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sábado, 16 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (44) Varios autores

Joven llanera en el archivo de Monofot.




EL MITO DE AMALIVACA (Arístides Rojas)
Debemos la tradición de los Tamanacos sobre la formación del mundo, después del diluvio, a un célebre misionero italiano, el padre Gilli, que vivió mucho tiempo en las regiones del Orinoco. Refiere este misionero que Amalivaca, el padre de los Tamanacos, es decir, el Creador del género humano, llegó en cierto día, sobre una canoa, en los momentos de la gran inundación que se llama la Edad de las Aguas cuando las olas del océano no chocaban en el interior de las tierras, contra las montañas de la Encaramada.
Cuando les preguntó el misionero a los Tamanacos cómo pudo sobrevivir  el género  humano después de semejante catástrofe, los indios le contestaron al instante que todos los Tamanacos se ahogaron, con la excepción de un  hombre y una mujer, que se refugiaron en la cima de la elevada montaña de Tamacú, cerca de las orillas del río Asiverú, llamado por los españoles Cuchivero. Que desde allí ambos comenzaron a arrojar por sobre sus cabezas y hacia atrás los frutos de la palma moriche, y que de las semillas de ésta salieron los hombres y mujeres que actualmente pueblan la tierra.
Amalivaca, viajando en su embarcación, grabó las figuras del sol y de la luna sobre la loca pintada (Tepureme) que se encuentra cerca de la encaramada.
En sus viajes al Orinoco, Humboldt vio una gran piedra que le mostraron los indios en las llanuras de Maita, la cual era –según indígenas- un instrumento de música: el tambor de Amalivaca. La leyenda no queda, empero, reducida a esto según refiere Gilli. Amalivaca tuvo un hermano, Vochi, quien le ayudó a dar a la superficie de la tierra su forma actual. Y cuentan los tamanacos que los dos hermanos, en su sistema de perfectibilidad quisieron -desde luego- arreglar el Orinoco de tal manera que pudiera siempre seguirse el curso de su corriente, al descender o remontar el río. Por este medio, esperaban ahorrar los hombres el uso del remo… idea que no llegaron a realizar… Amalivaca tenía además dos hijas de decidido gusto por los viajes; y la tradición refiere, en sentido figurado, que el padre les fracturó las piernas para imposibilitarlas en su deseo de viajar, y poder de esta manera poblar la tierra de los Tamanacos.
Después de haber arreglado bien las cosas en la región abnegada del  Orinoco, Amalivaca se reembarcó y regresó a la opuesta orilla, al mismo lugar de donde había salido. Los indios no habían visto, desde entonces, llegar a su tierra ningún hombre que les diera noticia de su regenerador sino a los misioneros. E imaginándose que la otra orilla era la Europa, uno de los caciques Tamanacos preguntó inocentemente al padre Gilli: “Si había visto por allá al gran Amalivaca, el padre de los Tamancos, que había cubierto las rocas de figuras simbólicas…”
No fue Amalivaca una creación mítica, sino un hombre histórico; el primer civilizador de Venezuela deja su nombre perpetuado en la  memoria de millares de generaciones.
Estas nociones de un gran cataclismo, dice Humboldt, estos dos entes libertados sobre la cima de una montaña, que llevan tras sí los frutos de la palma moriche, que llega por agua a una tierra lejana, que prescribe leyes a la naturaleza y obliga a los pueblos a renunciar a sus emigraciones; y estos rasgos diversos de un sistema de creencia tan antiguo, son muy dignos de fijar nuestra atención.
Cuanto se nos refiere en el día, de los Tamanacos y tribus que hablan lenguas análogas a la tamanaca, lo tienen, sin duda, de otros pueblos que ha habitado estas mismas regiones antes que ellos.
El nombre de Amalivaca es conocido en un espacio de más de cinco mil lenguas cuadradas, y vuelve a encontrarse como designando al Padre de los Hombres (Nuestro Grande Abuelo) hasta entre las naciones Caribes
Ningún pueblo de la tierra presenta a la imaginación del poeta leyenda tan bella: es la expresión sencilla y pintoresca de un pueblo inculto que se encontró poseedor del oasis americano, coronado de palmeras, de majestuosos ríos poblados de selvas seculares, de dilatada, inmensa pampa, imagen del Océano.



EL DR. RODRÍGUEZ (Eduardo Mariño)
I
La voz en el teléfono quería dar la impresión de apremio que siempre tienen las voces telefónicas, pero lo que translucía era un indecible hastío. Supuso que era la decimocuarta vez que intentaba comunicarse en vano, y por consiguiente, le cedió generosamente la oportunidad de intentarlo por decimoquinta vez.
—Lo siento, el doctor Rodríguez no está.
—Pero…
—Intente más tarde, no debe tardar.
Y la colgó, sin más. A fin de cuentas, era sólo otra voz en el teléfono, una más en una lista indefinida y nebulosa que flotaba más allá de la pequeña ventana en la que alguna vez se veía un apamate y ahora sólo la fachada enrejada y fría de un centro comercial.
II
El doctor Rodríguez subió en tramos lentos la escalera que en una ligera curva le llevaba hacia su despacho. Lunes —pensó el doctor Rodríguez. Y el lunes se hizo en su rostro y la sequedad de la palabra le apretó la garganta y le hizo expirar, con benevolencia, el recuerdo fugaz de un domingo menos particular que en su acendrada búsqueda de melancolía le había dado un reposo y el milagro tácito de un beso al despedirse.
—Te llamaré en la mañana, esta noche todo se solucionará.
—Estaré esperando, ojala así sea.
—Será…
Y el doctor Rodríguez abre la puerta de la engrisecida oficina y un pálpito como de olvido le camina la sangre.
III
¿Dónde estaba? Todo había sido tan rápido y tan impersonal como una escena de teatro o una película contada al salir del cine. Todos los sucesos, en vertiginosa y difusa secuencia se afinaban entre si y le dejaban la impresión de haber sido testigo más que actuante, en una representación de saltimbanquis y cabriolas del destino.
Se aferra una vez más al teléfono, como aferrarse a la vida que se supone después. El amor, como toda fe del espíritu, también tiene sus ritos y sus imprecisas oraciones.
IV
Si sus ojos no estuviesen sólo abiertos, tendría una magnífica vista de su esposa aferrada al hilo en el que supone también aferra su vida. Podría quizás detallar su ilusión que va deviniendo en angustia.
¿Pero quién sabe lo que pueden ver los ojos abiertos de los muertos?
Quizás, doctor Rodríguez, el puñal te obstruía parte de la escena.



EL TÁRTARO  (Marcos Agüero)
El cura del pueblo acaba de despedirse de Pedrito, el monaguillo, y le recordaba despertarlo a las 6:00 a.m. como era de costumbre para dar la misa. El Sr. Cura encendió una vela, se arrodillo, Oró y luego se acostó. Las horas pasaban bajo aquella tenue luz velatoria que lo hacía ver como un muerto. Un profundo silencio se dejó oír y ya no supo más de si…
El doblar de las campanas no se hizo esperar y sobre los hombros de los feligreses fue llevado hasta su última morada, un lugar pequeño, oscuro y frío, pero seguro y eterno.
Solo la tierra húmeda cubría el féretro del recién enterrado. Y fue allí, en semejante instante, cuando el santo difunto abrió sus ojos con incalculable espanto. Comenzó a empujar y golpear la madera que tenía ante su rostro. El esfuerzo era en vano debido a su avanzada edad y esta lo dejaba cada vez más débil. Sudoroso ya y con la respiración entrecortada, recordó que en uno de los bolsillos de su sotana, tenía un cuchillo, el cual sacó y con esfuerzo hercúleo y empezó a sacar los clavos de la urna escapando así del estómago de la muerte.
Ahí iba el pastor, arrastrándose por aquel infierno de desolación. Este era el pastor, el último pastor caído sin seguidores y sin nadie a quien seguir.
Mientras se arrastraba, surgió a su paso un viejo y apestoso burro lleno de gusanos y moscas verdes. Con una agria sonrisa montó el cuadrúpedo y sin rumbo alguno, el hombre y la bestia seguían la huella de la soledad la cual mostraba a su paso un paisaje agresivo de muerte.
Con la misma inclemencia que el sol quemaba su piel, así también el hambre quemaba su estómago. Ante tal adversidad, y con asco profundo, el hambriento pastor sacaba con sus esqueléticas y mohosas manos los gusanos que le salían a aquel viejo y enfermo animal. Tratando de socorrer semejante hachazo que la vida le signaba, se dispuso a orinar  en sus manos y beber tan preciado líquido.
Salido de quien sabe dónde, un nuevo animal aparece en escena, se trata esta vez de un zamuro que vuela a duras penas debido al hambre pegada en su estómago, mostrando la flacura en relieve de su implume cuerpo. Súbitamente, el zamuro percibe un olor nauseabundo que provenía detrás de una montaña. El ave alzó vuelo –como pudo- mientras el pastor con su sabiduría atormentada por lo que había comido y bebido siguió al carroñero. A medida que se acercaban al lugar, el olor se hacía insoportable, tanto así que quiso maldecirlo, pero su voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. Casi asfixiado, el pastor llegó a la cúspide de la montaña y vio un lugar aterradoramente amorfo. Hombre bestia y zamuro entraron en aquel fétido sitio. La turbia e inexpresable mirada del pastor, se aclaró en la oscuridad de aquello. De repente, se oyeron quejidos, llantos y alaridos. Para ese entonces el hedor ya era insoportable.
Luego la sensible mirada del pastor se vio atraída por algo que surgía entre penumbras. Era un ser asombroso, mitad hombre mitad caballo, así era su cara, con voz trémula el pastor pregunto: ¿Qué es todo esto; quién eres; por qué estás aquí? Levantando sus patas traseras el anfitrión respondió: Los lamentos que escuchas son los frutos del árbol de la ignorancia que se pudre en el lodo que cubre la raíz de la inteligencia de los dioses mundanos. Y el hedor que sientes son tus pensamientos y el lugar donde te encuentras es El Tártaro, lugar donde viven solo los que están muertos y el que aquí entra no sale jamás.
El aun aturdido pastor, clavó los ojos de angustia en tan fabulosa criatura diciendo: Por salir de aquí soy capaz de cualquier cosa, por muy imposible que parezca. ¡Yo, pastor de nadie, el último pastor recto!
Los ojos del misterioso ser huyeron de la insistente mirada del pastor, mientras le decía: ¿Ves este riachuelo, allí se encuentra un pez lleno de gusanos venenosos y el agua que ves, es la sangre venenosa de los dioses mundanos. Si logras comerlo y beberlo y quedar vivo, podrás salir de aquí y vivir para siempre.
Respondió el pastor: He esperado con angustiante tranquilidad el correr de los años acercándose lentamente a pasos agigantados hacia el final de este encuentro. Mientras tanto, el zamuro descansaba sobre una rama de espinas esperando  impaciente la muerte del pastor y poder así saciar su hambre. El pastor metió su mano en la sangre de los dioses mundanos, saco el pez lleno de gusanos y con la poca sabiduría que le quedaba meditó por un momento y le dio de comer primero al zamuro. Este lo devoró en un dos por tres y al instante murió. Seguidamente, el pastor tomo al zamuro muerto y se lo dio a comer al burro. Este lo masticaba lentamente y cuando se lo terminó de comer, el burro también murió. Viendo esto, un rotundo olfato de triunfo lo embargo. Desenvaino su viejo cuchillo y lo clavó en la yugular del recién muerto animal.
Un fuerte tibio chorro de sangre baño su rostro, procuró entonces beberla con desesperación. Totalmente lleno, se incorporó el pastor totalmente transformado y con el burro convertido ahora en un hermoso corcel blanco mientras de su cuerpo, salían dos enormes alas negras. El pastor montándose sobre el alado animal diciendo estas  palabras al guardián del Tártaro:
Todos somos como burros con gusanos, guiados por nuestra ignorancia hacia el tártaro. ¡Utilicen la espada de la sabiduría para que sean transformados! Dicho esto salió volando a la eternidad…
A las 6:00 de la mañana, Pedrito  llegó a la iglesia y acercándose el cura le dijo: ¡Levántese, señor cura, que ya va a ser la hora de dar la misa!


PICA LA PELUCA (Enrique Enríquez)
Dedicado a todos los Clint Eastwood del mundo
El Sicario se frotó los dedos para eliminar cualquier residuo de masa de gnocci mientras empujaba su silla de ruedas hacia el fregadero de la cocina, donde se lavó las manos, secándolas luego con un paño blanquísimo que volvió a plegar por sus dobleces exactos. Así, con las manos impolutas, buscó entre sus bolsillos la llavecita chata y cautelosamente gris que abría la segunda gaveta del armario, de donde sacó una bala calibre 25 que puso frente a la fotografía de una chica con cara de “empleada del mes”, dejándola husmearle el rostro por varios segundos antes de meterla en un sobre y cerrarlo pasando la lengua por el filo engomado.
Quienes no tienen el valor de chapotear en las miserias de la vida se suicidan. Si resultan cobardes incluso para eso, llaman al Sicario y la muerte le llega a vuelta de correo. El Sicario pone una bala a mirar una foto de la víctima y luego la mete en un sobre con su dirección. Cuando el “cliente” abre el sobre, la bala le parte el pecho. Fácil y rápido. Infalible llueva, truene o relampaguee. El correo jamás falla y el Sicario menos.
Del Sicario no hay mucho que decir. Seis años atrás su primo Cósimo lo invito a cenar. Tres platos de osso bucco con Regina fagioli después, entraba a la sala de emergencia del hospital de Terrasini con una indigestión que lo dejo paralítico y le confirió el poder de eliminar las balas usando la mente como pistola, todo por el mismo precio. Si Cósimo le había tendido una trampa o no era incierto, pero por las dudas el Sicario le abrió una segunda sonrisa más debajo de la quijada. Descanse en paz.
Hablemos mejor de su cliente, Melinda, la chica de la foto. Melinda quería ser actriz. Algunos pensaban que tenía todo para triunfar porque era alta, rubia, atractiva y un poco tonta, así que hizo lo que todas las mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tonta hacen cuando quieren ser actrices: fue a una audición.
La audición estaba llena de mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas esperando ser descubiertas. Ninguna hablaba, y Melinda pensó “¡qué pretenciosas!”. Luego de un rato dos hombres vestidos con uniforme azul entraron a la habitación, cargaron cada uno a una de las chicas y se fueron. Volvieron al poco tiempo y repitieron la operación. Melinda no notó nada extraño hasta que a una de las chicas se le cayó la cabeza cuando la levantaban. “Vaya, ¡esa es más tonta que yo!” se dijo. Da vergüenza decirlo, pero aun tardó diez minutos en enterarse de que se había sentado en un depósito de maniquíes. Ni siquiera lo descubrió ella misma, sino el sujeto que, al levantarla no encontró las etiquetas con los precios en su ropa.
De ahí en adelante, y con una constancia pasmosa, fracasó en cada papel que le asignaron. Si le hablaban del Método Stanislawsky, ella respondía que siempre había confiado más en las píldoras. Era un fracaso y todos lo sabían. Peor aún: ella lo sabía. Por eso contactó al Sicario, le envió su foto y se sentó a esperar que el cartero le trajera la muerte. Lo que no sabía Melinda es que ha podido ahorrarse el dinero, pues el Asesino de los Jueves entró esa noche en su casa.
El Asesino de los Jueves se metía a la casa de sus víctimas los jueves, usurpaba su identidad por siete días y las mataba el jueves siguiente. Según él, se entregaba a las costumbres de una persona extraña y luego se liberaba de ellas asesinándola. Algo muy coherente si te patina el coco. Había sido peluquero en Los Ángeles pero un tumor cerebral lo sacó del negocio. Los médicos decían que más de un corte de pelo al día lo habría hecho tener un derrame y eso le destruyó la carrera. No pudiendo ser quien quería ser, decidió ser cualquiera. Se volvió loco. En cualquier país del mundo los locos se contentan con deambular por la calle, pero en Los Ángeles los locos matan gente. Por algo es tan callado el primer mundo.
Melinda no notó nada raro en el hombre sin cabellos ni cejas que la siguió hasta su casa conduciendo un escarabajo rosado en cuyo guardafangos podía leerse “Born To Kill”. Tampoco le pareció raro que estacionase su auto junto al de ella y la siguiese por el jardín. Iba a comenzar a extrañarle todo aquello cuando recibió un mazazo en la nuca. Lo siguiente que supo es que estaba en la cama viéndose a sí misma parada a sus pies.
¿Quién eres tú?- preguntó.
Soy Melinda -contestó el psicópata con voz de muñeca taiwanesa- esta semana verás qué tan Melinda soy. Luego te mataré. ¡Ah! Y no intentes escapar. No tienes modo de engañarme. Tengo el coeficiente intelectual de un genio.
¡Ay sí! Contestó la verdadera Melinda, serás muy genio, pero te apuesto, a que a mí me invita más gente a salir.  Por fortuna sonó el timbre. En este tipo de historia la persona que toca a la puerta suele morir, pero el cartero se fue ileso tras dejar su encomienda en manos de Melinda que supo ocultar muy bien sus nervios. Con la misma sangre fría cerró la puerta y dijo a su doble:
--Llegó el correo.
---Muy bien-- dijo el Asesino de los Jueves---
Abre una carta y yo abriré las demás exactamente igual a como tu abras la primera.
Siempre somos mejores cuando ya nada importa. Nuestro rehén fue pasando carta por carta con parsimonia, notando divertida que su captor miraba con atención de antropólogo cada uno de sus gestos. Ella que había sido tan mediocre frente al público, actuaba muy bien ante la muerte. Aquel fajo era bastante tedioso: cuentas… cuentas…publicidad… cuentas…cariños desde Italia…cuentas ¿Cariños desde Italia? El sobre pesaba más de lo normal y Melinda entendió todo. Esa fue la carta elegida.
-¿Sabes? -le dijo al demente usando un histrionismo del que jamás gozó en escena- me encantaría quedarme a que me mates, pero acabo de recordar que tenía un compromiso previo.
Melinda abrió el sobre del Sicario, la bala hizo lo suyo y ella murió en el acto sin que el Asesino de los Jueves tuviese nada que ver. No habiéndola matado él, la liberación era imposible y el Asesino de los Jueves se vio obligado a ser Melinda para siempre. 
Lo bonito de esta historia es que a partir de entonces la actuación de Melinda mejoró. Nadie sabía cómo, pero, ahora era estupenda. Pronto comenzaron a lloverle los contratos, las ofertas, los halagos. Todo el mundo tenía un papel escrito para ella, todo galán le ansiaba entre sus brazos. El Tony llegó seguido del Golden Globe y finalmente del Oscar. Cuando Melinda recibió la estatuilla de manos de Anthony Hopkins lloraba. Nadie supo nunca que aquel era un llanto prisionero, no de estrella.



viernes, 15 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (42) Varios autores



Infante al pie del arpa llanera, San Carlos de Cojedes. Archivo de Odalis Hernández





LOS CUATRO PEONES  (Marcos Agüero)
La expectativa de aquel pueblo apartado de la civilización era extraña. Por vez primera se llevaría a cabo la inusitada final entre dos desconocidos Maestros del ajedrez, Gaspar Garrido y Antonio Carpio.
Acostumbrados más a jugar bolas criollas, peleas de gallo y dominó, la mayoría de los pobladores no mostraban interés por aquella contienda deportiva. Los organizadores y promotores tenían todo dispuesto en la Plaza Bolívar ubicada sobre una pequeña loma no muy lejos del pueblo. Sin embargo, debido a la inclemencia del tiempo se vieron obligados a buscar un lugar cubierto. Desafortunadamente, el único sitio disponible era una cantina, la cual tenía abandonado en un rincón, un viejo ring de boxeo. Es perfecto –exclamó uno de los organizadores- sobre este ring de boxeo se hará la final del torneo, los espectadores se sentarán alrededor del cuadrilátero evitando así que se apiñen sobre los maestros. Convenido así, y valiéndose de los adelantos del mundo civilizado, desplegaron las cámaras televisivas a los extremos del ring.
La hora ya estaba presta, los pobladores -en su mayoría campesinos- comenzaban a inundar el lugar en alpargatas y sombreros de cogollo, pero no por el evento en sí, sino más bien para jugar dominó, bolas criollas, o tomar aguardiente.
Finalmente, hicieron entrada los dos Maestros del ajedrez cada uno con su representante y cuerpo de seguridad. Con ellos subieron al cuadrilátero el juez del torneo y el personal de seguridad. En el centro colocaron la mesa, sobre la mesa un tablero, sobre el tablero las piezas, a su lado, un reloj de ajedrez.
Aunque no llevaban guantes, ni trusas, ni protectores bucales, los dos maestros, colocados a dos brazos de distancia se miraron fijamente con  infinito desprecio. El estado casi hipnótico de ambos ajedrecistas ¡se vio sacudido por el peculiar rastrilleo de afilados machetes!
El juez pidió silencio y procedió a hacer la presentación de los rivales quienes mientras se sentaban, no apartaban el oído de sus rostros.           
Se oyó una voz que dijo: ¿Y estos van a peliá sentaos?
Otra voz le respondió: No compa, están esperando que toquen la campana.
Una hora pasado, y dos y tres, pero los ajedrecistas permanecían inmóviles con sus miradas puestas sobre las piezas que estaban sobre el tablero, que estaba sobre la mesa, que estaba sobre el cuadrilátero, que estaba apartado en un rincón de la cantina de aquel pueblo apartado de la civilización.
Los campesinos ya con unos cuantos tragos encima y comiendo chimó, comenzaban a alterarse y a pararse de sus asientos. Tanto el juez del torneo como el personal de seguridad se mantuvieron expectantes. En ese preciso instante, cuatro peones que venían de una finca cercana entraron a la cantina montados a caballo, dos blancos y dos negros. Estos se dirigieron al patio sin mirar si quiera a aquellos dos ajedrecistas que jugaban sobre un ring.
Cuatro largas horas ya habían pasado y fue allí en semejante instante, cando se oyeron palabras empapadas por el alcohol que decían:
 ¡Queremos ver sangre!
Todos se levantaron de sus sillas gritando y golpeándolas con sus afilados machetes. La algarabía se hacía insoportable, pero los dos Maestros permanecían sumergidos en su juego. Varias sillas fueron lanzadas al ring mientras algunos campesinos trataban de cortar las sogas con sus machetes.
Con la angustia que se puede sentir en semejante situación, el juez logra ver la vieja campana amarrada a una de las esquinas del cuadrilátero. A riesgo de su propia vida, se lanzó a la lona, gateó hacia ella con notable desesperación y cuando la hubo tenido, la tocó repetidas veces. Notando el efecto casi paralizante sobre aquellos aldeanos, se incorporó y moviendo los brazos exclamó:
¡Tablas! ¡Tablas!



PUNTALES DE LADRILLO. EMPEDRADA CALMA DE LA NOCHE (Duglas Moreno)
A Malena y Juan Molina, por lo de la écfrasis.
Detrás de una sombra escalinata, un muro pardizo en piedras coloniales detenía la mirada y más allá  se asomaba  un pedazo de cielo. En la enramada verde andan lentamente algunos pájaros. La tierra de los paredones se levanta y se marcha con el viento. Las ventanas se cierran y se abren bruscamente. Es como si la brisa intentara, obstinadamente, meterse a la casa por cualquier resquicio.  Hay un polvo seco en los vitrales. El lugar tenía un aspecto ruinoso. Nadie se atrevió  a expresar la verdad y  disimulamos. Decir que el espacio era un desastre, iba a ser demasiado. Callamos. Llegamos al patio por una pequeña gradería. Una voz refería la riqueza arquitectónica. Aseguraba que era un gran acervo de la época colonial. Todas esas palabras estaban lanzadas monótonamente. Se entendía, claramente que aquel discurso se exponía siempre de forma automática. Estimados turistas, se encuentran ustedes ante una joya histórica. Este pórtico polilobular con perfectos estípites barrocos y aquel cimacio piramoide, dicen los historiadores que fue copiado  de la iglesia  San Pedro de la Rúa en el reino de Navarra, España. Este cuarto, era el dormitorio del Coronel. Esta talla policromada de la Inmaculada Concepción, se hizo en Epinal, Francia, de allí  pasó al convento de Los Capuchinos en Sevilla, luego se trajo directamente a nuestra ciudad en el siglo XVIII. Por aquí estaba la cocina, en aquel rincón el establo, un poco más allá las barracas de los esclavos. Al lado norte,  el salón de fiesta…   Oía todo de manera lejana.
Mis amigos seguían el eco de las voces, cuando noté que el rostro de  un hombre soportaba  un puntal de ladrillos. Era una imagen aindiada. Notaba que resistía. Me distraje un poco al escuchar que el Coronel Figueredo solía recorrer los campos  de su propiedad  dentro de un enorme carruaje negro. Nadie lo veía, pero todos sabían que el prócer, todas las tardes,  daba un vistazo a su  inmensa ganadería. Después de asimilar el dato de los recorridos del Coronel, me recompuse y noté que estaba apareciendo, al filo de la noche,   algo extraño. Seguí observando  cuidadosamente. Pensé: las ruinas siempre crean perfiles  humanos, sobre todo con la aparición de la nocturnidad. En la otra columna  asomó el aullido de un perro. La cabeza del animal sobrellevaba  el mismo puntal, pero   ya muy deteriorado. Cuando me disponía a preguntar si  era cierta la historia de que en los patios había muchas morocotas enterradas, plata de la de antes; vi una cabellera blanca de mujer aparecer en el último balaustre.  Su vestido ceniza terminaba en la barda ocre del piso. Aquella  mirada espectral me detuvo. Sólo escuché: nada de que salen muertos en esta casa, es cierto. Aquí nunca pasa nada. Cómo gritarle que  mentía, pues en el umbral seguía un rostro misterioso mirándome fijamente. Aterrado abandoné el lugar. Llegué a una calle un tanto desierta. De pronto, pasa un celaje, ligeramente humano.  Sin poder verle el rostro le pregunté  a esa sombra errante ¿alguna vez ha visitado la casa del Coronel Figueredo? Mostrando sorpresa; pero sin detenerse,  dijo: ese caserón hace siglos que despareció. Reconocí de inmediato el vestido ceniza de la mujer del desvencijado balaustre. Maldije aquel momento, quise correr, pero tan solo conseguí arrastrarme por la empedrada  calma de la noche.



VISITA (Enrique Plata Ramírez)
Cansado ya, esa noche, se recostó a una de las paredes cuando la vio venir.
Estoy aguardándote - dijo el hombre a la guapa mujer.
Aún no te necesito- le replicó ella y continuó su marcha hasta la iglesia más cercana. Celoso, la fue siguiendo el hombre con la mirada, hasta verla salir, poco después, tomada de la mano con el cura.
La siguiente mañana todos lamentaron la muerte del sacerdote.


AMOR NATURAL (Gabriel Jiménez Emán)
Obsesionado en llevar una vida sana y en contacto armonioso con la naturaleza, Arturo se abrió un buen día de la existencia frenética de la gran ciudad, que ya le había llevado a los límites de la exasperación. Así que vendió su departamento, su automóvil, dejo su empleo en el Ministerio, y con ese capital se instaló en un pueblo de los Andes donde la tranquilidad, el aire limpio, y las maneras sosegadas de la gente se ofrecían como tablas de salvación.
Al principio todo lucia amable; poco a poco comenzaron a aparecer inconvenientes, que fueron subsanándose. Arturo debido armarse de enorme paciencia para instarse en la casita, y luego para solucionar rencillas y trampas, trucos que creía era imposible fuesen practicados por aquella gente sencilla. Le costó, asimismo, acostumbrarse al silencio de las noches, un silencio excesivo donde cualquier pequeño sonido se convertía en un ruido inquietante.
Arturo hablaba de un modo que no captaban bien las gentes del campo, e hizo un esfuerzo enorme para adaptarse a las pausas y maneras ladinas de pronunciar de los andinos. Sin embargo, lo son siguió, acondiciono sus rústica vivienda y le equipó, se dedicó a sembrar la tierra y compro un carro usado. No le iba mal, no le iba del todo bien, como debía ser.
Algunas mujeres lo miraban con picardía. Con una de ellas había cruzado un día algunas palabras. Le gustaba, era verdad, pero ya se presentaría una oportunidad de acercársele. Mirando televisión, leyendo o escuchando música por las noches lograba distraerse. Pensaba a ratos en Viviana: así se llamaba la muchacha.
Un día en que abonaba su terreno, Arturo vio la chica y se le acercó. La invitó a dar un paseo, luego a comer. Entonces comenzaron a frecuentarse a Viviana fuera de casa, y aquello no gustaba a los padres de la chica. Ella le manifestó su desagrado, agregando en el comentario que sus padres eran insoportables, y que deseaba estar con él solamente. Un tanto aturdido por esa afinación, fue entrando en el ámbito privado de Viviana y progresivamente enamorándose de ella, hasta que un día le hizo el amor en el césped de un prado, junto al rio. Alcanzando ese grado de intimidad, decidió unirse a ella. Ella aceptó, pero con reticencias hacia sus padres. No le dijo nada a Arturo, aunque si sabía la razón. Un hombre amigo de su padre la pretendía desde hacía tiempo. Fue el mismo que caminó una noche estrellada y silenciosa hasta la casa de Arturo, y cuando éste abrió la puerta, el hombre le dio un certero y perfecto machetazo en el cuello que ni siquiera le dio tiempo a Arturo de experimentar ningún dolor. Le enterraron en la cristiana paz de los campos andinos, y todos los años el matrimonio, que vive en la antigua casita de Arturo, le lleva flores a la tumba, en el cementerio Municipal.



PESADILLA (Víctor Marichal)
La espesura de la maleza no permitía que fuera más rápido.
¡Allá va!     ¡Sí, desde aquí lo vi!                               
¡Agarraren a ese asesino!
Sin embargo, aquellos gritos hacían mi carrera más veloz. Ya había transcurrido más de media hora desde que empecé a correr.
No sabía qué había ocurrido esa tarde. Recuerdo que llegué a la casa como de costumbre, peo esta vez me encontré con algo espantoso: el cuerpo de Judith se hallaba inmóvil en el centro de la sala, sí, yacía un charco de sangre. Sin lograr salir de mi asombro corrí hasta ella y la tomé en mis brazos. Fue cuando noté que aún tenía un cuchillo clavado en su cuerpo, justamente en el pecho. Sin pensar, lo saqué; mis manos estaban manchadas de sangre al igual que mi ropa. Aún sostenía el puñal en mi mano cuando percaté de la presencia de Lourdes, una vecina nuestra que logró entrar.
Al principio no me fijé en sus pensamientos, pero al ver el temor reflejado en su rostro los leí claramente. Traté de acercarme para explicarle, pero ella huyó gritando desesperada. Llegué hasta la puerta y todavía tenía el cuchillo en mi mano, pero al ver que se formaba un grupo alrededor de Lourdes sentí miedo, y más miedo sentí cuando los vi armarse de palos y machetes e ir en dirección a mi casa. Ahora sí solté el cuchillo y asustado corrí saltando por una ventana que daba a la parte de atrás y empecé a correr y correr. Sin embargo, ni la huida podía borrar la imagen de Judith. Me preguntaba: “¿Quién la mataría? ¿Por qué?”. Creo que jamás lograría saberlo, porque el cansancio se apoderaba de mí; sentía que ya no podía seguir huyendo. De pronto ante mis ojos apareció una cueva, la cual disimulaba muy bien la entrada por lo alto de la maleza. No lo pensé dos veces y me metí allí sin dar importancia a lo que pudiera pasar, sólo quería descansar un poco. Por suerte vi a mis perseguidores pasar delante de la cueva burlados por la hazaña.
Caí al suelo abrumado, cansado, y me fui quedando en un sueño profundo. No sé por cuánto tiempo permanecí dormido, pero de repente escuché la voz de uno de los vecinos y me levanté  sobresaltado con intenciones de seguir corriendo. Fue cuando vi el cuerpo de Judith a mi lado en la cama. 



A NINGUNA PARTE  (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel hombre fastidió tanto para que lo sacaran de entre los humanos, que los dioses finalmente, lo levantaron a ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo donde soñamos las estrellas.
La distante y ansiada libertad, hizo brotar un canto jubiloso en su en su garganta. Canto que conocieron los cometas y las veredas perdidas. Adiós temores, órdenes, vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo sobre las cimas solitarias de la tierra.
Desde ya podré vivir con segura independencia. No habrá horizonte que yo no alcance.
Los dioses gratamente sorprendidos ante aquellas alabanzas, decidieron de inmediato estudiar otras peticiones de liberación.  No obstante, el recién llegado paralizó el asunto al despertar un día con un urgente deseo de hacerse un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de la que fuera su mujer, una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó una nube, jugueteó con un águila; sorbió ávido el aire marino de las olas, al mismo tiempo que volaba chispeado por ellas hacia la quietud de una playa tropical. Pero no pudo desterrar de su paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos amaneceres más tarde, observando desde su refugio de conchas de cielo el aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó el calorcito placentero que le transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama, cuando ambos se abrazaban en las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos y creerse en el lecho matrimonial, casi se va bruces.
Los dioses como bandas de palomas perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con enojo al inadaptado, quien de ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La gritería de sus hijos dentro de la casa, que otrora le atormentara.
El crujir de la corteza del pan tostado entre sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje, mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y hasta las risotadas de los empleados de aquella empresa donde él antes trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar convirtiendo en agonía la pesadilla inicial. Para distraerse probó ir de paseo a diversos lugares de la tierra, vedados antiguamente por razones obvias. Fue peor: desde arriba el mundo sólo le recordó lo que ya no tenía.
Canciones. Mujeres. Licores. Y La Fonda del Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El queso rayado vistiendo de etiqueta las caraotas refritas.
Ya de regreso al refugio, y aun cuando las alas le pasaban igual que dos portones de hierro. No pudo pasar por alto el rojo jugoso de una patilla, expuesta impúdicamente en el interior de un mercado libre.
Bajó con suavidad mientras iba imaginando su lengua golosa entre la incitante pulpa. Pero el vendedor de dos certeros naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando estaban a centímetros de la fruta. Los dioses histéricos, lo llevaron a juicio. No obstante, el abogado defensor consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo en cuenta que mi defendido tuvo, además de cervezas y pan, el especial deseo de presenciar el juego de sus hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que fuera su consorte; yo pido que sea devuelto a la tierra en el acto. Porque sucede- prosiguió el defensor retomando la voz por encima de las exasperadas protestas-que son ustedes, compañeros, los que deberían de ser enjuiciados. ¿Cómo se le ocurre convertir en viajero de los cielos a un ser cuya memoria terrenal está intacta? Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron dar una razón de peso que justificara aquel desatino. Y entonces, acatando la sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al infeliz después de poner su mente en nada.
Ese día desde lo alto, cayó a la tierra un águila muerta. Y enseguida, de las entrañas de un vientre materno nació una criatura ansiosa de lactar.

jueves, 14 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (43) Varios autores


Imagen tomada de Miguel Alfonso Uzcátegui Abreu  en el archivo de Anita Mendoza




MICRO 8 CASORIO 2 (Cósimo Mandrillo)
Cásate conmigo propuso ella, quiero ser feliz.
Si nos casamos, respondió él, dejaré de sentirme libre, me cambiará el humor, me sentiré como un lobo prisionero y te haré sufrir.
Pero mis amigas no tienen por qué enterarse, concluyó ella.

LA DOCTORA BRUMA O LA ESBIRRO QUE LLEGÓ (Pedro José Pisanu)

Había sido una colaboracionista del régimen anterior. Loas y palabras bonitas con el tirano. Tan pronto cayó el sátrapa, ella supo correr a la acera del frente y ante la falta de dirigentes ella misma se nombró dirigente y facilitadora para la nueva jefa. Con nuevos halagos y postres supo ganársela. Nada, la jefa la nombró prefecta de policía. El cargo se le subió más rápido que un shot de licor dulce a la cabeza. Ella sin ser doctora ni poseer título alguno se hizo llamar doctora como su antecesor, el doctor Sombra, terrible perseguidor y esbirro de la tiranía anterior. Ella comenzó a maltratar, ofender y humillar, después vendrían sus persecuciones contra todo lo que en su juicio fuera mejor que ella. Larga e interminable lista. El destino, la vida o como quieran llamarlo le dio tres avisos, con las sucesivas muertes del padre, el marido y la desaparición de su deportivo Jaguar y la reaparición de este vuelto chatarra. Ahora aquellas ronchas que ella creyó una “culebrilla” se le infectaban y dolían, surgiendo una nueva cada vez que tenía un nuevo perseguido. Los designios le avisaban de nuevo, con su carnal en etapa terminal, clamando a Dios por una muerte rápida, solo que él no escucha a los impíos. Dio órdenes y nadie le hizo caso, gritó, ofendió y ninguno respondió; creyó que era una pesadilla, pero no despertaba, el sueño se hacía eterno, o tal vez todo era real. Se vio frente a los cristales. Las bubas purulentas comenzaban a estallarle en todo el cuerpo, sufriendo su propia fetidez. Gritó a todos diciendo que se colgaría de la viga más alta del edificio. El coro respondió casi unánime: ¡Que lo haga!. Siguieron su camino. “Lo haré” -dijo ella-. “Siempre cumplo lo que prometo”. Se colgó y solo fue otra bruma que el tiempo se llevaría hasta el infierno. ¿Infierno? ¿Cuál? Si su vida era un infierno.

 

EL ASTRONAUTA DISTRAÍDO  (Gabriel Jiménez Emán)
Esta no es una historia de ciencia - ficción. Es sencillamente la historia de un astronauta que después de haber viajado por el espacio en un cohete - entiéndaseme: por un espacio real - en un cohete real - llega a la luna. Desciende de la cápsula y,  como otros tantos astronautas, da algunos pasos en la superficie lunar.
Pero sucede que el astronauta está pisando la luna por primera vez, y aunque estos pasos fueron ensayados con anterioridad en terrenos muy semejantes a la luna y la llegada al satélite de la tierra no representa para esa fecha ningún acontecimiento especial, el astronauta, sin embargo, experimenta una extraña decepción; le parece demasiado evidente estar pisando aquello para lo cual a estado preparándose estado preparándose toda su vida;  el sueño irrealizable esta bajo sus pies, y si él no ha logrado la hazaña mucho antes que otros astronautas es precisamente debido a que es muy distraído; siempre está olvidando algo, los momentos para los cuales se requería más concentración están llenos de dispersiones y vacíos, la mente no está puesta en nada particular, está vagando por ahí, sola, obedeciendo al viento, al errar de una nube viajera.
Por eso, antes de comenzar a poner en práctica los planes del viaje, sus amigos le llamaban bromeando “el lunático”, sin sospechar siquiera las intenciones de su aguda - aunque inconstante - inteligencia. Por años se había entregado secretamente a la construcción de un cohete, y el día que finalizo la construcción, los demás se negaron a creerlo. Pues bien, el astronauta esta ahora sobre la superficie de la luna, mirando un paisaje estelar que nunca había presenciado, y esto lo hace olvidarse del goce de la hazaña que recién ha cumplido, pues se halla sumido en la contemplación de nuevos astros, y está tan distraído que sin darse cuenta ha comenzado a despojarse de su traje; los zapatos y el casco son los primeros en comenzar a abolir las leyes de la gravitación y luego el empieza a ascender lentamente en el espacio. Siente tanto placer en su ascenso que apenas se da cuenta que ya su cuerpo no puede obedecerle, va dando vuelta y más vueltas, y antes de confundirse en la infinita noche de los astros divisa a su planeta, la tierra, y también el cohete que desde allá abajo, desde la luna, lo invita a un último recorrido.

 

A NINGUNA PARTE (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel hombre fastidió tanto para que lo sacaran de entre los humanos, que los dioses finalmente, lo levantaron a ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo donde soñamos las estrellas.
La distante y ansiada libertad, hizo brotar un canto jubiloso en su en su garganta. Canto que conocieron los cometas y las veredas perdidas.
Adiós temores, órdenes, vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo sobre las cimas solitarias de la tierra.
Desde ya podré vivir con segura independencia. No habrá horizonte que yo no alcance.
Los dioses gratamente sorprendidos ante aquellas alabanzas, decidieron de inmediato estudiar otras peticiones de liberación.
No obstante, el recién llegado paralizó el asunto al despertar un día con un urgente deseo de hacerse un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de la que fuera su mujer, una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó una nube, jugueteó con un águila; sorbió ávido el aire marino de las olas, al mismo tiempo que volaba chispeado por ellas hacia la quietud de una playa tropical. Pero no pudo desterrar de su paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos amaneceres más tarde, observando desde su refugio de conchas de cielo el aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó el calorcito placentero que le transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama, cuando ambos se abrazaban en las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos y creerse en el lecho matrimonial, casi se va bruces.
Los dioses como bandas de palomas perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con enojo al inadaptado, quien de ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La gritería de sus hijos dentro de la casa, que otrora le atormentara.  El crujir de la corteza del pan tostado entre sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje, mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y hasta las risotadas de los empleados de aquella empresa donde él antes trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar convirtiendo en agonía la pesadilla inicial.
Para distraerse probó ir de paseo a diversos lugares de la tierra, vedados antiguamente por razones obvias. Fue peor: desde arriba el mundo sólo le recordó lo que ya no tenía.
Canciones. Mujeres. Licores. Y La Fonda del Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El queso rayado vistiendo de etiqueta las caraotas refritas.
Ya de regreso al refugio, y aún cuando las alas le pasaban igual que dos portones de hierro. No pudo pasar por alto el rojo jugoso de una patilla, expuesta impúdicamente en el interior de un mercado libre.
Bajó con suavidad mientras iba imaginando su lengua golosa entre la incitante pulpa. Pero el vendedor de dos certeros naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando estaban a centímetros de la fruta.
Los dioses histéricos, lo llevaron a juicio.
No obstante, el abogado defensor consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo en cuenta que mi defendido tuvo, además de cervezas y pan, el especial deseo de presenciar el juego de sus hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que fuera su consorte; yo pido que sea devuelto a la tierra en el acto. Porque sucede- prosiguió el defensor retomando la voz por encima de las exasperadas protestas-que son ustedes, compañeros, los que deberían de ser enjuiciados. ¿Cómo se le ocurre convertir en viajero de los cielos a un ser cuya memoria terrenal está intacta? Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron dar una razón de peso que justificara aquel desatino.
Y entonces, acatando la sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al infeliz después de poner su mente en nada.
Ese día desde lo alto, cayó a la tierra un águila muerta. Y enseguida, de las entrañas de un vientre materno nació una criatura ansiosa de lactar.

 

BASHEVIS SINGER (Julio Romero Parra)
En el centro de la ciudad de Acarigua, donde nací, frente a la plaza, en los tiempos cuando fui un adolescente que estudiaba tercer año de bachillerato, existió una librería que se identificó con el nombre de Monoy. La librería Monoy, sobre todo, expendía los mal llamados libros de texto, una redundancia inventada por el marketing para clasificar a los vademecum que utilizan en las instituciones educativas. Además de los libros de texto sobrevivían entre aquellas vitrinas algunas novelas que aún recuerdo, La montaña mágica, de Thomas Mann, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, Lazarillo de Tormes, anónimo. Y otras más. Pero la que más llamaba mi atención era una titulada Enemigos, una historia de amor, cuyo autor era un polaco llamado Isaac Bashevis Singer. No sé cuál misterioso influjo ejerció la presencia de ese libro sobre mi personalidad de chico, pero cada vez que cruzaba frente a la librería Monoy me detenía un momento en la vidriera para contemplar su portada. Quizás estaba más para chocolates que para novelas, pero quería leerla. Su precio resultaba exorbitante para mis posibilidades económicas de ese entonces. Decidí ahorrar para tal propósito y en menos de mes y medio entré a la librería y la compré. Me gustó. La leí en pocos días, y quizás pude olvidar su trama como me ha ocurrido con tantas historias que he leído durante el resto de mi vida. Pero no fue así. El recuerdo de Enemigos…me ha perseguido para siempre. Aquellas páginas me tomaron como testigo de todo lo que estaba sucediendo a su personaje principal, Herman Broder, un judío que vivía en Brooklyn y que se encontraba atrapado en un cuadrilátero amoroso. El primer capítulo lo mostraba ardiendo en su pesadilla, en un tormento que lo remitía a su último minuto en un campo de concentración en Tzivke. La muerte lo estuvo esperando en una cámara de gas y su cuerpo estuvo a punto de ser trasladado a los hornos crematorios para ser transformado en ceniza gris que el viento esparciría entre los cielos de Polonia. Pero Herman despertó y ya no se encontraba en Tzivke, ni siquiera en un henil de Lipsk, sino entre un hormiguero de personas que se movían entre Central Park y Battery Park. El dilema de amor de un hombre y su relación con tres mujeres es largo de contar. Imagino que a finales de los años cuarenta, Bashevis Singer debió entrar a un restaurante de Miami, lugar hacia el cual emigró huyendo de la guerra, y ordenó un estofado acompañado de papas fritas, pero el mesonero debió tardar tanto para regresar con el pedido que el escritor comenzó a comparar las reses, los cerdos y los pollos con los cargamentos de judíos que llevaban en tren hacia los campos de exterminio. Cuando regresó el mesonero con la comida ya era tarde. Bashevis Singer había sufrido una transformación ideológica en su apetito.
-Gracias, pero ya no tengo hambre-diría en yiddish al extrañado mesero, pagaría el servicio, se disculparía nuevamente y saldría a la calle en busca de un lugar donde sólo expendieran hortalizas.
El recuerdo de Enemigos, una historia de amor me perseguirá hasta la muerte. Se sabe que Isaac Bashevis Singer huyó de Polonia y se fue a vivir a los Estados Unidos donde se dedicó por entero a la literatura. Quizás la aniquilación de millones de judíos por orden del Führer, el recuerdo de aquellos vagones atiborrados de personas que viajaban como animales hacia los mataderos nazis, la imagen de las cámaras de gas y el olor a chamusquina que brotaba de los crematorios de Treblinka lo hicieron detestar la carne durante los últimos treinta y cinco años de su vida. En cierta ocasión, alguien le preguntó si se había convertido en vegetariano por razones de salud, a lo cual contestó el gran escritor: “No precisamente por mi salud, sino por la salud de los pollos.”

MEDIODÍA (Eduardo Mariño)
Quedan pocos días para otro abril. Las primeras sensaciones de inestabilidad empiezan a manifestarse en mis pies y en mis anteojos. Desde el amanecer he permanecido pegado a la ventana del muro Este, siguiendo engañosamente el indiferente movimiento del sol, que ni un mínimo instante ha perdido el rojizo semblante de la aurora.
Hay unas pocas velas encendidas y mi cena sigue intacta junto a la puerta, donde la dejó el carcelero en la tarde de ayer. La proximidad de abril me enferma y los barrotes de mi celda se vuelven más fríos, como evitando mi acercamiento a las ventanas. El bosque se presiente cercano, las primeras lluvias lo han extendido casi hasta el borde de la colina y casi puedo sentir la humedad de su follaje y los trinos de sus indescriptibles pájaros con plumas de sueño.
Ya casi es mediodía. Cuando las sombras se escondan, me iré bajo la cama y trataré de imaginar que es medianoche, olisqueando las pocas cenizas de rosas que atesoro desde tu última visita. Ya casi es mediodía. Como todo cautivo, el tedio me embarga sin límites definibles.
Es hora de dormir.

 

 

LA BIBLIOTECA. COSAS DE MUJER (Duglas Moreno)
Sabía que la biblioteca era extraña. La fijaron en un callejón perdido y frío. Había que dejar los entrepasos de la ciudad  y meterse en  las sombras de unos  árboles, tocar  la aldaba y dejar que la puerta mostrara un jardín, lozas rojas, pájaros cantores y cuadros con rostros patriales. La muchacha dijo: pase. Después del qué desea, me subió a un segundo piso, caminamos por varios pasillos. No vi a nadie. Al final de un cuarto, la joven dijo: Por aquí. Mientras caminábamos sentía su mirada  tratando de mostrarse cómplice. Yo buscaba un texto que me refiriera las estampas y sombrería de Tenochtitlán. De pronto sentí que me había llevado a su cuarto. Estaba pensando mal, lo sé. La muchacha se detuvo y me habló callado. No pudo terminar la conversación. Una mujer, como dueña del lugar, la reprendió. Dijo que eso no podía pasar otra vez. Vi cuando la sometieron a vil castigo. Tuve que decirle a la mujer: busco solo información acerca de los sombreros de esta ciudad. La mujer abrió  una pequeña puerta y me dejó pasar. El lugar era sencillo. Había una figura de dragón en el centro vacío  de una ventana que  daba a otras lejanías. En una mesita estaba proyectada toda mi errancia por la biblioteca y allí también  pude ver, en  un espejeante muro de arena, los ojos nostálgicos de la muchacha castigada. Creo que  su rostro infantil estaba delineado torpemente en aquellos trazos de madera.  Disculpe señor. Estas muchachas no aprenden. Siéntese. Quítese la camisa. ¿Qué biblioteca es esta? Dije sin hablar. La mujer sonrió, tomó la llave, cerró la puerta y por la ventanilla de los horizontes lejanos me gritó: perdónela, ella apenas es una niña y ya quiere hacer cosas de mujeres. Ya lo atenderán. 




martes, 12 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (40) Varios autores

Joven llanera en el archivo de Edwin Avella.





PERSEGUIDOR INVISIBLE (Gabriel Jiménez Emán)
La mujer baja del autobús y cruza lentamente la plaza. Por lo general hay palomas y cuando algunas vuelan, ella sonríe. Así empieza la escena que se repite todos los días cuando ella se dirige al trabajo y el hombre piensa que la mujer que el mas desea cruzara otra vez la plaza y el no tendrá el valor para decirle algo o llamar su atención.
Día tras día ha seguido la trayectoria de la mujer (ella nunca se percata de que es vigilada), desde que desciende del bus, cruza la plaza, hace volar las palomas, se dirige hacia la misma esquina y atraviesa la calle real, camina por la calle Junín (deteniéndose de vez en cuando en alguna vidriera) y baja por la avenida en medio de la cual se detendrá a tomar un café o un desayuno frugal. Ahí intercambiara unas palabras con el dueño del café o con unos amigos habituales (palabras que el hombre envidia siempre compartir);después ella sigue hasta el final de la avenida y entra al edificio donde trabaja.
Hasta aquí llega la realidad.
Después el hombre imagina las más disimiles situaciones, que varían mucho de lugar o de hora, pero al final de todas estará el esperándola: la recibirá con un abrazo, un beso, o tomándola de la mano. Ella esta decididamente enamorada.
Pero estos sueños pronto se esfuman.
En otro de esos días en los cuales el espera verla entrar de nuevo al edificio donde trabaja, ella inesperadamente decide no hacerlo; sigue calle abajo, y la alegría producida en el hombre sobrepasa cualquier adjetivo.
La mujer aligera el paso, él la sigue nerviosamente.
Ella se apresura cada vez más, sin mirar hacia atrás, y sube a un autobús. Él toma un taxi y ordena al chófer mantenerse siempre detrás del bus. El calor y la angustia lo hacen casi delirar. Su timidez se convierte ahora en un animalejo amorfo que va mordiendo pedazos de su conciencia. Los ojos le brillan y el animalejo continúa devorando capas y capas de una materia pegajosa que se escurre desde un borde de su mente.
El bus al fin se detiene y la mujer desciende. El baja del taxi y la sigue. Atraviesa una avenida grande que le es muy familiar al hombre, pues está muy cerca del barrio donde él vive sólo hace años. Ella cruza otras dos calles (siempre sin mirar hacia atrás), y finalmente llega al barrio. El hombre es atrapado por un miedo filoso. Ella camina por la calle donde el vive, se detiene frente al viejo edificio donde está el departamento que el hombre ocupa. Sube las escaleras del edificio. Saca unas llaves de la cartera y abre la puerta de un departamento que el perseguidor no conoce. Adentro está un hombre sentado en una butaca.
La mujer entra y el hombre dice:
 -Llegas tarde, y luces nerviosa. ¿Qué te pasa?
-Nada, no me sucede nada- responde ella con frescura.
 -Mientes. Ese hombre te ha estado siguiendo de nuevo.
 -¿Qué hombre de que hablas?
-Abre la puerta y te convencerás -dice el hombre de la butaca.
-Está detrás de ella espiándonos.
La mujer abre la puerta. No puede ver a nadie, pero el perseguidor invisible y el hombre de la butaca se miran y comprenden.

MICRO 11 MUERTE (Cósimo Mandrillo)
Cuando el hombre la rescató aún respiraba. Tendida en tierra pareció decir algo, un balbuceo de sonidos que querían ser amor, odio, distancia, olvido. Cada quien comprendió lo que pudo, pero nadie atinó a explicarse la presencia del puñal que con inexplicable firmeza sostenía en la mano.

EL LÍDER (Víctor Marichal)
Cierta vez caminaba Néstor con aires de triunfo. Una sonrisa le acompañaba en su paseo a lo largo de la avenida. Siempre pensó que la mayoría de las personas poseían una mente débil, y de allí las penurias del mundo. Pero él, la suya era fuerte y poderosa, ahora lo comprobaba. Desde hace unos quince días había pasado a formar parte de una secta a la que la gente, por debilidad mental, llamaba diabólica, pero luego de reunirse varias veces veía en ella el poder, la fuerza. Las palabras, de su líder estaban llenas de sabiduría y estaba seguro de que de seguir allí algún tendría también esa fuerza, ese poder.
Es una reunión hablaba el líder: — Este mundo fue entregado a las fuerzas de Satán. No hay en él ser más poderoso. Es por ello que debemos rendirle culto y pedirle poder, pero también ofrecerle sacrificios de su grado. Ahora sacrificaremos este gato —sacaron el animal de una bolsa negra—. Y cada uno —continuó diciendo— tomará una porción de su sangre para recibirlo. Y luego seremos hermanos, preocupándonos todos por todos, sin traición, pues de haberla no será el hombre sino las fuerzas del mal quienes lo castiguen.
Procedieron al sacrificio cortando el cuello de un tajo, y todos tomaron de su sangre pasándolo de mano en mano en un rito que duró algunos minutos.
Néstor sonreía y se sentía con mayor superioridad que antes del rito, ya que después de la sesión el líder lo llamó y alabó con estas palabras: “Serás grande entre los grandes, eres superior, pues te he observado en la toma de la vida y haz sonreído al hacerlo. Llegarás a ser tan fuerte y despiadado como el propio Satán”.
Estas palabras bastaron para que viera a las personas aún más pequeñas. Pasaron los días y los sacrificios fueron creciendo tanto que ya habían asesinado a tres jóvenes, a quienes luego de bebida su sangre y comidos algunos de sus órganos enterraban sus restos y se daban nueva cita.
Un día en el que estaban reunidos, comenzaron a subir por aquel cerro cinco hombres vestidos de blanco y acompañados por unos agentes policiales. Al parecer iban dateados, pues se acercaron al lugar sin mucha dificultad. A Néstor, por ser el más obediente y el que, según el líder, después de él, era el que tenía más poder, le tocaba hacer el sacrificio. Los hombres fueron cercando el lugar sin que el grupo satánico se percatara, y pudieron ver cuando Néstor iba a asesinar a una joven. Dieron la voz de alto, pero ya la muchacha había sido herida mortalmente. Encañonaron al grupo que parecía despertar de un largo letargo. Los hombres de largo se abalanzaron sobre el líder y antes de que éste pudiera reaccionar le pusieron una camisa de fuerza. Uno de los hombres de blancos se dirigió al oficial: “Este es el hombre, oficial. Se nos había escapado del psiquiátrico hacía más de un mes; menos mal que lo encontramos porque es peligroso”.
Al oír aquello, Néstor se dejó caer de rodillas mientras tapaba su rostro con las manos ensangrentadas, llorando como un niño. 

BOLÍGRAFO NUEVO (Eduardo Mariño)
...y tomó de nuevo, el recién estrenado bolígrafo. Con minucioso afán midió y aseguró cada palabra, cada silencio, cada intervalo de desazón y las molestias casi imperceptibles del rozar sobre el papel.
Comenzó su historia, (siempre dentro de la misma situación, los repetidos intentos de fuga y los habituales personajes):
No podía recordar el motivo de su melancolía. Era absurdo intentar recordar aquel nombre, no lo sabía; no sabía su nombre ni el del Ser que habitaba en su interior. Eran inútiles los intentos de arrancar al menos unas pocas señales —pistas— al silencioso devenir de la madrugada...
Planteó la consabida continuidad, el inconfesable final y la agonía de saberse incapaz de concretar una ponderada imagen de realidad; un caso de desinterés in extremis.
Sintió su auténtica sangre palpitar en sus ojos, quizás con la temblorosa intención de deslizarse y dejar un sublime rastro a lo largo de toda su inerte mejilla.
El bolígrafo nuevo, el más reciente hecho de constricción, cayó con verdadera prisa de sus manos; de sus manos al piso, del piso al cerebro en una enloquecedora descarga de recuerdos furibundos y aniquiladores. Ni siquiera se percató cuando lo levantó.
No había dudas, ella estaba en la puerta, desdibujando cada raya alrededor del ojo de la cerradura y perfeccionando indescifrables gestos con la punta de la lengua en aquellos diminutos labios. No podía dudar de que se encontrara en la puerta. El abrirla o no era una decisión de profunda trascendencia. ¿Y si desaparecía? ¿Si moría? ¿Si sus confusas personalidades se enredaban en sus dedos y no lograba zafarse jamás? Eran dudas justificadas de manera absoluta.
Estaba levemente adormecido por el vino ingerido. Había sido la última botella, un postrer recuerdo que había azotado sus nervios por semanas enteras. Estaba agotado, entristecido y somnoliento. Hoy los personajes reflejaban esas angustias al máximo. Algún día sería menos torturante el desarrollo de la trama, mas por los momentos, el vino era lo suficientemente anestésico.
Su vista se nublaba con más frecuencia en el último minuto. Al parecer el efecto del vino era tan desastroso en la botella cómo en su cuerpo; pensó que debería detenerse e irse a la cama, al fin y al cabo, así parecían quererlo los personajes. Había ahora nuevos ruidos en el cuarto, varias manifestaciones, etéreas y ocultas en las cortinas —«tras los cuadros, en las paredes»— pensó. Sin sorprenderse, volvió a notar el bolígrafo en su mano y continuó.
Se dirigió a la puerta. El marco se le antojó un ilusorio paso de desconocidas dimensiones y a nuevos miedos; tan nuevos como el que llevaba colgado a su cuello, atado a la ligerísima cadena de plata. Tenía un miedo aún más reciente, pero le era imposible recordar su nombre, ni el de la deidad que lo custodiaba. Sintió una extraña vibración al tomar el pestillo. Estaba muy frío, cómo si jamás hubiera podido robar algo de calor a una mano humanamente cálida y deliciosa...
¿Qué era eso? Él también tenía un nuevo miedo; prisionero en su mano describía ágiles evoluciones sobre el papel. La actitud lerda de los personajes se había esfumado ¡vivían! Ahora se sentía más despierto (el vino jamás revela sus verdaderas intenciones al común de los mortales).
Pausados golpes en la aldaba le estremecieron; ¿Quién podía tocar? El miedo nunca invoca a sus progenitores. El miedo estaba en su mano; nuevo y a la vez roído, roído hasta lo mínimo por los recuerdos que engendraba. Se levantó y corrió a la puerta, pensando en la continuación de la trama, embriagado por una rara premonición.
Sus dedos se aferraron al pestillo; el miedo palpitaba en la cadena... abrió la puerta, dejando entrar el frío hálito del silencio...
No pudo abrir la puerta.
Inexplicablemente el bolígrafo nuevo se había quedado sin tinta.
…sus ojos se quebraron con la tarde.

¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño)
El autobús realmente vibraba mucho, con todo ese movimiento, Nancy no podía regresar a sus carcelarias emociones de cuando niña. Así le había enseñado el tiempo inexorable y vil.
Al momento de subir, no sabía el nombre de su verdugo. Una señal de vida tan paradójica como su silencio ante la recia voz de él. Alguien le había comentado, pero ella no aceptaba la realidad del peligro. Para ella, los autobuses eran sólo máquinas, fierros sin vida ni espíritu inmortal. Enrique apareció de pronto, en la ingenuidad del colector. El misterio de amar, no era más que un recordatorio a su histérica situación de indeciso desinterés.
Una vez más el autobús crujió en una curva y de nuevo sintió ese vacío en su estómago. Nancy no estaba siendo en modo alguno autocompasiva, no era susceptible; pero aún así, tenía miedo de morir sin llegar a San Carlos. Para ella, eso significaba algo así como fallar a un precepto genéticamente implantado en sus uñas, en su bolsito negro y sus tarjetas amarillentas, llenas de nombres de novios, nombres que jamás eran absolutos. Todas tenían la marca de haberla llevado una y otra vez, a estar al borde de llorar y reír por un sepulcro de emociones; manchado tremedal de intencional desolación y silenciosas voces atrapadas en complicadas rayas, en almohadas sin funda, sin tela, sin gomaespuma, sin colchón, en fin, sin cuerpos que jadeen y griten.
Recordó de improviso que su Credo arrancaba con el mundo apesta y sonrió, pues era existencialista, nihilista, comunista, pero en el fondo, temía a la muerte antes de llegar a San Carlos.
Nancy, al parecer, nunca amó; podía mentirnos a todos diciendo que había amado a Enrique, pero él era como ese pedazo de historia que uno trata de hacer propio en tiempos de escolar. Enrique lloraba y Nancy reía mucho cuando los vi por primera vez. Por supuesto, ella ya me conocía; me creía tan malo y despiadado; comenzó a creerme el amo absoluto de su amor y de los hijos de aquella fuente de dolor, contemporáneos de mis estudios iniciales de Maestro. Pocas veces reí en su presencia, en cierta forma, yo mismo le temía. Era un temor especial, el de los Dioses que ven el acrecentamiento del poder de sus criaturas como un cierto peligro de olvido.
Un miedo diferente se apoderaría de ella, varios lustros después. Su pulso se aceleraba con cada kilómetro que recorría la unidad de ruta. Se aproximaba a San Carlos, justo donde estaba yo, esperándola; ella podía sentirme, lo sabía.
Luego de derrotarla en el peor juego de ajedrez de mi vida, llegamos a conocernos mucho. Realmente entonces fue cuando comenzó a temerme; a sentir ese miedo a sentir miedo, a adorar mis gritos y sentir verdadera fobia de mis silencios. Más yo no lo hacía intencionalmente; sólo era ella, la que creaba toda aquella situación. Rafael me lo advirtió para ese entonces. Luego, los hijos, la casa, domingos en familia y cosas así. Nancy comprendía mi frustración y trató de influenciarme el diablo sabe tentar, decía; entonces te tentaré, contestaba y un día ella lloró. Amargamente lloró. Yo tan sólo volé sobre la casa un par de horas y dormí con gran calma. Al despertar, ya no estaba.
El autobús frenó de pronto. Ella se sintió caer al piso, rodar, convertida en una sombra, y nada más.
Yo fui a su sepelio; Enrique me insultó, como siempre lo había hecho en los últimos años. Sus amigas (las que aún me recordaban), me nombraban con epítetos que ni Nancy conocía, todas me reprochaban.
No lloré.
Nancy, que era muy bella, no me reclamó
¿Acaso debían reclamarme ellas?

EL SILENCIO QUE TENÍA LA NOCHE. CERRAJEROS (Duglas Moreno)
No pude haber entrado de esa manera. Tuve que ser más sigiloso, digamos que precavido;  tal vez detenerme y echar un vistazo o dudar del silencio que tenía la noche. Sospechar al menos de la quietud de las ventanas. ¿Por qué descuidar así mi destino? ¿Cómo olvidarme mansamente del pasado? Debí suponer que los hechos de la conciencia son como brisa iracunda en ciertos parajes sagrados, como esas corrientes salvajes de agua devorando  los maizales en invierno. En la conciencia no dejan de pasar las cosas, nunca se detienen, revoletean como pájaros locos  y su acción, por muy pequeña que sea,  es siempre voraz, devastadora, implacable.
Muchas  veces imaginé su silueta saliendo por cualquier pasadizo de la casa.  Siempre estuve seguro de  que él tampoco había olvidado lo que nos dijimos esa tarde. ¿No sé cómo entré tan  descuidado esa noche? Pensaba siempre que llegar a una casa  y cerrar la puerta, era como entregarse,  sin premura, a lo desconocido. Era algo así como decirle: aquí estoy, puedes cumplir con una parte del trato. Tal vez brindarle un chance para que fuese él,  y no yo,  el que cargase con la pesada conciencia de la muerte. Dando    la última vuelta a  la llave,  una  imagen terrible vino a dar sobre mi rostro.  La mano de un hombre con un viejo puñal se apareció entre las sombras. El filo del puñal se dejaba correr como si nada; parecía que lo habían afilado en las ráfagas luminarias de la oscura noche.  Lo que tenía delante de mí, y no digo menos, era la fiereza de un enemigo viniendo de los infiernos.  Después solo quedó una figura humana caída en un mar de sangre. 
Al día siguiente la prensa reseñó: viejo cerrajero fue asesinado en su taller. Tomé el periódico y lo metí entre mis brazos, lo apretaba fuerte y sonreía porque  había cumplido mi palabra. Era una sonrisa triste, con llanto, nerviosa, huidiza. No sé si recordaría, al realizar el último gesto, mientras cerraba la puerta,  la tarde cuando nos juramos la muerte. Ya no tengo nada que hacer,    ahora solo   trato de olvidar su rostro pálido y  angustiante lleno de plegarias. Ya sé que hay algo más lacerante que los recuerdos. Algo que hiere  y perfora en lo hondo del alma. Puedo decir ahora, mientras huyo, que nada  es más terrible que esa nostalgia por la conciencia limpia de  toda muerte.