Dama llanera en el archivo de Barbuquejo
LOS MOSQUITOS
(Gregorio Riveros)
Las moscas están en cualquier lugar, en
cualquier parte, eso lo supe antes de ver esos curiosos mosquitos merodear
sobre el pantalón de seda, en la silueta de la vagina, de esa linda y
desconocida muchacha que estaba de pie, esperando un bus, en la parada del
transporte. Era una hermosa mujer de un cuerpo exquisito, elegante, sensual, y
muy provocativa. La verdad, me llamó la atención, a pesar de la presencia de
los mosquitos. Caso extraño, que por un momento, un instante, me distraje, y
perdí la atención en ella, porque me detuve también, tan solo en un instante, a
pensar en las moscas y los mosquitos. Conocía las moscas en la literatura, por
un cuento de Augusto Monterroso, titulado “Las Moscas”. Pero mucho tiempo
antes, conocíamos las moscas, porque de niño, nos mantenían atentos en la casa
materna para que las moscas no pisaran nuestra comida. Recuerdo a un hermano,
muy jocoso, que una vez lo advertí escandalizado, horrorizado, porque una mosca
caminaba sobre su comida, me miró, y me dijo: “tranquilo, que esas comen
poquito”. Claro que la espantó. Le conté a mi madre, y me dijo, que no es lo
que comen, sino lo que dejan. Ahora que me gusta leer, me gusta la literatura,
observo su presencia (de las moscas) en todos los géneros, desde la novela,
pasando por el cuento, el teatro, la fábula, y hasta en la poesía. Además del
escritor hondureño (con nacionalidad guatemalteca) Augusto Monterroso, hay
otros escritores que han publicado obras con el tema de la mosca. En el siglo
XVIII, el escritor español Félix María de Samaniego escribió la fábula “Las
moscas”, y también, es autor de la fábula “El Calvo y la mosca”. La escritora
británica Katherine Mansfield (1888-1923) escribió el cuento “La mosca”. En
Grecia, Esopo, fabuló con la mosca. El francés Jean Paul Sartre escribió una
obra de teatro acerca de la tragedia griega y le puso por título “Las Moscas”.
El británico, premio nobel de literatura, William Golding, escribió su novela
“El señor de las moscas”. Aquí en Venezuela, Arturo Uslar Pietri escribió un
cuento titulado “La mosca azul”. El mismo célebre escritor Augusto Monterroso,
lo proclamaba a los cuatro vientos, y decía, que en la literatura solo hay tres
temas: “la muerte, el amor y las moscas”. Pero yo insisto en los mosquitos,
porque veo que la mosca es muy mentada y célebre en la literatura universal.
Tal vez por llevar la contraria, por esa simple razón, o por simple justicia,
escribo este cuento de los mosquitos. Ahora, las moscas no están solas en la
literatura universal, también estarán los mosquitos, sin discriminación. Y para
avanzar un poco en este cuento, para poder llegar al final, volví a darle un
vistazo muy discreto a la muchacha de los mosquitos. Pero no estaban ni los
pantalones de seda, ni la hermosa silueta carnal, ni la muchacha, porque le
había llegado su turno, su transporte. Llegó su bus, lo abordó y se marchó. Y a
pesar de su ausencia, insistí en continuar el cuento. Pero al fin, me percato,
que los mosquitos, también se marcharon.
FOBIA (Gabriel Jiménez Emán)
Un hombre prefería morir que esperar en
clínicas u hospitales. Cuando enfermaban tenían que llevárselo con ataques de
hospitalitis y atenderlo en casa.
El hombre extendió su hospitalitis a los
médicos. Uno de ellos, amigo de confianza, le convenció de su mal, y poco a
poco se dejó tratar su fobia. Fue remitido a un psicólogo, luego a un
psiquiatra: todos oyeron sus insistentes relatos acerca de la angustia humana
acumulada en pasillos, de todos los lamentos tragados por los lavamanos, de las
lágrimas de dolor adheridas a tantas paredes, de las almas de los niños muertos
que iban a dar a los depósitos de los clamores inútiles de los descabezados, de
los triturados, de los desahuciados de cáncer, de los fallecimientos de bellas
jóvenes por infartos y de los imperdonables accidentes en los quirófanos.
Comenzó a padecer de una afección
respiratoria que le impedían hablar bien, y cuando lo examinaron hallaron un
enfisema avanzado, causado por el hábito de fumar.
Tenía entonces dos alternativas: morir a
causa del cigarrillo o morir debido a su fobia por los hospitales.
Siguió fumando y salvó su vida.
ENCUENTROS
LEJANOS (Gabriel Jiménez Emán)
Apenas enciende el ordenador, Bill se pone en
contacto con el mundo global que se pone en contacto con los otros contactos del
mundo en permanente contacto con otros ordenadores que emplean una red
complicada en contactarse entre ellos mismos para obtener la información
requerida para poder hacer funcionar la primera tecla del ordenador de Bill.
TARJETA
DE INVITACIÓN. BARAJAS Y EL BAR (Duglas
Moreno)
Afuera anda la gente creyendo que en esta
casa matamos al hombre. Solo un poco de recuerdos hay en la mesa. Una tarjeta y una mano temblorosa tratando de
sostener un cigarrillo en unos labios de
mujer. Un humo seco vaga en las miradas transparentes que se desploman
en la mesita. Estas mujeres no saben
nada de retos. Insisto, la gente busca al asesino entre nosotras. Él llegó con
ese rostro pálido que ahora tiene. Solo pidió un trago y
comenzó a llorar. Habló de traición y esta mujer lo consoló. Sé que no
hizo nada malo.
La pobre mujer, todavía desnuda, abrió la boca y dijo: él se murió en mis
brazos, tuve que quitármelo de encima. Lo miré a los ojos y ya el amor
que mostraba entre risas y apretones en la mesa, había desaparecido.
Solo había en el rostro como un vacío.
Yo no sé qué había en su cara, pero un ser humano que digamos, eso no. Su cuerpo frío me estaba ahogando. Caminaba y lloraba, la mujer. Gritaba: aquí hay un hombre muerto. Tal vez sea la quietud la que
lo hacía como de plomo. Nunca
imaginé hacer algo así. Su voz
desapareció entre cortinas rotas. Yo
pagué la pieza y me quedé pensando. Soñaba. La policía vino y me llevó a
casa, todavía con una palidez asombrosa.
Ahora, esta habitación, reconozco, no tiene
ventanales como la que abandoné esa
tarde en mi viejo pueblo. No sé, es
diferente. Quiero otra vez vestirme, tomar mi sombrero, cobrar el pago de mi trabajo y agarrar las
sendas de la comarca; pero no puedo. Quiero recordar los patios con naranjas y montar un caballo y pasearlo por el pueblo.
Deseo dar adioses a la gente y cantar.
No puedo. Estoy como sin fuerzas, apenas alcanzo a cruzar las manos sobre mi pecho, mientras, a
mi lado unas mujeres toman barajas de
una mesa y ríen como si estuviéramos
en una fiesta. Una de ellas llora y me aparte de su lado. Veo
que sale corriendo por un cortinal.
Afuera mis amigos hablan de mis recuerdos, estoy como en una imagen de
mí mismo. Miro flores y una luz azul muestra una larga sabana. Vienen y pasan
los palmares y el morichal. Vienen los caballos. Tengo el río nuevamente ante mis ojos. Hay una calceta
entre el sol y la caída de la tarde. Es
hermosa e infinita la lejanía, todo allí
es verde, es como si estuviera en la eternidad. Recordó que nunca había
pasado algo así. Algunas personas -insistía en esta idea mientras contaba un
dinero- piensan muy mal de nosotras, pero yo no le hago ni un ninín de caso,
esperemos que pasen unos días y abriré nuevamente el local. Las muchachas se
han ido, pero regresarán. Yo le traje vida a esta gente, aquí lo que había eran
peleas de gallos y carreras de burros, mis muchachas son la vida del pueblo. Nunca la muerte, como
hoy. La mujer observa como la gente camina lentamente hacia el cementerio. Mis
amigos llevan una urna, algunos lloran y yo observo la imagen de una mujer
huyendo por un cortinal.
EL
PELIGRO AMARILLO (Eloi Yagüe)
Las primeras dos noches del
inspector Trómpiz en el nuevo apartamento, donde se había mudado con su esposa,
fueron totalmente placenteras. Durmió como un tronco y eso era lo que había
deseado desde hacía mucho tiempo. Habían escogido ese vecindario, alejado del
centro de la ciudad, precisamente por su fama de tranquilo. Solo de vez en
cuando sonaba la lejana alarma de un carro pero ya estaban demasiado
acostumbrados a ese ruido. Lo mejor era dormirse con el anestésico sonido de
los grillos. Que Trómpiz no escuchaba desde su infancia en el campo.
La tercera noche, sin
embargo, el inspector despertó sobresaltado. Escuchaba un ruido pero no lograba
identificarlo. Prestó atención. Era… no, no podía ser, parecían cantos de
pájaros, un verdadero griterío canoro. Miró el reloj: eran las tres y veinte de
la madrugada. Quiso despertar a su esposa, pero dormía profundamente. Entonces
el ruido, que ya era lejano, se fue apagando hasta cesar. Trómpiz se dio media
vuelta y se volvió a dormir. La cuarta noche volvió a despertarse con el ruido
de los pájaros, muchos pájaros. Pero lo sentía tan lejano que por un momento
pensó que estaban en el interior de su cabeza. Miró el reloj: 2:45 a.m. Su
esposa dormía a plenitud. Trómpiz se aquietó, trató de respirar conscientemente
para recuperar la calma, pero el ruido parecía arreciar. “¿Será una alucinación
auditiva?”, pensó. Nervioso, salió al balcón a fumar un cigarrillo. La noche
estaba tranquila. Pocos carros pasaban por la calle. Nadie caminaba por la
acera. Era un barrio definitivamente tranquilo y los cantos habían cesado tan
misteriosamente como habían empezado a sonar.
La quinta noche Trómpiz
despertó de madrugada con dos certezas: estaba oyendo claramente a los pájaros
y le parecía que los cantos venían desde el interior del edificio, de apenas
seis pisos, donde estaba su apartamento. Decidió aclarar el misterio de una vez
por todas, cogió su arma debajo de la almohada, se levantó sigilosamente sin
despertar a su mujer, se calzó unas zapatillas de goma y extrajo del closet una
linterna. Sin hacer ruido, salió del apartamento al pasillo iluminado y comenzó
a bajar las escaleras (no había ascensor, era un edificio viejo). Se guiaba más
que nada por su instinto y por la dirección de la que parecía venir el ruido:
abajo, siempre más abajo.
Finalmente, llegó hasta la
planta baja. Allí, una pequeña puerta de madera daba al hueco de la escalera,
que a la vez era el cuarto del servicio. Trómpiz entró y encendió la luz. Una
cucaracha huyó corriendo por la pared. Allí estaba el final del ducto metálico
por donde caía la basura del pipote. Había unos enseres de limpieza, cajas de
cartón, un montón de periódicos viejos y sobre ellos botellas vacías. Pero el
ruido le parecía cada vez más claro y nítido. Dirigió la luz al interior: solo
basura maloliente. Torció el cuerpo para mirar hacia arriba por el interior del
bajante: hasta donde alcanzaba la luz, nada. Entonces miro la base del pipote.
Debajo de este se veía un ángulo metálico. Trómpiz movió el pipote. Había una
trampilla cuadrada. Y el ruido seguía.
La trampilla no tenía asa
sino un hueco. El inspector metió el dedo índice y la levantó. Iluminóo con la
linterna y vio un túnel que descendía hacia la oscuridad. Una escalera de tubos
metálicos empotrados en la pared le permitía bajar. El ruido cesó de pronto,
pero ya Trómpiz estaba decidió a investigar. Amartilló la pistola, y sujetando
la linterna con la boca, empezó a descender. El hueco era profundo. ¿Diez
metros, veinte tal vez? No estaba seguro, pues hizo el trayecto en casi
completa oscuridad, ya que no podía descender sujetando en una mano los tubos,
en la otra la pistola y, además, mirando hacia abajo. Finalmente tocó piso,
intuía un recinto grande: una habitación o nave. Barrió con la luz de la
linterna. La claridad apenas bastaba para distinguir los contornos de los
muebles. Parecía haber un gran desorden. Trómpiz avanzó uno, dos, tres pasos.
Tropezó con algo tendido en el suelo. Alumbró. Era un cuerpo humano, mondo en
el hueso. Vio la sonrisa de la calavera antes de voltear a buscar, desesperado
el interruptor de la luz. Milagrosamente lo encontró. Cuando la bombilla se
encendió, aún tuvo tiempo de ver lo que se le venía encima: una mortífera nube
de plumas amarillas.
La trampilla se cerró con un
golpe seco. Los tiros no se oyeron afuera, los gritos se apagaron lentamente y
la tranquilidad volvió a la noche vecinal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario