Joven de Cojedes en el archivo de Katiuska Valero
LA DAMA DE LOS PERRITOS
(Mercedes Franco)
En el estado Falcón se encuentra la playa de
Judibana, de blancas arenas interminables. Al atardecer, contra el oro del
crepúsculo, muchos han visto pasar a una enigmática mujer. Viste antiguo traje
blanco y lleva un amplio sombrero, lleno de encajes y flores. Pensativa y
solitaria, pareciera querer hundir sus recuerdos en las olas.
Quienes han logrado ver a la misteriosa
mujer, aseguran que lleva dos pequeños perros, atados a una larga correa. Por
eso algunos la llaman “la Dama de los Perritos”. Camina por la orilla y
desaparece a lo lejos, en la bruma del atardecer. Pero... ¿quién es la hermosa
desconocida?, ¿por qué se pasea tan sola y triste, en la playa de Judibana?
Cuentan los más ancianos de la región que es el
espíritu de una bella muchacha coriana del siglo XIX. Comprometida con un
oficial español, vio truncas sus esperanzas cuando él partió a la guerra, en
1813, para no regresar jamás. La familia quiso enviarla fuera del país, pero
ella se quitó la vida.
Desde entonces, se dice que su espíritu
atormentado recorre la playa. Quizá pensando en su amado, recordando los dulces
momentos de su idilio. Seguirán rompiendo las olas, continuarán los jóvenes
bañándose en las aguas espumosas. Y ella seguirá fiel a su memoria, pasando su
dolor eternamente, por las doradas arenas de Judibana.
EL DANTO FANTASMAL
(Mercedes Franco)
Para muchas etnias indígenas, el danto es un
animal sagrado. María Lionza cabalga en una danta mágica, entre tutelar de los
bosques. Pero en algunos pueblos del oriente venezolano, como Bergantín, en el
estado Anzoátegui, se habla de un danto fantasmal, que recorre las calles
envuelto en una brillante luz y luego desaparece hacia los cerros cercanos.
DAÑO /BRUJERÍA
(Mercedes Franco)
En Doña Bárbara, el gran Rómulo Gallegos
llama a aquella terrible mujer “la Dañera”. Se suponía que como los brujos que
practican la “magia negra”. Podía lanzar males a distancia, que son llamados
“daños, o “brujerías”. Y a veces no es tan a distancia, sino muy cerca, pero el
“daño” pareciera no ser notado hasta que hace efecto.
Un ejemplo famoso en oriente es el de Mamá
Inés Ruiz, una famosa curandera de Monagas. Un día, sintió que su cuerpo se
hinchaba sin que hubiera una causa aparente. Perdió el apetito y la sed, sin
embargo su abdomen y miembros crecían desproporcionadamente: Estaba
irreconocible, y ya a mediodía se temía por su vida.
Mamá Inés envió a su hijo mayor hasta la
choza del famoso Yaguarín. Viendo la orina de la enferma el poderoso brujo
confirmó la sospecha: se trataba de un “daño”. Yaguarín dio al muchacho unas
hierbas para un cocimiento, y le explicó que mientras se cocían las hojas había
que cavar hoyos profundos, lejos de la casa, pues de su cuerpo saldría un
líquido venenoso, que debía ser recogido, vertido en los hoyos y enterrado. Era
preciso añadir a ese conocimiento la pluma del gran pájaro blanco con rostro de
hombre. Solo así tendría efecto el remedio.
El hijo corrió lo más aprisa que pudo, con
las hierbas en la mano, cuando sintió unas alas descomunales que lo azotaban
como látigos. Era el pájaro blanco, del cual le había hablado Yaguarín. Tenía
rostro humano y un largo pico, con el que trataba de arrebatarle las hierbas
curativas. Pero el joven las defendió con desesperación y logró arrancarle la
pluma de la cola. El pájaro blanco se alejó con un graznido lastimero.
Mamá Inés sanó con aquel conocimiento, y el
líquido venenoso fue recogido y enterrado. Luego llegó Yaguarín y realizó
ciertos conjuros. Se oyó un grito lastimero y el pájaro blanco, que estaba en
un árbol del patio, cayó al suelo. Lentamente ante los ojos de todos se
transformó en un anciano, el hechicero de un pueblo vecino. Según Yaguarín,
había lanzado el “daño” por envidia de las facultades de Mamá Inés.
AUGURIOS
(Armando José Sequera)
Me está pasando todo esto por necia, porque,
antes de aceptar este cargo, yo debí fijarme en los augurios que me alertaban
sobre lo que se me veía encima. La misma mañana del día que empecé, un carro
chocó el mío por detrás, mientras yo estaba detenida en un semáforo. En medio
de la discusión, con el conductor del otro carro, un hombre entró en el mío y
me robó el reproductor de casetes y una cigarrera de oro que había sido de mi
abuelo y que me había regalado la abuela a los 21 años, un día que me descubrió
fumando en un baño. Al mediodía, mientras esperaba que me sirvieran el almuerzo
en un restaurante que queda cerca del trabajo, un mesonero tropezó con el pie
de una cliente de la mesa vecina y me echó encima una taza de caldo de pollo
con fideos y, por si fuera poco, esa tarde, cuando ya iba de salida del
trabajo, el ascensor se trancó, conmigo y dos personas más adentro, y los
bomberos no llegaron a sacarnos sino hasta dos horas y media después, porque
estaban apagando un incendio seis cuadras más allá. Con todo lo que me pasó ese
día, yo debí renunciar esa misma tarde o ni siquiera aceptar el cargo. Me había
ahorrado todos los sinsabores que he tenido en este tiempo. Ahora ¿quién
sabe hasta he cultivado un cáncer con
todo lo que me ha pasado aquí?
PEDRO
(Eduardo Mariño)
Haciendo honor a sus treinta años de taxista,
de sus tres frustrados matrimonios y de su crianza hostil en la terrible y
calurosa Ciudad Ojeda, Pedro intenta un desquite:
—A la verga mardita vieja, de vaina no me
pasasteis la puerta pa’l otro lao!!!
EL CUARTO DÍA, CORONEL...
(Jesús Enríquez
Guédez)
Veníamos a guerrear en la revolución con erre
y está usted paralítico, reumático, estacado, con sus patas en el barro hasta
las rodillas, no ve que amanece, coronel, despierte que vienen los campesinos y
nos van a encontrar ebrios en este caño, a un lado la garrafa a medio litro por
los tres días de borrachera, el sol, coronel, sale derechito para este cuarto
día y no hemos llegado a la pelea pues si nos alcanza el gobierno antes vamos a
morir sin ninguna victoria. Pase aguardientero, me dijo usted coronel el primer
día cuando llegué a su jefatura y usted tomaba brandy acostado en la
campechana, yo vine nada más a buscar el permiso para matar cuatro vacas
flacas, horras de muchos partos para mejores señas, ciegas de vejez, llorosas
que daban pena; usted coronel me sirvió un trago por la mañanita cuando cargaba
cinco de la madrugada con rocío que consumí en el viaje; coronel y esas piernas
tullidas le tulleron también los brazos digo yo porque así camina como muñeco
de madera igualito al payaso. No me duele nada aguardientero, al contrario soy
más chinejo, toda la vida de la sangre y los nervios se me fue a la cabeza, por
eso le revuelvo aguardiente y me siento liviano saltando como una pluma,
aguardientero, usted no sabe nada todavía y algún día aprenderá lo que es
agarrar la vida y meterla a empujones en un rincón sano del cuerpo, mire, yo
pesco cualquier pez y lo pongo ahí para verlo respirar en lo seco abriendo y
cerrando las agallas hasta que se duerme sobre la mesa; no está muerto, en la
ponchera con agua sigue durmiendo otra vez...pero despierta, despierta el pez,
aguardientero. Pues si la vida es así, coronel, bebamos.
Al segundo día me dio el máuser porque yo fui
práctico en disparar desde los doce años, cuando cogió a mi hermana mal cogía
el hacendado de Las Rosas y lo maté porque sí con este brazo mío que usted ve,
coronel, pero no me va a hacer preso ahora, verdad coronel, por un cuento
viejo, si hablamos de la guerra por los que maté en las patas del santo que no
les vi las caras envueltas en el camisón de la virgen, y el hombrecito aquel
que usted me mandó con las señas que lo matara porque había llevado las mulas
cargadas de plomo al enemigo cuando lo engañaron por bobo diciéndole que era
papelón, por pendejo merecía morir, mejor era como fue y coger las mulas para
remonta. Nos barajamos la suerte, aguardientero, porque lo único que no se me
salva es el que me dio el plomazo ciego en cruz que me puso a caminar así, pero
usted me acompaña, aguardientero, me acompaña a buscar a ese hombre.
El coronel ensilló la mula oficial y yo monté
en mi caballo que pastaba frente a la iglesia con el freno en el pescuezo;
enjorqueté a la autoridad impedido de subir con sus fuerzas naturales,
aguardientero y coronel armados pusimos pensamientos adelante de quién y de dónde
venía el colombiano fotógrafo que había llegado ayer retratando a uno, mejor
con las armas, mejor con la peonada, mejor su señoría con su mujer, sus hijos y
los perros. Al tercer día que pasamos saludando viajeros y vaciando la garrafa
se nos olvidó para siempre el colombiano y seguimos sin pretender venganza de
nadie con el único deseo de guerrear, aguardientero por aquí aguardientero por
allá, de que mi vida en el gobierno, me dijo el coronel, fue casual muy
sortaria, puesto que usted estaba ensillando una mula para su jefe, ya le
estaba apretando la cincha y le faltaba meterle el freno en la boca, no lo
había hecho porque la bestia bebía agua de guásimo y el jefe no tenía apuros y
lo estaba viendo desde el patio afeitándose con navaja y el espejo bamboleaba
entre las hojas del naranjo guindando en una espina, petra la loca y el ratero
de hoyo pasaron cuando usted veía beber agua a la mula, mientras el jefe se
afeitaba la garganta estirándose con los ojos cerrados alumbrados del cielo,
entonces, me dijo, usted vio cuando llegó un hombre chiquitico, bien plantao
mirando alto, hombrón como un perrón, indio negro entreverao, y qué, usted me
dijo, que aquel día dio órdenes militares con referencias de guerra,
revoluciones y demás etcéteras, y lo mató de un tiro en la barriga cuando el
jefe miraba el cielo. Así fue, coronel, como usted cogió la jefatura; así fue,
aguardientero.
Aquel día se acabó la discusión y nos fuimos
alejando perdidos de los caminos esperando la tajadita de luna hasta que nos
asustamos de tanto caminar mudos y volvimos habla que te habla cuenta que te
cuenta para saber que íbamos juntos, yo adelante y él atrás, un rato aquí y
otro allá la garrafa... yo le voy a dar el permiso, aguardientero, para que
mate sus cuatro vacas; coronel, si es para matarlas nada más... ya para
entendernos se nos perdían los cabos, coño, y entonces nos echamos a reír de
todo y para mejor cuentear dejamos el paso del caño para la madrugada... yo me
bajé del caballo y desmonté al coronel de su mula oficial, pero él no quiso
acostarse en la paja porque cuando bebía le gustaba estar firme para no
dormirse... coronel, en lo oscuro es lo mismo con los ojos abiertos que
cerrados, igual como no vemos nada, ni a usted lo veo, suene la garrafa para
buscarla... y al coronel lo estaqué con sus dos patas con botas y polainas
hasta las rodillas enterrado en el barro, sostenido como botalón para darle la
garrafa, él hablaba sin ton ni son palabras en fila, que me hacían reír y
mientras él tomaba yo me ahogaba riéndome y el muy pícaro se aprovechaba
avariento sopesando el medio litro que quedaba... estábamos cerca del cuarto
día y el coronel gritaba sus proclamas de revolución que se perdían en el caño
y de repente dijo estremeciéndose de un sacudón hasta las patas tullidas en el
barro y los brazos paralíticos, eso dijo, coronel, yo lo oí coronel, no estoy
loco coronel, ahora porque no tengo testigos no lo niegue coronel, estábamos
usted y yo, porque vine a buscar el permiso para matar las cuatro vaquitas que
ya me están dando lástima, pero no sirven de nada, que más voy a hacer,
matarlas... usted dijo, coronel revolución con erre grande y enseguida se
calló... no habló para no beber más, comprendí, y entonces yo conversé solo
aprovechando para beberme el medio litro y me dormí hasta que me despertaron
los cantos de los campesinos arreando burros cargados por el camino que va al
pueblo... coronel, coronel usted está muerto, amaneció tullido todo el cuerpo
hasta la sangre viva, los pelos de la cabeza se le mueven tiesos... los ojos
para qué los abrió en la oscuridad, para qué coronel, no había nada que ver...
el cuarto día, coronel...
HOMENAJE A ALFREDO ARMAS ALFONZO
107
Máximo Cumache es el último que
se sabe la historia de Platón, el burro campanero del Viejo Lucas, que murió de
amor en la plaza de Clarines, la misma mañana del domingo en que su dueño, tras
aprovecharse de él durante más de quince años, decidió darle la libertad.
Platón tenía alzada de potro, comía maíz de la mano del Viejo Lucas y sabía
agradecerle con rebuznos cortos y mirada casi humana a aquel compañero de
tantos viajes y tanto tiempo de vecindad el afecto expresado en palmadas y en
pequeñas atenciones como eran la de protegerle la cabeza del sol con un
sombrero de dos agujeros en el ala para que se sacara las orejas, peinarle la
crin después de los aguaceros y dejarlo que se comiera la paja tierna de los
caminos del verano arrasada por la candela y que por lo mismo nunca dejó de
despuntar tierna y jugosa. Lo que no tuvo Platón fue descendencia. A Platón jamás
en su vida le fue permitido retozar tras las hembras que espiaban el paso del
arreo por picas, atajos y desechos de una tierra que parecía tener por confines
los cacaotales de Barlovento, las calientes soledades de las salinas de Píritu,
donde a penas si se hallaban una que otra paraulata estridente; los inacabables
chaparrales del sur diseminados de tristes y enmontados pueblos que ardieron en
cada asalto de las guerras; la fría y oscura fila por la que se iba a Guatopo,
las altas casas de Barcelona, con musgos negros creciendo entre los zócalos y
grietas de portales, o las tenebrosas noches de Clarines, entre las que
acechaban el zorro, el rayo o la gente de Piquijuye.
La mañana de ese domingo a la
que Máximo Cumache asiste, Platón se ve sin cabestro, sin enjalma, sin cincha
ni impedimento. Platón pareciera que aprendiera a caminar y lentamente,
deteniéndose a cada paso, recorre la mitad de la plaza donde se revuelca la
pollina de la burra con la que ha entrado a competir en el mercado del
transporte Trina Portillo: un pelo lustroso, el tobillo trémulo. Advierte al
macho y se incorpora mostrando la dentadura hasta las encías rosadas. Platón se
yergue con un rebuzno donde parecen expresarse frustración y maravilla, pero
sólo es instante.
Platón se desplomo entre los
matojos ralos que queman con bosta en las casas en los tiempos de plaga para
ahuyentarla. Cuando Máximo Cumache corre a auxiliarle, Platón tiene en blanco
los ojos y su invicta espada yace inmóvil entre las hojas y las piedras.
A Platón lo arrastran hasta el
bajo de Casilda y a la orilla de la quebrada el Viejo Lucas le cava su última
residencia. Por un largo rato Máximo Cumache le oye rezar al Viejo Lucas la
única oración que se sabe, que es el credo; no es lo más apropiado para la
ocasión, pero Platón se la merece más que ninguno.
Cómo no iban a aguársele los
ojos a Máximo Cumache.
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