FUERA DEL
REFUGIO
Cuando amaneció, los
enfermeros de las primeras ambulancias se dispersaron. Yo tenía poco tiempo
contemplando el panorama que había dejado nuestro frente de batalla, pero no
dejaba de inquietarme un hombre que desde que llegué, iba de cuerpo en cuerpo
sobre sus rodillas, muy lentamente, detenido en uno, después en otro.
Era una mañana de sol
frío y había terminado de arrojar la última colilla a la yerba. Yo llevaba dos
pares de guantes y aun así, me frotaba las manos. A él no lo vi enguantado.
Todavía se elevaban
las humaredas negras en las lontananzas. Y no todo era muerto, pues algunos se
movían mas no se ponían de pie y el viento traía quejidos detrás de las
colinas.
Los enfermeros que
cargaban la camilla le dijeron algo; hasta me parece, por los ademanes, que le
gritaron; pero el hombre, que seguía postrado frente a un cadáver que sangraba,
no pareció entender o no quiso escucharlos. <>, pensé fijándome en su camisón raído mientras manoseaba al
cadáver.
No sé si los
enfermeros me vieron. Pero cuando llegaron más unidades, me acerqué solo para
verle bien el rostro a ese tipo, para descartar que lo conociera.
A medida que me
acercaba, la yerba se tornaba roja, la podredumbre aumentaba. Tuve que cubrirme
la nariz y la boca con la bufanda. Más soldados que enfermeros comenzaban a
apilar cuerpos y no pisé a ninguno de los brazos junto a los perchones abiertos
ni los torsos destrozados y cenicientos que estaban cerca de ese hombre que
apenas hacía ruido.
Antes de avanzar un
paso más, me detuve, siempre con la mano en la boca. Miré alrededor y me
percaté que a la distancia dos soldados me observaban. No quise gritarles y
levanté la mano con que no me cubría la boca y les hice la V; ellos se miraron
y siguieron explorando lo que quedaba del campo de batalla; comprobaban los
zippos negros y rápidamente los arrojaban donde los habían recogido. Mayor es
mi alivio cada vez que recuerdo que no me fusilaron allí.
En cambio, este
hombre seguía absorto, metiendo sus manos en uno de los contiguos al cadáver
que sangraba. El cuerpo tenía la boca y los ojos abiertos y le faltaban varios dientes.
En ese momento se volteó con violencia. Creo que no se había percatado de mi
presencia. Su cara tenía cortadas y sus ojos sanguinolentos estaban puestos en
la nada a pesar de que se dirigía a mí. No pude verle las piernas. Fruncí el
ceño; esperé que dijera algo pero no dijo palabras. Parecía esbozar una
sonrisa.
Al fin dije:
–Tus brazos están
sangrando –y los señalé.
Él los miró sin sacar
las manos del costado del cuerpo, debajo del chaleco quemado. Volvió a mirarme
y no dijo nada.
–Pues parece ser tuya
–dije todavía cubriéndome la boca.
Él continuó
manoseando al cuerpo, sin hacer mayor caso. Y cuando me agaché para estar a su
altura, no sé de dónde, el tipo empuñó una navaja, una de esas navajas suizas
muy brillantes y la pasó frente a mi cara. No diré que a esa distancia pudo
cortarme, pero un poco más y quién sabe si me fuese dejado sin nariz.
–¡¿Qué diablos
haces?!
–Estoy cortando el
aire –dijo esas palabras con un acento que nunca antes había escuchado y seguía
pasándola de lado a lado, como si en verdad el maldito estuviera cortando el
aire.
Acaso por un minuto
lo haya mirado directamente a los ojos, sin hacerme preguntas ni reparar en las
cortadas de su rostro, solamente cerrando los puños en medio del aire pesado.
–Si sigues aquí, hoy
mismo te mueres.
–Ya estoy muerto
–dijo el maldito, ayudándose con sus largos brazos a saltar sobre otro cuerpo.
Me di vuelta y
regresé por el sendero que había tomado sin aplastar a los miembros
desgarrados, sin taparme la boca porque el viento dirigía la podredumbre en
otra dirección.
Quise hundirme en las
sombras de la Selva Negra y vi que uno de los enfermeros, a duras penas,
luchaba para restañar a un caído con un puñal. Hasta me dio gracia. Paré por un
momento en el tronco del roble, vi la colilla apagada y me dirigí hasta ellos.
Comprobé que estaba
ensangrentado hasta el pecho de ese crío inquieto.
–Muchacho, ¿eres de
aquí? –me preguntó atendiendo al herido.
–Sí, sí, somos unos
pocos los que estamos a tres...
–Pásame el estuche.
–Aquí está.
–¡Eso no, hijo de
puta! ¡Es una cantimplora!
No sé por qué le
había pasado una cantimplora en vez de la petaca que me pedía.
La herida del infante
tenía muy mal aspecto y el enfermero me dijo que no dejara que se fuera ni
mucho menos tomara su revólver. ¿Es que acaso el crío quería suicidarse? Al
poco rato regresó con dos enfermeros a amarrarlo: le amputarían la pierna. A
fuerza le dieron un trago. Y me dije: <>.
Me di vuelta y de
nuevo me fijé en el maldito que hurgaba en los cadáveres; estaba exactamente en
el mismo lugar pero ahora dos soldados le hundían las culatas de sus
ametralladoras en la cabeza. ¿Para qué gastar una bala en esa porquería? El infante
gañía y ellos lo maldecían. Después, oí la brisa helada que venía de los
cadáveres y la pila de obuses. Miré a los charcos de orina de las camillas y a
las gasas rojas entre la yerba que a ratos rodaban más allá de los árboles
quemados hasta hundirse en sus cenizas.
Más unidades llegaban
y partían por la vera de la Selva.
Cuando los enfermeros
se dieron un trago y encendieron sus cigarros camino a las ambulancias, dejaron
el frasco al borde de la camilla y a una cajita con unos pocos. Y sin que nadie
me dijera nada, entre los vacíos, sorbí lo que quedaba, que no era mucho pero
suficiente para el resto de la mañana.
Bajo el cielo
nubiloso y divisando escuadrones, pequeños grupos fueron apilando los cuerpos
con acémilas; otros, contiguos a las unidades y a las estaciones, comenzaban a
cavar profundas fosas que rociaban con gasolina y querosene. <>, pensé.
El puñal había
quedado con el mismo brillo frío por encima de los pertrechos; no tenía funda,
pero imagino que si la fuese tenido, sería igual de brillante. Su hoja era
filosa, la empuñadura parecía de cobre y acaso estaba limpio porque olía a
alcohol; así que me lo llevé.
LOS CONOCIDOS
A Samuel Beckett
–Pero, amigo mío,
¿por qué les temes tanto?
–No es que yo les
tema... –respondía apretando la vajilla que llevaría al jardín contra su pecho
y mirando con esos ojos sanguinolentos de un lado a otro, pero nunca a mi
rostro– porque el día menos pensado... todos pueden amanecer muertos... sin una
gota de sangre... o les cortaría las patas... tajo por tajo... por debajo de
los vellos... hasta llegar a los ojos... y así a las mandíbulas cerradas... a
la tráquea... por los... o mejor... guardaría las patas... para mí... y del
fémur... al abdomen les arrancaría... el pellejo duro... y los cosería para
colgarlos... de mis codos... a uno por uno los... próximos años como... tú
dices que ustedes... los llaman sino que... más bien... vivo dando vueltas...
sin ellos...
Ahora cruzaba el
pasillo con el mismo paso.
Yo no entendí lo que
quiso decir y me apresuré tras él, antes de perderlo o de perderme por andar en
esos trechos silentes y mal iluminados que nunca me atreví a conocer por mi
cuenta.
–Espera, espérame –le
susurraba ateniéndome a sus ruegos de no gritar en ninguna parte.
Él giró súbitamente
y, elevando un poco la voz, me dijo que ahí sí podían matarnos a los dos y que
no levantaría un dedo para evitar que nos molieran a garrotazos.
Con un nudo en la garganta asentí.
–Ni se te ocurra...
de mí –dijo de camino al jardín.
Yo le musité a la
altura del hombro:
–¿Es por eso que cada
mañana dejas que las hundan hasta rozarte los órganos y el lagunar?
–Así... mismo...
No dijo más palabras
y al fin cruzamos la alta entrada, que no tenía puerta ni cristal que la
vedara. Todavía me parece curioso.
Mis ojos no podían
penetrar más allá de la yerba negra ni del chorro de agua clara con el que
limpiaba a la vajilla. Postrado como estaba, en medio de la charca que no
aumentaba, sin sombra, parecía un centenario con ese traje que se diría parte
de su piel. Más fue el tiempo que lo estuve contemplando que él lavando esa
vajilla que relucía de blanco.
–Sígueme... sin
desviarte de...
Esta vez la luz sobre
nosotros me encandiló tanto que no pude ver el piso, así que me acerqué más y
le pregunté, a la altura de su hombro:
–Fuera sido tan fácil
para nosotros, ¿no?
–En verdad... que
todavía no te das cuenta... no te das cuenta... de la magnitud de las cosas –me
dijo sin siquiera voltearse, como otras veces lo había hecho.
Ninguno cruzó
palabras hasta que llegamos al salón principal. Y aún estaba la larga mesa de
esquinas pronunciadas, hecho que me sorprendió, porque hace muy poco uno de
ellos, acaso hablando por todos, había declarado que la ceniza de esa mesa
sería usada para marcarlo a él, que en todo momento estuvo mirando de un lado a
otro, bajo el lagunar.
Ya no podía quedarme
con estas palabras y le dije, mientras estábamos allí, que en mi morada le
llamamos mesa o comedor y cada uno se sienta a su alrededor en sillas del mismo
tamaño, aunque no siempre así si hay niños que no alcanzan su comida y que,
probablemente, a esa hora estaríamos yantando un asado de domingo.
Él apenas me preguntó
qué es una mesa y yo, que creí que podía aclararle las cosas, ante tal
pregunta, dicha como quien no le interesa saber qué diablos significa una
palabra que nunca antes ha escuchado, me saqué el aire del pecho y comencé a
decirle que todo utensilio es una prolongación del cuerpo que lo creó.
A pesar de mi
entusiasmo, él seguía atento a la mesa, poniendo sus ojos hundidos en todas
partes.
Cuando ellos llegaron
al salón principal, apenas pude mantenerme de pie. ¡Maldición! Tuve que
recostarme en una de las salientes. Parecía que lo estaban interrogando, aunque
nunca pude estar seguro; nada es seguro en los ademanes del salón principal.
–No te recuestes más.
Ya no más... ya... no más –me suplicaba, a duras penas agitando mis hombros.
De un manotazo lo
aparté de mí.
–Si quieres... apóyate
en mis codos –repetía mirando de un lado a otro–. ¡Pero no te recuestes... las
salientes!
De ahí pasó a
arrastrarme en su espalda frente a ellos, que estaban inmóviles en una de las
esquinas filosas de la mesa. La verdad es que no sé qué pretendía con eso ni
adónde quería llevarme, porque únicamente alcanzamos a dar una vuelta en el
mismo sitio.
–No te apoyes de él
–le advirtieron y tiró mis manos de sus hombros.
Nunca toqué el suelo.
Pero ya no sabía lo que le decían y no podía deducir nada porque él estaba
viendo de un lado a otro, con las manos crispadas.
En el extremo de la
mesa, una de las luces parpadeó hasta que se apagó. Al mirarlos de nuevo, ya no
estaban, aunque él seguía con ojos de péndulo, tomándose las manos,
frotándolas. Caminó de espalda con la misma parsimonia y se detuvo junto a mí.
–Mira arriba –me
dijo.
Estábamos bajo el
lagunar.
–¿Cuándo es que tú no
te regresas? –le pregunté.
–No es... mío
–replicó.
No quise preguntarle
nada más y mientras estuvimos allí, bajé la cara porque en la medida en que
contemplaba su profunda obscuridad, parecía agua obscura, inquieta, un pozo
revuelto.
–Y si es cierto lo
que me dijiste, ¿por qué no los degollaste cuando te interrogaban?
–Verás –dijo
esbozando una sonrisa, sin dejar de mover sus pequeños ojos–, no me
interrogaban... Me gusta más cuando... creen que pueden descuartizarme... por
eso dejo que declaren cuanto haya en sus pechos... Porque si les hiciera beber...
de sus venas... en una Cámara Negra... separados... nada más iluminadas... las
cuencas vacías de los ojos... de sus pútridos muertos... cara a cara...
malditos... pendiendo en el aire... sin esta voz que bien conocen... cascada...
haría que no cambien sus palabras... solamente para verlos... chupándose las
venas abiertas... con los vellos impregnados de su propia sangre...
murmurando... luchando... luchando... por rogarme... La
penumbra nos rodeaba... Yo coloqué la cubeta sobre la veladora... que no estaba
con... ¿Yo no... estaré contando? Al momento de sangrar... observé las gotas...
manaban efusivas... de la yema... su dedo corazón... Y cuando hayas contado...
dos cientas... me interrumpes... Yo los contemplé... ciscarse... sí... ellos
seguían... esgarrando sangre... cuando los clavé... en la tierra húmeda... con
las estacas... de fierro... en la misma positura... y pasaba mis manos... para
sentir el calor de su... esputo rojo... fiebre... cuerpos sudorosos...
ensangrentados... desgraciados... arrastrándose... las fosas... miré... en
todos sus ojos... la llama... entre mis manos... apresurados... por
escaparse... cárdenas... de orina... charco casi negro... Y apreté sus
apéndices... nervudos... arrastrándose en derredor... del vientre abierto...
cubiertos de su propia mierda... revueltas... y se movían... aún lejos... del
cuerpo... de escalpelos atezados... nadie más... oía esos alaridos... esos
alaridos... todo el mundo en medio de las sombras... Yo no calenté a todas las
estacas... dejé tres cenicientas... se cruzaron... y crepitaban... entre el
humo... lejos del cuerpo... Pero sí a las tenazas mías... Los dejé sin boca...
para que... más alaridos sordos... de mi cuidado... cesaron antes que yo...
creía... es diferente... en cada caso... nunca acabé esa caterva... ya había
otra... no cubrí... están secos... para tropezar ahí... a gusto mío...
Solo pude asentir,
aunque no sé si me vio. Comenzaba a marearme el sueño entre esa parsimonia
desesperante a la que ya me había acostumbrado, pero no podía cerrar los
párpados por más que me pesaran. Y temí que ellos pudieran regresar y sin
decirme nada, me desmembraran vivo o peor aún: desmembraran mi cadáver. Temí
que él pudiera irse corriendo por el pasillo mal iluminado y atravesara el
jardín para siempre.
Desde adentro sentí
que me apuñalaban la cabeza tratando de recordar sus consabidas palabras.
Primero cerré los ojos y repetí a las últimas que dije hasta cansarme. Así pude
entrever a los asideros de vidrio y a varios escalones que nunca estuvieron
allí. Después hice un recorrido por donde había pasado y vi los mismos bordes
negros de los ajuares. Yo no puedo decir ajuares, porque nunca soltaron luz. A
lo mejor, estaban ellos. Pero en esa vía de la entrada hacia el pasillo, la
hilera de luces mortecinas se apagó, dejando ver a los bordes. Ahora creo que
hubo dicho a los regatones argentados.
–¿Por qué no me
miras, por qué no siempre estás viendo a una parte? ¿Es que te angustia que
lleguen sin advertir su presencia?
–La última vez... que
vi directamente a los ojos... no los... no los volví a ver más...
Ahora contemplaba la
mesa de esquina a esquina, llevándose las manos a la boca.
–Entonces, ¿para
quién no es el lagunar? –le pregunté, fijándome de cerca en ese rostro
aquilino, de ojos hundidos, sanguinolentos.
–El día... como
ustedes... los llaman... en que dejes de hablar de sillas... mesas que ni ellos
ni yo nunca hemos visto... camines de ida y vuelta... más allá de la yerba
negra... sin sorber una gota... de agua... acaso sabrás quiénes... no están cerca
de ti para... que hundas tus manos en sus vientres... sientas la carne que
tiembla... tiembla mientras te abres paso por los huesos... plétoras... la
sangre caliente que te llama cuando la saques y vuelvas a hundirte... hasta los
hombros y veas que esa sangre que te cubre... no puede... no ser mejor... que
nada que hayas visto... en tus años...
Gleiber Alvarez (San Carlos de Austria, Cojedes,
Venezuela, 1994). Licenciado en Educación Mención Castellano y Literatura por
la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora
(UNELLEZ, Cojedes). Se ha desempeñado como profesor de inglés en colegios de su
ciudad natal, misma en la que se cuenta su participación en diversos recitales
de poesía. Regularmente escribe en la webzine Panfletonegro y en su blog
personal Aburileo (https://aburileoblog.blogspot.com/). Ha colaborado con el diario regional Las Noticias de Cojedes
y publicado cuentos y poemas en las revistas Almiar, El Grito Literario,
Letralia, Monolito, Philos, entre otras.
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