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viernes, 21 de agosto de 2020

El crimen perfecto y otros cuentos de Julio Romero Parra

 

La detective estaba cerca de resolver el crimen. 

Imagen en el archivo de María Eliza Duque, San Carlos Cojedes


UNA VISITA AL CONSULTORIO 

Urania quiso hacerse un chequeo cardiovascular y la llevé a una clínica situada en forma diagonal a la antigua funeraria La Equitativa. Muy cerca de Farmatodo y de Burguer King.

Entrar a la antesala del consultorio me causó una gran sorpresa. El lugar se veía muy despejado. Un montón de muebles estaban recostados a las paredes, pero quienes deberían estar sentados allí brillaban por su ausencia. Pensé: en este pueblo nadie se enferma o nadie tiene dinero para pagar una consulta.

Solamente al fondo se encontraban dos mujeres, face to face, una frente a la otra, sentadas en sus respectivas sillas alrededor de una mesita cuadrangular. Sobre la superficie de la consola podía verse un equipo de manicurista, cortaúñas, corta cutículas, hisopos y un conjunto de diminutos recipientes que contenían esmaltes de colores brillantes y chillones. Una de las mujeres usaba una bata blanca y de su cuello colgaba un estetoscopio. La otra mujer vestía de lo más normal, pantalón oscuro y blusa color crema. Supuse que la primera dama debería ser la doctora y que la segunda debería ser su secretaria. No se necesitaba ser un genio para deducirlo de esa manera.

Quien debería ser la doctora llevaba el cabello pintado de un color alambicado y raíces blancas y oscuras surgían de su cráneo, seguramente producto de un no convincente tratamiento capilar. Por su parte, quien debería ser la secretaria llevaba el cabello pintado como con crema negra de zapatos. De inmediato sonrió al percatarse de nuestra presencia.

-Al fin-dijo como diciéndose a sí misma “! Al menos nos visita algún paciente!”

-¿En qué podemos servirles?-nos preguntó amablemente quien llevaba bata blanca y cabello alambicado.

-Quiero hacerme un chequeo cardiovascular-dijo mi mujer.

-Muy bien-respondió la doctora sacudiéndose las manos para que se le secara la pintura de uñas recién colocada-. Les advierto que no se aceptan cheques. ¿Cómo piensan pagar? ¿En efectivo o por transferencia?

-Por transferencia-dijo Urania.

-En ese caso debe hacer la transferencia por anticipado y debe enviarnos el capturer.

Mi mujer hizo de inmediato la transacción, de banco a banco, de teléfono a teléfono, y la profesional, luego de chequear el pago, se dispuso a chequearla a ella.

-Perfecto, muy bien, pase usted a mi consultorio, señora.

Ya para entonces la mujer de blusa color crema y de cabello color crema oscura de zapatos había tomado los datos en una pequeña libreta.

Apenas Urania y la cardiólogo cerraron la puerta del consultorio fui a sentarme a tres metros de la secretaria. Ella, displicentemente, comenzó a limarse las uñas y a entablar una conversación conmigo.

-A veces vienen-dijo como distraída.

-¿Quiénes? ¿Los pacientes?

-No, mis amigas-dijo ella.

-¿Y vienen a hacerse chequeos cardiovasculares?

-Generalmente no-dijo la mujer-. Vienen a pintarse las uñas.

Respiré hondo y, como sin querer, insistí:

-¿Y los pacientes?

-Ya vienen pocos pacientes por aquí. Ya a nadie parece interesarle que le explote el corazón. Se interesan más por las uñas que por las venas coronarias. Les resulta más barato hacerse la pedicura que chequearse el reloj. Una consulta cuesta un ojo de la cara. En cambio para pintarse sí les alcanza el presupuesto.

Y luego de una pausa aclaró:

-Ah, y es unisex. No importa que el cliente sea macho o sea hembra. Si está interesado le hago el servicio. ¿Quiere acomodarse las uñas?

-No, gracias-le dije.

La mujer comenzó a limpiarse sus propias garras con un algodón húmedo. El olor de la acetona era muy penetrante.

-Ya no vale la pena estudiar-dijo al tanto que se hacía el autoservicio-. Lo digo por la pobre doctora que está viendo a su mujer. Tantos años en la universidad y tantos postgrados en cardiología para luego estar pelando. De esta crisis no se salvan ni los muertos.

-¿Ni los muertos?

-Ni los muertos-ratificó ella-. En una palabra, ni los vivos ni los muertos. Fíjese usted: Al frente de este consultorio funciona una funeraria y yo llevo más de diez años trabajando en esta clínica. En esa funeraria velaban cadáveres todos los días del mundo y hasta una aprovechaba. Cuando me daba hambre no iba para Burguer King, que queda al frente, si no que me acercaba al cafetín de la funeraria y allí me ofrecían un Sándwich, un jugo y un café. Ahora ni siquiera eso. Ahora velan un difunto cada dos o tres meses y de paso cerraron el cafetín. Así que hasta eso debemos aguantar gracias a la pelazón que nos somete este gobierno.

-¿Y a la doctora no le molesta que usted arregle uñas aquí?-le pregunté.

-¡Qué carajo puede molestarle!-exclamó con una sonrisa leonina-. En eso de las uñas hasta somos socias. Si no vienen pacientes vienen clientes lo cual a la larga viene siendo lo mismo. Fíjese, la doctora está pensando en cerrar el consultorio para abrir un salón de belleza. Ya se lo dije. La gente piensa más en sus uñas que en su corazón. Le interesa más verse bonita que morirse de un infarto. Ah, y como también le comenté, hasta somos socias. Cada vez que le arreglo las uñas a alguien le debo pagar a ella el cincuenta por ciento.

-Seguramente ella debe reponerle a usted el cincuenta por ciento de las consultas.

-¡Qué va!-exclamó la secretaria-. La doctora fue quien estudió. Yo no soy ni bachiller. Además el alquiler lo paga ella sola.

En ese momento la facultativa y mi mujer salieron del consultorio. Según detectaron los instrumentos cardiovasculares, su corazón funcionaba bien y sus conductos sanguíneos estaban despejados.

Nos despedimos amablemente y cuando ya salíamos del recinto estaba entrando una joven a la antesala del consultorio.

-¿Están prestando servicio?-preguntó con melosa voz.

-¿Servicio de qué?-preguntó la secretaria-. ¿De cardiología o de manicure?

 

 

CONAN DOYLE Y SU CRIMEN PERFECTO

Sir Arthur Conan Doyle experimentó cierto desasosiego al escribir la frase lapidaria de su última novela. Las argucias de un asesino en serie escapaban a su raciocinio, al comprobado olfato de sabueso de su infalible detective Sherlock Holmes y a la inteligencia que caracterizaba al doctor Watson.

Luego de tres o cuatro años desde el momento cuando había captado esa imagen, al fin, daba por terminada aquella trama policíaca. Le pareció que durante toda una eternidad permaneció sentado, entumecido en una silla de escritorio, tecleando sobre la vieja Olivetti y en completo estado de hipnosis. Mares de tinta derramó en un misterioso carnaval de crímenes que se suscitó en algún perdido axón de su cerebro. El germen de aquel astuto asesino en serie y de aquel cúmulo de ideas en busca del crimen perfecto, creció como un árbol, experimentó un extraño sortilegio y ahora se trasmutaba en fruto del intelecto. La trama era impresionante, el estilo perfecto, el lenguaje impecable. Solamente el homicida en serie y la ineptitud de sus protagonistas habituales le incomodaba.

No era para menos. Aquel verdugo en cadena de su novela escapaba al dominio de su técnica. Era dueño de una suspicacia fuera de lo común que dejaba estupefactos y anulados a sus meticulosos investigadores. Para comenzar, su inteligencia en avanzada había dado con un asesinato pulcro e inextricable. En sus correrías de malhechor dejó incontables víctimas e incontables enigmas de procedimientos. Junto a los cadáveres, tanto Sherlock Holmes como el doctor Watson se devanaron inútilmente los sesos, no pudiendo detectar una huella digital ni un pelo de cabeza y menos un fragmento de cutícula. Nada. Ni siquiera había quedado en las escenas criminales la más remota evidencia. Se trataba también de cangrejos en series. Era como intentar descifrar sopas de letras en idiomas extraterrestres, jeroglíficos elaborados en otras galaxias, enigmas del último resquicio de la Osa Mayor. “Por suerte, el asesino sólo pertenece a una obra de ficción.”, pensó el afamado autor de novelas policíacas.

Ganado por esta feliz idea, se levantó. Al hacerlo, pudo escuchar el crujido de sus huesos. Se sentía satisfecho, luego de su arduo trabajo, de haber concluido la novela. Sin duda, era una excelente ocasión para celebrar aunque sabía del malestar que levantaría entre sus lectores acostumbrados a sus acertados procedimientos para dar con los malandrines. Aquella noche, que por suerte era de viernes, se encontraría con sus colegas-todos escritores policíacos- en el famoso bar Las mil y una noches, estarían de farra, derramarían raudales de botellas, rumiarían pasapalos y comentarían lo que sólo saben conversar aquellos que comparten ciertas suspicacias de la imaginación.

Caminó en busca de la toalla y el jabón. Se hallaba metido en una bata de color azul acrílico. Sentía oxidadas sus articulaciones. Esa sensación se hacía presente cada tres o cuatro años, en los momentos precisos cuando daba punto final a una nueva novela policíaca.

Conan Doyle se desnudó. Tomó el discman y lo enchufó cerca del jacuzzi. Escuchó música clásica. Verdi, un poco de Beethoven, Vivaldi y Stravinsky. Luego del baño, usó un aceite especial que le concedió la elasticidad necesaria para salir a celebrar. Antes de tomar la calle, llamó a su editor. “Mañana puedes pasar buscando mi última novela”, le dijo. La voz del editor se escuchó harta contenta:

-¡Vaya! Era tiempo de que la terminaras. Los lectores están inquietos por tu silencio. Envían cartas, quieren saber de otra de tus obras. A propósito, ¿de qué se trata?

-De un asesino en serie cuyos crímenes son perfectos.

No quiso entrar en detalles y colgó. Silbó una composición italiana. Cada vez que podía dar por terminada una nueva narración, le daba por echar al aire La traviata.

Llegando la hora, corrió hacia el bar Las mil y una noches y en la barra se encontró con sus colegas. Eran unos tipos excelentes y dichosos, cínicos y dicharacheros, que escribían media página y corrían hacia la barra a celebrar. “Felices hijos de perra”, pensó él cuya única oportunidad de jolgorio la veía presente únicamente cuando terminaba una novela.

Consumieron gran cantidad de botellas de licor metidos en una conversación que sólo era posible en tipos obsesivos como ellos. Hablaron sobre personajes excéntricos, sobre argumentos convencionales, sobre las manías de Poe o de C. Auguste Dupin. De aquella conversación no pudo escapar el raciocinio sincrónico del doctor Watson y Sherlock Holmes. Las precisiones de afilados bisturís utilizados por los detectives médicos para desentrañar casos y dar con los criminales cerraron con broche de oro aquella charla de novelistas policíacos. Ya era avanzada la madrugada cuando Sir Arthur Conan Doyle, luego de despedirse, abandonó el bar. Un poco bebido, trastabillando, tomó un taxi que lo llevó directo hasta su cama.

Al amanecer del día siguiente, el editor lo llamó por el asunto que había quedado pendiente. La resaca nocturna le alborotaba las tripas. Su cabeza parecía una caja llena de ratones. El tiempo se destilaba como en un reloj de arena. A pesar de aquel malestar etílico, buscó el manojo de páginas que conformaba su nueva obra. Tomó una aspirina y comenzó a realizar el recorrido de aquel intrincado camino de palabras. Era un escritor experimentado que nunca erraba en su empeño de envolver a los lectores en una telaraña de intriga y de misterio.

Sin embargo, no dejaba de preguntarse por qué sus afamados investigadores no podían dar con el asesino de su última ficción.

La ola de crímenes suscitados en los jacuzzi de apartamentos, casas, bares y hoteles empujaba a sus deductivos sabuesos tras la pista. Análisis del móvil, circunstancias, eliminación de sospechosos. A través de la trama podía tropezar con episodios de violencia y con nuevos casos de asesinato. Pero no fue sino hasta la última página cuando constató que los homicidios en serie habían sido cometidos por alguien que escapaba al raciocinio deductivo de sus personajes principales, es decir, que su última obra era la diagramación infalible de un crimen perfecto. Ni siquiera él, quien era el novelista, pudo atar cabos para dar con el autor de aquellos hechos.

Comenzaba a caer la tarde y el editor no llegaba por su manuscrito. El calor y la resaca lo atormentaban. El ruido de su cabeza se hacía insostenible. Quería darse una ducha y acostarse hasta el día siguiente para así poner en orden sus ideas acerca del próximo caso policial que debería afrontar. Así lo hizo. Se desembarazó de su bata y se metió en el jacuzzi entre una inmensa nube de jabón. Conectó el discman. Impulsó el botón para encenderlo. De inmediato se suscitó una explosión.

Los vecinos avisaron a la policía. Antes de apartar el cadáver, se retiró el último sabueso. Conan Doyle se hallaba encogido en su sobretodo como un gusano en su capullo. Impotente, lleno de frustraciones, indignado consigo mismo, Sherlock Holmes hizo mutis ante la evidencia de un nuevo crimen perfecto.

 

SOBRE DOS CIEGOS 

A veces me asaltan pesadillas y entre ellas encuentro a Homero escribiendo La Odisea con mucho esfuerzo a causa de la ceguera que lo atormenta. Al ver allí al pobre, sudando por no poder ver lo que borronea, me traigo de las greñas a Jorge Luis Borges quien, también atormentado por el problema visual de Homero, intenta, a su vez, redactar una de sus últimas ficciones, El informe de Brodie. Del segundo no siento tanta compasión como del primero. ¡Pobre Homero! Al menos en los tiempos cuando le correspondió vivir al autor de Ficciones ya existían los oftalmólogos y seguramente uno de los especialistas más destacados de Buenos Aires o de Ginebra lo haría seguir un régimen para contrarrestar su glaucoma. En realidad no era falta de visión sino ceguera. En cambio el autor de La Odisea debió aceptar las sugerencias de adivinos y camareros, debió invocar a Marte y Afrodita intentando ganar el camino hacia la luz. Lo de Homero era poesía cruda, lo de Borges era erudición ya cocinada. Por supuesto, Homero escribía de manera más desesperada y original al tanto que Borges se tomaba todo su tiempo y se valía de miles de libros que se encontraban al alcance de su mano. Decía él que de los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso venía siendo, sin lugar a dudas, el libro. El resto eran extensiones del cuerpo. El microscopio, el telescopio son extensiones de la vista. El teléfono es extensión de la voz. El arado y la espada son extensiones de la mano. En cambio el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. Antes y en los tiempos de Homero, los grandes maestros de la humanidad poco se preocupaban de la palabra escrita. Ya para entonces estaba inventado el papiro y las tablas alabastrinas, pero los grandes sabios de la antigüedad prefirieron la oralidad. Pitágoras no dejó manifiesto escrito. Lo mismo ocurrió con Sócrates y con Buda. A Cristo lo imaginamos tomando vino, multiplicando el pan y los pescados, devolviendo a Lázaro de la muerte, predicando en las xerófilas callejuelas de Jerusalén, pero nunca lo imaginamos escribiendo. Si alguna vez lo hizo fue en la playa y las olas se encargaron de borrar su escrito sobre la arena. Al igual que Shakespeare, Borges sufría de cierta cleptomanía intelectual y a veces le echaba zarpazos a obras que no le pertenecían. El primero de los ciegos vivió la guerra de Troya y escribió apurado sobre los campos de batalla. Entre tantos vaivenes bélicos seguramente no tuvo tiempo de leer buena literatura, además que las grandes obras clásicas que hoy conocemos aún no habían sido escritas. Homero, por ejemplo, no pudo leer a Kafka ni a. Chesterton, ni a Proust ni a Dostoievski ni a Joyce. Menos al resto de grandes autores que Borges solía citar de memoria. Tampoco debió tener tantos libros a sus órdenes como los que contenían los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y ni siquiera pudo sentarse ante el crepúsculo a leer El Quijote. El segundo ciego fue director de la mencionada biblioteca, pero al recibir el cargo, paradójicamente, ya estaba ganado por la ceguera. Por eso quizás se apasionó por una joven nipona llamada María Kodama quien le servía páginas que ya no podía recorrer con sus ojos. Pero como era un histrión y sabía que la vida es corta se refugiaba en aquella mujer que le prestaba los ojos para devolverle lecturas de la Enciclopedia Británica y de ella extraía al dedillo todas las citas de los grandes literatos. Borges no era un escritor serio. La seriedad la exigía a los lectores, pero él era un cínico bufón que se reía de Poe, de Lamartine y de Alexander Soljenitsen. En una entrevista para la televisión española afirmó que jamás había leído los chistes de Gabriel García Márquez. Inclusive se reía de los cánones de la novela policíaca y por eso, en forma de burla, a cuatro manos con su cómplice de fechorías literarias (Adolfo Bioy Casares), estuvo redactando Seis problemas para don Isidro Parodi bajo el seudónimo de Bustos Domecq. Cuando escribía La Ilíada, Homero era un joven y talentoso escritor que se encontraba en plenitud de facultades intelectuales. Por eso en esa obra predomina un tono dramático y combativo. En La odisea predomina un acento narrativo más sosegado, rasgo típico de la vejez. Homero escapó a las influencias literarias por el simple hecho de no estar en contacto directo con los virus de la literatura. En cambio Borges sólo pudo respirar el polvo y las polillas de los libros y al igual que Shakespeare no se cansó de fusilar a otros autores. El informe de Brodie lo tomó directamente de Informe para una academia, de Kafka. Basta remitirse a ambas lecturas para comprobar que es cierto. Si Homero hubiera vivido en nuestro tiempo quizás no se habría consagrado a la literatura sino a la oftalmología y hoy sería un gran oftalmólogo en lugar de ser un gran poeta.


Otros cuentos de Julio Romero Parra en: 

El Nazareno (Leyendas, cuentos y teatro) Varios autores http://letrasllaneras.blogspot.com/2019/02/el-nazareno-leyendas-cuentos-y-teatro.html


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Muchas gracias por su visita 
Isaías Medina López (Coordinador)

Sobre la invención del asesinato y otros cuentos de Julio Romero Parra

 

La fiesta fue interrumpida por el accidente en la autopista. 

Imagen en el archivo llanero de Santos Quiroga




SOBRE LA INVENCIÓN DEL ASESINATO 

Un señor flaco como palo de escoba y cuyo nombre era Thomas De Quincey, de humanidad microscópica y de andar desgarbado, cuando el tiempo se lo permitía, solía desplazarse entre las calles de Londres. Su tocayo Thomas Carlyle lo llamaba El enano.

A De Quincey le gustaba el aliño, es decir, meterse opio hasta en los forros. Si hubiese vivido en nuestros tiempos, este señor seguramente habría sido otra víctima del narcotráfico y en lugar de opio habría utilizado otras sustancias peligrosas como la marihuana, el LSD, la cocaína, el basuco e inclusive hasta la misma piedra.

Cuando sus amigos le preguntaban el motivo por el cual se metía tanto opio en la nariz, de inmediato contestaba que su adicción atendía a un constante dolor de muelas que lo atormentaba. Si alguno de sus amigos argumentaba que optara por extraerse la muela, de inmediato lo enviaba al carajo. Quizás le gustaba tanto el dolor de muelas como el consumo de opio.

Esta situación sacaba de sus cabales a su mujer. Ella se llamaba Margareth y tanto la angustiaba el estilo de vida de su marido que en algunas ocasiones intentó suicidarse. Lamentablemente no logró su cometido y su extraño consorte continuó sus sesiones opiáceas que trataba de justificar con su dolor de muelas. Por instancias de su mujer, algún día las autoridades lograron detenerlo y lo instigaron para que se extrajera la muela y por ende el vicio de atosigarse con el opio. Pero De Quincey, en lugar de arrancar de su vida el dolor de muelas y el consumo de la droga, prefirió arrancar de su vida a su mujer.

Margareth fue la esposa de un hombre genial que, como todos los genios que han circulado por el mundo, muchas veces fue ganado por un poco de excentricidad, por un poco de locura y por un deseo inusitado de inventar cosas atípicas. Quizás Margareth descansó cuando De Quincey la abandonó. Para cualquier mujer no resultaría fácil convivir con un hombre demasiado inteligente, con un encumbrado del pensamiento, con un desalineado. Ella no soportaba permanecer al lado de un tipo que deliraba en las horas nocturnas, con alguien que jamás tuvo solvencia con sus acreedores, un paradigma lleno de abulia para lo pragmático y a quien poco le importaba la infidelidad, el hogar y el honor. Se ha comprobado que ninguna mujer es feliz viviendo al lado de un maniático consumido por un exceso de horas dedicadas a la lectura y a la meditación. De Quincey era una perenne víctima de la bancarrota total y en su eufemismo solo buscaba crear algo que no hubiese sido creado. Como lo hizo Honorato de Balzac, cuanto más lo perseguían las deudas, menos le preocupaban los acreedores. Su objetivo se centraba en el pensamiento, en la creación, tales eran sus riquezas, y en lugar de intentar acumular una fortuna en oro dedicó su vida a atesorar sus reflexiones. Sus libros eran los únicos artículos de propiedad con los cuales podía ser más rico que sus vecinos. La pobreza solamente era una circunstancia.

Además de eso, el estilo literario de Thomas De Quincey fue muy original. Subvertía la lógica y el buen sentido burgués de los británicos. Se reía de las religiones y de los autores serios. La literatura no era más que un juego. ¿Para qué tomarla en serio? Más que tratar de escapar de su dolor de muelas se drogaba tratando de escapar de su inteligencia superdotada.

Durante algunos días fríos y tediosos, en el suburbio neoyorquino de Queens, releí uno de los más hermosos libros de Thomas De Quincey, El asesinato como una de las bellas artes, y en ese ensayo el opiáceo afirma que Caín debió ser un genio de primera clase pues fue Caín, y nadie más, quien inventó algo tan genial como el asesinato. El cuerpo del delito estuvo conformado por su hermano Abel. Por tal motivo, Abel también debería ser considerado como el primer cadáver de plástico de la historia. De haber sido así podríamos afirmar que las narraciones policíacas no fueron inventadas por un desesperado llamado Edgar Allan Poe, ni siquiera por un remoto chupatintas del oriente, sino por quienes redactaron el Antiguo Testamento.

Sin embargo, la mayoría de los entendidos se empecinan en asegurar que fue Edgar Allan quien inventó el relato policial. Quizás podamos aceptar tal idea para no caer en polémicas de callejón, pero de lo que no me queda la menor duda, luego de leer el sublime ensayo de Thomas de Quincey, es que el mono que cometió los asesinatos de las Lespanaye en Los crímenes de la calle Morgue, acción que dio lugar al relato policial en occidente, no fue el inventor de los cadáveres de plástico. En síntesis, también me ha dado por pensar que el inventor de los cadáveres de plástico fue uno de los antiguos redactores del Viejo Testamento.

Este cuento, lo escribí hace más de un año, un día cuando fui a buscar a Urania en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar y de regreso encontramos una tranca en la vía debido a que estaban saqueando un camión que transportaba carne.



EL PECADO DE AMELIA DUARTE 

Amelia Duarte vio llegar al ángel de su vida durante el transcurso de una Semana Santa. Entró por la nave de la iglesia San Roque, se acercó a ella durante algunos días y luego, por una extraña jugada del destino, pudo ver como se alejaba para siempre.

Su vida estaba marcada por Dios. Sus obligaciones en ese sentido consistían en mantenerse pura y aislada del pecado. Siendo muy pequeña, alguna vez le preguntó a su madre qué era el amor. Su madre le contestó:

-Es un pecado.

Por ese motivo, sólo tenía conciencia de dos lugares infalibles hacia los cuales tarde o temprano debería encaminarse. Estos sitios no podían ser otros que el cielo y el infierno. Su madre, viuda y bienaventurada consagrada a los oficios del santuario, no le había inculcado otra creencia. De igual modo, las Hijas de María, el padre Marini y el resto de las beatíficas del templo le habían advertido que el infierno era una caverna negra y pestilente en forma de embudo que ramificaba sus tormentos hacia el centro de la tierra. Ese lugar estaba destinado al sufrimiento de los pecadores. En cambio del otro lado se encontraba el premio, el paraíso, el cual era un espacio límpido, abierto, sin contaminación alguna y oloroso a desinfectante. Entre sus pasadizos caminaba Dios con sus grandes chancletas de peregrino. Allí se reunía con los elegidos quienes eran atendidos por ejércitos de arcángeles como si fueran turistas de primera clase.

Amelia ya estaba por los diecisiete años. Era una muchacha de carnes tentadoras. Poseía alargados ojos de ébano, rasgados y bonitos, y su cuerpo, en lugar de estar diseñado para el cielo, parecía estar apto para concursos de belleza. Desde muy pequeña, su madre la enseñó a leer las Sagradas Escrituras y, para variar, le permitió los cuentos de Perrault y de Hans Christian Andersen. Influida por las personas que la rodeaban y por el peso de sus lecturas, sus sueños tenían mucho que ver con Dios y con la llegada de un príncipe azul.

Su madre enviudó muy temprano y luego de quedarse sin marido se convirtió en una mujer católica y autoritaria. Su norte era seguir el camino que conduce al cielo. Seca y amarga como la hiedra, la principal finalidad de sus ayunos consistía en evadir las constantes trampas del demonio que conducen al pecado. Entre esas triquiñuelas pecaminosas no dejaba de incluir al amor.

Durante mucho tiempo, Amelia no hizo otra cosa que cumplir las órdenes de su madre. Pero a principios de una Semana Santa, su anhelo por Dios fue sustituido por la figura de un príncipe azul. Lo vio entrar al templo de San Roque un día domingo de ramos cuando la nave se encontraba congestionada debido a la inminente llegada de la Semana Mayor. Entre cientos de feligreses que acudían a la misa de mañana para dar inicio a la vida, pasión y muerte de Jesús, descubrió al ser prometido de los cuentos infantiles. Allí se encontraba cerca del señor cura. Parecía un ángel prestado a la parroquia. Ayudaba a repartir entre la congregación los ramos de palma bendita.

Al siguiente día, Amelia se sorprendió al encontrarlo en la procesión. Estaba vestido como Nazareno y al frente de la multitud se escudaba de los ataques del infierno y arremetía contra el demonio con un candelabro y un braserillo que regaba humo de incienso. Entonaba cantos a Jesús Atado que eran coreados por la multitud.

Perdona tu pueblo, Señor,

perdona tu pueblo,

perdónalo, Señor …

La madre llevaba a Amelia Duarte tomada de un brazo y ella se ruborizó cuando un pensamiento de amor logró colarse entre sus cánticos. Fue un sentimiento repentino y fustigante idealizado por su profunda fe. En él, el mancebo inmaculado, centro de su instantáneo fervor, exhibía blanquísimas alas sólo comparables a las del arcángel Gabriel.

Por las espinas que te pincharon,

por los tres clavos que te clavaron

perdónales, Señor…

En algún momento, Amelia Duarte se persignó al creer que caía en una trampa del demonio. Pero al día siguiente, durante la procesión de La Dolorosa, el mundo se le vino encima cuando descubrió que los ojos del arcángel vestido de Nazareno se fijaban en los suyos. Fue como un choque de trenes, como dos galaxias fundidas en un solo cataclismo.

El día Miércoles Santo, Amelia Duarte intentó escapar del pecado buscando la cercanía de un Jesús melancólico que llevaba una cruz a cuestas. Pero el joven Nazareno abandonó el frente de la comitiva. Echó a un lado el braserillo y el candelabro y caminó a su lado replicando a los responsos del padre Marini. Amelia no pudo hacer otra cosa que temblar y darse golpes de pecho a causa del amor que parecía estarla matando.

Pero el pecado tomó fuerza el día Jueves Santo, fecha en la cual no salió la procesión. Los feligreses se dedicaron a la adoración del Santo Sepulcro. Ese día, el demonio logró su cometido.

La madre de Amelia Duarte salió ese día a visitar los siete templos y ella se dirigió a la iglesia San Roque para dar inicio a la vigilia. En ese momento, el padre Marini se encontraba en su siesta matinal. En la sacristía encontró al hermoso Nazareno. Ella le entregó unas flores que llevaba y en el acto de entrega él la tomó de las manos.

-Pareces una virgen-le dijo él.

-Y tú eres tan hermoso como el arcángel Gabriel-replicó la muchacha.

No fue más que un agarrón de manos. Pero el pecado de amor se consumó el Sábado de Gloria. En el preciso momento cuando el cura italiano bendecía al fuego, ellos se quemaron en un beso ardiente que hizo temblar a la sacristía.

El día Domingo de Resurrección, el hermoso Nazareno se marchó del templo de San Roque. Jamás volvió a saberse de él. Dicen que fue un forastero que llegó en esa Semana Santa para cumplir una promesa. La madre de Amelia Duarte la condenó a convertirse en otra beata de la iglesia.

 

RAPIÑA 

El cabo segundo de la Policía Metropolitana, Pascual Alejandro Mantilla, se encontraba sentado ante la mesa de pantry saboreando un café negro y leyendo la página de sucesos del diario Últimas Noticias. En un anexo de la casita se escuchaba el ruido de un televisor. Esperaba la arepa frita con huevos y mortadela que en la cocina le estaba componiendo su mujer Delia Figueroa de Mantilla con quien llevaba casado veintitrés años y cuatro meses y medio. Delante de él, sobre un mantel plástico, rojo y a cuadros, reposaban unos periódicos, un yesquero y una caja de cigarros. Vivían en la cumbre de un cerro aledaño a la autopista Caracas-La Guaira y a través de la ventana podía ver el movimiento de la vía. Comenzaba a caer la tarde, bajaban las brisas del Ávila y el tráfico se hacía más pesado.

Mantilla traqueteó la lengua. En aquel momento leía la crónica sobre un hombre que fue asesinado a machetazos por su propio hijo porque no quiso compartir con él un trago de aguardiente. No era la primera vez que leía una noticia así. El suceso ocurrió la noche del sábado en Naguanagua, luego de que el presunto homicida regresara de una fiesta a las tres de la mañana con su cuerpo lleno de alcohol y marihuana. Sacó a su padre del cuarto y puso la botella frente a él para que se empinara un trago. En vista de que el viejo se negó se transformó en un energúmeno, buscó un machete y le tumbó la cabeza. En la misma página del periódico aparecía una fotografía de la madre del asesino, desgreñada, llorosa y desesperada dando fe de la ética de su hijo y asegurando que todo fue un accidente. El cabo segundo Pascual Alejandro Mantilla probó otro poco de café, chasqueó la lengua, mojó el dedo índice con saliva y pasó a revisar otra noticia: A un fiscal de tránsito terrestre le dieron una puñalada por estar de matraquero. Cayó la banda Los menudos con doce paquetes de basuco. Aquel fin de semana hubo un récord de crímenes en la ciudad de Caracas, se contabilizaron doscientos setenta y cuatro cadáveres en la morgue de Bello Monte. Pero el cabo tenía mucha hambre. Percibió el olor de la mortadela frita. La arepa y los huevos estaban chirriando en otro sartén. Chasqueó la lengua y pasó a leer otra noticia. Eso de chasquear la lengua era una maña que tenía el cabo, una mala costumbre que a veces lo hacía reñir con su mujer y a veces con sus superiores cuando se encontraba de guardia.

***

Al cabo segundo de la Policía Metropolitana, Pascual Alejandro Mantilla, le gustaban los malos hábitos alimenticios. Tomó el cuchillo, le abrió la barriga a la arepa y la untó con mantequilla y mayonesa. Luego metió entre los dos pedazos los huevos y el pedazo de mortadela frita. Eso seguramente no lo debió hacer. El cardiólogo le había prohibido aquella práctica alimenticia. La última vez, su mujer lo llevó de urgencia al hospital, se sentía mareado y con un dolor en el lado izquierdo de su pecho. El mismo cabo le dijo al médico lo que sentía. Doctor, parece que fuera un preinfarto. El médico lo miró con una sonrisa sardónica. Los preinfartos no existen, le dijo, así como tampoco existe el semicuero. O es cuero o no es cuero. O es infarto o no es infarto, pero las cosas no pueden ser a medias. Tampoco existe la semivaca. O es vaca o no es vaca. Así les dijo el facultativo burlándose de su enfermedad. Lo examinaron, le hicieron un electrocardiograma y le diagnosticaron una fisura en el miocardio. Sí, era un infarto. De vaina está vivo, dijo el médico. Si quiere vivir algunos añitos más, debe dejar de beber café, debe dejar de fumar y de comer frituras. Nada de mayonesa, nada de mantequilla, nada de aguardiente, nada de embutidos, nada de arepas ni de huevos fritos, nada de refrescos ni de tabaco. Pare la caña, ciudadano. Si no la para es porque usted mismo no se quiere.

Mantilla estaba sobrepasado de peso, le costaba respirar, tenía tapadas las coronarias. Además del grasero que se tragaba, todos los días se bebía diez tazas de café retinto, se fumaba dos cajas de Marlboro y apenas salía de guardia en el comando se metía doce o catorce tercios. Cuando comía ponía el frasco de mayonesa frente al plato de comida. Una cucharada de comida, una cucharada de mayonesa. Se estaba matando. Medía uno sesenta y siete y pesaba ciento cuatro kilogramos. Estaba pasado de peso. Antes anduvo en moto, pero ya no podía. Ahora lo cargaban en la patrulla. Era una bomba de tiempo a punto de explotar. Contaba cincuenta y un años de edad y todavía le faltaban tres años para la jubilación. La mujer no discutía con Mantilla porque Mantilla era una autoridad en la calle, en el comando, en el cerro y hasta en el rancho donde vivían. Mantilla mandaba más que un alternador. Apenas era un cabo segundo, pero mandaba más que un general en jefe. Cuando el médico lo mandó a hacer dieta, de inmediato su mujer fue a una feria de hortalizas y compró espinacas y zanahorias. Mantilla le dijo que él no era Popeye para estar comiendo espinacas. Cómetelos tú si te da la gana. Cómetelos tú, es una orden. Mantilla era una autoridad. Las órdenes de Mantilla se cumplían. Entonces Delia Figueroa de Mantilla, su sometida mujer, se comió las espinacas y las zanahorias y él se siguió atragantando de café, de aguardiente, de grasa y de tabaco.

***

Cuando el cabo segundo de la Policía Metropolitana le pegó el tercer mordisco a la arepa rellena con mantequilla, huevos y mortadela, sintió que la manteca se le chorreaba entre las encías y que algunas virutas de masa se depositaban en uno de sus premolares cariados. Chasqueó la lengua, se aspiró la muela picada y al mismo tiempo se metió un buen buche de café. Entonces, cuando estiró su mirada que cruzó como un rayo la ventana para ir a caer en la autopista, se dio cuenta de que el destino se le torcía a un pobre conductor. Un camión con cava frigorífica perdía el control y se estrellaba contra las defensas de un puente. Por poco no se fue hacia el fondo del barranco. Mantilla lo pudo ver todo, como si se tratara de una película. La cabina de mando se torció con el impacto. El cargamento se ladeó y casi en cámara lenta comenzó a caer a un lado del viaducto. Salía un poco de humo y un poco de polvo. De inmediato comenzaron a detenerse los motorizados. Era como un enjambre de abejorros esperando la orden de la reina. Y la orden no se hizo esperar. Fue precisamente una mujer que venía de parrillera la que pegó el primer grito: “! Vamos a saquear esa mierda!” De inmediato comenzó el festín. Desesperada, la muchedumbre saltó sobre el voluminoso vehículo y forcejeando unos contra otros comenzaron a apoderarse de las cajas de carne congelada. Mantilla sintió que el corazón se le comenzaba a acelerar. Delia Figueroa de Mantilla, su mujer, una vieja pelo cano que quizás lo sobrepasaba en edad, le pidió que llamara al comando. El cabo tomó el teléfono y llamó de inmediato, pero le informaron que ya conocían del caso y que hacia el sitio del siniestro se desplazaban unidades policiales. La muchedumbre que saltaba sobre la cabina de mando ni siquiera reparaba que adentro de ella el chofer se encontraba moribundo. Prácticamente terminó de morir pisoteado por los saqueadores. Pocos minutos después, Mantilla y su mujer, desde la ventana de la casa, pudieron constatar que, por fin, la policía entraba en la escena tratando de impedir que el saqueo continuara. A partir de ese momento comenzó lo peor. Cientos de motorizados que desvalijaban el camión se enfrentaron a pedradas contra los funcionarios policiales. La policía repelió el ataque con bombas lacrimógenas y los motorizados saltaron sobre sus máquinas como cowboys sobre caballos salvajes. Muchos de ellos, para magnificar la proeza, comenzaron a atracar uno por uno a los ocupantes de vehículos que se hallaban detenidos por la tranca que se había formado. Caía la noche y ellos se marchaban felices exhibiendo sus trofeos: cajas de carne congelada, cadenas de oro, carteras, celulares, dinero en efectivo… Mantilla no pudo con la escena. Sentía el corazón muy acelerado.

-Mujer, ayúdame. Llévame a acostar un rato. Yo creo que no voy a cumplir guardia esta noche en el comando. Siento que tengo alta la tensión.

Se escuchó una sirena. Se hicieron presentes varias ambulancias y patrullas policiales y se llevaron el cuerpo del chofer. Las autoridades cargaron con el resto de la carne congelada. Había llegado la noche y el silencio. El camión siniestrado parecía un buque fantasma encallado en el misterio. 


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viernes, 15 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (42) Varios autores



Infante al pie del arpa llanera, San Carlos de Cojedes. Archivo de Odalis Hernández





LOS CUATRO PEONES  (Marcos Agüero)
La expectativa de aquel pueblo apartado de la civilización era extraña. Por vez primera se llevaría a cabo la inusitada final entre dos desconocidos Maestros del ajedrez, Gaspar Garrido y Antonio Carpio.
Acostumbrados más a jugar bolas criollas, peleas de gallo y dominó, la mayoría de los pobladores no mostraban interés por aquella contienda deportiva. Los organizadores y promotores tenían todo dispuesto en la Plaza Bolívar ubicada sobre una pequeña loma no muy lejos del pueblo. Sin embargo, debido a la inclemencia del tiempo se vieron obligados a buscar un lugar cubierto. Desafortunadamente, el único sitio disponible era una cantina, la cual tenía abandonado en un rincón, un viejo ring de boxeo. Es perfecto –exclamó uno de los organizadores- sobre este ring de boxeo se hará la final del torneo, los espectadores se sentarán alrededor del cuadrilátero evitando así que se apiñen sobre los maestros. Convenido así, y valiéndose de los adelantos del mundo civilizado, desplegaron las cámaras televisivas a los extremos del ring.
La hora ya estaba presta, los pobladores -en su mayoría campesinos- comenzaban a inundar el lugar en alpargatas y sombreros de cogollo, pero no por el evento en sí, sino más bien para jugar dominó, bolas criollas, o tomar aguardiente.
Finalmente, hicieron entrada los dos Maestros del ajedrez cada uno con su representante y cuerpo de seguridad. Con ellos subieron al cuadrilátero el juez del torneo y el personal de seguridad. En el centro colocaron la mesa, sobre la mesa un tablero, sobre el tablero las piezas, a su lado, un reloj de ajedrez.
Aunque no llevaban guantes, ni trusas, ni protectores bucales, los dos maestros, colocados a dos brazos de distancia se miraron fijamente con  infinito desprecio. El estado casi hipnótico de ambos ajedrecistas ¡se vio sacudido por el peculiar rastrilleo de afilados machetes!
El juez pidió silencio y procedió a hacer la presentación de los rivales quienes mientras se sentaban, no apartaban el oído de sus rostros.           
Se oyó una voz que dijo: ¿Y estos van a peliá sentaos?
Otra voz le respondió: No compa, están esperando que toquen la campana.
Una hora pasado, y dos y tres, pero los ajedrecistas permanecían inmóviles con sus miradas puestas sobre las piezas que estaban sobre el tablero, que estaba sobre la mesa, que estaba sobre el cuadrilátero, que estaba apartado en un rincón de la cantina de aquel pueblo apartado de la civilización.
Los campesinos ya con unos cuantos tragos encima y comiendo chimó, comenzaban a alterarse y a pararse de sus asientos. Tanto el juez del torneo como el personal de seguridad se mantuvieron expectantes. En ese preciso instante, cuatro peones que venían de una finca cercana entraron a la cantina montados a caballo, dos blancos y dos negros. Estos se dirigieron al patio sin mirar si quiera a aquellos dos ajedrecistas que jugaban sobre un ring.
Cuatro largas horas ya habían pasado y fue allí en semejante instante, cando se oyeron palabras empapadas por el alcohol que decían:
 ¡Queremos ver sangre!
Todos se levantaron de sus sillas gritando y golpeándolas con sus afilados machetes. La algarabía se hacía insoportable, pero los dos Maestros permanecían sumergidos en su juego. Varias sillas fueron lanzadas al ring mientras algunos campesinos trataban de cortar las sogas con sus machetes.
Con la angustia que se puede sentir en semejante situación, el juez logra ver la vieja campana amarrada a una de las esquinas del cuadrilátero. A riesgo de su propia vida, se lanzó a la lona, gateó hacia ella con notable desesperación y cuando la hubo tenido, la tocó repetidas veces. Notando el efecto casi paralizante sobre aquellos aldeanos, se incorporó y moviendo los brazos exclamó:
¡Tablas! ¡Tablas!



PUNTALES DE LADRILLO. EMPEDRADA CALMA DE LA NOCHE (Duglas Moreno)
A Malena y Juan Molina, por lo de la écfrasis.
Detrás de una sombra escalinata, un muro pardizo en piedras coloniales detenía la mirada y más allá  se asomaba  un pedazo de cielo. En la enramada verde andan lentamente algunos pájaros. La tierra de los paredones se levanta y se marcha con el viento. Las ventanas se cierran y se abren bruscamente. Es como si la brisa intentara, obstinadamente, meterse a la casa por cualquier resquicio.  Hay un polvo seco en los vitrales. El lugar tenía un aspecto ruinoso. Nadie se atrevió  a expresar la verdad y  disimulamos. Decir que el espacio era un desastre, iba a ser demasiado. Callamos. Llegamos al patio por una pequeña gradería. Una voz refería la riqueza arquitectónica. Aseguraba que era un gran acervo de la época colonial. Todas esas palabras estaban lanzadas monótonamente. Se entendía, claramente que aquel discurso se exponía siempre de forma automática. Estimados turistas, se encuentran ustedes ante una joya histórica. Este pórtico polilobular con perfectos estípites barrocos y aquel cimacio piramoide, dicen los historiadores que fue copiado  de la iglesia  San Pedro de la Rúa en el reino de Navarra, España. Este cuarto, era el dormitorio del Coronel. Esta talla policromada de la Inmaculada Concepción, se hizo en Epinal, Francia, de allí  pasó al convento de Los Capuchinos en Sevilla, luego se trajo directamente a nuestra ciudad en el siglo XVIII. Por aquí estaba la cocina, en aquel rincón el establo, un poco más allá las barracas de los esclavos. Al lado norte,  el salón de fiesta…   Oía todo de manera lejana.
Mis amigos seguían el eco de las voces, cuando noté que el rostro de  un hombre soportaba  un puntal de ladrillos. Era una imagen aindiada. Notaba que resistía. Me distraje un poco al escuchar que el Coronel Figueredo solía recorrer los campos  de su propiedad  dentro de un enorme carruaje negro. Nadie lo veía, pero todos sabían que el prócer, todas las tardes,  daba un vistazo a su  inmensa ganadería. Después de asimilar el dato de los recorridos del Coronel, me recompuse y noté que estaba apareciendo, al filo de la noche,   algo extraño. Seguí observando  cuidadosamente. Pensé: las ruinas siempre crean perfiles  humanos, sobre todo con la aparición de la nocturnidad. En la otra columna  asomó el aullido de un perro. La cabeza del animal sobrellevaba  el mismo puntal, pero   ya muy deteriorado. Cuando me disponía a preguntar si  era cierta la historia de que en los patios había muchas morocotas enterradas, plata de la de antes; vi una cabellera blanca de mujer aparecer en el último balaustre.  Su vestido ceniza terminaba en la barda ocre del piso. Aquella  mirada espectral me detuvo. Sólo escuché: nada de que salen muertos en esta casa, es cierto. Aquí nunca pasa nada. Cómo gritarle que  mentía, pues en el umbral seguía un rostro misterioso mirándome fijamente. Aterrado abandoné el lugar. Llegué a una calle un tanto desierta. De pronto, pasa un celaje, ligeramente humano.  Sin poder verle el rostro le pregunté  a esa sombra errante ¿alguna vez ha visitado la casa del Coronel Figueredo? Mostrando sorpresa; pero sin detenerse,  dijo: ese caserón hace siglos que despareció. Reconocí de inmediato el vestido ceniza de la mujer del desvencijado balaustre. Maldije aquel momento, quise correr, pero tan solo conseguí arrastrarme por la empedrada  calma de la noche.



VISITA (Enrique Plata Ramírez)
Cansado ya, esa noche, se recostó a una de las paredes cuando la vio venir.
Estoy aguardándote - dijo el hombre a la guapa mujer.
Aún no te necesito- le replicó ella y continuó su marcha hasta la iglesia más cercana. Celoso, la fue siguiendo el hombre con la mirada, hasta verla salir, poco después, tomada de la mano con el cura.
La siguiente mañana todos lamentaron la muerte del sacerdote.


AMOR NATURAL (Gabriel Jiménez Emán)
Obsesionado en llevar una vida sana y en contacto armonioso con la naturaleza, Arturo se abrió un buen día de la existencia frenética de la gran ciudad, que ya le había llevado a los límites de la exasperación. Así que vendió su departamento, su automóvil, dejo su empleo en el Ministerio, y con ese capital se instaló en un pueblo de los Andes donde la tranquilidad, el aire limpio, y las maneras sosegadas de la gente se ofrecían como tablas de salvación.
Al principio todo lucia amable; poco a poco comenzaron a aparecer inconvenientes, que fueron subsanándose. Arturo debido armarse de enorme paciencia para instarse en la casita, y luego para solucionar rencillas y trampas, trucos que creía era imposible fuesen practicados por aquella gente sencilla. Le costó, asimismo, acostumbrarse al silencio de las noches, un silencio excesivo donde cualquier pequeño sonido se convertía en un ruido inquietante.
Arturo hablaba de un modo que no captaban bien las gentes del campo, e hizo un esfuerzo enorme para adaptarse a las pausas y maneras ladinas de pronunciar de los andinos. Sin embargo, lo son siguió, acondiciono sus rústica vivienda y le equipó, se dedicó a sembrar la tierra y compro un carro usado. No le iba mal, no le iba del todo bien, como debía ser.
Algunas mujeres lo miraban con picardía. Con una de ellas había cruzado un día algunas palabras. Le gustaba, era verdad, pero ya se presentaría una oportunidad de acercársele. Mirando televisión, leyendo o escuchando música por las noches lograba distraerse. Pensaba a ratos en Viviana: así se llamaba la muchacha.
Un día en que abonaba su terreno, Arturo vio la chica y se le acercó. La invitó a dar un paseo, luego a comer. Entonces comenzaron a frecuentarse a Viviana fuera de casa, y aquello no gustaba a los padres de la chica. Ella le manifestó su desagrado, agregando en el comentario que sus padres eran insoportables, y que deseaba estar con él solamente. Un tanto aturdido por esa afinación, fue entrando en el ámbito privado de Viviana y progresivamente enamorándose de ella, hasta que un día le hizo el amor en el césped de un prado, junto al rio. Alcanzando ese grado de intimidad, decidió unirse a ella. Ella aceptó, pero con reticencias hacia sus padres. No le dijo nada a Arturo, aunque si sabía la razón. Un hombre amigo de su padre la pretendía desde hacía tiempo. Fue el mismo que caminó una noche estrellada y silenciosa hasta la casa de Arturo, y cuando éste abrió la puerta, el hombre le dio un certero y perfecto machetazo en el cuello que ni siquiera le dio tiempo a Arturo de experimentar ningún dolor. Le enterraron en la cristiana paz de los campos andinos, y todos los años el matrimonio, que vive en la antigua casita de Arturo, le lleva flores a la tumba, en el cementerio Municipal.



PESADILLA (Víctor Marichal)
La espesura de la maleza no permitía que fuera más rápido.
¡Allá va!     ¡Sí, desde aquí lo vi!                               
¡Agarraren a ese asesino!
Sin embargo, aquellos gritos hacían mi carrera más veloz. Ya había transcurrido más de media hora desde que empecé a correr.
No sabía qué había ocurrido esa tarde. Recuerdo que llegué a la casa como de costumbre, peo esta vez me encontré con algo espantoso: el cuerpo de Judith se hallaba inmóvil en el centro de la sala, sí, yacía un charco de sangre. Sin lograr salir de mi asombro corrí hasta ella y la tomé en mis brazos. Fue cuando noté que aún tenía un cuchillo clavado en su cuerpo, justamente en el pecho. Sin pensar, lo saqué; mis manos estaban manchadas de sangre al igual que mi ropa. Aún sostenía el puñal en mi mano cuando percaté de la presencia de Lourdes, una vecina nuestra que logró entrar.
Al principio no me fijé en sus pensamientos, pero al ver el temor reflejado en su rostro los leí claramente. Traté de acercarme para explicarle, pero ella huyó gritando desesperada. Llegué hasta la puerta y todavía tenía el cuchillo en mi mano, pero al ver que se formaba un grupo alrededor de Lourdes sentí miedo, y más miedo sentí cuando los vi armarse de palos y machetes e ir en dirección a mi casa. Ahora sí solté el cuchillo y asustado corrí saltando por una ventana que daba a la parte de atrás y empecé a correr y correr. Sin embargo, ni la huida podía borrar la imagen de Judith. Me preguntaba: “¿Quién la mataría? ¿Por qué?”. Creo que jamás lograría saberlo, porque el cansancio se apoderaba de mí; sentía que ya no podía seguir huyendo. De pronto ante mis ojos apareció una cueva, la cual disimulaba muy bien la entrada por lo alto de la maleza. No lo pensé dos veces y me metí allí sin dar importancia a lo que pudiera pasar, sólo quería descansar un poco. Por suerte vi a mis perseguidores pasar delante de la cueva burlados por la hazaña.
Caí al suelo abrumado, cansado, y me fui quedando en un sueño profundo. No sé por cuánto tiempo permanecí dormido, pero de repente escuché la voz de uno de los vecinos y me levanté  sobresaltado con intenciones de seguir corriendo. Fue cuando vi el cuerpo de Judith a mi lado en la cama. 



A NINGUNA PARTE  (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel hombre fastidió tanto para que lo sacaran de entre los humanos, que los dioses finalmente, lo levantaron a ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo donde soñamos las estrellas.
La distante y ansiada libertad, hizo brotar un canto jubiloso en su en su garganta. Canto que conocieron los cometas y las veredas perdidas. Adiós temores, órdenes, vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo sobre las cimas solitarias de la tierra.
Desde ya podré vivir con segura independencia. No habrá horizonte que yo no alcance.
Los dioses gratamente sorprendidos ante aquellas alabanzas, decidieron de inmediato estudiar otras peticiones de liberación.  No obstante, el recién llegado paralizó el asunto al despertar un día con un urgente deseo de hacerse un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de la que fuera su mujer, una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó una nube, jugueteó con un águila; sorbió ávido el aire marino de las olas, al mismo tiempo que volaba chispeado por ellas hacia la quietud de una playa tropical. Pero no pudo desterrar de su paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos amaneceres más tarde, observando desde su refugio de conchas de cielo el aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó el calorcito placentero que le transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama, cuando ambos se abrazaban en las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos y creerse en el lecho matrimonial, casi se va bruces.
Los dioses como bandas de palomas perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con enojo al inadaptado, quien de ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La gritería de sus hijos dentro de la casa, que otrora le atormentara.
El crujir de la corteza del pan tostado entre sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje, mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y hasta las risotadas de los empleados de aquella empresa donde él antes trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar convirtiendo en agonía la pesadilla inicial. Para distraerse probó ir de paseo a diversos lugares de la tierra, vedados antiguamente por razones obvias. Fue peor: desde arriba el mundo sólo le recordó lo que ya no tenía.
Canciones. Mujeres. Licores. Y La Fonda del Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El queso rayado vistiendo de etiqueta las caraotas refritas.
Ya de regreso al refugio, y aun cuando las alas le pasaban igual que dos portones de hierro. No pudo pasar por alto el rojo jugoso de una patilla, expuesta impúdicamente en el interior de un mercado libre.
Bajó con suavidad mientras iba imaginando su lengua golosa entre la incitante pulpa. Pero el vendedor de dos certeros naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando estaban a centímetros de la fruta. Los dioses histéricos, lo llevaron a juicio. No obstante, el abogado defensor consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo en cuenta que mi defendido tuvo, además de cervezas y pan, el especial deseo de presenciar el juego de sus hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que fuera su consorte; yo pido que sea devuelto a la tierra en el acto. Porque sucede- prosiguió el defensor retomando la voz por encima de las exasperadas protestas-que son ustedes, compañeros, los que deberían de ser enjuiciados. ¿Cómo se le ocurre convertir en viajero de los cielos a un ser cuya memoria terrenal está intacta? Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron dar una razón de peso que justificara aquel desatino. Y entonces, acatando la sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al infeliz después de poner su mente en nada.
Ese día desde lo alto, cayó a la tierra un águila muerta. Y enseguida, de las entrañas de un vientre materno nació una criatura ansiosa de lactar.