La hacienda de Los Moreno abarcaba más de cien leguas
y todo tenía su marca.
LA
CULEBRA DE COROCITO. EL FUNDO DE DON ULTERIO BERTAR
Esta historia de Choco, me la refirió, José Soteldo,
Pichito el
muchacho.
Uno de los fundos de Don Ulterio Bertar quedaba metío por los laos de
Santoyero. Cuando se pasaba el pueblo de Lagunitas, venía La Batea, Las
Guardias y después, cerca del río Corocito,
aparecía la tierra de los bertares. Don Ulterio, no es por nada, era el más apretao de esos
bellacos. Trabajar con él, era como ser un esclavo. Siempre había algo que
hacer. Costaba echar un cuentico después de la comida. Sin embargo, uno se iba
acostumbrando a esos maltratos. Las faenas,
a que Don Ulterio, eran largas. Yo
siempre he pensao que el que tiene plata como que le dan más ganas de regañá a
la gente. Siempre recuerdo que ñerito
Román nos decía: los reales dan para todo, hasta pa gritá más que los demás. El
que no tiene plata, se conoce a legua, pues anda callaíto.
Un día terminamos temprano la jerradera y de
capá unos cuantos bichos. Don Ulterio, se acercó a los corrales y nos llamó a
todos y nos dijo: Mañana llegan más temprano. Creo que vamos a terminar tarde,
nos quedan los toros que vienen de El Barbasco y de Piedras Negras y esos animales se ven
mañosos y creo que va a costar mucho ponerles el jierro. No se dejen agarrar
con el sol. Todos nos fuimos. La mayoría de los peones vivían en la finca y yo
en Lagunitas. Agarré la bestia y me vine pa la casa.
Ese otro día arranqué temprano. Cuando pasé
por Santoyero ni los gallos habían cantao. Pensé: a lo mejor llego y los
muchachos están toavía acurrucaos en sus chinchorros. Cuando me faltaba poquito
pa encontrame con el río, siento que las ramas y bejucos del camino se venían
como apartando. Como acostándose en el
suelo. El caballo se paró bruscamente y
relinchó como loco y quería como regresarse patrás. Le metí unos talonazos
duro…y qué va. Era que a unos cuantos
metros de nosotros, iba atravesando el
camino una tremenda culebra de agua. Primero pasó la cabeza, grande la
muérgana, y después dijo a pasar el cuerpo. Yo creo que eran cerquitica de las
seis de la mañana. Le metí los frenos al caballo y digo a esperar a que pasara
la culebra. Bueno chico, salió el sol y
yo ahí. Sin mentira ninguna, todavía estaba pasando la culebra. Como a las 10
seguía esperando todavía. Y la culebra pasando.
Cerca de las 12, dije, pero bueno y qué es esto. Me paré en la silla del
caballo y miré río abajo, hacia donde se pierde Corocito y le vi la cabeza a la
culebra, allá a los lejos, tumbando los barotales. Chico, y miro hacia los
lados de Mata de Agua, donde venía el rabo de la culebra, y todavía se veían
los montes cayendo pa bajo. Era como si viniera un ventarrón tumbándolo todo.
Me cansé de esperar y me regresé pal
rancho.
En la tardecita llegó el viejo Bertar a la casa y que reclamándome la flojera.
Flojo no, le respondí. Mire una culebra de agua, comenzó a cruzar el camino
como a las 5 de la mañana y eran las tres de la tarde y todavía seguía pasando; entonces yo me vine. Le salió una
sonrisa del rostro y se quitó el sombrero. Sé que no me creyó y le dije vamos
allá, pa que vea el pelao que dejó ese
animal. Cuando llegamos al sitio, a Don Ulterio se le salieron los ojos. Por
primera vez, carajo, vi que el patrón
pegaba unas oraciones a los santos del cielo. Alabado sea Dios, dijo y
se hizo la señal de la santa cruz. Es que no era para menos; había un tallao en
la tierra como de unos 100 metros de
ancho y 50 de profundidad. Menos mal que la culebra había dejao, en las ramas
de los árboles, unos pedazos de la concha del espinzazo; porque si no el viejo
Ulterio, no me hubiese creído y a lo
mejor, hasta me bota del trabajo. Recuerdo que Don Ulterio me dijo: Vámonos de
aquí. Y nos fuimos. La culebra siguió pasando. Yo más nunca he ido pa esa
finca. Pero me dicen los compadres míos que todavía esa culebra y que está
pasando.
HAMBRE
Y HAZAÑAS. LA AVIONETA DEL CAPITÁN VERGARA
Reescribiendo a Sinforoso Rivero
Para Lucas Rivero
¡Carajo mire! cuando el hambre ataca a una
persona, de ésta se puede esperar
cualquier cosa. Un hombre con ganas de comé, puede recorré miles de leguas de
camino, rejendé monte, cruzá ríos y montañas y hasta arriesgá la propia
vida. Esto último lo digo por mí. Un día
yo cometí una loquetera que a veces cuando me pongo a recordarla entiendo por
qué la gente dice: el hambre tiene cara de perro. Resulta que yo me fui pa las
montañas de Arrecifral de ayudante de
fumigaciones. Yo lo que hacía era montá las pailas de veneno en la avioneta,
bueno y después tenía que bajarlas cuando quedaban vacías. La avioneta tenía un
rinconcito cerca del asiento del piloto y yo me quedaba quietico allí, mientras
se hacían las fumigaciones. Yo veía todo lo que hacía el capitán Angelino
Vergara. La llave pa prendé se pasaba tres veces, pero hacia atrás. La palanca
azul hacía mover las hélices a más velocidad. Un botón rojo se apretaba y
comenzaba a rodar. Una palanca negra se tiraba palante y comenzaba ese aparato
a subí. Esa misma palanca servía pa agarrá pa la derecha o pa la izquierda.
Cuando se iba a atarrizá el capitán Angelino, tomaba, con las dos manos, la
palanca negra. Los frenos estaban abajo del asiento. Solo había que irlos
pisando poco a poco. Yo me fui aprendiendo todo, pero callaíto. No era que
pensaba en ser piloto, sino que yo
siempre he sido bastante curioso. Todo
me lo aprendí en un solo día. Y yo nunca fui a la escuela, apenas sé la o por
lo redondo.
El capitán
Angelino era de Altagracia de Orituco. Un día, mientras volábamos las parcelas
del Canal Piloto, por allá por Los Naranjos, cerca de Turén Viejo, le dije que: ¿dónde tenía la tripa del
ombligo enterrá? Se lanzó una risotada y soltó: soy gracitano. Barajo el
tiro, no entiendo na, respondí yo. Ahí
fue que me explicó: Mire Don Escolástico, nací en Altagracia de Orituco, estado
Guárico, y a los que son de allá, le dicen gracitanos. Si eso es así, dije yo, entonces
la gracia mía viene de Lagunitas. Me crié por los lados del Barbasco.
Una vez teníamos que fumigar como treinta
parcelas. Eso era trabajo como pa un mes más o menos. Compramos bastimento pa
todo ese tiempo, pero al capitán Vergara
se le antojó jacé una fiestica entre sus amigos. Puros pilotos de Caracas,
Valencia y San Carlos. Andaban con ellos unas mujeres bien bonitas, que yo no sé si eran pilotas, lo
cierto es que eran unas catirotas. Esa
reunión dejó la comía poquitica y la
parranda siguió. Se fueron todos a las fiestas patronales de Santa Cruz. Eso
fue un día domingo y ya para el miércoles no había na en el fogón. El jueves lo
que le metí al estómago fue puro chimó y un poquito de café
que me quedaba, bueno, borra de café. El viernes ya tenía el ojo blanco.
Cuando amaneció el sábado, yo pensé; si el capitán Angelino no se aparece por
aquí pal medio día, voy a agarrá esa avioneta y me voy a comprá comía pa Santa
Cruz. Llegaron las doce y nada. Bueno, yo sé que un día me voy a morir, naide nace pa semilla, pero hoy de
hambre no será. Agarré las llaves de la avioneta, la prendí y me arranqué.
Mientras estaba en el rinconcito que les
comenté, yo decía pa mis adentros: manejá un avión es como cargá una
carretilla. Tú solo debes controlar la puntica del aparato. Y ese día comprobé
que eso que yo pensaba era cierto. Al principio me costó un poquito. Pero
después que estaba en el aire eso fue una papayita. Apenas tomé vuelo me dieron
ganas de pasar por Lagunitas, solo pa echarle un susto a la gente; pero el
hambre me tenía apretao y apurao. Yo les voy a decir algo, miren, los pueblos
desde el aire se miran es cerquita. Por ejemplo, Lagunitas se vé casi pegaíta a
El Amparo. Yo sé que a lo mejor no me
creen, pero es así. A mí me parece que desde el cielo los caseríos se van amorochando como por obra de Dios. Y
mientras más uno sube, más se juntan. Bueno, en un ratiquito llegué a Santa
Cruz. Como había un terreno grandote detrás de la iglesia, allí atarricé. La
gente en las calles corría desesperada viendo pal cielo. Con el viento de la avioneta
algunos techos de las casas
desaparecieron. No me había bajao completo de la avioneta cuando noté,
entre la multitud, que ya me tenía rodeao, al
capitán Vergara. Me hizo miles de
preguntas: ¿Cómo logró pilotear hasta aquí? ¿Dónde aprendió? ¿Cómo supo
que estaba en Santa Cruz? ¿Es que acaso quería matarse? ¿Quién le dio permiso
para agarrar la avioneta? ¿Por qué hizo esto? Le respondí una sola pregunta, la
última. Lo hice porque ya me estaba matando el hambre. ¿Casi una semana sin
comé le parece poco? Además, lo que vine fue a comprá un poco de comía y ya me
voy. Me metí la llave en el bolsillo y salí. Escuché cuando rezongó molesto:
esta avioneta no se mueve de aquí.
Llegué
a una bodega, compré lo que necesitaba y ahí mismo me regresé. El capitán
Angelino, estaba como un policía mal encarado, al lado de la avioneta. Solo le
dije: yo traje esa bicha pacá y en ella me regreso otra vez. Eso era yo
hablando esas palabras y arrancando. En la tardecita llegó el capitán Vergara
al fundo donde estábamos. Se me acercó
al chinchorro y me dijo: Don Escolástico, yo debería botarlo ya, y darle su
arreglo ahorita mismo; pero tenemos varios años trabajando y yo le tengo
aprecio. Además, lo que Ud. hizo hoy es una hazaña increíble, algo nunca visto,
por eso no lo boto. Le di las gracias y desde ese día, casi siempre, soy
yo el que hace las fumigaciones y la
gente cree que es el capitán Vergara el que maneja la avioneta.
EL
MUERTO DE LA CEIBA. LA GRAN OSCURIDAD
Me lo contó Juan Olivo
A Miguel Peña, cuando tenía como 15 años, le
salió un muerto en el Callejón. Él venía del pueblo. De pronto escuchó un
ruido. Se puso a buscar el ruido y vio a un hombre que estaba esramonando una
ceiba. Era un hombre extraño, nunca visto, que estaba picando el palo. En ese
momento vio que el hombre picó un bejuco
y se vino cayendo pa bajo. Como
él iba pasando, le cayó exactamente en la parrilla de la bicicleta. Ahí mismo
se le apareció una gran oscuridad. Pedaleaba y pedaleaba y le parecía que
estaba en el mismo sitio. Eso y que era un peso muy grande. Era como si
arrastrara una rola e caoba. En los copos
de la ceiba se oía como un ventarrón.
Las ramas traqueaban como si se fueran a reventá toiticas. El siguió su camino
y cuando estaba llegando a la casa, ahí fue que sintió que el muerto se bajó de
la bicicleta. El espanto que se baja y él que se cae al suelo
desmayao. La familia tuvo que ayudarlo,
estaba asombrado. Parecía un papel,
de lo blanco que estaba.
Ese muerto tenía nombre de palo, le decían la
Ceiba. Salía de varias formas. Una vez era un hombre picando ramas, otra se
convertía en una cochina con miles de cochinitos y a veces era una gallina
negra con bastantes pollitos. Otras veces se ponía como un perro a caminar y
latir en la sombra de los palos. Las huellas que iba dejando el perro, eran como brasas de candela. Lo cierto es que la gente salía poco de
noche, pues tenían miedo. Cada vez que echo este cuento, me corre una cosa fría
por la boca del estómago, me espeluco y
el color de la cara como que se me va, no sé pa donde. Mire,
mis padres me enseñaron que las cosas del demonio hay que tratarlas
desde lejito.
QUIBI.
CHUCHO
Imaginemos
que vamos llegando de un río. Ya saben que en Lagunitas hay varios; pero tendría que ser
de Caño de Agua o de Camoruco. Solo pensemos
que regresamos quemaítos del sol. Y Quibi, está corriendo por los mangos y los
naranjales del patio. Por las guafas de la casa sale un jumito sabroso. Es mi
madrina Boni que seguramente ya ha terminado de aliñar los quinchonchos con
cilantro e monte y saca bollos ardientes
de mai pelao de las brasas del fogón.
Cuando los sirve con guarapo son una delicia.
Quibi ya tiene los caminos
limpiacitos en la tierra sombría. Los carros de madera y potes de leche, pasan
a toda velocidad. Mi madrina no lo deja nunca ir a nada. Con los años hemos
comprendido que era para protegerlo. Lo quería tanto que saberlo perdido por
aquellos andurriales, era un peligro que jamás quiso que él corriera. Bueno,
llegamos del río y ya he pensado en las
bromas de siempre. No hay una vez que no nos pregunte por cosas y yo no le
salga con cualquier historia.
Chucho,
el hermano mayor de Quibiquito, me mira fuerte. El rostro dice: oigan;
pero no le crean nada. Es falso todo. Quibi, salta de alegría cuando nos
ve. Seguro estamos que preguntará por las
aguas de los pozos. Dirá si hemos
conseguidos uvitas en la corriente y que si mañana vamos otra vez. Que si la
carná alcanzó. Quizás pregunte si nos comimos los dulces de Doña Guzmán o
cuántas palometas sacaron entre Micaela y María Colmenárez. Que si nos vinimos
a patica o nos dio la cola Adelaido Natera en su camión. De repente nos muestra unas medias llenas de metras. Picamos un
rayo. Cada quien pa su sardina. Pasamos un rato jugando, pero yo ando con la
broma del embuste en la punta de la lengua.
No aguanto más y le lanzo: Quibi,
ya tengo un nuevo trabajo, pero es en San Carlos. No es mucha cosa, pero
ayuda en algo. Quibi dice que no importa. Chucho, respira profundo y me mira.
Yo le digo que es en las madrugadas, de 3 a 5 de la mañana. Es en una fábrica
de hielo. Trabajamos casi desnudos, solo un pedazo de plástico nos cubre el cuerpo. Chucho, sigue
mirando de reojo. El hielo, le digo yo, lo traemos del depósito, son como 200
metros de recorrido, y lo dejamos en la cava. Los cachetes se le ponen a uno
rojito. Las orejas y las manos se
duermen. Uno tiene que trabajar descalzo.
Quibi, me
dice que es mejor que el que tenía. Y es verdad, mi última faena había
sido colocarle los números grandotes a las rolas. Yo le decía: mira Quibi, me
dan una marusa de tiza y ando como los monos en los árboles. Yo soy Tarzán, sólo que cuando tengo que chuquear
jabillos, lo pienso mil veces. ¿Jabillos? Naguará. ¿Y cómo haces con las
espinas? Yo le digo que trabajo es
trabajo. A veces estoy en los copitos, marcando con la tiza, y los del winche
gritan: ¡Cuidao! Entonces, yo me vengo volando como un pájaro pabajo y me lanzo
por encima de los troncos. Me doy mis trancazos; pero el sábado cuando cobro,
no me duele naíta y no me acuerdo de un cipote. Siempre me guindo de alguna
rama y caigo paraíto. Cada vez que pasa
un camión rolero, Quibi se acuerda de mí. Al final, Chucho, se pierde con su
goma, por la laguna de María Félix, a
cazar pájaros; entonces yo me quedo con
Quibi, hablando y jugando hasta que mi
madrina Boni nos llama, en la tardecita, para comer. Ahora sé que mis embustes
nos hacían felices y que Quibi, no los
creía, sólo era para reírnos después, tal como lo hacemos hoy, viejos ya.
llanerid
.
llanerid
Estos cuentos fueron tomados del libro: Escenas Narratoriales de Lagunitas. Ahora
te llamarás septiembre. Obra de Duglas Moreno. Edición del autor en San
Carlos, Cojedes, 2017-
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario