La detective estaba cerca de resolver el crimen.
Imagen en el archivo de María Eliza Duque, San Carlos Cojedes
UNA VISITA AL CONSULTORIO
Urania quiso hacerse un
chequeo cardiovascular y la llevé a una clínica situada en forma diagonal a la
antigua funeraria La Equitativa. Muy cerca de Farmatodo y de Burguer King.
Entrar a la antesala del
consultorio me causó una gran sorpresa. El lugar se veía muy despejado. Un
montón de muebles estaban recostados a las paredes, pero quienes deberían estar
sentados allí brillaban por su ausencia. Pensé: en este pueblo nadie se enferma
o nadie tiene dinero para pagar una consulta.
Solamente al fondo se encontraban
dos mujeres, face to face, una frente a la otra, sentadas en sus respectivas
sillas alrededor de una mesita cuadrangular. Sobre la superficie de la consola
podía verse un equipo de manicurista, cortaúñas, corta cutículas, hisopos y un
conjunto de diminutos recipientes que contenían esmaltes de colores brillantes
y chillones. Una de las mujeres usaba una bata blanca y de su cuello colgaba un
estetoscopio. La otra mujer vestía de lo más normal, pantalón oscuro y blusa
color crema. Supuse que la primera dama debería ser la doctora y que la segunda
debería ser su secretaria. No se necesitaba ser un genio para deducirlo de esa
manera.
Quien debería ser la doctora
llevaba el cabello pintado de un color alambicado y raíces blancas y oscuras
surgían de su cráneo, seguramente producto de un no convincente tratamiento
capilar. Por su parte, quien debería ser la secretaria llevaba el cabello
pintado como con crema negra de zapatos. De inmediato sonrió al percatarse de
nuestra presencia.
-Al fin-dijo como diciéndose
a sí misma “! Al menos nos visita algún paciente!”
-¿En qué podemos
servirles?-nos preguntó amablemente quien llevaba bata blanca y cabello
alambicado.
-Quiero hacerme un chequeo
cardiovascular-dijo mi mujer.
-Muy bien-respondió la
doctora sacudiéndose las manos para que se le secara la pintura de uñas recién
colocada-. Les advierto que no se aceptan cheques. ¿Cómo piensan pagar? ¿En
efectivo o por transferencia?
-Por transferencia-dijo
Urania.
-En ese caso debe hacer la
transferencia por anticipado y debe enviarnos el capturer.
Mi mujer hizo de inmediato
la transacción, de banco a banco, de teléfono a teléfono, y la profesional,
luego de chequear el pago, se dispuso a chequearla a ella.
-Perfecto, muy bien, pase
usted a mi consultorio, señora.
Ya para entonces la mujer de
blusa color crema y de cabello color crema oscura de zapatos había tomado los
datos en una pequeña libreta.
Apenas Urania y la
cardiólogo cerraron la puerta del consultorio fui a sentarme a tres metros de
la secretaria. Ella, displicentemente, comenzó a limarse las uñas y a entablar
una conversación conmigo.
-A veces vienen-dijo como
distraída.
-¿Quiénes? ¿Los pacientes?
-No, mis amigas-dijo ella.
-¿Y vienen a hacerse chequeos
cardiovasculares?
-Generalmente no-dijo la
mujer-. Vienen a pintarse las uñas.
Respiré hondo y, como sin
querer, insistí:
-¿Y los pacientes?
-Ya vienen pocos pacientes
por aquí. Ya a nadie parece interesarle que le explote el corazón. Se interesan
más por las uñas que por las venas coronarias. Les resulta más barato hacerse
la pedicura que chequearse el reloj. Una consulta cuesta un ojo de la cara. En
cambio para pintarse sí les alcanza el presupuesto.
Y luego de una pausa aclaró:
-Ah, y es unisex. No importa
que el cliente sea macho o sea hembra. Si está interesado le hago el servicio.
¿Quiere acomodarse las uñas?
-No, gracias-le dije.
La mujer comenzó a limpiarse
sus propias garras con un algodón húmedo. El olor de la acetona era muy
penetrante.
-Ya no vale la pena
estudiar-dijo al tanto que se hacía el autoservicio-. Lo digo por la pobre
doctora que está viendo a su mujer. Tantos años en la universidad y tantos
postgrados en cardiología para luego estar pelando. De esta crisis no se salvan
ni los muertos.
-¿Ni los muertos?
-Ni los muertos-ratificó
ella-. En una palabra, ni los vivos ni los muertos. Fíjese usted: Al frente de
este consultorio funciona una funeraria y yo llevo más de diez años trabajando
en esta clínica. En esa funeraria velaban cadáveres todos los días del mundo y
hasta una aprovechaba. Cuando me daba hambre no iba para Burguer King, que
queda al frente, si no que me acercaba al cafetín de la funeraria y allí me
ofrecían un Sándwich, un jugo y un café. Ahora ni siquiera eso. Ahora velan un
difunto cada dos o tres meses y de paso cerraron el cafetín. Así que hasta eso
debemos aguantar gracias a la pelazón que nos somete este gobierno.
-¿Y a la doctora no le
molesta que usted arregle uñas aquí?-le pregunté.
-¡Qué carajo puede
molestarle!-exclamó con una sonrisa leonina-. En eso de las uñas hasta somos
socias. Si no vienen pacientes vienen clientes lo cual a la larga viene siendo
lo mismo. Fíjese, la doctora está pensando en cerrar el consultorio para abrir
un salón de belleza. Ya se lo dije. La gente piensa más en sus uñas que en su
corazón. Le interesa más verse bonita que morirse de un infarto. Ah, y como
también le comenté, hasta somos socias. Cada vez que le arreglo las uñas a
alguien le debo pagar a ella el cincuenta por ciento.
-Seguramente ella debe
reponerle a usted el cincuenta por ciento de las consultas.
-¡Qué va!-exclamó la
secretaria-. La doctora fue quien estudió. Yo no soy ni bachiller. Además el
alquiler lo paga ella sola.
En ese momento la
facultativa y mi mujer salieron del consultorio. Según detectaron los
instrumentos cardiovasculares, su corazón funcionaba bien y sus conductos
sanguíneos estaban despejados.
Nos despedimos amablemente y
cuando ya salíamos del recinto estaba entrando una joven a la antesala del
consultorio.
-¿Están prestando
servicio?-preguntó con melosa voz.
-¿Servicio de qué?-preguntó
la secretaria-. ¿De cardiología o de manicure?
CONAN
DOYLE Y SU CRIMEN PERFECTO
Sir
Arthur Conan Doyle experimentó cierto desasosiego al escribir la frase
lapidaria de su última novela. Las argucias de un asesino en serie escapaban a
su raciocinio, al comprobado olfato de sabueso de su infalible detective
Sherlock Holmes y a la inteligencia que caracterizaba al doctor Watson.
Luego de
tres o cuatro años desde el momento cuando había captado esa imagen, al fin,
daba por terminada aquella trama policíaca. Le pareció que durante toda una
eternidad permaneció sentado, entumecido en una silla de escritorio, tecleando
sobre la vieja Olivetti y en completo estado de hipnosis. Mares de tinta
derramó en un misterioso carnaval de crímenes que se suscitó en algún perdido
axón de su cerebro. El germen de aquel astuto asesino en serie y de aquel
cúmulo de ideas en busca del crimen perfecto, creció como un árbol, experimentó
un extraño sortilegio y ahora se trasmutaba en fruto del intelecto. La trama
era impresionante, el estilo perfecto, el lenguaje impecable. Solamente el
homicida en serie y la ineptitud de sus protagonistas habituales le incomodaba.
No era
para menos. Aquel verdugo en cadena de su novela escapaba al dominio de su
técnica. Era dueño de una suspicacia fuera de lo común que dejaba estupefactos
y anulados a sus meticulosos investigadores. Para comenzar, su inteligencia en
avanzada había dado con un asesinato pulcro e inextricable. En sus correrías de
malhechor dejó incontables víctimas e incontables enigmas de procedimientos.
Junto a los cadáveres, tanto Sherlock Holmes como el doctor Watson se devanaron
inútilmente los sesos, no pudiendo detectar una huella digital ni un pelo de
cabeza y menos un fragmento de cutícula. Nada. Ni siquiera había quedado en las
escenas criminales la más remota evidencia. Se trataba también de cangrejos en
series. Era como intentar descifrar sopas de letras en idiomas extraterrestres,
jeroglíficos elaborados en otras galaxias, enigmas del último resquicio de la
Osa Mayor. “Por suerte, el asesino sólo pertenece a una obra de ficción.”,
pensó el afamado autor de novelas policíacas.
Ganado
por esta feliz idea, se levantó. Al hacerlo, pudo escuchar el crujido de sus
huesos. Se sentía satisfecho, luego de su arduo trabajo, de haber concluido la
novela. Sin duda, era una excelente ocasión para celebrar aunque sabía del
malestar que levantaría entre sus lectores acostumbrados a sus acertados
procedimientos para dar con los malandrines. Aquella noche, que por suerte era
de viernes, se encontraría con sus colegas-todos escritores policíacos- en el
famoso bar Las mil y una noches, estarían de farra, derramarían raudales de
botellas, rumiarían pasapalos y comentarían lo que sólo saben conversar
aquellos que comparten ciertas suspicacias de la imaginación.
Caminó
en busca de la toalla y el jabón. Se hallaba metido en una bata de color azul
acrílico. Sentía oxidadas sus articulaciones. Esa sensación se hacía presente
cada tres o cuatro años, en los momentos precisos cuando daba punto final a una
nueva novela policíaca.
Conan
Doyle se desnudó. Tomó el discman y lo enchufó cerca del jacuzzi. Escuchó
música clásica. Verdi, un poco de Beethoven, Vivaldi y Stravinsky. Luego del
baño, usó un aceite especial que le concedió la elasticidad necesaria para
salir a celebrar. Antes de tomar la calle, llamó a su editor. “Mañana puedes
pasar buscando mi última novela”, le dijo. La voz del editor se escuchó harta
contenta:
-¡Vaya!
Era tiempo de que la terminaras. Los lectores están inquietos por tu silencio.
Envían cartas, quieren saber de otra de tus obras. A propósito, ¿de qué se
trata?
-De un
asesino en serie cuyos crímenes son perfectos.
No quiso
entrar en detalles y colgó. Silbó una composición italiana. Cada vez que podía
dar por terminada una nueva narración, le daba por echar al aire La traviata.
Llegando
la hora, corrió hacia el bar Las mil y una noches y en la barra se encontró con
sus colegas. Eran unos tipos excelentes y dichosos, cínicos y dicharacheros,
que escribían media página y corrían hacia la barra a celebrar. “Felices hijos
de perra”, pensó él cuya única oportunidad de jolgorio la veía presente
únicamente cuando terminaba una novela.
Consumieron
gran cantidad de botellas de licor metidos en una conversación que sólo era
posible en tipos obsesivos como ellos. Hablaron sobre personajes excéntricos,
sobre argumentos convencionales, sobre las manías de Poe o de C. Auguste Dupin.
De aquella conversación no pudo escapar el raciocinio sincrónico del doctor
Watson y Sherlock Holmes. Las precisiones de afilados bisturís utilizados por
los detectives médicos para desentrañar casos y dar con los criminales cerraron
con broche de oro aquella charla de novelistas policíacos. Ya era avanzada la
madrugada cuando Sir Arthur Conan Doyle, luego de despedirse, abandonó el bar.
Un poco bebido, trastabillando, tomó un taxi que lo llevó directo hasta su
cama.
Al amanecer
del día siguiente, el editor lo llamó por el asunto que había quedado
pendiente. La resaca nocturna le alborotaba las tripas. Su cabeza parecía una
caja llena de ratones. El tiempo se destilaba como en un reloj de arena. A
pesar de aquel malestar etílico, buscó el manojo de páginas que conformaba su
nueva obra. Tomó una aspirina y comenzó a realizar el recorrido de aquel
intrincado camino de palabras. Era un escritor experimentado que nunca erraba
en su empeño de envolver a los lectores en una telaraña de intriga y de
misterio.
Sin
embargo, no dejaba de preguntarse por qué sus afamados investigadores no podían
dar con el asesino de su última ficción.
La ola
de crímenes suscitados en los jacuzzi de apartamentos, casas, bares y hoteles
empujaba a sus deductivos sabuesos tras la pista. Análisis del móvil,
circunstancias, eliminación de sospechosos. A través de la trama podía tropezar
con episodios de violencia y con nuevos casos de asesinato. Pero no fue sino
hasta la última página cuando constató que los homicidios en serie habían sido
cometidos por alguien que escapaba al raciocinio deductivo de sus personajes
principales, es decir, que su última obra era la diagramación infalible de un
crimen perfecto. Ni siquiera él, quien era el novelista, pudo atar cabos para
dar con el autor de aquellos hechos.
Comenzaba
a caer la tarde y el editor no llegaba por su manuscrito. El calor y la resaca
lo atormentaban. El ruido de su cabeza se hacía insostenible. Quería darse una
ducha y acostarse hasta el día siguiente para así poner en orden sus ideas
acerca del próximo caso policial que debería afrontar. Así lo hizo. Se
desembarazó de su bata y se metió en el jacuzzi entre una inmensa nube de
jabón. Conectó el discman. Impulsó el botón para encenderlo. De inmediato se suscitó
una explosión.
Los
vecinos avisaron a la policía. Antes de apartar el cadáver, se retiró el último
sabueso. Conan Doyle se hallaba encogido en su sobretodo como un gusano en su
capullo. Impotente, lleno de frustraciones, indignado consigo mismo, Sherlock
Holmes hizo mutis ante la evidencia de un nuevo crimen perfecto.
SOBRE DOS CIEGOS
A veces me asaltan
pesadillas y entre ellas encuentro a Homero escribiendo La Odisea con mucho
esfuerzo a causa de la ceguera que lo atormenta. Al ver allí al pobre, sudando
por no poder ver lo que borronea, me traigo de las greñas a Jorge Luis Borges
quien, también atormentado por el problema visual de Homero, intenta, a su vez,
redactar una de sus últimas ficciones, El informe de Brodie. Del segundo no
siento tanta compasión como del primero. ¡Pobre Homero! Al menos en los tiempos
cuando le correspondió vivir al autor de Ficciones ya existían los oftalmólogos
y seguramente uno de los especialistas más destacados de Buenos Aires o de
Ginebra lo haría seguir un régimen para contrarrestar su glaucoma. En realidad
no era falta de visión sino ceguera. En cambio el autor de La Odisea debió
aceptar las sugerencias de adivinos y camareros, debió invocar a Marte y
Afrodita intentando ganar el camino hacia la luz. Lo de Homero era poesía
cruda, lo de Borges era erudición ya cocinada. Por supuesto, Homero escribía de
manera más desesperada y original al tanto que Borges se tomaba todo su tiempo y
se valía de miles de libros que se encontraban al alcance de su mano. Decía él
que de los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso
venía siendo, sin lugar a dudas, el libro. El resto eran extensiones del
cuerpo. El microscopio, el telescopio son extensiones de la vista. El teléfono
es extensión de la voz. El arado y la espada son extensiones de la mano. En
cambio el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la
imaginación. Antes y en los tiempos de Homero, los grandes maestros de la
humanidad poco se preocupaban de la palabra escrita. Ya para entonces estaba
inventado el papiro y las tablas alabastrinas, pero los grandes sabios de la
antigüedad prefirieron la oralidad. Pitágoras no dejó manifiesto escrito. Lo mismo
ocurrió con Sócrates y con Buda. A Cristo lo imaginamos tomando vino,
multiplicando el pan y los pescados, devolviendo a Lázaro de la muerte,
predicando en las xerófilas callejuelas de Jerusalén, pero nunca lo imaginamos
escribiendo. Si alguna vez lo hizo fue en la playa y las olas se encargaron de
borrar su escrito sobre la arena. Al igual que Shakespeare, Borges sufría de
cierta cleptomanía intelectual y a veces le echaba zarpazos a obras que no le
pertenecían. El primero de los ciegos vivió la guerra de Troya y escribió
apurado sobre los campos de batalla. Entre tantos vaivenes bélicos seguramente
no tuvo tiempo de leer buena literatura, además que las grandes obras clásicas
que hoy conocemos aún no habían sido escritas. Homero, por ejemplo, no pudo
leer a Kafka ni a. Chesterton, ni a Proust ni a Dostoievski ni a Joyce. Menos
al resto de grandes autores que Borges solía citar de memoria. Tampoco debió
tener tantos libros a sus órdenes como los que contenían los anaqueles de la
Biblioteca Nacional de Buenos Aires y ni siquiera pudo sentarse ante el
crepúsculo a leer El Quijote. El segundo ciego fue director de la mencionada
biblioteca, pero al recibir el cargo, paradójicamente, ya estaba ganado por la
ceguera. Por eso quizás se apasionó por una joven nipona llamada María Kodama
quien le servía páginas que ya no podía recorrer con sus ojos. Pero como era un
histrión y sabía que la vida es corta se refugiaba en aquella mujer que le
prestaba los ojos para devolverle lecturas de la Enciclopedia Británica y de
ella extraía al dedillo todas las citas de los grandes literatos. Borges no era
un escritor serio. La seriedad la exigía a los lectores, pero él era un cínico
bufón que se reía de Poe, de Lamartine y de Alexander Soljenitsen. En una
entrevista para la televisión española afirmó que jamás había leído los chistes
de Gabriel García Márquez. Inclusive se reía de los cánones de la novela
policíaca y por eso, en forma de burla, a cuatro manos con su cómplice de
fechorías literarias (Adolfo Bioy Casares), estuvo redactando Seis problemas
para don Isidro Parodi bajo el seudónimo de Bustos Domecq. Cuando escribía La
Ilíada, Homero era un joven y talentoso escritor que se encontraba en plenitud
de facultades intelectuales. Por eso en esa obra predomina un tono dramático y
combativo. En La odisea predomina un acento narrativo más sosegado, rasgo
típico de la vejez. Homero escapó a las influencias literarias por el simple
hecho de no estar en contacto directo con los virus de la literatura. En cambio
Borges sólo pudo respirar el polvo y las polillas de los libros y al igual que
Shakespeare no se cansó de fusilar a otros autores. El informe de Brodie lo
tomó directamente de Informe para una academia, de Kafka. Basta remitirse a
ambas lecturas para comprobar que es cierto. Si Homero hubiera vivido en
nuestro tiempo quizás no se habría consagrado a la literatura sino a la
oftalmología y hoy sería un gran oftalmólogo en lugar de ser un gran poeta.
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