Imagen en el archivo llanero de Santos Quiroga
SOBRE LA INVENCIÓN DEL ASESINATO
Un señor flaco como palo de
escoba y cuyo nombre era Thomas De Quincey, de humanidad microscópica y de
andar desgarbado, cuando el tiempo se lo permitía, solía desplazarse entre las
calles de Londres. Su tocayo Thomas Carlyle lo llamaba El enano.
A De Quincey le gustaba el
aliño, es decir, meterse opio hasta en los forros. Si hubiese vivido en
nuestros tiempos, este señor seguramente habría sido otra víctima del
narcotráfico y en lugar de opio habría utilizado otras sustancias peligrosas
como la marihuana, el LSD, la cocaína, el basuco e inclusive hasta la misma
piedra.
Cuando sus amigos le
preguntaban el motivo por el cual se metía tanto opio en la nariz, de inmediato
contestaba que su adicción atendía a un constante dolor de muelas que lo
atormentaba. Si alguno de sus amigos argumentaba que optara por extraerse la
muela, de inmediato lo enviaba al carajo. Quizás le gustaba tanto el dolor de
muelas como el consumo de opio.
Esta situación sacaba de sus
cabales a su mujer. Ella se llamaba Margareth y tanto la angustiaba el estilo
de vida de su marido que en algunas ocasiones intentó suicidarse.
Lamentablemente no logró su cometido y su extraño consorte continuó sus
sesiones opiáceas que trataba de justificar con su dolor de muelas. Por
instancias de su mujer, algún día las autoridades lograron detenerlo y lo
instigaron para que se extrajera la muela y por ende el vicio de atosigarse con
el opio. Pero De Quincey, en lugar de arrancar de su vida el dolor de muelas y
el consumo de la droga, prefirió arrancar de su vida a su mujer.
Margareth fue la esposa de
un hombre genial que, como todos los genios que han circulado por el mundo,
muchas veces fue ganado por un poco de excentricidad, por un poco de locura y
por un deseo inusitado de inventar cosas atípicas. Quizás Margareth descansó
cuando De Quincey la abandonó. Para cualquier mujer no resultaría fácil
convivir con un hombre demasiado inteligente, con un encumbrado del
pensamiento, con un desalineado. Ella no soportaba permanecer al lado de un
tipo que deliraba en las horas nocturnas, con alguien que jamás tuvo solvencia
con sus acreedores, un paradigma lleno de abulia para lo pragmático y a quien
poco le importaba la infidelidad, el hogar y el honor. Se ha comprobado que
ninguna mujer es feliz viviendo al lado de un maniático consumido por un exceso
de horas dedicadas a la lectura y a la meditación. De Quincey era una perenne
víctima de la bancarrota total y en su eufemismo solo buscaba crear algo que no
hubiese sido creado. Como lo hizo Honorato de Balzac, cuanto más lo perseguían
las deudas, menos le preocupaban los acreedores. Su objetivo se centraba en el
pensamiento, en la creación, tales eran sus riquezas, y en lugar de intentar
acumular una fortuna en oro dedicó su vida a atesorar sus reflexiones. Sus
libros eran los únicos artículos de propiedad con los cuales podía ser más rico
que sus vecinos. La pobreza solamente era una circunstancia.
Además de eso, el estilo
literario de Thomas De Quincey fue muy original. Subvertía la lógica y el buen
sentido burgués de los británicos. Se reía de las religiones y de los autores
serios. La literatura no era más que un juego. ¿Para qué tomarla en serio? Más
que tratar de escapar de su dolor de muelas se drogaba tratando de escapar de
su inteligencia superdotada.
Durante algunos días fríos y
tediosos, en el suburbio neoyorquino de Queens, releí uno de los más hermosos
libros de Thomas De Quincey, El asesinato como una de las bellas artes, y en
ese ensayo el opiáceo afirma que Caín debió ser un genio de primera clase pues
fue Caín, y nadie más, quien inventó algo tan genial como el asesinato. El
cuerpo del delito estuvo conformado por su hermano Abel. Por tal motivo, Abel
también debería ser considerado como el primer cadáver de plástico de la
historia. De haber sido así podríamos afirmar que las narraciones policíacas no
fueron inventadas por un desesperado llamado Edgar Allan Poe, ni siquiera por
un remoto chupatintas del oriente, sino por quienes redactaron el Antiguo
Testamento.
Sin embargo, la mayoría de
los entendidos se empecinan en asegurar que fue Edgar Allan quien inventó el
relato policial. Quizás podamos aceptar tal idea para no caer en polémicas de
callejón, pero de lo que no me queda la menor duda, luego de leer el sublime
ensayo de Thomas de Quincey, es que el mono que cometió los asesinatos de las
Lespanaye en Los crímenes de la calle Morgue, acción que dio lugar al relato
policial en occidente, no fue el inventor de los cadáveres de plástico. En síntesis,
también me ha dado por pensar que el inventor de los cadáveres de plástico fue
uno de los antiguos redactores del Viejo Testamento.
Este cuento, lo escribí hace
más de un año, un día cuando fui a buscar a Urania en el Aeropuerto
Internacional Simón Bolívar y de regreso encontramos una tranca en la vía
debido a que estaban saqueando un camión que transportaba carne.
EL PECADO DE AMELIA DUARTE
Amelia Duarte vio llegar al
ángel de su vida durante el transcurso de una Semana Santa. Entró por la nave
de la iglesia San Roque, se acercó a ella durante algunos días y luego, por una
extraña jugada del destino, pudo ver como se alejaba para siempre.
Su vida estaba marcada por
Dios. Sus obligaciones en ese sentido consistían en mantenerse pura y aislada
del pecado. Siendo muy pequeña, alguna vez le preguntó a su madre qué era el
amor. Su madre le contestó:
-Es un pecado.
Por ese motivo, sólo tenía
conciencia de dos lugares infalibles hacia los cuales tarde o temprano debería
encaminarse. Estos sitios no podían ser otros que el cielo y el infierno. Su
madre, viuda y bienaventurada consagrada a los oficios del santuario, no le
había inculcado otra creencia. De igual modo, las Hijas de María, el padre
Marini y el resto de las beatíficas del templo le habían advertido que el
infierno era una caverna negra y pestilente en forma de embudo que ramificaba
sus tormentos hacia el centro de la tierra. Ese lugar estaba destinado al
sufrimiento de los pecadores. En cambio del otro lado se encontraba el premio,
el paraíso, el cual era un espacio límpido, abierto, sin contaminación alguna y
oloroso a desinfectante. Entre sus pasadizos caminaba Dios con sus grandes
chancletas de peregrino. Allí se reunía con los elegidos quienes eran atendidos
por ejércitos de arcángeles como si fueran turistas de primera clase.
Amelia ya estaba por los
diecisiete años. Era una muchacha de carnes tentadoras. Poseía alargados ojos
de ébano, rasgados y bonitos, y su cuerpo, en lugar de estar diseñado para el
cielo, parecía estar apto para concursos de belleza. Desde muy pequeña, su
madre la enseñó a leer las Sagradas Escrituras y, para variar, le permitió los
cuentos de Perrault y de Hans Christian Andersen. Influida por las personas que
la rodeaban y por el peso de sus lecturas, sus sueños tenían mucho que ver con
Dios y con la llegada de un príncipe azul.
Su madre enviudó muy
temprano y luego de quedarse sin marido se convirtió en una mujer católica y
autoritaria. Su norte era seguir el camino que conduce al cielo. Seca y amarga
como la hiedra, la principal finalidad de sus ayunos consistía en evadir las
constantes trampas del demonio que conducen al pecado. Entre esas triquiñuelas
pecaminosas no dejaba de incluir al amor.
Durante mucho tiempo, Amelia
no hizo otra cosa que cumplir las órdenes de su madre. Pero a principios de una
Semana Santa, su anhelo por Dios fue sustituido por la figura de un príncipe
azul. Lo vio entrar al templo de San Roque un día domingo de ramos cuando la
nave se encontraba congestionada debido a la inminente llegada de la Semana
Mayor. Entre cientos de feligreses que acudían a la misa de mañana para dar
inicio a la vida, pasión y muerte de Jesús, descubrió al ser prometido de los
cuentos infantiles. Allí se encontraba cerca del señor cura. Parecía un ángel
prestado a la parroquia. Ayudaba a repartir entre la congregación los ramos de
palma bendita.
Al siguiente día, Amelia se
sorprendió al encontrarlo en la procesión. Estaba vestido como Nazareno y al
frente de la multitud se escudaba de los ataques del infierno y arremetía
contra el demonio con un candelabro y un braserillo que regaba humo de
incienso. Entonaba cantos a Jesús Atado que eran coreados por la multitud.
Perdona tu pueblo, Señor,
perdona tu pueblo,
perdónalo, Señor …
La madre llevaba a Amelia
Duarte tomada de un brazo y ella se ruborizó cuando un pensamiento de amor
logró colarse entre sus cánticos. Fue un sentimiento repentino y fustigante
idealizado por su profunda fe. En él, el mancebo inmaculado, centro de su
instantáneo fervor, exhibía blanquísimas alas sólo comparables a las del
arcángel Gabriel.
Por las espinas que te
pincharon,
por los tres clavos que te
clavaron
perdónales, Señor…
En algún momento, Amelia
Duarte se persignó al creer que caía en una trampa del demonio. Pero al día
siguiente, durante la procesión de La Dolorosa, el mundo se le vino encima
cuando descubrió que los ojos del arcángel vestido de Nazareno se fijaban en
los suyos. Fue como un choque de trenes, como dos galaxias fundidas en un solo
cataclismo.
El día Miércoles Santo,
Amelia Duarte intentó escapar del pecado buscando la cercanía de un Jesús
melancólico que llevaba una cruz a cuestas. Pero el joven Nazareno abandonó el
frente de la comitiva. Echó a un lado el braserillo y el candelabro y caminó a
su lado replicando a los responsos del padre Marini. Amelia no pudo hacer otra
cosa que temblar y darse golpes de pecho a causa del amor que parecía estarla
matando.
Pero el pecado tomó fuerza
el día Jueves Santo, fecha en la cual no salió la procesión. Los feligreses se
dedicaron a la adoración del Santo Sepulcro. Ese día, el demonio logró su
cometido.
La madre de Amelia Duarte
salió ese día a visitar los siete templos y ella se dirigió a la iglesia San
Roque para dar inicio a la vigilia. En ese momento, el padre Marini se
encontraba en su siesta matinal. En la sacristía encontró al hermoso Nazareno.
Ella le entregó unas flores que llevaba y en el acto de entrega él la tomó de
las manos.
-Pareces una virgen-le dijo
él.
-Y tú eres tan hermoso como
el arcángel Gabriel-replicó la muchacha.
No fue más que un agarrón de
manos. Pero el pecado de amor se consumó el Sábado de Gloria. En el preciso
momento cuando el cura italiano bendecía al fuego, ellos se quemaron en un beso
ardiente que hizo temblar a la sacristía.
El día Domingo de
Resurrección, el hermoso Nazareno se marchó del templo de San Roque. Jamás
volvió a saberse de él. Dicen que fue un forastero que llegó en esa Semana
Santa para cumplir una promesa. La madre de Amelia Duarte la condenó a
convertirse en otra beata de la iglesia.
RAPIÑA
El cabo segundo de la
Policía Metropolitana, Pascual Alejandro Mantilla, se encontraba sentado ante
la mesa de pantry saboreando un café negro y leyendo la página de sucesos del
diario Últimas Noticias. En un anexo de la casita se escuchaba el ruido de un
televisor. Esperaba la arepa frita con huevos y mortadela que en la cocina le
estaba componiendo su mujer Delia Figueroa de Mantilla con quien llevaba casado
veintitrés años y cuatro meses y medio. Delante de él, sobre un mantel
plástico, rojo y a cuadros, reposaban unos periódicos, un yesquero y una caja
de cigarros. Vivían en la cumbre de un cerro aledaño a la autopista Caracas-La
Guaira y a través de la ventana podía ver el movimiento de la vía. Comenzaba a
caer la tarde, bajaban las brisas del Ávila y el tráfico se hacía más pesado.
Mantilla traqueteó la
lengua. En aquel momento leía la crónica sobre un hombre que fue asesinado a
machetazos por su propio hijo porque no quiso compartir con él un trago de
aguardiente. No era la primera vez que leía una noticia así. El suceso ocurrió
la noche del sábado en Naguanagua, luego de que el presunto homicida regresara
de una fiesta a las tres de la mañana con su cuerpo lleno de alcohol y
marihuana. Sacó a su padre del cuarto y puso la botella frente a él para que se
empinara un trago. En vista de que el viejo se negó se transformó en un
energúmeno, buscó un machete y le tumbó la cabeza. En la misma página del
periódico aparecía una fotografía de la madre del asesino, desgreñada, llorosa
y desesperada dando fe de la ética de su hijo y asegurando que todo fue un
accidente. El cabo segundo Pascual Alejandro Mantilla probó otro poco de café,
chasqueó la lengua, mojó el dedo índice con saliva y pasó a revisar otra
noticia: A un fiscal de tránsito terrestre le dieron una puñalada por estar de
matraquero. Cayó la banda Los menudos con doce paquetes de basuco. Aquel fin de
semana hubo un récord de crímenes en la ciudad de Caracas, se contabilizaron
doscientos setenta y cuatro cadáveres en la morgue de Bello Monte. Pero el cabo
tenía mucha hambre. Percibió el olor de la mortadela frita. La arepa y los
huevos estaban chirriando en otro sartén. Chasqueó la lengua y pasó a leer otra
noticia. Eso de chasquear la lengua era una maña que tenía el cabo, una mala
costumbre que a veces lo hacía reñir con su mujer y a veces con sus superiores
cuando se encontraba de guardia.
***
Al cabo segundo de la
Policía Metropolitana, Pascual Alejandro Mantilla, le gustaban los malos
hábitos alimenticios. Tomó el cuchillo, le abrió la barriga a la arepa y la
untó con mantequilla y mayonesa. Luego metió entre los dos pedazos los huevos y
el pedazo de mortadela frita. Eso seguramente no lo debió hacer. El cardiólogo
le había prohibido aquella práctica alimenticia. La última vez, su mujer lo
llevó de urgencia al hospital, se sentía mareado y con un dolor en el lado
izquierdo de su pecho. El mismo cabo le dijo al médico lo que sentía. Doctor,
parece que fuera un preinfarto. El médico lo miró con una sonrisa sardónica.
Los preinfartos no existen, le dijo, así como tampoco existe el semicuero. O es
cuero o no es cuero. O es infarto o no es infarto, pero las cosas no pueden ser
a medias. Tampoco existe la semivaca. O es vaca o no es vaca. Así les dijo el
facultativo burlándose de su enfermedad. Lo examinaron, le hicieron un
electrocardiograma y le diagnosticaron una fisura en el miocardio. Sí, era un
infarto. De vaina está vivo, dijo el médico. Si quiere vivir algunos añitos
más, debe dejar de beber café, debe dejar de fumar y de comer frituras. Nada de
mayonesa, nada de mantequilla, nada de aguardiente, nada de embutidos, nada de
arepas ni de huevos fritos, nada de refrescos ni de tabaco. Pare la caña,
ciudadano. Si no la para es porque usted mismo no se quiere.
Mantilla estaba sobrepasado
de peso, le costaba respirar, tenía tapadas las coronarias. Además del grasero
que se tragaba, todos los días se bebía diez tazas de café retinto, se fumaba
dos cajas de Marlboro y apenas salía de guardia en el comando se metía doce o
catorce tercios. Cuando comía ponía el frasco de mayonesa frente al plato de
comida. Una cucharada de comida, una cucharada de mayonesa. Se estaba matando.
Medía uno sesenta y siete y pesaba ciento cuatro kilogramos. Estaba pasado de
peso. Antes anduvo en moto, pero ya no podía. Ahora lo cargaban en la patrulla.
Era una bomba de tiempo a punto de explotar. Contaba cincuenta y un años de
edad y todavía le faltaban tres años para la jubilación. La mujer no discutía
con Mantilla porque Mantilla era una autoridad en la calle, en el comando, en
el cerro y hasta en el rancho donde vivían. Mantilla mandaba más que un
alternador. Apenas era un cabo segundo, pero mandaba más que un general en
jefe. Cuando el médico lo mandó a hacer dieta, de inmediato su mujer fue a una
feria de hortalizas y compró espinacas y zanahorias. Mantilla le dijo que él no
era Popeye para estar comiendo espinacas. Cómetelos tú si te da la gana.
Cómetelos tú, es una orden. Mantilla era una autoridad. Las órdenes de Mantilla
se cumplían. Entonces Delia Figueroa de Mantilla, su sometida mujer, se comió
las espinacas y las zanahorias y él se siguió atragantando de café, de
aguardiente, de grasa y de tabaco.
***
Cuando el cabo segundo de la
Policía Metropolitana le pegó el tercer mordisco a la arepa rellena con
mantequilla, huevos y mortadela, sintió que la manteca se le chorreaba entre
las encías y que algunas virutas de masa se depositaban en uno de sus
premolares cariados. Chasqueó la lengua, se aspiró la muela picada y al mismo
tiempo se metió un buen buche de café. Entonces, cuando estiró su mirada que
cruzó como un rayo la ventana para ir a caer en la autopista, se dio cuenta de
que el destino se le torcía a un pobre conductor. Un camión con cava
frigorífica perdía el control y se estrellaba contra las defensas de un puente.
Por poco no se fue hacia el fondo del barranco. Mantilla lo pudo ver todo, como
si se tratara de una película. La cabina de mando se torció con el impacto. El
cargamento se ladeó y casi en cámara lenta comenzó a caer a un lado del
viaducto. Salía un poco de humo y un poco de polvo. De inmediato comenzaron a
detenerse los motorizados. Era como un enjambre de abejorros esperando la orden
de la reina. Y la orden no se hizo esperar. Fue precisamente una mujer que
venía de parrillera la que pegó el primer grito: “! Vamos a saquear esa
mierda!” De inmediato comenzó el festín. Desesperada, la muchedumbre saltó
sobre el voluminoso vehículo y forcejeando unos contra otros comenzaron a
apoderarse de las cajas de carne congelada. Mantilla sintió que el corazón se
le comenzaba a acelerar. Delia Figueroa de Mantilla, su mujer, una vieja pelo
cano que quizás lo sobrepasaba en edad, le pidió que llamara al comando. El
cabo tomó el teléfono y llamó de inmediato, pero le informaron que ya conocían
del caso y que hacia el sitio del siniestro se desplazaban unidades policiales.
La muchedumbre que saltaba sobre la cabina de mando ni siquiera reparaba que
adentro de ella el chofer se encontraba moribundo. Prácticamente terminó de
morir pisoteado por los saqueadores. Pocos minutos después, Mantilla y su
mujer, desde la ventana de la casa, pudieron constatar que, por fin, la policía
entraba en la escena tratando de impedir que el saqueo continuara. A partir de
ese momento comenzó lo peor. Cientos de motorizados que desvalijaban el camión
se enfrentaron a pedradas contra los funcionarios policiales. La policía
repelió el ataque con bombas lacrimógenas y los motorizados saltaron sobre sus
máquinas como cowboys sobre caballos salvajes. Muchos de ellos, para magnificar
la proeza, comenzaron a atracar uno por uno a los ocupantes de vehículos que se
hallaban detenidos por la tranca que se había formado. Caía la noche y ellos se
marchaban felices exhibiendo sus trofeos: cajas de carne congelada, cadenas de
oro, carteras, celulares, dinero en efectivo… Mantilla no pudo con la escena.
Sentía el corazón muy acelerado.
-Mujer, ayúdame. Llévame a
acostar un rato. Yo creo que no voy a cumplir guardia esta noche en el comando.
Siento que tengo alta la tensión.
Se escuchó una sirena. Se
hicieron presentes varias ambulancias y patrullas policiales y se llevaron el
cuerpo del chofer. Las autoridades cargaron con el resto de la carne congelada.
Había llegado la noche y el silencio. El camión siniestrado parecía un buque
fantasma encallado en el misterio.
Otros cuentos Julio Romero Parra
El Nazareno (Leyendas,
cuentos y teatro) Varios autores http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/el-nazareno-leyendas-cuentos-y-teatro.html
Leyendas y cuentos cortos
venezolanos (43) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_14.html
Leyendas y cuentos cortos
venezolanos (42) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_15.html
Leyendas y cuentos cortos
venezolanos (41) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_13.html
Leyendas y cuentos cortos
venezolanos (36) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_8.html
Leyendas y cuentos cortos
venezolanos (35) Varios autores
http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/leyendas-y-cuentos-cortos-venezolanos_7.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario