LA BOLA DE FUEGO
Cerca de las 13 mil hectáreas de los
ingleses, Tito y Antonio sembraban a medias en 13, para ustedes los humanos que
todo cuantifican, representaba 0,1 por ciento la parcela de Don Antonio con
respecto a los musiús. Siempre voluntariosos e incansables, trabajaban pensando
poco en las diferencias de sus ranchos de barro con las mansiones gigantes de
los latifundistas.
Una tarde-noche, como muchas, se fueron a
cazar, Tito pasó el día mimando su escopeta y empacando las provisiones de
siempre. Se fueron directo a un lugar llamado Las Babas, muy cerca de los
linderos de Gabinero, otro hato gigantesco reproductor de desigualdad. Por toda
esa zona abundaban las lapas y los venados, carne para salar no faltaría a ese
otro día en los ranchos de María Ramona y María Esperanza, sus esposas.
En el camino los abrigó una noche típica de mayo,
muy oscura y sin luna, ideal para cazadores que no quieren ser vistos. Tras un
par de horas caminando aguardaron al pie de una ceiba, de espaldas al estero de
sabana donde se reunían los venados, muy cerca de una laguna llena de babas
hambrientas.
Sin perder la paciencia, Tito y Antonio hablaron alegremente mientras mascaban chimó, entre cada escupida miraban buscando la posible víctima. Tito habló de la última pelea de los pesos completos, contó a Don Antonio lo rápido y fino que andaba Foreman, un novato que a pesar de la derrota fue un rival digno. “Será el próximo campeón”, dijo con su sapiencia de analista.
La media noche llegó y ningún venado se
acercó. De pronto, mientras comentaban lo bueno que sería su próxima cosecha de
yuca, divisaron a lo lejos una luz tenue que flotaba lentamente sobre la
laguna. De un rojo pálido, fue cambiando a uno cada vez más fogoso mientras
crecía y se movía en dirección a la ceiba que cubría la espalda de los dos cazadores.
“Ave María purísima, esa es la bola de fuego compadre”, exclamó Tito con el
aliento helado.
Recostaron su espalda en la ceiba, cerraron
los ojos con una fuerza inusual y empezaron a proferir oraciones que ya no
recordaban, pero que creyeron de utilidad ante el espanto acechante. La bola
les pasó a veinte metros y empezó a girar en círculos a su alrededor, entre
giro y giro se hacía más grande y brillante, más caliente y fulgurante. Al cabo
de dos giros, ambos divisaron un rostro severo dibujado en la parte frontal de
aquella masa de candela, fue entonces cuando en sus oídos retumbó una risa diabólica
y espeluznante, capaz de enloquecer al más fehaciente de los siervos de Dios.
Aturdidos y sin saber qué hacer, optaron por proferir insultos al espanto de la sabana, así fue en un tiempo corto y desesperante hasta que siguió de largo aumentando los decibeles de su risa. Segundos después desapareció a la distancia.
Tito y Antonio estaban lelos, podían oír cada
uno los latidos de su corazón, así que optaron por cargar sus bastimentos y
partir de regreso a casa. No cruzaron palabra alguna en el camino y cumplieron religiosamente
cada oración e insulto que ahuyentara a los espíritus perdidos del monte, único
acuerdo que el miedo les dejó pactar. Prometieron no salir más nunca a cazar
sin algún escapulario o frasco de agua bendita, no querían volver a toparse con
la bola de fuego.
Llegaron a casa entrada la madrugada y con
las manos vacías, María Esperanza recriminó el hecho pero contaron de
inmediato. María Esperanza le dijo a Antonio con su voz de pito: “Eso es porque
ustedes no acompañan a sus mujeres en el rosario, ahora quién sabe cuándo nos
comeremos un salaito”.
Faustino Morales era el comisario mayor de
Las Vegas en los años 40, la primera autoridad civil y el encargado de encausar
a todo aquel que se atreviera a distorsionar la paz y el orden.
Tito era un comisario menor, encargado de
velar por el orden en todo el sector que llamaban El Espinal hasta la zona que
los “musiús” nombraron San Marcos.
Aureliano Valor, llanero fuerte y recio, se
encargaba desde Camoruquito hasta Flor Amarillo. Todos podían ejercer el cargo
sin que este les impidiera realizar otras actividades cotidianas o labores como
las que Tito realizaba en El Charcote, las de liniero.
En un julio lluvioso, Tito debió poner en
cintura a dos niños que se robaron la cosecha de maíz amarillo del conuco de
María de la Cruz Mena, eran los hijos de la partera Doña Eloisa González.
Eloisa lavaba la ropa en el caño Buen Pan, cuando
vio pasar a sus muchachos con un saco lleno de mazorcas tiernas, ideales para
sancochar. Los viejos de antes eran gente muy honrada, preferían morirse de
hambre antes de hacer cualquier cosa que atentara contra la moral y las buenas
costumbres; ninguno de su estirpe había sembrado maíz aquel año de invierno tórrido,
por lo que de inmediato los interpeló con una voz melódicamente severa: -van a
ustedes a decirme, ya mismito carajitos del carrizo, de dónde sacaron ustedes
ese maíz-.
Ambos se miraron los ojos y descubrieron el terror
que les detuvo el aliento, no terminó el hermano mayor de pronunciar la primera
silaba de una palabra desconocida cuando Eloisa asentó una cachetada certera en
su rostro, rauda elevó armónicamente su otra mano y repitió la dosis en el
menor.
-Ahora mismo vamos a devolver esta cosecha, porque
o son honrados por las buenas, o son honrados por las malas-. Las inflexiones
militares en la voz de Eloisa no dejaban opciones a los dos hermanos, quienes
con lágrimas en los ojos condujeron a su madre hasta el conuco de María de la
Cruz, el saco era más pesado ahora.
Sonrojada de vergüenza, Eloisa prometió a María
de la Cruz darle a sus hijos una cueriza para que aprendieran la lección,
también mandó a llamar al comisario de El Espinal para aumentar la reprimenda.
Tito atendió al pie de la letra la solicitud
de Eloisa, -sea severo en el castigo a ver si van a volver a robar-, le dijo aún
ruborizada.
Los dos hermanos, tuvieron que atender y mantener limpio y sin malezas el conuco de María de la Cruz por seis meses. Cuidaron y limpiaron el maíz, desmalezaron a diario la yuca y después arrancaron las raíces que ya estaban listas para el consumo, removieron las vainas regordetas de las matas de quinchoncho, las secaron, desgranaron y entregaron en paila a María de la Cruz. Una vez concluidos los seis meses de dura faena, Tito fue hasta el conuco y les informó del fin del castigo, colocó sus manos sobre sus hombros y les pidió con los ojos enternecidos: - sean buenos hombres-.
CIRILA LA BUENA
En un gesto ingrato, Dios la olvidó en sus
últimos días, de ella que vivió a su servicio. El sufrimiento final de su
cuerpo mortal parecía liberado de toda superficialidad terrenal, cada segundo
de delirio era inconsciente, sin dolor en el espíritu, sin nadie para añorar
porque el olvido se encargó de aniquilar a todos.
La tía Cirila era la mujer más buena y
desprendida que jamás conocí, la única que vi pensar de una forma y actuar de
la misma en un mundo lleno de incongruentes.
Tenía las caderas fuertes, como buena negra, los
ojos negros, grandes y profundos, gestos afables y alma pura cual delfín; de su
piel se desprendía el aroma digno de los humildes, mezcla del humo del fogón y
el dulce de sus conservas de coco.
En los bolsillos de sus batas de adulta
mayor, no faltaba un rosario, una estampita de la virgen María y un catecismo
pequeño. En su corazón no faltaba la voluntad de evangelizar de acuerdo a los
principios de la fe católica.
Decía que necesitaba poco para vivir, los
bloques requeridos en su casa pequeña y oscura, prefería verlos edificados en
alguna casa de Dios, siempre más grande, espaciosa y cómoda que la de sus
siervos pueblerinos. A Cirila no le preocupaban esas cosas, era una idealista
convencida e intachable. “Dios me lo bendiga y la virgen me lo cuide”, exclamaba
con tono firme cuando, desde el alma, le echaba la bendición a sus numerosos
sobrinos o alumnos del catecismo. Todos la amaban y deseaban tenerla de abuela
para recibir su amor de aura celestial.
Contar su vida al detalle es harto difícil,
por alguna razón nadie refiere nada, quizás el respeto a su aureola de santa
impedía a los demás mencionar anécdotas reveladoras, ella tampoco habló de su
vida personal, sólo usaba su retórica de misa para presumir de sus servicios a
Dios.
La segunda de las hijas de Cruz y Felipe, la
que llamo la atención de Tito por sus caderas esculpidas por un artista ducho,
se enamoró de Antonio Tovar cuando aún no distinguía entre el amor y la
obsesión, entre el aliento y el desaliento.
Se casó con él, agregó el “De Tovar” por
delante del Mena en su cédula de identidad y firmó el pergamino de sus
amarguras y maltratos.
Se fueron a vivir a una finca muy cercana a
San Carlos, a ser medio peones y medio esclavos como eran todos por entonces.
Antonio Tovar era mitad negro y mitad indio, de
carácter recio y alma oscura, no conocía la ternura y actuaba como borrego
serenatero cuando de enamorar una hembra se trataba. Así sedujo a Cirila una
tibia mañana de abril a orillas del Buen Pan, mientras lavaba las camisas que
Don Felipe usaba en los bailes. “Si comparo su belleza con esta extensa llanura,
seguro que me regala la miel de su ternura”, le cantó con voz de coplero
alegre.
Cirila lo miró ocultándole cualquier
expresión que delatara la explosión de sus sentidos, pero la forma de bajar los
ojos y el movimiento de sus hombros le dieron a Antonio razones suficientes
para avanzar.
A los pocos días, luego de febriles amores clandestinos,
Antonio Tovar pidió su mano a Don Felipe, vestido de limpio para tapar su
espíritu egoísta y posesivo. A Cruz no le agradaba el mulato, su instinto le
susurraba el mal genio del nuero, un día le oyó decir: “Es que así hablamos los
llaneros, duro pa que los demás se asusten”. Le pareció una aberración, pero
dejó el asunto a Dios, decía que él siempre se encargaba de las cosas complejas
y en la que los hombres no podían hacer mayor cosa.
Fueron años duros para Cirila, se levantaba temprano
a pilar el maíz, freír el perico, colar el café y montar las arepas, luego
pilaba el arroz, escogía los quinchochos y si había, sazonaba la carne para el
almuerzo; para la cena, con el sol ya zambullido, repetía la tarea de la
madrugada.
La golpeaban casi a diario, Antonio era
paranoico y machista. Un día le moreteó el ojo izquierdo por culpa de su bondad,
cuando le sirvió otro poco de café a un obrero que lo pidió amablemente.
Antonio, como buen machista, confundió cortesía con coquetería, dejó pasar unas
horas pero, antes de irse a dormir, le propinó un golpe en el ojo que dolió
mucho más en su alma buena.
Fue el colmo, en medio del llanto silencioso prometió
librarse de aquel tirano pendenciero a toda costa. Calculó sus posibilidades y
se puso manos a la obra. Un domingo, después de su oración mañanera, le pidió
perdón a Dios y al dueño de la finca por lo que iba a hacer. Aprovechó la rasca
formidable que dormía Antonio en su chinchorro y partió junto a una pareja de
obreros maracayeros que se devolvían a su tierra y le prometieron alojo
mientras se establecía.
También eran seguidores vehementes de la iglesia
católica, apostólica y romana, por lo que ofrecieron ayudarla a encontrar
cualquier trabajo en alguna parroquia donde algún cura necesitara una mujer de servicio.
Cirila se marchó decidida y sin dudas, jamás volvería a ver al hombre que
aportó solo amarguras y un apellido en la cédula.
Su vida en Maracay también es un misterio, querido
trovador, sin detalle mayor lo único que trascendió fue que ayudó a criar
varios muchachos, entre ellos aquel pelotero que llamaban “El Come Dulce”.
Decidió adoptar o ayudar a criar varios niños porque ella no podía tener hijos,
al menos eso cuentan, algo tenía en su vientre que evitaba el cuaje. Dicen que
logró tener una niña de un amante desconocido, pero murió por ser un ángel que
el señor reclamó, al menos en esa idea llena de fe encontraba consuelo.
Su capacidad de amar aumentaba a diario, lo mismo
que su pasión y servicio a la fe, en Maracay se convirtió en una catequista
excelsa, gracias al aporte de un cura noble y coqueto, que la acogió en su parroquia
afirmando que se trataba de un ángel de los llanos, enviado por la divina
providencia a la ciudad para formarse en la prédica de la buena nueva.
En 1984 regresó a Las Vegas, antes de salir
le prometió al cura ayudar a construir una iglesia y fundar una parroquia en su
caserío. Cumplió su promesa.
Compró un terreno cercano a su hermana María,
su dilecta, la cantidad de sobrinos creció exponencialmente, otros venían en
camino y eso la ponía feliz. Con la ayuda de dos albañiles ebrios levantó una
casita de bloques errantes y paredes encorvadas, una cajita de fósforos en la
entrada de un solar gigantesco que sembró de palmeras, mangos, semerucos,
aguacates, albahaca y otras hierbas.
Vivía sola y feliz, su amor maternal lo
entregó sin medidas a todos sus sobrinos y, muy especialmente, a la iglesia.
Inició una serie de acciones orientadas a fundar una parroquia y construir una
iglesia, pero antes debía meter a Dios en los corazones de sus vecinos en El
Espinal.
Como si fueran tareas dirigidas, dictó en casa clases de catecismo a niños y adultos. Cada 01 de mayo, le rezaba a una cruz forrada con palmas al fondo de su calle, que por eso empezó a llamarse “calle La Cruz de El Espinal”; y conformó un equipo de doñas convencidas de su fe para promover la construcción de una capilla en El Espinal, para tener una casa de Dios más cercana y propia que la de Las Vegas.
El 03 de abril de 1993, fue inaugurada la
Capilla Nuestra Señora del Valle y Cirila fue más feliz que nunca. El padre
Paco dio la homilía de apertura y bendijo con agua a la cruz de madera que él
mismo pondría en la parte superior del altar principal.
El padre Paco era un español de ojos color ámbar,
cara de príncipe británico y piel de porcelana, su carisma y picardía aumentó
considerablemente el número de feligreses en Las Vegas, especialmente la de
jóvenes con caderas nerviosas y refinadas señoras de cinturas turbadas.
Durante su estancia en el pueblo, surgió todo tipo de historias promiscuas. Tal punto alcanzó su fama de don Juan, que las doñas rezanderas regaron en la gente el cuento de que La Sayona estaba saliendo.
Textos tomados del libro "Estamos hechos de recuerdos" (San Carlos, 2020), publicado por El perro y la rana, Imprenta Regional Cojedes.
Lea otros cuentos de Héctor Nuno González en:
Leyendas y cuentos cortos venezolanos (23)
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