. No ahorró detalles. Su descripción de la muerte fue perfecta.
LA
MUJER. EL ROSTRO DE LA MUERTE
La mujer nos miraba fijamente. Yo creo que
uno de nosotros le había gustado. Se acercó con esa contemplación apasionante y
certera del amante. Tal vez era Almario, el que le cayó bien. Almario, siempre ha sido el más agraciado del
pueblo. Claro, tiene los ojos azules. El padre de Almario es rico, yo creo
que no sabe dónde terminan sus tierras.
Toda Lagunitas dicen que le pertenece. Pero nada, la mujer me llamó a mí.
Almario me empujó por el hombro y yo nervioso, sonreí. De verdad que no sé cómo
lograba caminar en ese estado de
conmoción. Me acerqué con pasos titubeantes. Recuerdo que le dije: me llamo
Miguelito Lorena. Hablé largamente con ella. Se largó después que le di la dirección exacta del cementerio. Me fui
llorando a casa. Por primera vez sentí que en ese instante había visto el
rostro sombrío de la muerte.
EL
SAMÁN DE LA BARRIGONA. UNAS PALABRAS BENDITAS Y OTRAS FEAS
Me lo contó Juan Olivo
En la comunidad de Callejón, hace bastante
tiempo, había un terreno que le decían
El Potrero. Tenía cuatro casas. La
primera era de Justino Puerta, la segunda de Jesús Corona, la tercera de Carlos
Corona y la cuarta de Martín Corona. En
ese terreno estaba un samán que lo
llamaban: El Samán de la Barrigona. Dicen que en la pata del palo estaban tres entierros y todos tenían Cristo. En ese
lugar salían muertos disfrazados y una
cochina misteriosa con una marranera y cuando iba alguna persona, ya oscureciendo,
le salían ese poco de cochinos y no
dejaban pasar a nadie. Se ponían
alrededor de la gente. A veces se iban
llevando a uno y llevándolo, hasta
ponerlo lejos del pueblo. Para poder
pasar, la gente tenía que decir algo, pero no se sabe qué le decían.
La señora Aura de Olivo, que es mi esposa, le
salieron ese poco de animales. Cuando tenía como 13 años, la mandaron a hacer
una diligencia y ya eran las siete y media de la noche y la tenían asustada y
no la dejaban pasar. Lo cierto es que pasó. Ella y que se puso de espaldas a los bichos y dijo
unas palabras benditas y otras feas, pero al mismo tiempo. Lo cierto es que los animales le hicieron
como una reverencia, le dejaron el camino libre y pasó. Aunque
siempre llevaba miedo cuando
tenía que atravesar ese samán. Yo un día
le pregunté y qué le decían a esa bestia pa que se fuera, y
bueno, dejara pasá a la gente. Me
contestó: no puedo contárselo a nadie,
yo juré no decirlo, ese secreto me lo llevo a la tumba. Eso es lo que llaman una contra. Es que si yo te lo digo, se pierde la contra y no sé si
ese espanto se aparece otra vez. Mejor no te digo na y así nos quedamos
tranquilos. Además, esas son palabras muy feas pa estárselas diciendo al marío
de uno. Yo a veces quisiera saber de verdad, qué le decían a esa cochina misteriosa.
SOLEDAD
DE LAS BANQUEROLAS. ALMENDRAJOS DE LA MEMORIA
El destino andaba en un caballo. El hombre:
José Ángel Pumás, salía de la cantina.
Nosotros vimos cuando la muerte se paró entre los almendrones del camino. Había
como un paisaje desolado y el viento se llevaba hacia la lejanía los pájaros y
las hojas de los acapos. La botella quedó vacía después de un largo trago. El
trote palpitante del caballo, se iba por un camino de tristes semerucos y venía nuevamente. Recogimos los trompos y miramos cuando Pumás
se subió a la bestia. Ésta comenzó a
corcovear. El viejo Ulterio
Bertar le decía: espera Pumás, ese bicho
no está manso todavía.
Don Ulterio recordaba cuando apenas una
semana atrás, se había metido a todo
galope por las empalizadas del fundo. Todos escuchamos cuando dijo: hay que
tenerle miedo a ese caballo. Pero ese día, nada, Pumás reía y lanzaba el
sombrero hacia sus espaldas. Don Ulterio
lo tomaba por el improvisado freno. Los
otros llaneros trataron de evitarlo. Un aire frío, digamos que lleno de
sombras, estaba en los almendrajos del patio. El animal se levantó de patas y Pumás salió por los aires. Había que mirarle los ojos para saber que
ya se había ido de este mundo. En la
raíz gruesa del viejo almendrón, el mismo que Pumás tenía para pasar la siesta en las
tardes, cuando apenas llegaba del conuco,
la muerte lo abrazó como a un hijo. Nosotros vimos todo, nunca lo he
podido olvidar.
Hoy
escucho el relinchar del caballo
y miro claramente la nuca del hombre
llena de polvo, metida entre la tierra. Sé que ya han pasado muchos años; pero ese
recuerdo lo cargo en la mente. Viene cada día. Tú vas al camino y está allí
como una noche eterna. En la tarde, cuando nos despedimos de los cuentos, queda
esa amargura en la soledad de las
banquerolas, encimas de las mesas, andando por la tristeza de las casas. Si
estoy en las aguas del Camoruco, se aparece entre la corriente la mirada triste
de Pumás. Puedo verlo completico entre lo cristalino de las aguas. Les digo que esa figura de Pumás, recorre mi vida como un allá, perdido en la lejanía, es cierto; pero camina conmigo por
todas partes, es como si estuviera obligado a recordarlo para siempre.
LÁPIDAS. ESCRITURA Y NOMBRES
Dibujamos
solo su nombre en la mohosa
lápida: Genaro. Solo un escurridizo nombre. Una palabra, sí; pero era una persona. Jamás creímos que en un nombre
esté el destino y la desgracia al mismo tiempo. Es como escribir Judas y
simultáneamente ser traicionado. Pronunciar Satanás y tener el infierno ante
los ojos. Como imaginar una gota de agua en los aleros de la memoria y ver
aparecer los arcoíris en el cielo. O decir
naranjos, guayabos, el cañaveral y
que lleguen los pájaros y la lluvia.
Pisamos otras escrituras en el cementerio y terminamos llevándonos la
magia del camposanto en la risa siempre eterna de los niños. Corrimos como
locos al salir del cementerio. Las pepas de mangos daban contra los porrones
llenos de velas. Los gritos iban y regresaban por las paredes.
La tarde se había venido lenta. A él
lo dejamos de último. Nosotros corrimos y, ya en casa, nos perdimos en el sueño.
No podíamos creer lo que pasó esa noche. Dicen que lo despertaron gritos de muertos. Enloqueció. Ahora deambula
por las cruces del cementerio y anda
en la oscuridad buscando nuestros cuerpos; pero ya somos ausencia. Nos hemos ido con la muerte. Ahora todas las lápidas en algún lugar tienen
grabado su nombre: Genaro Pumás.
LA CÉDULA. MI GENERAL MEDINA ANGARITA
Esto se lo escuché
muchas veces a Sinforoso Rivero, narrador oral de Lagunitas
Yo recuerdo que
antes, bueno, antes cuando era antes, era facilito saber que en El Barbasco
había llegao diciembre, pues se oían clarito las parrandas de La Laguna. Eran
los aguinalderos cantando a las familias, a los amigos, a la vida. Entonces los
versos de la noche se asomaban, bajo las estrellas del cielo, a las puertas de
las casas: Ya llegó diciembre/ Que mes tan bonito/ Por eso les traje/ Este
aguinaldito. [...]. El que está cantando/ Es Mauricio Moreno/ Que quita lo
malo/ Y pone lo bueno/ [...]. Ábrame la puerta/ Que me estoy mojando/ Si me da
permiso/ Yo sigo cantando. Y ya despidiéndose cantaban: Paro el aguinaldo/
Nosotros nos vamos/ El año que viene/ De nuevo cantamos.
En El Barbasco la
navidad siempre fue muy bonita; pero
a veces, iba como creando tantos
recuerdos que uno se ponía medio tristón. Bueno, yo no les quiero hablar de tristezas, ni de
cantos de parrandas, sino de cómo fue que
saqué mi primera cédula de identidad. Miren, a uno antes lo indenticaban
por la fe de bautismo, quiere decir que
eso era algo así como una libretica parroquial que uno a veces cargaba,
si podía y tenía platica. Bueno, y también por la forma como
se iba jaciendo hombre entre la gente. Mi padre me
enseñó que la única manera de conocer a una
persona, era sabiendo si
cumplía o no con la palabra empeñada. Eran tiempos en que la palabra y los
apellidos valían mucho, no es como ahora, que la gente dice una cosa y jace
otra.
Bueno, en unas
navidades, ya no recuerdo de qué año, yo sé que mandaba el General Medina
Angarita, oigo por la radio de que había que sacarse una tal cédula. Me puse
callaíto a escuchar bien la broma. Decían que en noviembre se comenzaba a
sacar la cédula todo el mundo.
Mentaban que iba a ser un documento que te iba a decir cómo te llamabas, cuándo
naciste, cómo era el color del cabello, el tamaño de uno, si uno era negro o blanco, si tenías mujer o
no; había que decir cómo se llamaba
el papá de uno. Incluso anotaban cómo uno tenía la pepa elojo. Miren
hasta la juella vegetal se iba a registrar allí. Yo me quedé pensando en la
lavativa y se me ocurrió una idea única e verdad. Así como lo escuchan, una
broma sin sentido. ¿Saben qué se
me ocurrió? Se me
metió entre ceja y ceja, que yo tenía que ser el número uno en
sacarse la bendita cédula esa.
Lo cierto es que un
día me arreglé una maleta. Metí mi jamaca, tres mudas de ropa, mi sombrero
gracitano, mis alpargatas polacreras (yo les digo polacreras porque me las
regaló don Carlos Polacre) y agarré mi burro viejo y me empujé pa Caracas.
También llevaba mi propio bastimento y un cacho lleno e chimó. Pasé por
Lagunitas y no me paré en ninguna parte. Claro, naide sabía que yo iba pa la
capital. Recuerdo que Don Casimiro Ramos y otros amigos me preguntaron
bastante: ¿y pa dónde va? Yo les decía: pahimismo. Y pahimismo y pahimismo. De
eso no me sacaba nadien. Bueno, en una semana estaba ya en Caracas. Y, como si
Dios lo hubiese querío así, llegué exactamente un día antes de iniciarse la
cuestión. Eso de la sacadera de cédula lo hicieron en una casona que está
cerquitica de Miraflores.
Yo llegué en la
tarde a la casona y le pregunté a un policía que si era verdad que allí iban a
sacar lo que llamaban la cédula. El agente me dijo: Sí, pero eso es mañana. Me
puse hablar con el hombre y cuando nos dimos cuenta, ya eran las doce de la
noche. El hombre era también llanero como yo. Me contó que el general Gómez lo
sacó de unos andurriales, allá en Apure y se lo trajo pa Maracay. Después,
cuando el Bagre se murió -asina le decían al difunto Gómez- lo cambiaron pa
Caracas. Entre conversa y conversa le dije: Yo me voy a quedar aquí mismo de
una vez, pa sacá eso bien temprano mañana. El policía, como ya era mi amigo, me
dijo: sí, quédese por ahí. Tampoco le conté al policía que yo lo que quería era
sacar la cédula más primero que todo el mundo. Yo quería darme ese gusto, pues.
Cuando amaneció
Dios, yo estaba de primerito. Como a las 7 de la mañana llegó alguien gritando
más que un capitán y dijo a dar órdenes: que póngase paquí, que arrímese pallá,
que abran paso, que no se peguen tanto de la puerta, que no se arremolinen, que
no estén hablando mucho. Al ratote gritó: ¡Atención! a las ocho comenzamos. Yo
más contento, no jile, pues estaba de primerito. Parecía un verdadero mono negro
agarrao de los barrotes de la puerta. Saqué un espejito, me arreglé los
bigotes, alisé el sombrero, me eché bastante colonia y me acomodé bien la
camisa. No es por nada; pero quedé bien pulío.
Bueno, a las 8
volvió a gritar el capitancito: abran paso que viene el presidente Medina
Angarita. Miren, primera vez que yo veía a un presidente. Angarita era un
hombre alto, llevaba un sombrerito como de copa, pasó saludando. Caminaba
recto, como un cadete. Eran unos pasos largos, pero serenitos. No sé si era un chaleco,
pero la ropa que llevaba lo hacía ver como un pingüino. Recuerdo que era como
un traje negro. Unos pantalones padrinos con unas rayas blancuzcas. Miren, ese
Angarita era un hombre jamao. Bueno, lo cierto es que pasó Angarita, la esposa
de Angarita, el tío de Angarita, la hermana de Angarita, la prima, el yerno, el
sobrino de Angarita, los ministros de Angarita, un ahijado de Angarita, el
perro, el gato de Angarita. Eso era pasá y pasá personas encopetá. Pasó
Reimundo y toel mundo. Pasó hasta el capitancito y ese pocotón de militares, y
yo ahí de primerito en la puerta. Yo decía pa mis adentro, pero bueno, será que
aquí no hay respeto. No chico, cuando terminaron de pasar los del gobierno, fue
que comenzó a pasá la gente. Ahí, sí pasé yo. Me tocó la número mil treinta
dos. Véala, mátese por su vista. Claro, la cédula número 01 se la dieron al
presidente Medina Angarita, y si no me creen, averigüen bien eso y me dicen
embustero, si lo que cuento no es verdad
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