Infante al pie del arpa llanera, San Carlos de Cojedes. Archivo de Odalis Hernández
LOS
CUATRO PEONES (Marcos Agüero)
La expectativa de aquel pueblo apartado de la
civilización era extraña. Por vez primera se llevaría a cabo la inusitada final
entre dos desconocidos Maestros del ajedrez, Gaspar Garrido y Antonio Carpio.
Acostumbrados más a jugar bolas criollas,
peleas de gallo y dominó, la mayoría de los pobladores no mostraban interés por
aquella contienda deportiva. Los organizadores y promotores tenían todo
dispuesto en la Plaza
Bolívar ubicada sobre una pequeña loma no muy lejos del
pueblo. Sin embargo, debido a la inclemencia del tiempo se vieron obligados a
buscar un lugar cubierto. Desafortunadamente, el único sitio disponible era una
cantina, la cual tenía abandonado en un rincón, un viejo ring de boxeo. Es
perfecto –exclamó uno de los organizadores- sobre este ring de boxeo se hará la
final del torneo, los espectadores se sentarán alrededor del cuadrilátero evitando
así que se apiñen sobre los maestros. Convenido así, y valiéndose de los
adelantos del mundo civilizado, desplegaron las cámaras televisivas a los
extremos del ring.
La hora ya estaba presta, los pobladores -en
su mayoría campesinos- comenzaban a inundar el lugar en alpargatas y sombreros
de cogollo, pero no por el evento en sí, sino más bien para jugar dominó, bolas
criollas, o tomar aguardiente.
Finalmente, hicieron entrada los dos Maestros
del ajedrez cada uno con su representante y cuerpo de seguridad. Con ellos
subieron al cuadrilátero el juez del torneo y el personal de seguridad. En el
centro colocaron la mesa, sobre la mesa un tablero, sobre el tablero las
piezas, a su lado, un reloj de ajedrez.
Aunque no llevaban guantes, ni trusas, ni
protectores bucales, los dos maestros, colocados a dos brazos de distancia se
miraron fijamente con infinito
desprecio. El estado casi hipnótico de ambos ajedrecistas ¡se vio sacudido por
el peculiar rastrilleo de afilados machetes!
El juez pidió silencio y procedió a hacer la
presentación de los rivales quienes mientras se sentaban, no apartaban el oído
de sus rostros.
Se oyó una voz que dijo: ¿Y estos van a peliá
sentaos?
Otra voz le respondió: No compa, están
esperando que toquen la campana.
Una hora pasado, y dos y tres, pero los
ajedrecistas permanecían inmóviles con sus miradas puestas sobre las piezas que
estaban sobre el tablero, que estaba sobre la mesa, que estaba sobre el
cuadrilátero, que estaba apartado en un rincón de la cantina de aquel pueblo
apartado de la civilización.
Los campesinos ya con unos cuantos tragos
encima y comiendo chimó, comenzaban a alterarse y a pararse de sus asientos.
Tanto el juez del torneo como el personal de seguridad se mantuvieron
expectantes. En ese preciso instante, cuatro peones que venían de una finca
cercana entraron a la cantina montados a caballo, dos blancos y dos negros.
Estos se dirigieron al patio sin mirar si quiera a aquellos dos ajedrecistas
que jugaban sobre un ring.
Cuatro largas horas ya habían pasado y fue
allí en semejante instante, cando se oyeron palabras empapadas por el alcohol
que decían:
¡Queremos ver sangre!
Todos se levantaron de sus sillas gritando y
golpeándolas con sus afilados machetes. La algarabía se hacía insoportable,
pero los dos Maestros permanecían sumergidos en su juego. Varias sillas fueron
lanzadas al ring mientras algunos campesinos trataban de cortar las sogas con
sus machetes.
Con la angustia que se puede sentir en
semejante situación, el juez logra ver la vieja campana amarrada a una de las
esquinas del cuadrilátero. A riesgo de su propia vida, se lanzó a la lona,
gateó hacia ella con notable desesperación y cuando la hubo tenido, la tocó
repetidas veces. Notando el efecto casi paralizante sobre aquellos aldeanos, se
incorporó y moviendo los brazos exclamó:
¡Tablas! ¡Tablas!
PUNTALES
DE LADRILLO. EMPEDRADA CALMA DE LA NOCHE (Duglas Moreno)
A Malena y Juan Molina, por lo de la
écfrasis.
Detrás de una sombra escalinata, un muro
pardizo en piedras coloniales detenía la mirada y más allá se asomaba
un pedazo de cielo. En la enramada verde andan lentamente algunos
pájaros. La tierra de los paredones se levanta y se marcha con el viento. Las
ventanas se cierran y se abren bruscamente. Es como si la brisa intentara,
obstinadamente, meterse a la casa por cualquier resquicio. Hay un polvo seco en los vitrales. El lugar
tenía un aspecto ruinoso. Nadie se atrevió
a expresar la verdad y
disimulamos. Decir que el espacio era un desastre, iba a ser demasiado.
Callamos. Llegamos al patio por una pequeña gradería. Una voz refería la
riqueza arquitectónica. Aseguraba que era un gran acervo de la época colonial.
Todas esas palabras estaban lanzadas monótonamente. Se entendía, claramente que
aquel discurso se exponía siempre de forma automática. Estimados turistas, se
encuentran ustedes ante una joya histórica. Este pórtico polilobular con
perfectos estípites barrocos y aquel cimacio piramoide, dicen los historiadores
que fue copiado de la iglesia San Pedro de la Rúa en el reino de Navarra,
España. Este cuarto, era el dormitorio del Coronel. Esta talla policromada de
la Inmaculada Concepción, se hizo en Epinal, Francia, de allí pasó al convento de Los Capuchinos en
Sevilla, luego se trajo directamente a nuestra ciudad en el siglo XVIII. Por
aquí estaba la cocina, en aquel rincón el establo, un poco más allá las
barracas de los esclavos. Al lado norte,
el salón de fiesta… Oía todo de
manera lejana.
Mis amigos seguían el eco de las voces,
cuando noté que el rostro de un hombre
soportaba un puntal de ladrillos. Era
una imagen aindiada. Notaba que resistía. Me distraje un poco al escuchar que
el Coronel Figueredo solía recorrer los campos
de su propiedad dentro de un
enorme carruaje negro. Nadie lo veía, pero todos sabían que el prócer, todas
las tardes, daba un vistazo a su inmensa ganadería. Después de asimilar el
dato de los recorridos del Coronel, me recompuse y noté que estaba apareciendo,
al filo de la noche, algo extraño.
Seguí observando cuidadosamente. Pensé:
las ruinas siempre crean perfiles
humanos, sobre todo con la aparición de la nocturnidad. En la otra
columna asomó el aullido de un perro. La
cabeza del animal sobrellevaba el mismo
puntal, pero ya muy deteriorado. Cuando
me disponía a preguntar si era cierta la
historia de que en los patios había muchas morocotas enterradas, plata de la de
antes; vi una cabellera blanca de mujer aparecer en el último balaustre. Su vestido ceniza terminaba en la barda ocre
del piso. Aquella mirada espectral me
detuvo. Sólo escuché: nada de que salen muertos en esta casa, es cierto. Aquí
nunca pasa nada. Cómo gritarle que
mentía, pues en el umbral seguía un rostro misterioso mirándome fijamente.
Aterrado abandoné el lugar. Llegué a una calle un tanto desierta. De pronto,
pasa un celaje, ligeramente humano. Sin
poder verle el rostro le pregunté a esa
sombra errante ¿alguna vez ha visitado la casa del Coronel Figueredo? Mostrando
sorpresa; pero sin detenerse, dijo: ese
caserón hace siglos que despareció. Reconocí de inmediato el vestido ceniza de
la mujer del desvencijado balaustre. Maldije aquel momento, quise correr, pero
tan solo conseguí arrastrarme por la empedrada
calma de la noche.
VISITA (Enrique Plata Ramírez)
Cansado ya, esa noche, se recostó a una de
las paredes cuando la vio venir.
Estoy aguardándote - dijo el hombre a la
guapa mujer.
Aún no te necesito- le replicó ella y
continuó su marcha hasta la iglesia más cercana. Celoso, la fue siguiendo el
hombre con la mirada, hasta verla salir, poco después, tomada de la mano con el
cura.
La siguiente mañana todos lamentaron la
muerte del sacerdote.
AMOR NATURAL (Gabriel Jiménez Emán)
Obsesionado en llevar una vida sana y en
contacto armonioso con la naturaleza, Arturo se abrió un buen día de la
existencia frenética de la gran ciudad, que ya le había llevado a los límites
de la exasperación. Así que vendió su departamento, su automóvil, dejo su
empleo en el Ministerio, y con ese capital se instaló en un pueblo de los Andes
donde la tranquilidad, el aire limpio, y las maneras sosegadas de la gente se
ofrecían como tablas de salvación.
Al principio todo lucia amable; poco a poco
comenzaron a aparecer inconvenientes, que fueron subsanándose. Arturo debido
armarse de enorme paciencia para instarse en la casita, y luego para solucionar
rencillas y trampas, trucos que creía era imposible fuesen practicados por
aquella gente sencilla. Le costó, asimismo, acostumbrarse al silencio de las
noches, un silencio excesivo donde cualquier pequeño sonido se convertía en un
ruido inquietante.
Arturo hablaba de un modo que no captaban
bien las gentes del campo, e hizo un esfuerzo enorme para adaptarse a las
pausas y maneras ladinas de pronunciar de los andinos. Sin embargo, lo son
siguió, acondiciono sus rústica vivienda y le equipó, se dedicó a sembrar la
tierra y compro un carro usado. No le iba mal, no le iba del todo bien, como
debía ser.
Algunas mujeres lo miraban con picardía. Con
una de ellas había cruzado un día algunas palabras. Le gustaba, era verdad,
pero ya se presentaría una oportunidad de acercársele. Mirando televisión,
leyendo o escuchando música por las noches lograba distraerse. Pensaba a ratos
en Viviana: así se llamaba la muchacha.
Un día en que abonaba su terreno, Arturo vio
la chica y se le acercó. La invitó a dar un paseo, luego a comer. Entonces
comenzaron a frecuentarse a Viviana fuera de casa, y aquello no gustaba a los
padres de la chica. Ella le manifestó su desagrado, agregando en el comentario
que sus padres eran insoportables, y que deseaba estar con él solamente. Un
tanto aturdido por esa afinación, fue entrando en el ámbito privado de Viviana
y progresivamente enamorándose de ella, hasta que un día le hizo el amor en el
césped de un prado, junto al rio. Alcanzando ese grado de intimidad, decidió
unirse a ella. Ella aceptó, pero con reticencias hacia sus padres. No le dijo
nada a Arturo, aunque si sabía la razón. Un hombre amigo de su padre la
pretendía desde hacía tiempo. Fue el mismo que caminó una noche estrellada y
silenciosa hasta la casa de Arturo, y cuando éste abrió la puerta, el hombre le
dio un certero y perfecto machetazo en el cuello que ni siquiera le dio tiempo
a Arturo de experimentar ningún dolor. Le enterraron en la cristiana paz de los
campos andinos, y todos los años el matrimonio, que vive en la antigua casita
de Arturo, le lleva flores a la tumba, en el cementerio Municipal.
PESADILLA
(Víctor Marichal)
La espesura de la maleza no permitía que
fuera más rápido.
¡Allá va! ¡Sí, desde aquí lo vi!
¡Agarraren a ese asesino!
Sin embargo, aquellos gritos hacían mi
carrera más veloz. Ya había transcurrido más de media hora desde que empecé a
correr.
No sabía qué había ocurrido esa tarde.
Recuerdo que llegué a la casa como de costumbre, peo esta vez me encontré con
algo espantoso: el cuerpo de Judith se hallaba inmóvil en el centro de la sala,
sí, yacía un charco de sangre. Sin lograr salir de mi asombro corrí hasta ella
y la tomé en mis brazos. Fue cuando noté que aún tenía un cuchillo clavado en
su cuerpo, justamente en el pecho. Sin pensar, lo saqué; mis manos estaban
manchadas de sangre al igual que mi ropa. Aún sostenía el puñal en mi mano
cuando percaté de la presencia de Lourdes, una vecina nuestra que logró entrar.
Al principio no me fijé en sus pensamientos,
pero al ver el temor reflejado en su rostro los leí claramente. Traté de
acercarme para explicarle, pero ella huyó gritando desesperada. Llegué hasta la
puerta y todavía tenía el cuchillo en mi mano, pero al ver que se formaba un
grupo alrededor de Lourdes sentí miedo, y más miedo sentí cuando los vi armarse
de palos y machetes e ir en dirección a mi casa. Ahora sí solté el cuchillo y
asustado corrí saltando por una ventana que daba a la parte de atrás y empecé a
correr y correr. Sin embargo, ni la huida podía borrar la imagen de Judith. Me
preguntaba: “¿Quién la mataría? ¿Por qué?”. Creo que jamás lograría saberlo,
porque el cansancio se apoderaba de mí; sentía que ya no podía seguir huyendo.
De pronto ante mis ojos apareció una cueva, la cual disimulaba muy bien la
entrada por lo alto de la maleza. No lo pensé dos veces y me metí allí sin dar
importancia a lo que pudiera pasar, sólo quería descansar un poco. Por suerte
vi a mis perseguidores pasar delante de la cueva burlados por la hazaña.
Caí al suelo abrumado, cansado, y me fui
quedando en un sueño profundo. No sé por cuánto tiempo permanecí dormido, pero
de repente escuché la voz de uno de los vecinos y me levanté sobresaltado con intenciones de seguir
corriendo. Fue cuando vi el cuerpo de Judith a mi lado en la cama.
A
NINGUNA PARTE (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel hombre fastidió tanto para que lo
sacaran de entre los humanos, que los dioses finalmente, lo levantaron a
ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo donde soñamos las estrellas.
La distante y ansiada libertad, hizo brotar
un canto jubiloso en su en su garganta. Canto que conocieron los cometas y las
veredas perdidas. Adiós temores, órdenes,
vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo
sobre las cimas solitarias de la tierra.
Desde
ya podré vivir con segura independencia. No habrá horizonte que yo no alcance.
Los dioses gratamente sorprendidos ante
aquellas alabanzas, decidieron de inmediato estudiar otras peticiones de
liberación. No obstante, el recién
llegado paralizó el asunto al despertar un día con un urgente deseo de hacerse
un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de la que fuera su mujer,
una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó una nube, jugueteó con un águila;
sorbió ávido el aire marino de las olas, al mismo tiempo que volaba chispeado
por ellas hacia la quietud de una playa tropical. Pero no pudo desterrar de su
paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos amaneceres más tarde, observando desde su
refugio de conchas de cielo el aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó
el calorcito placentero que le transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama,
cuando ambos se abrazaban en las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos
y creerse en el lecho matrimonial, casi se va bruces.
Los dioses como bandas de palomas
perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con enojo al inadaptado, quien de
ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La gritería de sus hijos dentro de la casa,
que otrora le atormentara.
El crujir de la corteza del pan tostado entre
sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje,
mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y hasta las risotadas de los empleados de
aquella empresa donde él antes trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar
convirtiendo en agonía la pesadilla inicial. Para distraerse probó ir de paseo
a diversos lugares de la tierra, vedados antiguamente por razones obvias. Fue
peor: desde arriba el mundo sólo le recordó lo que ya no tenía.
Canciones. Mujeres. Licores. Y La Fonda del
Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El
queso rayado vistiendo de etiqueta las caraotas refritas.
Ya de regreso al refugio, y aun cuando las
alas le pasaban igual que dos portones de hierro. No pudo pasar por alto el
rojo jugoso de una patilla, expuesta impúdicamente en el interior de un mercado
libre.
Bajó con suavidad mientras iba imaginando su
lengua golosa entre la incitante pulpa. Pero el vendedor de dos certeros
naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando estaban a centímetros de la fruta. Los
dioses histéricos, lo llevaron a juicio. No obstante, el abogado defensor
consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo en cuenta que mi defendido tuvo,
además de cervezas y pan, el especial deseo de presenciar el juego de sus
hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que fuera su consorte; yo pido que
sea devuelto a la tierra en el acto. Porque sucede- prosiguió el defensor
retomando la voz por encima de las exasperadas protestas-que son ustedes,
compañeros, los que deberían de ser enjuiciados. ¿Cómo se le ocurre convertir
en viajero de los cielos a un ser cuya memoria terrenal está intacta?
Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron
dar una razón de peso que justificara aquel desatino. Y entonces, acatando la
sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al infeliz después de
poner su mente en nada.
Ese día desde lo alto, cayó a la tierra un
águila muerta. Y enseguida, de las entrañas de un vientre materno nació una
criatura ansiosa de lactar.
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