LOS VIAJES DE MI PADRE
Esta mañana mi padre vino a visitarme
Quería saber si los ríos
todavía se domesticaban con palabras
Quería montar a caballo
Poner unas velas a San Antonio
Y tomarse unos tragos con San Benito.
Hoy vino mi padre a visitarme
Quería saber de los huesos del abuelo
Quería recordar el canto de algunas aves
Habló de un extraño contrabando de navajas
pico ´e loro.
Después se quedó en silencio por un largo
rato.
Al marcharse
Mi padre
tenía la sensación
de haber realizado un largo viaje.
EL CABALLO DE MI PADRE QUIERE JUGAR
Mi padre me envía en busca del caballo
Desde el río observa contrariado
Ni el chimó logra calmarlo
El caballo quiere jugar
No quiere nada con lazos
Corre retándome
dando vueltas por el potrero
Cansado
me detengo a llorar
Vicenta entonces abandona su fogón de leña
y viene a consolarme con su delantal de
aliños
Su cuerpo cálido me alivia
Yo viajo por lugares desconocidos y eternos
como los que imagino desde la ventana de mi
escuela
Al despertar
Vicenta se impulsa en sus poderosas piernas
monta al caballo en pelo
y se van a juguetear como dos viejos amantes
Años después
durante algunas noches
Vicenta y el caballo de mi padre quieren
jugar.
LOS CABALLOS DE MI PADRE
Anoche no me dejaron dormir los caballos
Corrían como locos
Desesperados
Relinchaban de miedo
Parecían huracanes en busca de palmeras
Anoche estaban espantando
Quise levantarme
pero hacía frío
y a veces no puedo con el reumatismo
Esta noche no me van a sorprender
Hoy los espero con el lazo y agua bendita
Lástima mi silla de montar
“No le crea
Roncó toda la noche
y además hace mucho tiempo que por aquí ya no
hay caballos”,
dice mi madre en voz baja desde la cocina.
NAZARIO NAZARET
“Me empiezan a visitar
los que ya se fueron”
dijo mi padre al levantarse.
Luego hizo una pregunta imposible:
“¿Quién podrá tener una foto de Nazario?”.
Soñó que Nazario lo cargaba de nuevo
Como aquella vez que lo llevó en vilo
desde La Veguilla hasta Mucutuy
Contó cómo se cayó Nazario del andamio de la
iglesia
el día de su muerte
“La noche anterior nos habíamos tomado unos
tragos”
Finalmente se sumió en el café
como en un mar profundo
Levantó los ojos para no vernos
y murmuró algo
sobre las madrugadas en el matadero
Todos permanecíamos en silencio
El gallo de un solar vecino
vino a espantar todos nuestros miedos.
Poeterías
EL LOCO DEL CALDERAS
A Livio Delgado
En Calderas había un loco, un loco muy alegre
y servicial. La gente lo quería y las muchachas se hacían pasar por sus novias.
El loco hacía mandados y las señoras le regalaban ropa vieja y comida, y a
veces hasta una moneda que alcanzaba para algún trago.
Un día los poetas del pueblo, encabezados por
Orlando Araujo, escribieron una carta de una supuesta señorita que estaría muy
enamorada del loco, y vivía en la vecina población de Altamira de Cáceres. El
loco no sabía leer pero, como era amigo de los poetas, ellos estaban seguros de
que, en cualquier momento, los buscaría para que le leyeran la carta.
Pasaron varios días y el loco no decía nada
con su carta en el bolsillo. Los poetas se le acercaban para saludarlo pero él
permanecía callado. Una tarde que se había tomado algunos tragos confesó, por
fin, lo de la carta.
Los poetas acompañaron al loco a las orillas
del río y allí le leyeron, como si no supieran nada, la carta que ellos mismos
habían escrito. Bella carta. El loco suspiró enamorado. En seguida quiso
responderle a la muchacha. Pidió a sus amigos que por favor escribieran lo que
él quería decirle a la amada, y así lo hicieron.
A los días llegó de nuevo otra carta para el
loco. Allí la joven enamorada agradecía a su amado la rápida respuesta a su
humilde carta, confesaba estar un poco apenada por los errores ortográficos y
esperaba, finalmente, que no fuera a pensar nada malo de ella por el
atrevimiento. El loco respondió que no había problema, que él tenía sólo buenos
sentimientos para ella, y así siguieron escribiéndose durante meses.
La mamá de Orlando se enfurecía cuando se
enteraba de una nueva carta. Les decía que cómo era posible que se estuvieran
burlando de ese pobre loco, que le estaban haciendo daño, ilusionándolo de esa
manera. Orlando se defendía, “nada de hacerle daño, vieja, al contrario, no ve
lo feliz que está”.
Pero, un día, el loco quiso conocer a la
novia, y así se lo hizo saber en la siguiente carta. Problema inesperado para
los poetas. Cuando empezaron con el juego no previeron que podría presentarse
esta situación. Rápidamente Orlando y los amigos se fueron a Altamira de
Cáceres. Allí conocían a algunas familias. Iban a ver qué podían hacer. Después
de intentarlo con varias muchachas por fin una de ellas aceptó ser la “novia”
de las cartas. Los poetas le explicaron más o menos qué se habían estado
escribiendo, desde cuándo, en fin, todos los detalles. A la chica le daba mucha
risa pero aceptó.
La cita se convino para el siguiente domingo.
La amada le respondió que lo esperaría en la plaza Bolívar a las diez de la
mañana. También le decía que se pondría su mejor vestido, uno blanco con
pepitas, y que llevaría una flor de cayena en el pelo. Al final de la carta le
rogaba encarecidamente que por favor no fuera a faltar porque ella se moriría
de tristeza.
Llegado el domingo, los poetas ayudaron a
vestir al loco, le prestaron unos zapatos nuevos, lo llenaron de agua de
Colonia y lo enviaron a Altamira de Cáceres.
Desde lejos, y en otro carro, los poetas
comprobaron que efectivamente el loco llegaba a la plaza y, al identificar a su
amada, de inmediato se dirigió a ella. Conversaron un rato, fueron a misa de
once, luego, al salir, disfrutaron de un helado, y se despidieron.
Al otro día los poetas preguntaron al loco
cómo le había ido con la novia. El loco dijo que bien, que la señorita era una
dama muy educada, muy bonita y muy religiosa. Pero no dijo nada más.
Pasaron las semanas, cartas van y cartas
vienen, pero el loco no daba señales de querer volver a ver a la novia, cosa
que tranquilizaba a los poetas porque la chica de Altamira había dicho que ella
no se iba a volver a prestar para esos juegos porque le daba mucho pesar con el
loco.
Un día, sin embargo, los poetas insistieron.
Le preguntaron que si no quería volver a ver a la novia. El loco respondió que
no. Los poetas no entendieron, quisieron saber si era que habían terminado. El
loco los tranquilizó, les dijo que todavía seguían siendo novios y que estaban
muy enamorados.
- Y entonces, ¿por qué no quiere verla?,
preguntaron ansiosos los poetas.
Y él respondió:
- Me gusta más cuando me escribe.
El loco de lo que se había enamorado era de
la poesía.
RUVIRO
La
noche es la rosa de los vientos. Gira según los caprichos del dios Eolo. Así no
se puede dormir. Sobre todo si sopla un día sábado. Hay que inventar algo para
vencer la ventisca. Ruviro y su mejor amigo, El Pavo, lo sabían. Por eso, una
noche de sábado, el viento los llevó hasta Valera, a un bar llamado Siboney,
donde las muchachas no creen en huracanes, a menos que los produzcan ellas.
Ruviro tenía allí una amiga llamada Teresa y El Pavo otra. Parrandearon hasta
la madrugada, pagaron la cuenta y salieron a continuar la fiesta en otra parte.
La sorpresa fue que al salir al estacionamiento la camioneta de Ruviro estaba
en cuatro bloques, le habían robado los cuatro cauchos. No estaban muy buenos,
es verdad, pero andaban, en cambio ahora, sin cauchos, no se podía ir a ningún
lugar. Ruviro se alarmó. ¿Qué hacer?.
El
vigilante del estacionamiento del bar era un mudo, y Ruviro, como pudo,
preguntó quién le había robado los cauchos. El mudo con señas dijo que no
sabía, que no había visto nada. Ruviro casi lloraba. En el estacionamiento
había otra camioneta, un modelo más reciente y con los cauchos nuevecitos. El
mudo le dio a entender que el dueño era un gordo que estaba dentro del bar.
Ruviro entonces mandó a Teresa para que lo distrajera mientras ellos le robaban
los cauchos. Teresa se acercó al gordo, empezó a coquetearle y pidió que le
brindara un trago. Al rato el gordo reía a carcajadas con las cosquillas que le
hacía Teresa. Se entusiasmó tanto que pidió una botella para los dos. Teresa
fingía besos apasionados y, de reojo, miraba la entrada del bar esperando la
señal. El mudo montaba guardia mientras Ruviro y El Pavo robaban los cauchos.
Cuando terminaron, El Pavo se asomó al bar y le indicó a Teresa que saliera.
Teresa le dijo al gordo que iba al baño y que ya regresaba. Salió corriendo al
estacionamiento y los cuatro, con cauchos nuevos, se fueron a buscar un hotel
para dormir esa noche.
Al
otro día, como a las diez de la mañana, los amantes salieron del hotel y
buscaron el mercado principal de Valera para desayunar. Cuando se detuvieron en
un semáforo, vieron pasar la camioneta del gordo con cuatro cauchitos todos
desiguales, uno más alto, otro más bajo, uno ancho y otro angosto, como de
bicicleta. El gordo iba con dos ayudantes, todos borrachos y dispuestos a matar
a los que le habían robado los cauchos.
EL
MAR DE LA TORTUGA PERDIDA
En
1981 Solveig Hoogenstein filmó el cuento de García Márquez “El mar del tiempo
perdido”. Actuaba en esa película el escritor Renato Rodríguez, y uno de los
productores era Valmore Gómez. El equipo de filmación se fue a un pueblito
llamado Río Seco, entre Coro y Maracaibo, y allí empezaron a rodar el film.
Todo iba a pedir de boca hasta que encontraron en el guión una escena donde se
necesitaba una tortuga gigante para halar en pleno mar una balsa con un
Chevrolet descapotado encima, la única manera de llevar un carro a ese pueblo.
La directora paró la película y dejó claro a los productores que no continuaría
si la tortuga no aparecía. “Ustedes verán”, les dijo. Valmore y sus ayudantes
se pusieron a pensar qué podían hacer, dónde podían conseguir una tortuga
gigante, habría que inventarla. Se fueron al único bar con rockola, se tomaron
unas cervezas y, cuando ya estaban dispuestos a renunciar como productores, un
borrachito que estaba escuchando les dijo que en el zoológico de Maracaibo
había una tortuga con esas características, que él conocía al vigilante, y que
si le brindaban unos tragos podía hablar con el amigo. Dicho y hecho. Compraron
una botella para el borrachito y otra para ellos y se fueron a Maracaibo.
Llegaron directamente al zoológico como a las diez de la noche. El borrachito
habló con su amigo y al rato regresó con el negocio listo. El vigilante pedía
quinientos bolívares, prestaba la tortuga por un día, con el compromiso de
devolverla después de la filmación, pero que pasaran más tarde, como a las dos
de la madrugada, que no había nadie. Los productores pegaron el grito al cielo.
Iba a costar más la tortuga que la película. Sin embargo, a las dos de la
mañana estuvieron en la puerta del zoológico. Productor que no regatee no es
productor. Dijeron al vigilante que era muy caro, que les hiciera una rebajita,
que se la traían al otro día por la noche. El vigilante se tranzó en 400
bolívares y de ahí no bajó más. Valmore, resignado, pagó el dinero y regresaron
a toda velocidad. Llegaron al pueblo todavía de madrugada, entregaron al utilero
la tortuga, le dijeron que la amarrara bien, y se fueron a dormir, medio
borrachos y trasnochados.
El
sol estaba bien alto cuando se escuchó una algarabía en la playa. Todo el
pueblo gritaba asombrado. Parecía una fiesta. Valmore, en medio de la resaca,
se asomó a la ventana y vio todo clarito, como cuando García Márquez estaba
escribiendo el cuento por primera vez. Del otro lado de la calle, en otra casa,
también se asomó la directora de la película quien, al ver lo que estaba
sucediendo, gritó:
-
¡Quién carajos les dio la orden de empezar a filmar!
Flotando
en el mar, la tortuga se solazaba como hacía muchos años no podía, al estar
tanto tiempo cautiva en el zoológico de Maracaibo. En la madrugada, mientras
todos dormían, la tortuga había mordido la cuerda con la que la amarraron y se
había ido al mar.
Los
productores y la directora salieron en paños menores y se fueron corriendo a la
playa. Si alguien hubiera tenido prendida la cámara habrían hecho la mejor
escena de la película. La tortuga delante de la balsa, donde estaba montado el
Chevrolet, daba la impresión de que efectivamente la estaba llevando a la
playa, pero fue solo por un momento porque, al escuchar los gritos de la gente,
la tortuga despertó de su placentero letargo y se hundió en las profundidades
de la alta mar. Los pescadores y los pobladores tomaron sus lanchas y la
persiguieron pero no pudieran agarrarla.
En
el pueblo, mientras tanto, Valmore quería matar al utilero, el borrachito amigo
del vigilante del zoológico quería matar a Valmore, y Solveig quería matar a
los tres.
En la película también se necesitaba la tortuga para una de las escenas finales donde mister Herbert (personificado por Oscar Berrizbeitia) y Tobías, muertos de hambre, iban hasta el fondo del mar. Tuvieron que hacer la escena de la comilona con una tortuga de carey rociada con salsa de tomate, mientras la verdadera tortuga contaba la historia a sus hermanas tortugas que durante siglos habían dormido en el fondo del mar y no creían en cuentos de películas.
Muchas gracias por su visita
Isaías Medina López (Coordinador)
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