y mentiras benditas.

III
Disfrutas el oficio: Es una ida y vuelta, un despecho que empieza al besar el primer labio y que se agota en el orto de un cuarto frío cuando lastimas la despedida con el inigualable volverás.
Inocente abril que vives del sueño ajeno, inocente voz que conoces mi pálpito íntimo. Espiral de sueño te iluminarás cada noche hasta agotar la cuota, hasta pagar el amanecer que no termina.
El de la vida.

ELISA
Desde mi sórdido destino puedo verte atisbar dentro de mí como en una mágica revelación de vastas nubes arreboladas al cuerpo.
Sé que eres parte de aquella misteriosa intuición de la ajenitud de la vida desde el inicio de un tiempo en el que mis pasos van atados a la medida de los tuyos.
¿Dónde estriba la pertenencia de todo este amasijo de ideas y ensoñaciones, si no es en mi propia perplejidad de apuntadora de pendejadas?
Este es el diario[1] de ese destino, si es que acaso soy su imagen y semejanza.
Pero también es la espalda de ayer, la contradicción de no ser ni tu ni yo sino un nosotros inventado de domingo a domingo, el esbozo de una historia cuyo argumento, falaz y tembloroso, forma parte de esa otredad constante, perturbadora, ineludible, que esta mañana, como las otras, no es más que el mal sabor de boca, la resaca después de tus besos.

NANCY
I
Todos tenemos una pesadilla pendiente que nos espera tumultuosa al fondo de la calle o al abrir la puerta —ya familiar— de la casa donde amas.
Tal vez sueñes sus detalles en un patio arcano que cuenta los años de un perro viejo, o en la espina que te saluda desde un limón nudoso como el corazón.

II
No es que debas vivir al borde del miedo cada vez que una mujer te olvida. Siempre habrá otra cuyo rostro apenas intuyes, y entonces justo despiertas a esa mirada que ya no es tuya y al dolor amargo la tarde después, en cualquier calle, en cualquier patio con limones.

SARA
Encontrarse con cualquiera que le hubiese conocido otra mirada y tener que rendir cuenta de las cosas perdidas, de las verdades cambiadas, maquillar un poco la mentira del día, o de la semana y seguir caminando aún con las preguntas en la frente.
—¿Sigues con Julio?
—No, ya no.
—¿Y donde andas ahora?
—Por ahí...
Y los pasos acortándose según el día se alarga, hasta hacerse leves, como en la memoria los besos.

DEIBI
I
Un aire frío tornasol amanecido acaricia la levedad del polvo bajo su puerta y ella se entretiene minuciosa en un mazo de cartas y una volátil espiral de recuerdos. Descalza, juega a hacerse nudos de tiempo, a hilar y destejer lo que ya no es.
La fragilidad de ese equilibrio se posa en el día que ya pesa apenas llegar.
Mira sus propias manos: Sus movimientos precisos, sus uñas sin pintar y el tiempo que flota en y desde ellas como proteica evanescencia hecha de días y abrazos distantes.
No sabría explicar desde cuando siente lo mismo ¿Un año, dos? ¿Toda una vida por más que el amanecer indistinto de un jueves?
Sólo tiene por certero augurio la magia de sus pies descalzos jugueteando al borde mismo de la luz tachonada de pasos y un juego de cartas que va desgajándose silencioso y lento y sensual.

II
Pero en su juego hechicero la esperanza nunca imagina que el minuto terminará antes del beso.
O que el tiempo nos despertará sin agua en el río, sin sombra al sol.
Y es que el amor no es oficio de sospechas ni de intuiciones.
Singladura de ave, intentas tocarla en la memoria y en los dedos tan sólo, el polvo de estrellas que flota hasta su puerta.
Tras los párpados crece abrupta esa ceniza y el adusto corazón aprende el olvido.

III
Quizás una mañana olorosa a horizontes descubras el arrebol pintado en la palma de su mano o el signo secreto que dibujaron tus ansias en su espalda, pero nadie ha de creer que alguna vez caminaste en su nombre y de las líneas de su frente
—Todos los árboles
—Todas las espadas
—Todas las copas
—Todas las monedas
de todas las cartas.

IV
Descubres al fin, que soñarla al azar de la baraja busca interpretarla como parte de un misterio cuyo fondo se alcanza mediante la continua evasión de ti mismo, bien por sí o por intervención de formas o percepciones, caricias, intenciones ajenas.
Buscas respuesta en los fragmentos de ella dispersos en otras gentes, en otras manos, labios distantes.
Buscas la figura, el talismán preciso.
Imaginas los detalles, sensaciones, improntas que habitan esas sombras que no van más allá de un rasgo, un gesto en la palidez perdida, que se saborea y se delata atroz como la ausencia.

OPHELIA
I
Esa noche podrían haberse jurado hasta la eternidad, como aquel 22 de enero.
Después de todo, la eternidad es un oficio que sólo se agradece escasos segundos antes de la palabra que en verdad te dolerá o te hará glorioso como una caricia al atardecer.
Le miras la camisita a rayas, el temblor en la mano y asumes que todo sobreviene como hecho o dibujado como en un guión o una secuencia repetida en la memoria, una más de las pesarosas naderías que no impiden el beso que los despide.

II
Ella vive una ilusión cuyo único y delicado sostén es la precariedad de dos o tres palabras cual tácita esperanza, la severidad de una búsqueda lapidaria y solitaria en su propia soledad. Luego François Villon, en una mala versión al viejo inglés de Milton, cuyo patetismo y sequedad se parecen tanto a su propia vida:
        (en voz muy queda)
        Farewell! from you my miseries
        Are more than now may be confessed,
        And most by thee have I been blessed

Y tras dar la vuelta al poema, el adiós breve y comedido no halla culpa ni extrañeza: Sólo el misericordioso sistema del despecho, vale decir, del desamor.

III
Sigue así: Se mira las manos entrando al minúsculo recinto y apenas levanta la tapa del inodoro, le asusta comprobar que por tercera vez en la semana el agua refleja un rostro que quizás no haría enternecer la sonrisa de sus padres.
Quita la tapa del jugo (duraznos, para variar) y vacía en ella el oscuro letal polvo que supone le salvará (creyente al fin) de cualquier herida de este lado del mundo.
Más atrás, un par de pastillas le previenen aquello que algún remordimiento le anuncia.

IV
¿Qué puedes olvidar entonces de sus olores, de los susurros de entrepierna, de la falda nunca vista que quizás al suspiro de la penosa imaginación se agitaba macilenta? ¿Cómo podría olvidar una mano haber bebido un instante de su mano, haber besado segundos en los dedos que fluyen lejos y se van sin conocer el amor, sin esperarlo?

V
Demasiado para una mañana de abril, mucho más para el espíritu y sin embargo ahí estaba: Perfecta de azul y azul casi en la mirada perdida y nada hubiera sido turbador, nada fuera de sitio o deslucido por los días y las malas palabras que siempre agobian las despedidas.
Pero su cadáver lánguido y hermoso parecía flotar como un lirio en el diminuto charco del baño escasas horas después que un antiguo poema le regalase un extraño sentido a todo. Y nada es lo mismo, cuando tanta mirada la ha visto indolente y tú te dispones a hacer apuntes en torno al brillo del agua en los bordes de su aún erizada y turgente piel de semivirgen ahogada.

ANDREA 
Cruza las líneas, abre la pierna al paso que no se dice.
— Usted me dirá, amigo mío, si la parte del Diablo ha sido echada.
Como Andrea, todos esperamos un intenso perfume, ninguno, la aspereza de esta ciudad. Pero al final del día, la tenue brisa del amor nos alcanza y nos arrulla inermes texto tras texto, palabra tras palabra.



[1] Diario de Elisa Martínez, Lunes, 15 de abril de 2006.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (2011) de Eduardo Mariño. Editado en Caracas por Monte Ávila Editores Latinoamericana