Imagen en el archivo de Barbuquejo
MAGOS Y ESTRELLAS
Estoy entrando al frío quirófano, enfermo,
donde vuelvo a encontrarme con las misteriosas estrellas. No sé cómo nacieron
mis primeras estrellas conocidas. Pero cuando era niño tenía mis sospechas
inquietantes. Me imaginaba a un mago, un espectacular mago de circo. Un mago
gigante sacando conejos del sombrero, y de pronto, lo insólito, sacaba de su
sombrero, planetas bellísimos y deslumbrantes junto a pequeñas y grandes
estrellas coloridas y luminosas. Todas tenían sus propios nombres; y mi nombre,
y el nombre de ustedes estaba en alguna de ellas. A mi hermana menor, Yannely,
le parecía mejor la estrella que tenía su nombre. Ella buscaba su estrella y
estaba contenta con su propia estrella. Cada quien sentía que la estrella más
bonita era la que tenía el nombre de cada uno de ellos, el nombre propio. Yo
conocí una estrella que tenía mi nombre, pero me defraudó. La pude observar
bien, era un asesino, un militar dictador, semi analfabeta, es decir, mi
estrella no era ningún lector de poesía, ni historia, ni ficción. Ni siquiera
lector de folletos de comiquitas. En aquél viejo acto circense —que de verdad
no sé si es producto de mi propia imaginación, o de verdad me sucedió cuando
niño— en algún circo del pueblo de mi infancia, en un corto tiempo de alguna
función con un mago del circo, fue donde intenté conocer mi estrella. Pero era
una estrella insensible. Creo que era la única estrella mala en esa ocasión.
Era una estrella triste de un terrible dictador. O acaso, el mago, quería
mostrarme con esa estrella que el mundo no estaba libre de maldad. Al menos,
fue la estrella que pude ver con mi nombre en esa oportunidad. A veces me
alegraba por mí (por mi estrella encontrada), que ese sueño terminó pronto por
ser una breve función de un circo. Por otra parte, me llegaba la tristeza al
pensar en los otros, por mi hermana Yannely, por su bella estrella encontrada,
y por las estrellas de los otros, por sus alegrías de tener su propia estrella,
verdadera, y hacerlos sentir felices, aunque fuera un breve momento que
desaparecía en el circo de la niñez. Pero jamás pensé que la vida me volvería a
mostrar aquél imaginario mundo del circo. Estoy adulto y me ha vuelto a
ocurrir. En el quirófano, en la clínica, enfermo, es aquí donde me vuelve a
ocurrir. Aunque no está el mismo mago de la infancia, creo que nunca estuvo, o
supongo que estaba escondido y apenado por mi viejo sueño del circo. Tal vez,
de alguna manera el mago estaba ahí. Yo sentía que estaba ahí, muy cerca del
nuevo espectáculo. Quizás yo era parte de un gran circo, una función gigante de
un circo de la vida, con el mago siempre presente, pero escondido, invisible
como parte de la magia. Ahora, tengo la certeza que estaba ahí, porque esta era
su oportunidad, su mejor oportunidad de reivindicarse, y quitarme la molestia
de tener una estrella que yo nunca quise tener desde niño. No quería ni ser
militar, ni ser un Dictador. Al fin, tenía que llegar este momento para saber
más de las estrellas. Para buscar mi propia estrella. Yo estaba en el
quirófano, al frente de una inmensa lámpara calurosa, junto al cirujano, el
anestesiólogo y la enfermera. Escuchaba sus voces, sus palabras. Y al frente
tenía esa extraña lámpara de mágicas luces intensas. El anestesiólogo (luego de
colocarme la anestesia), me dijo: “Cuente hasta diez”. Y comencé a contar,
mirando las luces de la lámpara. De pronto, me escuché a mi mismo, con mi
propia voz que al principio sonaba briosa y enérgica, y luego, pesada y lenta:
“Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete...”, y no recuerdo, si el número
siete fue el último número que conté. No recuerdo llegar al número ocho. Pero
en mi recuerdo se quedaron afincadas las luces de la lámpara. Cuando estaba
contando el número siete, ocurrió el lapsus numérico en la voz lenta que se
apagaba, y muy rápido desaparecía. O mejor dicho, me desaparecí caminando por
un reducto luminoso, por la lámpara, por las luces, por las estrellas del circo
que insólitas volvían y se repetían. Lo confieso, me sorprendieron. Afuera estaban
ellos, los doctores, y yo solitario, adentro. Todo era tan real, las estrellas
adentro, y ellos afuera de la lámpara. Ellos haciendo su trabajo, bisturí,
sangre, abdomen rajado, vísceras expuestas, jeringas, hilos y suturas. Lo más
grandioso eran las estrellas que volvieron. Era muy pronto para buscar mi
estrella particular; la estrella con mi nombre. De momento, adopté un estado
contemplativo. Estaba bien adiestrado por las lecturas de la poesía para
contemplar lo súbito de la belleza de las cosas, de las simples cosas, y tenía
la mirada generosa que todo lo que toca con ella, todo lo que mira, aunque sea
complejo lo convierte en un simple asombro. Eso me ocurre en este cuento de la
vida, tengo una sensación agradable que todo el universo es simple y hermoso; y
lo complejo —por ser grande y diverso—, si llego a tocarlo, y si puedo tocarlo,
con la majestuosa mirada de la belleza, lo convierto en algo simple y hermoso.
Entonces comencé a mirar todas las estrellas, y esta vez, todas eran bellas. No
sabía dónde estaba mi anhelada estrella. Insistí, busqué y no la encontré. Me
detuve; faltó poco para darme por vencido. Era una infinita inmensidad este
mundo de las estrellas. Pero ahí mismo, a un simple paso de mi vista, pude ver
una de las estrellas más hermosa mirando con un telescopio al horizonte. No era
mi estrella. Pero me llamó la atención, porque miraba y estudiaba a las demás
estrellas. Tenía un rostro indescriptible, un rostro que delataba belleza de
contemplación infinita. Me pareció conocerlo. Me pareció que era el mismo que
la iglesia le pidió perdón por lastimarlo (humillarlo) por sus conocimientos de
los astros y las estrellas. Tenía la duda porque al viejo Galileo yo no lo
conocí personalmente. Me invitó a mirar por el telescopio lo que no alcanzaban
a mirar mis ojos. Y mis lágrimas no se contuvieron; lloré al contemplar la
belleza jamás vista. Un telescopio insólito que podía mirar todas las galaxias.
Y vi mi estrella. Mi estrella estaba ahí junto a los poetas y junto a la
estrella del viejo Galileo que estaba mirando al firmamento. Definitivamente,
esos sabios son unos magos; grandes estrellas del circo. Es muy grato estar con
toda esta gente. A mi lado estaban: Aristarco de Samos (310-230 a. C.), con sus
penumbras, pero dispuestos a fundar en la incertidumbre la certeza, y su genial
imperfección del modelo heliocéntrico del sistema solar (el Sol, centro del
universo). Aristóteles, aguerrido, dando apoyo firme al otro modelo geocéntrico
de Eudoxo de Cnido (390-337 a. C.). Y pude ver a Claudio Ptolomeo (I-II d. C).
Me daba alegría observarlo con su mirada puesta persiguiendo el movimiento de
los astros en conjunto con las estrellas, como persiguiendo coloridas mariposas
para contemplar sus movimientos lentos que parecían detenerse a descansar, o devolverse,
o pararse, y nuevamente, volver a su lugar, retomar el sentido del movimiento
de todas las estrellas. Era todo el esplendor del sistema ptolemaico. Y también
los árabes Al-Batani (858-929), Al Sufi (903-986), y Al-Farghani (805-880).
Todos entretenidos bautizando estrellas. Colocando nombres a las estrellas.
Nicolás Copérnico (1473-1543), con su atrevida mirada al pasado. Retomando las
ideas heliocentristas, y su propuesta, un sistema en el cual el sol se
encuentra inmóvil en el centro del universo y a su alrededor giran los planetas
enredados en la belleza del movimiento planetario. Todos eran sabios
contemplativos, parecían poetas. Tenían las miradas puestas en la belleza que
pasaba por sus ojos, no importando lo complejo, lo que no tenía explicación. Y
otro de esos sabios, Johannes Kepler (1571-1630), dando las razones de los
movimientos de los astros. Su sonrisa era contagiante cuando pudo entender con
éxito las órbitas planetarias con sus elipses y sus leyes del movimiento
planetario. Y mi sorpresa mayor, mi gran sorpresa fue, ver mi telescopio (mi
telescopio con el cual yo estaba mirando ahorita) en las manos de Galileo
Galilei (1564-1642). Y de pronto, llegó un momento de oscuridad en el
telescopio. No pude despedirme del viejo Galileo. No pude seguir mirando.
Llegaron las luces y las voces suaves de los otros magos, los del quirófano:
“¡Despierte! ¡Despierte! ¡Todo salió bien!”.
LA MUERTE DE MI
HERMANO.
Soy, más, estoy. Respiro. /
Lo profundo es el aire. / La realidad me inventa. / Soy su leyenda. / ¡Salve!
JORGE GUILLÉN
-----
Mi hermano ya estaba muerto,
cuando sucedieron los demás instantes.
Yo estaba recostado en la
cama, bocabajo, cómodo y gustoso, leyendo unas líneas del libro “Las Preguntas
de la Vida” del filósofo español Fernando Savater. En este libro, oloroso a
escaparate viejo, revisaba algunas ideas acerca del instante insalvable de la
muerte. Decidí volver a leer este libro, porque en una conversación ya
realizada, con un hermano masón, me surgieron algunas dudas cuando, por
terquedad, abordé incisivo el tema evasivo y escabroso de la muerte. Aunque mi
interlocutor era, un tertuliano capaz, y muy preparado. Era, como les dije, uno
de mis hermanos de traje negro, libre y de buenas costumbres. Y de pronto, cuando
estaba tranquilo leyendo el libro, en un instante inesperado, caen cenizas de
mi cigarrillo entre las hojas.
Muy pronto trato de quitar
las cenizas. Soplo. Y sale suficiente aire que aparta las cenizas. Pero
también, de manera sorpresiva, extraña, insólita y desagradable, se escapa (y
sale) un gelatinoso desecho (un moco pegajoso) que cae sobre las hojas del
libro, y rápido, sin pensarlo mucho, con instinto de obstinada limpieza, lo
retiro con las puntas de mis dedos. Fui antihigiénico; sin precaución, limpiando
ensucié mis manos. El desecho gelatinoso se quedó adherido, pegado, embadurnado
en las yemas de mis dedos. Lo soplo, y no se mueve. Lo sacudo, muevo mi mano, y
sacudo mis dedos. Y el desecho alocado se desprende. Sale libre, suelto por el
aire. Sale sin saber su dirección de vuelo. Apenas recorre tan solo dos
miserables metros. Busca la dirección hacia un crucifijo de madera (con
Jesucristo) que tengo colgado en la pared de mi habitación. Pero, felizmente se
desvía. No lo toca. Y se detiene a su lado, justo en una bolsa de plástico que
yo había guindado (colgado) en el extremo de la cruz. No fue mi intención que
le llegara tan cerca a Jesucristo. Esa no fue mi intención. Fue una engorrosa y
desagradable situación.
Más bien, todo fue casual,
inesperado. Se juntaron varios instantes de la vida. Y todos esos instantes
ocurrieron cuando mi lectura ya había pasado por una extraña nota manuscrita
asentada en la primera página del libro de Savater. Era una coincidencia
interesante, En esa primera página, yo había colocado esa nota manuscrita (hace
algunos años) referida a los instantes; y al inexorable instante de la muerte.
Es como decir, un instante de la vida, su instante final. Es difícil, llegar a
creer que la muerte —dolorosa, aborrecida y detestada—, es parte inevitable de
la vida. La muerte es la parte final que nos destierra, nos expulsa de la vida
humana y terrenal.
La nota manuscrita es del
escritor Eduardo Saxe Fernández, dice:
«La muerte es una larga y
dolorosa historia, no solo el drama de una hora, un instante fatal; es más
bien, una especie de debilitamiento melancólico».
Tengo una duda, no sé por
qué, cuál fue el instante (el motivo) en su oportunidad para, asentar esa nota
manuscrita al principio del libro. Pero hay coincidencias presentes por el
curioso asunto del instante de la muerte.
Pero, lo que me sucedía
ahora, en este instante del “desecho” (la flema, el moco gelatinoso) expulsado
y estrellado en las hojas del libro, era consecuencia del soplo (un instante
del soplo) sobre las cenizas en las hojas del libro. También sirve para un momento
breve de reflexión sobre el instante de la muerte. Es que todos los instantes
mueren al consumarse el instante. Todos los actos de la vida, mueren en el
mismo acto. El tiempo es una trampa en la vida: cada instante que se logra
vivir, muere al instante. Y los instantes se relacionan en la sumatoria de
todos los instantes, y esa es la vida, una sumatoria de instantes
significativos o insignificantes. Todos felizmente muertos.
Yo espero tener una nueva
conversación con mi hermano. Espero que la próxima vez, comprenda mejor mis
ideas del instante de la muerte.
En cuanto a la expulsión del
desecho gelatinoso que cayó en el libro, definitivamente, ese instante ya pasó.
Es parte del pasado, por lo tanto, ha finalizado, está muerto. Ahora, después
de ese instante del pasado, y felizmente muerto (porque tuvieron el privilegio
de vivir), procedo a vivir otros instantes.
Me levanto. Busco en la
bolsa el desecho, y lo encuentro. Allí estaba el instante muerto (el desecho,
el moco gelatinoso) siendo devorado felizmente por las hormigas. Dejo tranquilo
el instante alimenticio de las hormigas, dejo que se lo coman en este instante.
Y abro nuevamente el libro.
Sabía que me ayudaría a encontrar mejores argumentos para dilucidar pronto una
conversación con mi hermano, retomar el tema, del instante de la muerte.
Es que mi hermano fue muy
práctico; ese día, me dijo:
—No se preocupe tanto. La
muerte es una sola vez.
—Eso es verdad —le dije.
—Tanta vaina. Usted sufre
mucho, pensando y leyendo libros. Se va a poner loco.
—Algo, se aprende —Le
respondí— Y no es que sufra. Y al conocimiento le llaman locura?. Todos
sufrimos iguales, pero los que saben, pues simplemente, saben mejor por qué
sufren.
—Pues, si. Déjeme decirle
algo. Lo que hacemos a veces, al hablar, es especular; puras especulaciones. Es
una tontería preocuparse por la muerte. Nadie sabe cuando uno se muere. El
instante preciso de la muerte nadie lo sabe. Se puede sospechar, o se puede
presumir, que uno se va a morir. Pero nadie, nadie llega a saber el momento exacto.
Y si lo sabe, se le olvida al instante, porque las neuronas también se mueren.
La conversación se puso
intensa y álgida. Mi hermano, prefirió, como el común de los mortales, no tocar
más el tema de la muerte. Además, decía: «Es de mal agüero hablar de la muerte,
es de mal agüero». Esto me lo dijo, cuando yo estaba agarrando confianza y
terreno en la conversa. Pero, algo que si le pareció interesante, fue lo que
dije a mitad de conversa:
«Hay que vivir con
intensidad; la vida es un instante. Una persona vive, aproximadamente 80 o 90
años. Los estudiosos han dicho que la vida tiene en la tierra 4.1 billones de
años. La vida de cada uno de nosotros es un instante. Y sabe, también llegará
el instante de la muerte para todos nosotros los que habitamos la tierra. Cada
uno de nosotros tiene su instante mortal. Incluso hay un instante para la
muerte de la tierra y el Sol. Arderá la tierra cuando el sol muera y desprenda
su núcleo de hidrógeno. No hay posibilidad que la vida humana en la tierra se
salve. Será un instante terrible. La extinción»
Inmediatamente me cambió el
tema de la conversa. Era un tema terriblemente trágico y funesto. Nos bebimos
unos tragos de cocuy. Conversamos otros temas. Discutimos. Disfrutamos. Y todos
esos instantes, también pasaron.
Y hace, apenas un instante,
terminé la lectura del libro de Savater. Al final, conseguí este pensamiento:
«A esa muerte enorme le
hemos robado un cierto tiempo —los días, meses o años que hemos vivido, cada
instante que seguimos viviendo— y ese tiempo pase lo que pase siempre será
nuestro, de los triunfalmente nacidos... ».
Me hubiera gustado compartir
este pensamiento con mi hermano. Pero hace un instante, fatídico, recibí una
llamada telefónica. Me dijeron que mi hermano murió. No supe las circunstancias
del instante preciso de su muerte. Simplemente le llegó su instante final. Mi
hermano, tampoco supo que le había llegado el preciso instante de su muerte; y
si lo supo —como él mismo decía—, es imposible que lo recuerde.
EL PSICOANALISTA
Siempre soñé con mi primera
novia y su tierna ingenuidad de la infancia. La novia eterna de la felicidad,
era mi novia de la inocencia escolar. Pero, casi siempre, este bello sueño
terminaba asociado con otro sueño invasivo que, como un disfraz insensible, mantenía
oculto un recuerdo terrible de la niñez. Me agradaba tener el primer sueño,
pero solamente, porque aparecía mi novia virginal de nombre María José. El
segundo sueño, el intruso, era demasiado espantoso. Irrumpía con dos perros
Rottweiler de gran tamaño fantasmal, entrometidos y peligrosos. También
cautivantes por sus bellísimos ojos azules. Tenían un insólito parecido filial
a mi perra “Layka”. Los perros del sueño infundían respeto y temor. Dicen que
eran asesinos. Yo los veía salir furiosos de la oscuridad. Siempre atentos con
la cacería mortal. Pienso que eran los mismos perros que cuidaban la finca de
nuestros vecinos, donde nacieron las niñas gemelas de este cuento. Y trato de
averiguar, si esos animales, son los mismos perros que una noche, aprovechando
un descuido de los dueños, se metieron en el interior de la casa, y sigilosos
entraron al dormitorio, atacaron, y mataron a las niñas.
Por si fuera poca cosa,
cuando no llegaba el sueño con los perros, cuando no llegaba ese terrible
sueño, aparecía otro sueño más extraño, podemos decir, que es un tercer sueño
que suple al segundo sueño cuando, este segundo sueño, no aparece. Entonces, el
tercer sueño toma las riendas nocturnas. Prorrumpe con un furtivo acto sexual
con mi primera novia María José, cuando éramos felizmente, apenas unos
desgarbados estudiantes universitarios. En este sueño, aparece en la oscuridad
de la noche, mi madre —cristiana, religiosa y conservadora—. Aparece entre las
sombras. Y me sorprende, cuando yo, en la oscuridad nocturna del patio de la
casa, uniendo las siluetas de los cuerpos, muy suave besaba y tocaba con la
humedad de mis labios y mi lengua, la entrepierna de mi novia María José.
Sospecho que mi cristiana madre presenció alguna escena de esta intimidad
sexual. Ella siempre me acusaba con sus ojos y su mirada inquisitiva y
maternal. Siempre me acusaba. Y yo, me avergonzaba.
Aunque me agradaba el primer
sueño con mi novia. A veces, no quería soñar con Ella, porque aparecía el
segundo sueño, y el terrible caso de los perros y las gemelas. No es muy fácil
sacar del recuerdo este sueño de la infancia. Es un sueño desagradable. Con
ladridos y gruñidos monstruosos de perros, gritos de niñas, y gritos y llantos
desconsolados de una madre afligida. Y también, los disparos mortales que
hicieron contra los perros. Yo me esforzaba para sacar de los sueños ese
recuerdo perturbador. Hice todo lo posible para sacarlo de mi mente. Quería
abrir el viejo baúl de madera, que guardaba celosamente mi padre, con alguna
noticia en algún periódico, amarillo y derruido, que confirmara la verdad de
los hechos, y que dijera: «GEMELAS SOBREVIVEN A UN ATAQUE DE PERROS».
Necesitaba mirar en ese baúl de los recuerdos. Revisar en lo profundo la verdad
de mis sueños. Revisar si una de las gemelas sobrevivientes, es una niña de
nombre María José.
En el fondo de mi corazón,
quería conservar los sueños con mi novia. A veces, no me importaba que también
se quedara el vergonzoso sueño (espiado por mi madre) donde me sorprendía con
mi novia en pleno acto de intimidad orogenital. Pero lo seguro era que estaba
urgido, quería quitarme de encima el pasado triste y trágico de las gemelas
vecinas. Tenía la firme intención de llevar una vida más tranquila y en paz.
Confieso, que por mucho tiempo, tuve ese gran conflicto, la horrorosa
bifurcación nocturna de dos sueños: uno de amor y otro de terror
La mejor ayuda era el
psicoanalista. Un excelente profesor de la universidad. Un amigo de confianza.
Era el profesional ideal para ayudarme a salir del sueño de los perros. Fui a
su consultorio. Un ambiente pleno de confianza. Además, repito, era un viejo
conocido. Eso me brindó más confianza. Su consultorio tenía un olor a madera
que salía de los estantes de sus libros. También, había un penetrante olor a
cigarrillo que impregnaba todo el ambiente. Sobre el escritorio estaban tres
libros. Una obra de Víctor Hugo “Los Miserables”, “Cuentos Extraordinarios” de
Edgar Allan Poe, y un tomo de la obra completa de Sigmund Freud. (Volumen IV:
El sueño es un cumplimiento del deseo). Y se escuchaba una bella música de
fondo, si no recuerdo mal, era la Sinfonía Nº 4 de Tchaikovsky. Y mi gran
amigo, el psicoanalista, estaba sentado en su escritorio, interpretando los
secretos oscuros de mis sueños con la misión de descubrir un final para este
cuento. Mientras tanto, yo espero en el diván.
No hay comentarios:
Publicar un comentario