EL
DORADO
(Mercedes Franco)
El Dorado
(Ciudad de los Pemones). El mito de El Dorado obsesionó a los conquistadores y
aventureros desde la conquista de América. Su ubicación exacta nunca fue
conocida, y hasta se llegó a creer que la historia de una ciudad donde el
cacique se bañaba en oro, no era más que una invención de los indígenas.
Sin
embargo, quienes sobrevuelan el sur de la Guayana, en los límites con nuestra
Amazonia, ven entre la espesa selva una ciudad refulgente, toda de oro, con
grandes torres doradas que descuellan entre el follaje. La llaman la ciudad dorada
de los pemones, y muchos creen que se trata de El Dorado, la mítica Manoa que
jamás fue encontrada por los conquistadores. Muchos al verla desde el aire
tratan de ubicarla posteriormente, pero sin éxito.
La
elusiva ciudad pareciera esfumarse entre la espesura. Sólo se sabe de un
viajero que logró encontrarla. Logró cargar una mula con todo el oro que pudo y
su situación mejoró mucho. Pudo comprar una finca grande y mucho ganado.
Describía una ciudad empedrada de oro., con grandes palacios dorados. Un día
trató de volver, para buscar más oro. Pero jamás pudo encontrar de nuevo la
ciudad de los pemones.
Encantados.
Los encantados o encantadas del agua son espíritus fluviales de los ríos y
pozos de montañas. Se habla de ellos en la Cordillera de la Costa, en los Andes
y en todas las regiones montañosas de Venezuela. Se supone que cautiva a las
jóvenes incautas y a los viajeros para llevarlos al fondo del agua, a vivir con
ellos en sus palacios de cristal y espuma. Se presentan en forma de hermosas
doncellas que se bañan y juegan alegremente en nuestras aguas dulces, al igual
que las ninfas del agua en la mitología grecolatina. Si se les encuentra por
casualidad, nunca debe dárseles algún regalo. Y si preguntan el nombre, hay que
decirlo al revés, sólo así logrará escapar.
El ENCANTO
(Mercedes Franco)
Región
de los Teques donde se cree que habita el espíritu de Guaicaipuro. Se oyen allí
extraños gritos de guerra, y si se contempla las montañas a lo lejos, éstas
parecieran moverse y cambiar de lugar.
ENSALME
(Mercedes Franco)
Oración
mágica, de grandes beneficios espirituales generalmente, se hace invocado a la
Santísima Trinidad. Semejan tres cogollos de plantas aromáticas de diversas
clases, y juntan en un ramito. Se va haciendo con ellos la señal de la cruz
repetidas veces sobre el cuerpo del ensalmado, mientras se reza en silencio la
oración. Se supone que la persona ensalmada queda libre y protegida de malas
influencias. En otras partes a “ensalmar” se le dice “santiguar”.
VISIÓN DIVINA
(Armando José Sequera)
Mi mujer y yo íbamos en la avioneta volando
hacia Mérida y mirábamos desde arriba una parte de la carretera trasandina. En
eso vimos como en una curva un carro empezó a adelantar a otro, sin darse
cuenta de que en dirección contraria venia un camión cargado de tubos. De
inmediato, nos dimos cuenta de que iba a haber un choque y tratamos de avisarle
al del carro, pero desde arriba era imposible. En mi impotencia, yo apreté los
pedales de la avioneta, como si fueran los frenos del carro. Cuando se produjo
el choque, Miriam y yo nos miramos, consternados, y ella comento: "ya
sé cómo se siente dios, cuando mira hacia abajo".
LOS OJOS
(Orlando González Moreno)
Beatriz no se quería morir sin antes ver a su hijo mayor. Estuvo
esperándolo durante una semana y éste no fue a verla. Al fallecer, quedó con
los ojos abiertos. Sólo vino a cerrarlos cuando su hijo llegó a la funeraria y
se acercó a la urna.
ALQUIMIA
(Eduardo Sanoja)
Él
estaba muy bien vestido: corbata, paltó, cuello duro, zapatos pulidos. Ella
estaba pálida, fría e inmóvil. La cargó y la colocó a duras penas sobre la mesa
y la contempló brevemente. De pronto,
como rompiendo su indecisión, empuñó el hierro puntiagudo y las rasguñó con
furia por todos los laos salpicando suelo, paredes, techo y a él mismo. Sin
descansar aumentó la fuerza de su arremetida, esta vez con punzadas penetrantes
y cortantes que hacían saltar algunos pedazos. Sudaba. Con seguridad aquella
imagen lívida nunca tuvo vida cuando fue colocada en la mesa.
Jaló
una silla y se sentó a observar el resultado de su afán; ningún sentimiento lo
alteraba, pero en sus labios flotaba el rictus de satisfacción. Puso en la mesa
un recipiente de vidrio que contenía un
líquido amarillento resultante de una mezcla vegetal con una sustancia
desinfectante. Recogió de la mesa del suelo varios pedazos de aquel cuerpo
gélido, los echó dentro del brebaje purificador y con el mismo punzón con que
había hecho el desastroso picadillo los revolvió desesperadamente.
Luego
se paró poco a poco, y con la mirada extraviada y dando traspiés, puso en la
mesa el picahielos y dejando el reguero de hielo, agitó suavemente el vaso y
siguió echándose palos…
ADVERTENCIA
(Enrique Plata Ramírez)
Cansado
de los continuos actos de desobediencia de su mujer, esperó el hombre
pacientemente la oportunidad propicia para darle un castigo ejemplar.
La
vez que le tocó salir huyendo de su ciudad, no pudo evitar recordar las
advertencias que le hicieran aquellos extranjeros. Por ello le rogó
encarecidamente:
_¡Mujer! ¡Por nada has de volverte a mirar lo
que sucede atrás!
Ella, que no desaprovechaba oportunidad para
desairarlo con rebeldía, se volvió para contemplar lo que acabaran de
prohibirle.
Una
sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro del Lot al ver a su mujer convertida
en estatua.
EN LOS VACIADEROS
(Mariela Álvarez)
En
los vaciaderos de piedras, en las afueras de una ciudad que se construye y se
destruye después de cada estación, la mujer arrojó un pesado esqueleto. Era su
sueño.
Al
despertar quiso conocer la relación entre lo soñado y un sí misma desvaído que
pretendía imponerse incluso sobre las circunstancias. Nada le pareció más
adecuado que buscar la clave en sus propios huesos, colosales estructuras de
aire y esponja reproducidos hasta el cansancio en los manuales de anatomía y en
los grabados hechos para las festividades de la muerte. Importó una guadaña, y
vestida con una túnica tejida en telares vacíos, se sentó a esperar una
respuesta.
Comprendió
entonces que para ella el horror estaba en la desintegración, en el acelerado
deshacerse de la carne, y que una vez pelado el hueso, brillante al sol,
fosforescente en la noche, era posible alcanzar reposo.
Pudo
así regresar, sin tener que recurrir a los sueños como medio, a esos espacios
de piedra donde ya había estado antes.
EL
MISTERIO DE LA CRINEJÚA
(Evelio Pérez Cruzzatti)
I-Tiempo
de llanerías, tiempo de vaquerías… Llano en entrada de aguas…Con abril
reverdece la llanura y el lirio viste impoluto su blanco traje de gala, la
garza vuelve al estero, la brisa mece la palma, el ganado va al paradero y
cobre aliento la quesera… Mayo trae crecientes de caños y ríos, las aves vuelan
y cantan con alborozo, y los negros nubarrones, que los vientos viajeros han
traído, se sofocan, sudan y se desgajan en torrentes sobre las sabanas…Un
hombre de mediana edad y baja estatura, tez morena, rostro enjuto y mirada
taciturna, acaba de llegar al hato.
_“Me
mandan del otro fundo”, son sus parcas palabras al presentarse, queriendo con
ello explicar, aunque en forma intencionalmente imprecisa, su lugar de
procedencia. Le han visto llegar en un caballo rucio de los moros, de pequeño
porte también el animal. “Un caballito cualquiera”, comentan los peones
lugareños, quienes lo miran despectivamente a ambos, bestia y jinete, al arribar
en la tarde húmeda que anuncia tempestad y frío.
El
forastero amarra a su bestia a un horcón del caney de los aperos, luego la
densilla y cuelga su chinchorro en un rincón del mismo caney, y sin decir
palabra se acuesta a descansar. A tal sazón, los peones del hato han recibido
órdenes del amo, propagándolas a las demás fundaciones del entorno, de salir de
vaquería, a “trabajar el ganado” como se hacía, en aquellos tiempos, “en
convite”, es decir, de todos los hatos y propiedades vecinas iban sus peones a
trabajar juntos en cada oportunidad que le tocara a una u otra finca, según lo
decidieran los amos; la paga por tales jornadas era la propia y normal que
hacía a sus trabajadores cada dueño de ganado
por el trabajo diario habitual, sin ninguna compensación o bonificación
extraordinaria. Los llaneros debían entonces recoger las reses de todos en las
sabanas, apartar las propias y ajenas, herrar las debidas, capar toros
“cimarrones” o alzados y encerrar las vacas paridas con sus mamantos para el
ordeño y la quesera.
Así
pues, todo listo para el rodeo, salieron a sabanear, muy de madrugada, al día
siguiente. Cada jinete iba con su bestia y su remonta, el del caballito moro
sin esta última, pues no la tenía; había llegado íngrimo y escotero, con el
solo caballito. Era un “juan manuelito” -como se decía entonces,
despectivamente- pensaban los peones, pero nadie sabía aún que allí estaba “la
tacamajaca’e Ña Leandra”, como también se decía.
Acontece
entonces que, parado el rodeo en medio de una extensa sabana, con el sol en su
cénit, aunque opacado por la densidad de las nubes de invierno, sale al escape
un toro cimarrón, encerao, “lomo ‘e lagartija” careto, que era conocido por
todos con el remoquete de “el arrecho”, pues nunca había conocido un corral,
todas las sogas que le habían puesto de lazo las había reventado o se las había
quitado de encima. Era mañoso y de fiero aspecto el soberbio ejemplar; la
frente ceñuda, los cuernos ascendentes en forma de lira y la mancha blanca
barrosa en la cara le hacían lucir más impresionante y temible, y tan arisco se
había vuelto que no había allí caballo que le llegara en la carrera.
_“Póngasele
atrás a ese toro”, dice le el caporal del hato al hombre del caballito moro,
con toda la intención de probarlo, pues el mismo, como los demás, estaba
disimuladamente ansioso de conocer qué tal era como llanero el recién llegado,
ya que, por su aspecto mohíno, dudaban de su habilidad como jinete y con la
soga de enlazar.
_“Si
puée déle un jalón, pero sepa que nadie ha podido con él… Y por si no lo sabía,
lo mientan “El Arrecho” _le advierte uno de los peones, que está a su lado, a
la expectativa.
Efectivamente,
un solo jalón le dio el hombrecito al emparejarle el caballito moro que parecía
volar por los aires en búsqueda de la bestia salvaje. El terrible jalonazo por
la cola estirada hacia un lado hizo rodar al toro estrepitosamente, dando
vueltas por el suelo, reventándosele una pata delantera, al igual que algunas
costillas del lado de la caída, dejándolo tendido, inmóvil, a la vista de
todos!
_“Que
se lo coma el zamuro…”, dijo entonces el caporal, al ver, asombrado, al
corpulento animal malogrado. A la malicia y recelo del caporal al ver a la res
así abatida tan súbitamente, se sumaba la costumbre de los llaneros de aquellos
tiempos en que casi no se comía la carne de toros, sino de mautes o terneras;
era preferible entonces para ellos que se lo aprovecharan las aves carroñeras.
II -
A la siguiente mañana, después de los comentarios del bravo toro mancillado por
“el hombrecito del caballito moro”, toro cimarrón, “El Arrecho”, salen todos de
nuevo y a la misma temprana hora a sabanear. Como era costumbre sacrificar
todos los días una res para la comida de la peonada, el caporal decide traer
una de la sabana, para consumirla.
_“Vamos
a buscá la vaca “Crinejúa…” – dice. _“Por ella vine…” -repone,
intempestivamente, el del caballito moro, quien le sigue de cerca. Todos los
que han escuchado la expresión se miran con suspicacia, pero con respeto, al
oír aquellas palabras tan categóricas, pronunciadas por aquel desconocido a
quien habían visto hacer rodar por tierra, asombrosa y convincentemente, al
toro “careto” cimarrón “El Arrecho”, al que nadie antes había podido llegar
siquiera, menos colearlo o derribarlo.
“La Crinejúa” era una vaca grande y “cachúa”
que un día llegó allí y pastaba en la fundación desde hacía años, y a pesar de
ser vieja de verdad no perdía los bríos ni sus ansias de libertad, pues era un
animal raro y arisco que evadía todo contacto con el rebaño, o semental alguno,
y se alebrestaba ante la proximidad de cualquier jinete. La llamaban así porque
exhibía sobre el grueso cogote una especie de crin, como la de un caballo, que
era larga y le caía sobre los lados del cuello y las paletas, enredándosele las
trenzas caprichosamente, como si fueran realmente crinejas que llevara.
Al
divisarla en la distancia, dice el del caballito moro: _“Ya la voy a traé…”, y
se lanza tras ella al galope. Aquella vaca no se amansó nunca; nadie había
podido llevarla al corral; era libérrima y anacoreta. “Tenía un misterio la
bicha”, pensaban los llaneros. Entonces… De aquello hace muchos años… Se le fue
encima el hombrecito con su caballo y la sacó de la orilla del monte, una
“mata”, hacia la sabana abierta… Todos veían lo que ocurría; la persiguió y se
le emparejo en la carrera, ahí entonces tramoleó duro el lazo en la soga y se
lo largó, cayendo éste completamente abierto sobre los grandes cuernos de la
res, haciéndola caer de bruces al prensarse dicha soga a reventar, rabiatada al
caballo, parado éste en firme, para resistir el templón. Bramó profundo, con
doloroso ronquido, la res enlazada, tratando de incorporarse para la fuga, pero
sólo logró chaflanearse, meneando la cabeza y encajando los cuernos en la
tierra, al resistirse, siendo arrastrada así por el caballito moro y abriendo
el suelo, húmedo y blando, un grande y largo surco, hondo y espacioso, mientras
intentaba escaparse!
Seguidamente,
para asombro de todos los circunstantes -y para la leyenda- el misterio que
sobrevino: Del jinete, “el hombrecito”, y de su bestia, “el caballito rucio
moro”, así como de “La Crinejúa”, la extraña vaca vieja y anacoreta, arisca y
rebelde, no quedó nada, absolutamente nada! Todos desaparecieron a la vez, ante
el asombro de quienes presenciaban lo ocurrido. Lo único que sí quedó, como
prueba o testimonio de lo acontecido aquel día de aquellos lejanos tiempos -y
que aún existe en ese llano, pues se niega a desaparecer- es una zanja larga y
profunda, una cañada propiamente, que se pierde zigzagueante en la distancia
hacia la ceja azul brumosa del horizonte, a la que desde entonces los llaneros
lugareños llaman y recuerdan como “El Caño de La Crinejúa”…
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