miércoles, 13 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (41) Varios autores

Dama llanera en el archivo de Barbuquejo




LOS MOSQUITOS (Gregorio Riveros)
Las moscas están en cualquier lugar, en cualquier parte, eso lo supe antes de ver esos curiosos mosquitos merodear sobre el pantalón de seda, en la silueta de la vagina, de esa linda y desconocida muchacha que estaba de pie, esperando un bus, en la parada del transporte. Era una hermosa mujer de un cuerpo exquisito, elegante, sensual, y muy provocativa. La verdad, me llamó la atención, a pesar de la presencia de los mosquitos. Caso extraño, que por un momento, un instante, me distraje, y perdí la atención en ella, porque me detuve también, tan solo en un instante, a pensar en las moscas y los mosquitos. Conocía las moscas en la literatura, por un cuento de Augusto Monterroso, titulado “Las Moscas”. Pero mucho tiempo antes, conocíamos las moscas, porque de niño, nos mantenían atentos en la casa materna para que las moscas no pisaran nuestra comida. Recuerdo a un hermano, muy jocoso, que una vez lo advertí escandalizado, horrorizado, porque una mosca caminaba sobre su comida, me miró, y me dijo: “tranquilo, que esas comen poquito”. Claro que la espantó. Le conté a mi madre, y me dijo, que no es lo que comen, sino lo que dejan. Ahora que me gusta leer, me gusta la literatura, observo su presencia (de las moscas) en todos los géneros, desde la novela, pasando por el cuento, el teatro, la fábula, y hasta en la poesía. Además del escritor hondureño (con nacionalidad guatemalteca) Augusto Monterroso, hay otros escritores que han publicado obras con el tema de la mosca. En el siglo XVIII, el escritor español Félix María de Samaniego escribió la fábula “Las moscas”, y también, es autor de la fábula “El Calvo y la mosca”. La escritora británica Katherine Mansfield (1888-1923) escribió el cuento “La mosca”. En Grecia, Esopo, fabuló con la mosca. El francés Jean Paul Sartre escribió una obra de teatro acerca de la tragedia griega y le puso por título “Las Moscas”. El británico, premio nobel de literatura, William Golding, escribió su novela “El señor de las moscas”. Aquí en Venezuela, Arturo Uslar Pietri escribió un cuento titulado “La mosca azul”. El mismo célebre escritor Augusto Monterroso, lo proclamaba a los cuatro vientos, y decía, que en la literatura solo hay tres temas: “la muerte, el amor y las moscas”. Pero yo insisto en los mosquitos, porque veo que la mosca es muy mentada y célebre en la literatura universal. Tal vez por llevar la contraria, por esa simple razón, o por simple justicia, escribo este cuento de los mosquitos. Ahora, las moscas no están solas en la literatura universal, también estarán los mosquitos, sin discriminación. Y para avanzar un poco en este cuento, para poder llegar al final, volví a darle un vistazo muy discreto a la muchacha de los mosquitos. Pero no estaban ni los pantalones de seda, ni la hermosa silueta carnal, ni la muchacha, porque le había llegado su turno, su transporte. Llegó su bus, lo abordó y se marchó. Y a pesar de su ausencia, insistí en continuar el cuento. Pero al fin, me percato, que los mosquitos, también se marcharon.



FOBIA  (Gabriel Jiménez Emán)
Un hombre prefería morir que esperar en clínicas u hospitales. Cuando enfermaban tenían que llevárselo con ataques de hospitalitis y atenderlo en casa.
El hombre extendió su hospitalitis a los médicos. Uno de ellos, amigo de confianza, le convenció de su mal, y poco a poco se dejó tratar su fobia. Fue remitido a un psicólogo, luego a un psiquiatra: todos oyeron sus insistentes relatos acerca de la angustia humana acumulada en pasillos, de todos los lamentos tragados por los lavamanos, de las lágrimas de dolor adheridas a tantas paredes, de las almas de los niños muertos que iban a dar a los depósitos de los clamores inútiles de los descabezados, de los triturados, de los desahuciados de cáncer, de los fallecimientos de bellas jóvenes por infartos y de los imperdonables accidentes en los quirófanos.
Comenzó a padecer de una afección respiratoria que le impedían hablar bien, y cuando lo examinaron hallaron un enfisema avanzado, causado por el hábito de fumar.
Tenía entonces dos alternativas: morir a causa del cigarrillo o morir debido a su fobia por los hospitales.
Siguió fumando y salvó su vida.



ENCUENTROS LEJANOS (Gabriel Jiménez Emán)
Apenas enciende el ordenador, Bill se pone en contacto con el mundo global que se pone en contacto con los otros contactos del mundo en permanente contacto con otros ordenadores que emplean una red complicada en contactarse entre ellos mismos para obtener la información requerida para poder hacer funcionar la primera tecla del ordenador de Bill.



TARJETA DE INVITACIÓN.  BARAJAS Y EL BAR (Duglas Moreno)
Afuera anda la gente creyendo que en esta casa matamos al hombre. Solo un poco de recuerdos hay en la mesa.  Una tarjeta y una mano temblorosa tratando de sostener un cigarrillo en unos labios de  mujer. Un humo seco vaga en las miradas transparentes que se desploman en la mesita. Estas mujeres  no saben nada de retos. Insisto, la gente busca al asesino entre nosotras. Él llegó  con  ese rostro pálido que ahora tiene. Solo pidió un trago  y  comenzó a llorar. Habló de traición y esta mujer lo consoló. Sé que no hizo nada malo.
La pobre mujer, todavía desnuda,   abrió la boca y dijo: él se murió en mis brazos, tuve que quitármelo de encima. Lo miré a los ojos y  ya el amor  que mostraba entre risas y apretones en la mesa, había desaparecido. Solo había en el rostro como  un vacío. Yo no sé qué había en su cara, pero un ser humano que digamos, eso no.  Su cuerpo frío me estaba ahogando.  Caminaba y lloraba, la mujer.  Gritaba: aquí hay un hombre  muerto. Tal vez sea la quietud  la que  lo hacía como de plomo.  Nunca imaginé hacer algo así.  Su voz desapareció entre cortinas rotas.  Yo pagué la pieza y me quedé pensando. Soñaba. La policía vino y me llevó a casa,  todavía con una palidez asombrosa.
Ahora, esta habitación, reconozco, no tiene ventanales como la que abandoné  esa tarde en mi viejo pueblo. No sé,  es diferente. Quiero otra vez vestirme, tomar mi sombrero,  cobrar el pago de mi trabajo y agarrar las sendas de la comarca; pero no puedo. Quiero recordar  los patios con naranjas y  montar un caballo y pasearlo por el pueblo. Deseo dar adioses a  la gente y cantar. No puedo. Estoy como sin fuerzas, apenas alcanzo a  cruzar las manos sobre mi pecho, mientras, a mi lado unas mujeres  toman barajas de una mesa y ríen como si  estuviéramos en  una fiesta. Una  de ellas llora y me aparte de su lado. Veo que sale corriendo por un cortinal.  Afuera mis amigos hablan de mis recuerdos, estoy como en una imagen de mí mismo. Miro flores y una luz azul muestra una larga sabana. Vienen y pasan los palmares y el morichal. Vienen los caballos. Tengo el río  nuevamente ante mis ojos. Hay una calceta entre el sol y la caída de la tarde.  Es hermosa e infinita la lejanía, todo allí  es verde, es como si estuviera en la eternidad. Recordó que nunca había pasado algo así. Algunas personas -insistía en esta idea mientras contaba un dinero- piensan muy mal de nosotras, pero yo no le hago ni un ninín de caso, esperemos que pasen unos días y abriré nuevamente el local. Las muchachas se han ido, pero regresarán. Yo le traje vida a esta gente, aquí lo que había eran peleas de gallos y carreras de burros, mis muchachas  son la vida del pueblo. Nunca la muerte, como hoy. La mujer observa como la gente camina lentamente hacia el cementerio. Mis amigos llevan una urna, algunos lloran y yo observo la imagen de una mujer huyendo por un cortinal.

 

 


EL PELIGRO AMARILLO (Eloi Yagüe)
Las primeras dos noches del inspector Trómpiz en el nuevo apartamento, donde se había mudado con su esposa, fueron totalmente placenteras. Durmió como un tronco y eso era lo que había deseado desde hacía mucho tiempo. Habían escogido ese vecindario, alejado del centro de la ciudad, precisamente por su fama de tranquilo. Solo de vez en cuando sonaba la lejana alarma de un carro pero ya estaban demasiado acostumbrados a ese ruido. Lo mejor era dormirse con el anestésico sonido de los grillos. Que Trómpiz no escuchaba desde su infancia en el campo.
La tercera noche, sin embargo, el inspector despertó sobresaltado. Escuchaba un ruido pero no lograba identificarlo. Prestó atención. Era… no, no podía ser, parecían cantos de pájaros, un verdadero griterío canoro. Miró el reloj: eran las tres y veinte de la madrugada. Quiso despertar a su esposa, pero dormía profundamente. Entonces el ruido, que ya era lejano, se fue apagando hasta cesar. Trómpiz se dio media vuelta y se volvió a dormir. La cuarta noche volvió a despertarse con el ruido de los pájaros, muchos pájaros. Pero lo sentía tan lejano que por un momento pensó que estaban en el interior de su cabeza. Miró el reloj: 2:45 a.m. Su esposa dormía a plenitud. Trómpiz se aquietó, trató de respirar conscientemente para recuperar la calma, pero el ruido parecía arreciar. “¿Será una alucinación auditiva?”, pensó. Nervioso, salió al balcón a fumar un cigarrillo. La noche estaba tranquila. Pocos carros pasaban por la calle. Nadie caminaba por la acera. Era un barrio definitivamente tranquilo y los cantos habían cesado tan misteriosamente como habían empezado a sonar.
La quinta noche Trómpiz despertó de madrugada con dos certezas: estaba oyendo claramente a los pájaros y le parecía que los cantos venían desde el interior del edificio, de apenas seis pisos, donde estaba su apartamento. Decidió aclarar el misterio de una vez por todas, cogió su arma debajo de la almohada, se levantó sigilosamente sin despertar a su mujer, se calzó unas zapatillas de goma y extrajo del closet una linterna. Sin hacer ruido, salió del apartamento al pasillo iluminado y comenzó a bajar las escaleras (no había ascensor, era un edificio viejo). Se guiaba más que nada por su instinto y por la dirección de la que parecía venir el ruido: abajo, siempre más abajo.
Finalmente, llegó hasta la planta baja. Allí, una pequeña puerta de madera daba al hueco de la escalera, que a la vez era el cuarto del servicio. Trómpiz entró y encendió la luz. Una cucaracha huyó corriendo por la pared. Allí estaba el final del ducto metálico por donde caía la basura del pipote. Había unos enseres de limpieza, cajas de cartón, un montón de periódicos viejos y sobre ellos botellas vacías. Pero el ruido le parecía cada vez más claro y nítido. Dirigió la luz al interior: solo basura maloliente. Torció el cuerpo para mirar hacia arriba por el interior del bajante: hasta donde alcanzaba la luz, nada. Entonces miro la base del pipote. Debajo de este se veía un ángulo metálico. Trómpiz movió el pipote. Había una trampilla cuadrada. Y el ruido seguía.
La trampilla no tenía asa sino un hueco. El inspector metió el dedo índice y la levantó. Iluminóo con la linterna y vio un túnel que descendía hacia la oscuridad. Una escalera de tubos metálicos empotrados en la pared le permitía bajar. El ruido cesó de pronto, pero ya Trómpiz estaba decidió a investigar. Amartilló la pistola, y sujetando la linterna con la boca, empezó a descender. El hueco era profundo. ¿Diez metros, veinte tal vez? No estaba seguro, pues hizo el trayecto en casi completa oscuridad, ya que no podía descender sujetando en una mano los tubos, en la otra la pistola y, además, mirando hacia abajo. Finalmente tocó piso, intuía un recinto grande: una habitación o nave. Barrió con la luz de la linterna. La claridad apenas bastaba para distinguir los contornos de los muebles. Parecía haber un gran desorden. Trómpiz avanzó uno, dos, tres pasos. Tropezó con algo tendido en el suelo. Alumbró. Era un cuerpo humano, mondo en el hueso. Vio la sonrisa de la calavera antes de voltear a buscar, desesperado el interruptor de la luz. Milagrosamente lo encontró. Cuando la bombilla se encendió, aún tuvo tiempo de ver lo que se le venía encima: una mortífera nube de plumas amarillas.
La trampilla se cerró con un golpe seco. Los tiros no se oyeron afuera, los gritos se apagaron lentamente y la tranquilidad volvió a la noche vecinal.

*Solamente dos palabras, de las diez mil que pronuncio diariamente, me dan estímulos para seguir viviendo. Ellas son: Te amo. Feliz cumpleaños, amor mío. Ni el tiempo ni la distancia son suficientes para dejar de quererte. Pronto estaré a tu lado. Este breve relato lo escribí en tu honor como prueba de mi pasión irrefutable.

 


EL AMOR (Julio Romero Parra)

El amor tocó mi puerta. Observé por la mirilla, pero no me atreví a abrir. Era un niño rubicundo, completamente desnudo y de sexo incierto. Sus cabellos eran rizados y la expresión de su cara era más endemoniada que angelical. Llevaba carcaj con saetas a sus espaldas y un arco armado dispuesto a zaherir. Por supuesto, conociendo lo terrible que era no quise abrir. Mi mujer permanecía dormida. No hice esfuerzo alguno para despertarla. Con sigilo fui a la sala de baño y comencé a ducharme. Luego me dirigí hasta nuestra alcoba matrimonial, saqué ropa del clóset y me vestí. Anudé mi corbata oscura contra el cuello de mi camisa, metí mi cuerpo en el traje negrísimo exigido en mis labores funerarias, empuñé mi maletín, di un beso a mi esposa aún dormida y salí a ocupar un lugar en el Metro.

Desde mi apartamento hasta el edificio K, utilizando el transporte masivo, no tardaba más de diez minutos. Así que con el cabello húmedo ya me encontraba situado en el interior del ascensor. Fui saludado por algunos usuarios. Arribé hasta el piso donde se encontraba mi oficina. Ya sentado ante mi escritorio, alguna empleada me hizo llegar panecillos con jamón y café con leche. Desayuné muy contento al tener noticias de que mi negocio crecía gracias al incremento de muertes violentas en nuestra ciudad. Aún sonriendo encendí mi computadora. La pantalla me reservaba la agenda del día. Era yo el director general de una Compañía de pompas fúnebres y allí se encontraban cinco nuevos casos que debería atender de manera inmediata para brindar el servicio de despedida eterna.

La causa de las muertes de aquellas cinco personas era semejante. Tres hombres y dos mujeres habían sido alcanzados por flechas venenosas. Así que de inmediato llamé a mis empleados y ordené el consabido servicio. Serían las once de la mañana cuando alguna de mis empleadas abrió violentamente las puertas de mi oficina. Se veía literalmente aterrorizada. Me informó que un niño desnudo, rubicundo, encolerizado y armado con un arco disparaba sin piedad alguna contra todos los habitantes. Antes de correr a esconderse me gritó que los pasillos estaban congestionados de heridos y de cadáveres que fueron alcanzados por saetas.

Sentí terror y apagué la computadora. Salí de la oficina y tomé el ascensor más cercano. Huí del edificio K. La ciudad era un caos. Transité avenidas apocalípticas atestadas de muertos y agonizantes, todos con flechas clavadas en sus cuerpos. Alcancé la estación del Metro. Entre los andenes pude ver cientos de cadáveres y heridos. En el interior de los vagones ocurría lo mismo. Varios trenes se encontraban descarrilados como víctimas de un atentado terrorista. La gran cantidad de cuerpos exánimes era sorprendente. Bajé en la estación que me correspondía y corrí a través de una vía colmada de desgracias. Las calles también estaban llenas de cadáveres, todos atravesados por flechas en sus corazones.

Por último, llegué a mi apartamento. Abrí la puerta. Mi mujer agonizaba en el sofá alcanzada por una saeta en su seno izquierdo. Sentí miedo y muchas náuseas. Corrí hacia el baño. Allí lo encontré desnudo, rubicundo, encolerizado y con un arco que apuntaba una flecha contra mí.

Al fin te encuentro me dijo el niño amor.


No hay comentarios: