MÁS JOVEN QUE NUNCA
Caminó como nunca el día que cumplió 70 años.
Se negaba con vehemencia a consentir los estragos del tiempo y distraía
frecuentemente su cuerpo cansado paseando en la sabana.
Recorrió 20 kilómetros en línea recta por el
antiguo Camino Real al Apure, adoptado por su corazón tras una infancia llena
de montañas y quebradas de aguas claras. Notó más imponentes los centenarios
samanes y ceibas, más intenso el verde del llano y más afinado el canto de los pájaros.
Escogió como meta una antigua casona de patio
grande y galpón para máquinas, donde otrora los “musiús” daban alojo a peones
extenuados. Lo recibió una mujer de piel agrietada, sonrisa dulce y mirada
compasiva. - ¿Cómo está? Pase adelante-. Hablaba con pasión, como un arpista cuando
ejecuta su instrumento. -Usted venía caminando, se le ve en la cara, siéntese
que ya le busco agua y monto la olla para el café-.
Dio las gracias y se presentó como el
cumpleañero caminante. -¿A cuánto queda el río desde aquí?-, preguntó, -ahí
mismito, pero si gusta ir le digo a mi marido que lo lleve en el tractor-.
De la casa surgió un mulato enérgico, alto y
sólido como un araguaney y voz de bajo de coral. -Un placer hermano, vaya que
es bueno una visita, poca gente se detiene aquí-.
-Déjeme calentar la máquina y damos una
vuelta-.
Encendió un Belarus modelo 1221, color negro con
caparazón rojo, testimonio fiel de la calidad industrial soviética. Tras dos
pocillos de café cerrero, como le gustaba, subieron al instrumento de trabajo agrícola
y partieron rumbo al río.
No prestó atención a las historias de gandolero nómada del hospitalario amigo, su mente y espíritu se trasladaron al pasado tras percibir el olor del recuerdo impregnando la sábana. Recordó el servicio militar en Carúpano, humillante y conductista, especialmente los largos viajes a las sierras de Trujillo y Lara para cazar guerrilleros, de los que pensaba peleaban por una causa justa y en la que un soldado tenía prohibido militar.
Recordó a Isabel, su madre, mujer de ojos amielados, carácter rígido y entrañas tiernas, la mejor narradora de historias que conoció, su favorita era la de su caída del burro por la trocha que conducía a los pobres de Paso Ancho hasta la ciudad de Tinaquillo. Dominado por la nostalgia, no pudo evitar lamentos, de esos en los que los viejos piensan con resignación. Lamentó no aprovechar mejor su genuino talento para la música, si bien le regaló grandes recuerdos, le hubiera gustado perfeccionar la ejecución de instrumentos, pulir su gañote de tenor y cargar de contenido sus versos. Lamentó sus extravagancias de Guardia Nacional, cuando usaba su investidura y perfil de galán para beber noches enteras.
El tierno espectáculo de un oso hormiguero caminando
junto a su cría, lo sacó de sus lamentos y lo devolvió a mejores recuerdos, no
sin antes lamentar el tufo de cigarrillo de su compañero, aunque agradeció el
silencio que el tabaco produjo.
Recordó a papá Augusto y su ternura infinita,
que daba al traste con la dureza de Isabel. Recordó la madrugada lejana que lo
llevó a Valencia para una consulta médica. Mientras esperaban en el auto, Augusto
exclamó invadido por la nostalgia: “Caramba, por aquí no se escucha ni un
gallito”.
El estruendo de una bandada de pericos puso fin
a sus cavilaciones. Su compañero habló de nuevo y advirtió la cercanía del río.
“Ahí cargo unos anzuelos y carnada de la buena, si lleva gusto...”.
El agua tenía buen color, hizo buen invierno y en las orillas abundaba el verde de su infancia. Noviembre se acercaba y anunciaba buen pescado, su guía recomendó un lugar rodeado de piedras prehistóricas: “Aquí ajilan bagres, compadre”.
Cogió un anzuelo de garfio grande y fuerte, con
dos piedritas de plomo y nailon número 60, bien rizado en una carreta de
plástico, tomó como carnada una rodaja de anguila e hizo lo propio. Se sentó
pacientemente a esperar sobre la roca, su guía le imitó, unos metros río abajo.
Carreta y nailon en mano, le dio por recordar
de nuevo. Pensó en sus hijos y en la ausencia de reproches, les entregó su
cariño en cuerpo y alma y no hubo abrazos opacados por su mal genio.
Pensó en los paseos a los ríos revueltos por aguaceros
de la madrugada, desafiantes y silbantes. Solía probar su fuerza arrojando
piedras gigantes sobre ellos.
Un fuerte tirón lo devolvió al presente, un bagre
prominente y recio mordió el anzuelo e inició una feroz lucha por salvar su
vida. Se levantó sosteniendo el nailon, dejando evidencia del esfuerzo en la
respiración agitada, el cuello tenso y las piernas arqueadas.
El animal era obstinado, empezó a zigzaguear y
parecía ganar fuerza en cada desplazamiento. –No lo pierdas, es uno grande,
vele recortando parejito el nailon, y en lo que esté cerca lo halas fuerte-,
gritó su compañero mientras corría para ayudar.
Cumplió la instrucción, afincó sobre el suelo sus piernas aún sólidas e
inició el recorte del nailon, moviendo armónicamente sus brazos, sin perder la fe.
El bagre cedía ante la voluntad de su cazador, más tozudo que él. Cuando sintió
la cercanía haló la cuerda con furia y sobre la piedra cayó un hermoso ejemplar
plateado, de unos 15 kilos. Suspiró triunfante tras pisarlo con su pie derecho,
miró a su compañero con ojos victoriosos y exclamó con la solemnidad que lo habría
de acompañar hasta la tumba: “Carajo, estoy más joven que nunca”.
SÉ LEER
Era mi primera clase de catecismo. El dogma católico
decía que un niño bueno debía tener seis de los siete sacramentos, yo iba por
el segundo, la comunión.
Llegué entre los primeros a casa de tía
Cirila, me senté junto a los demás en un mueble cojo tapizado con cuero de
aspecto famélico. La sala estaba atiborrada de símbolos de la fe cristiana,
apostólica y romana, un cuadro del sagrado corazón de Jesús, otro del niño
Jesús en brazos de María alimentando con sus manos a unas palomas, el de la ultima
cena de Da Vinci, una cruz de madera. Al fondo, un pequeño altar liderado por
una rozagante y vestida de azul virgen María y estampitas del Dr. José
Gregorio, una vela los alumbraba y hacía menos oscuro el lugar.
Todos nos mirábamos llenos de incertidumbre y
un miedo inocente, como el del primer día de escuela. De pronto, apareció la
tía Cirila por una cortina de flores que hacía de puerta a un costado de la
sala. Usaba un vestido lila, sencillo y cómodo para la ocasión, en una mano
llevaba un catecismo titulado “Mi primera Comunión”, y en la otra un librito rojo
donde se apreciaba a Caín dejando atrás con su cara de huraño a un moribundo
Abel, este se titulaba: “Dios habla a sus hijos”.
La tía Cirila era una mujer de moral diáfana,
carácter recio y ternura exótica, la única persona que le he visto pensar de
una forma y actuar de la misma.
Se sentó en un mueble pequeño, familia del
grande donde yacíamos los otros seis niños provenientes del mismo barrio; enderezó el tronco, alzó la
quijada cual militar, aclaró su garganta y exclamó alzando el librito rojo: En
el principio creó Dios los cielos y la tierra...
Súbitamente detuvo su lectura, bajó un poco
el libro y clavó sus grandes ojos negros sobre los míos, hizo un gesto
orgulloso y afirmó con parquedad: seguro “Jurnio” pensaba que yo no sabía leer.
PUNTO FINAL
Despertó como siempre a las cuatro de la mañana,
esta vez impregnado de un aura solemne que lo convenció de que aquel día sería
el último de su vida.
Frente al espejo contempló sus ojos de gato astuto,
único resquicio de su antigua virilidad, reflexionó un par de segundos y dijo
para sí: -No es momento de temer, total, siempre he dicho que todos vamos para
allá-.
Preparó un ritual solemne para esperar a la muerte.
El inventario de prohibiciones se limitaba a una caja de cigarrillos Star Life
y una botella de Chimemeaud, justo lo que había la tarde hirviente en que un
accidente cerebro vascular le durmiera el lado izquierdo del cuerpo, un año
antes.
Contempló todo con la abnegación de la despedida.
Con paso lento pero seguro, acarició las espigas del maíz, le dedicó una
estrofa de un pasaje de Jesús Moreno a una lechosa complexa y le silbó “Amor Enguayabao”
a unas cayenas: “Llorando se queda el monte cuando se marchan los amos”.
Tras pasear la siembra, libre de obligaciones
de conuquero, sacó al solar de enfrente el mecedor de mimbre que tejió con sus
manos, buscó el agua ardiente, cigarros y fósforos y se sentó con la mano buena
recostada en la nuca.
“Yo no lo niego que te quiero todavía, porque
fue tuyo el amor que te entregué...” Cantaba y pensaba en Yuda, el amor de su
vida y portadora de su última semilla.
“Yo que contigo miraba todo distinto, era
bonito soñar cuando te encontré...” Pensó en la ingratitud de la vida por
ponerlo, después de viejo, a vivir amores contrariados y a sentir amor cuando
el arma escasea de municiones.
Tras encender el segundo cigarro y empinarse
el quinto trago, dejó a un lado los reproches y concluyó que había tenido una
vida feliz, sin ataduras ni limitaciones de las apariencias, obedeciendo
siempre al instinto y dejando huella profunda en la tierra.
-Me voy tranquilo-, pensó. -Total la cosa
allá debe ser muy buena, porque nadie se ha regresado-.
El alba se mostró tras un Samán centenario, fue
para él la señal de la hora última. Empinó el codo para un trago largo y
picante, el último de su vida. Encendió un cigarrillo con ademanes de
aristócrata le dio una fumada larga y tarareó su último pasaje: “Mi pensamiento
se esparce en la lejanía, a rienda suelta como un brioso corcel, y el
sentimiento que se agiganta en mi pecho, me da el derecho de marcharme y no
volver”. Suspiró al terminarlo, recostó su cabeza en la mecedora y se durmió
para siempre.
Textos tomados del libro "Estamos hechos de recuerdos" (San Carlos, 2020), publicado por El perro y la rana, Imprenta Regional Cojedes.
Lea otros cuentos de Héctor Nuno González en:
Leyendas y cuentos cortos venezolanos (23)
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