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jueves, 28 de febrero de 2019

123 Leyendas y cuentos cortos venezolanos. Varios autores

Como los muchos ladrillos de una pared, así son las leyendas y cuentos que se entregan en este enlace. Imagen tomada del archivo de Fernando Parra




Ciento cuarenta y tres (143) versiones cortas de leyendas y cuentos breves venezolanos se reúnen en este apretado archivo, que abarcan desde remotos pasados hasta el presente, en una variedad de estilos pensados para su regocijo. Se trata de narraciones que vuelcan dramas humanos de humores, amores, sueños, pesadillas, muertes, objetos mágicos, lugares de terror, muertes y sobrevivencias de asombro se vuelcan en singulares textos, desde las recreaciones del Nazareno hasta imaginarios viajes espaciales. 

Isaías Medina López

El Nazareno (Leyendas, cuentos y teatro): EL NAZARENO DE CARACAS (Teófilo Rodríguez, 1885); EL MILAGROSO CRISTO DE LA CARRETERA (Mons. Constantino Maradei); EL CRISTO DEL BUEN VIAJE (Mercedes Franco); PATÁ CRUZÁ (Mercedes Franco); EL MOMENTO MÁS IMPORTANTE (Gabriel Jiménez Emán); UN MILAGRO DE DIOS POCO CONOCIDO (Julio Romero Parra); EL NAZARENO DE SAN CARLOS (Lolita Robles de Mora)

EL FANTASMA DE PÁEZ (Mercedes Franco); PALOMETA PELUDA  (Mercedes Franco); PAPÁ TONGORÉ (Mercedes Franco); LOS OJOS (Ricardo Jesús Mejías Hernández); EL DESTIERRO (Eduardo Sanoja); CUMPLEAÑOS DEL MAGO (Wilfredo Machado); SALOMÉ (Ramón Lameda); ATILA (Enrique Plata Ramírez); SOLICITUD (Enrique Plata Ramírez); EL SUICIDA (Gregorio Riveros); EL ESPANTO DE JUAN CURIEPE (José Milano M.); LOS MUÑECOS (Juan Emilio Rodríguez); CONTRASTE (Víctor Marichal); EL CAZADOR (Samuel Omar Sánchez Terán)


CUEVAS MÁGICAS (Mercedes Franco); MICRO 16 OLVIDO (Cósimo Mandrillo); NO SENTÍA MIS PASOS LENTOS (Danira Pimentel);  LE REGALAMOS UN TELESCOPIO AL ABUELO (Armando José Sequera); ENTRE NUBES Y ENCEGUECIMIENTOS (Armando José Sequera);  DESPEDIDA (Enrique Plata Ramírez); DECISIÓN  (Enrique Plata Ramírez); EL PALABREO DE LAS RAMOS (Soledad Morillo Belloso);  OBSESIÓN (Víctor Marichal); CIRQUE 3 (Ricardo Jesús Mejías Hernández);  ENCUENTRO EN LA CALLE CERVANTES (Pedro José Pisanu);  LA VIRGEN DE COROMOTO (P. Ildefonso de San Martín)


PARAPARA (Mercedes Franco); PELLIZCOS DE MUERTOS (Mercedes Franco); EL PEREGRINO SOLITARIO (Mercedes Franco);  PERLA (Mercedes Franco); PERROS (Mercedes Franco); EL POEMA QUE NO FUE TAN BUENO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); LA MONEDA (Ricardo Jesús Mejías Hernández);  EL RELIGIOSO QUE GUARDABA UN SECRETO (Enrique Plata Ramírez);  ATRACO A LA VIDA (Gregorio Riveros); MANICOMIO (José Milano M.); LA VISITA (Víctor Marichal);  DIAMANTES PARA SUS PIES O LA CENICIENTA EN TIEMPOS MODERNOS (Pedro José Pisanu); La Costurera (Samuel Omar Sánchez)


PIEDRAS MÁGICAS (Mercedes Franco); PIRATA FANTASMAL (Mercedes Franco); PLANTAS MÁGICAS (Mercedes Franco); COHETES DESDE MI HABITACIÓN (Armando José Sequera); ACTOS DE MAGIA (Enrique Plata Ramírez); PASOS DE FANTASMAS (Enrique Plata Ramírez); SEÑAL DE TRÁNSITO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); FÁBULA CON SAPOS NEGROS (Julio Romero);  BRECHA (Víctor Marichal);  MENHIRES/DÓLMENES (Eduardo Mariño);  LA BRUJA SE LLAMABA AJONJA. Y YO NO SOY UNA MONSTRUA (Duglas Moreno)


POZOS (Mercedes Franco); POZO DEL CARUAO (Mercedes Franco); PREDICCIONES (Mercedes Franco); PREMONICIONES (Mercedes Franco); PRESAGIOS (Mercedes Franco);  EL VIEJO (Hugo Fernández Oviol); AQUELARRE (Enrique Plata Ramírez); ESPANTO (Enrique Plata Ramírez);  EL MÉDICO Y SUS MUERTOS (Gregorio Riveros); EL ZAPATO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); EL DOBLE (Ricardo Jesús Mejías Hernández); MOSQUETEROS (Julio Romero Parra); EL PUENTE DEL SECTOR LA MEDINERA (Samuel Omar Sánchez Terán)


PROFECÍA (Mercedes Franco); PROYECCIÓN (Mercedes Franco); PUEBLOS FANTASMAS (Mercedes Franco); ELLA (Ricardo Jesús Mejías Hernández); SUEÑOS ROTOS (Freddy Escalona Rangel); HABITACIÓN OSCURA (Gregorio Riveros);  EL ANDARIEGO (Néstor Quiroz Moreno); EL GRAN LIBRO DE VIAJES  (Julio Romero Parra); LE DIJE: ES LA VIDA, Y NO LA VI MÁS (Laura Antillano)


UN PASEO A LO ETERNO (Gabriel Jiménez Emán); MICRO 9 DESTINO (Cósimo Mandrillo); EL DISPARO FUE CERTERO (Gregorio Riveros); AHUMADOS EL RESPALDO Y EL ASIENTO  Y SEMIDERRETIDOS LOS ARCOS (Armando José Sequera);  EL ORNITÓLOGO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); PROHIBIDO VOLAR (Ricardo Jesús Mejías Hernández); ¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño);  LA AMARGURA DE  AQUEL  HOMBRE. YA NO QUIERO TENER MEMORIA (Duglas Moreno)


EL ASESINATO DEL MUSIÚ PUCCINI  (Gregorio Riveros); EL FIN DEL MUNDO (Gabriel Jiménez Emán); MICRO 3 COMO LA VIDA MISMA (Cósimo Mandrillo); HECHIZO (Enrique Plata Ramírez); LA MORDIDA (Víctor Marichal); TRAGEDIA (Enrique Plata Ramírez); SUPERSIMETRÍA (Eduardo Mariño); POSADA. PASADIZOS SECRETOS (Duglas Moreno)


EL TEXTO PERFECTO (Gabriel Jiménez Emán); NOVELA (Gabriel Jiménez Emán); LA CARNADA: UN KILO DE AZÚCAR (Gregorio Riveros); RECUERDA (Mariela Álvarez); LOS MUÑECOS  (Juan Emilio Rodríguez); EL PINTOR (Orlando González Moreno); AMOR SIN HUMO (Armando José Sequera); VISTO DESDE ALLÍ (Víctor Marichal);  VITRALES MALDITOS. CASA DE MONJAS (Duglas Moreno)


PERSEGUIDOR INVISIBLE (Gabriel Jiménez Emán); MICRO 11 MUERTE (Cósimo Mandrillo); EL LÍDER (Víctor Marichal); BOLÍGRAFO NUEVO (Eduardo Mariño); ¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño); EL SILENCIO QUE TENÍA LA NOCHE. CERRAJEROS (Duglas Moreno)


LOS MOSQUITOS (Gregorio Riveros); FOBIA  (Gabriel Jiménez Emán); ENCUENTROS LEJANOS (Gabriel Jiménez Emán); TARJETA DE INVITACIÓN.  BARAJAS Y EL BAR (Duglas Moreno); EL PELIGRO AMARILLO (Eloi Yagüe); EL AMOR (Julio Romero Parra)


MICRO 8 CASORIO 2 (Cósimo Mandrillo); LA DOCTORA BRUMA O LA ESBIRRO QUE LLEGÓ (Pedro José Pisanu); EL ASTRONAUTA DISTRAÍDO  (Gabriel Jiménez Emán); A NINGUNA PARTE (Juan Emilio Rodríguez); BASHEVIS SINGER (Julio Romero Parra); MEDIODÍA (Eduardo Mariño); LA BIBLIOTECA. COSAS DE MUJER (Duglas Moreno)


LOS CUATRO PEONES  (Marcos Agüero); PUNTALES DE LADRILLO. EMPEDRADA CALMA DE LA NOCHE (Duglas Moreno); VISITA (Enrique Plata Ramírez); AMOR NATURAL (Gabriel Jiménez Emán); PESADILLA (Víctor Marichal)


EL MITO DE AMALIVACA (Arístides Rojas); EL DR. RODRÍGUEZ (Eduardo Mariño); EL TÁRTARO  (Marcos Agüero);  PICA LA PELUCA (Enrique Enríquez)

viernes, 15 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (42) Varios autores



Infante al pie del arpa llanera, San Carlos de Cojedes. Archivo de Odalis Hernández





LOS CUATRO PEONES  (Marcos Agüero)
La expectativa de aquel pueblo apartado de la civilización era extraña. Por vez primera se llevaría a cabo la inusitada final entre dos desconocidos Maestros del ajedrez, Gaspar Garrido y Antonio Carpio.
Acostumbrados más a jugar bolas criollas, peleas de gallo y dominó, la mayoría de los pobladores no mostraban interés por aquella contienda deportiva. Los organizadores y promotores tenían todo dispuesto en la Plaza Bolívar ubicada sobre una pequeña loma no muy lejos del pueblo. Sin embargo, debido a la inclemencia del tiempo se vieron obligados a buscar un lugar cubierto. Desafortunadamente, el único sitio disponible era una cantina, la cual tenía abandonado en un rincón, un viejo ring de boxeo. Es perfecto –exclamó uno de los organizadores- sobre este ring de boxeo se hará la final del torneo, los espectadores se sentarán alrededor del cuadrilátero evitando así que se apiñen sobre los maestros. Convenido así, y valiéndose de los adelantos del mundo civilizado, desplegaron las cámaras televisivas a los extremos del ring.
La hora ya estaba presta, los pobladores -en su mayoría campesinos- comenzaban a inundar el lugar en alpargatas y sombreros de cogollo, pero no por el evento en sí, sino más bien para jugar dominó, bolas criollas, o tomar aguardiente.
Finalmente, hicieron entrada los dos Maestros del ajedrez cada uno con su representante y cuerpo de seguridad. Con ellos subieron al cuadrilátero el juez del torneo y el personal de seguridad. En el centro colocaron la mesa, sobre la mesa un tablero, sobre el tablero las piezas, a su lado, un reloj de ajedrez.
Aunque no llevaban guantes, ni trusas, ni protectores bucales, los dos maestros, colocados a dos brazos de distancia se miraron fijamente con  infinito desprecio. El estado casi hipnótico de ambos ajedrecistas ¡se vio sacudido por el peculiar rastrilleo de afilados machetes!
El juez pidió silencio y procedió a hacer la presentación de los rivales quienes mientras se sentaban, no apartaban el oído de sus rostros.           
Se oyó una voz que dijo: ¿Y estos van a peliá sentaos?
Otra voz le respondió: No compa, están esperando que toquen la campana.
Una hora pasado, y dos y tres, pero los ajedrecistas permanecían inmóviles con sus miradas puestas sobre las piezas que estaban sobre el tablero, que estaba sobre la mesa, que estaba sobre el cuadrilátero, que estaba apartado en un rincón de la cantina de aquel pueblo apartado de la civilización.
Los campesinos ya con unos cuantos tragos encima y comiendo chimó, comenzaban a alterarse y a pararse de sus asientos. Tanto el juez del torneo como el personal de seguridad se mantuvieron expectantes. En ese preciso instante, cuatro peones que venían de una finca cercana entraron a la cantina montados a caballo, dos blancos y dos negros. Estos se dirigieron al patio sin mirar si quiera a aquellos dos ajedrecistas que jugaban sobre un ring.
Cuatro largas horas ya habían pasado y fue allí en semejante instante, cando se oyeron palabras empapadas por el alcohol que decían:
 ¡Queremos ver sangre!
Todos se levantaron de sus sillas gritando y golpeándolas con sus afilados machetes. La algarabía se hacía insoportable, pero los dos Maestros permanecían sumergidos en su juego. Varias sillas fueron lanzadas al ring mientras algunos campesinos trataban de cortar las sogas con sus machetes.
Con la angustia que se puede sentir en semejante situación, el juez logra ver la vieja campana amarrada a una de las esquinas del cuadrilátero. A riesgo de su propia vida, se lanzó a la lona, gateó hacia ella con notable desesperación y cuando la hubo tenido, la tocó repetidas veces. Notando el efecto casi paralizante sobre aquellos aldeanos, se incorporó y moviendo los brazos exclamó:
¡Tablas! ¡Tablas!



PUNTALES DE LADRILLO. EMPEDRADA CALMA DE LA NOCHE (Duglas Moreno)
A Malena y Juan Molina, por lo de la écfrasis.
Detrás de una sombra escalinata, un muro pardizo en piedras coloniales detenía la mirada y más allá  se asomaba  un pedazo de cielo. En la enramada verde andan lentamente algunos pájaros. La tierra de los paredones se levanta y se marcha con el viento. Las ventanas se cierran y se abren bruscamente. Es como si la brisa intentara, obstinadamente, meterse a la casa por cualquier resquicio.  Hay un polvo seco en los vitrales. El lugar tenía un aspecto ruinoso. Nadie se atrevió  a expresar la verdad y  disimulamos. Decir que el espacio era un desastre, iba a ser demasiado. Callamos. Llegamos al patio por una pequeña gradería. Una voz refería la riqueza arquitectónica. Aseguraba que era un gran acervo de la época colonial. Todas esas palabras estaban lanzadas monótonamente. Se entendía, claramente que aquel discurso se exponía siempre de forma automática. Estimados turistas, se encuentran ustedes ante una joya histórica. Este pórtico polilobular con perfectos estípites barrocos y aquel cimacio piramoide, dicen los historiadores que fue copiado  de la iglesia  San Pedro de la Rúa en el reino de Navarra, España. Este cuarto, era el dormitorio del Coronel. Esta talla policromada de la Inmaculada Concepción, se hizo en Epinal, Francia, de allí  pasó al convento de Los Capuchinos en Sevilla, luego se trajo directamente a nuestra ciudad en el siglo XVIII. Por aquí estaba la cocina, en aquel rincón el establo, un poco más allá las barracas de los esclavos. Al lado norte,  el salón de fiesta…   Oía todo de manera lejana.
Mis amigos seguían el eco de las voces, cuando noté que el rostro de  un hombre soportaba  un puntal de ladrillos. Era una imagen aindiada. Notaba que resistía. Me distraje un poco al escuchar que el Coronel Figueredo solía recorrer los campos  de su propiedad  dentro de un enorme carruaje negro. Nadie lo veía, pero todos sabían que el prócer, todas las tardes,  daba un vistazo a su  inmensa ganadería. Después de asimilar el dato de los recorridos del Coronel, me recompuse y noté que estaba apareciendo, al filo de la noche,   algo extraño. Seguí observando  cuidadosamente. Pensé: las ruinas siempre crean perfiles  humanos, sobre todo con la aparición de la nocturnidad. En la otra columna  asomó el aullido de un perro. La cabeza del animal sobrellevaba  el mismo puntal, pero   ya muy deteriorado. Cuando me disponía a preguntar si  era cierta la historia de que en los patios había muchas morocotas enterradas, plata de la de antes; vi una cabellera blanca de mujer aparecer en el último balaustre.  Su vestido ceniza terminaba en la barda ocre del piso. Aquella  mirada espectral me detuvo. Sólo escuché: nada de que salen muertos en esta casa, es cierto. Aquí nunca pasa nada. Cómo gritarle que  mentía, pues en el umbral seguía un rostro misterioso mirándome fijamente. Aterrado abandoné el lugar. Llegué a una calle un tanto desierta. De pronto, pasa un celaje, ligeramente humano.  Sin poder verle el rostro le pregunté  a esa sombra errante ¿alguna vez ha visitado la casa del Coronel Figueredo? Mostrando sorpresa; pero sin detenerse,  dijo: ese caserón hace siglos que despareció. Reconocí de inmediato el vestido ceniza de la mujer del desvencijado balaustre. Maldije aquel momento, quise correr, pero tan solo conseguí arrastrarme por la empedrada  calma de la noche.



VISITA (Enrique Plata Ramírez)
Cansado ya, esa noche, se recostó a una de las paredes cuando la vio venir.
Estoy aguardándote - dijo el hombre a la guapa mujer.
Aún no te necesito- le replicó ella y continuó su marcha hasta la iglesia más cercana. Celoso, la fue siguiendo el hombre con la mirada, hasta verla salir, poco después, tomada de la mano con el cura.
La siguiente mañana todos lamentaron la muerte del sacerdote.


AMOR NATURAL (Gabriel Jiménez Emán)
Obsesionado en llevar una vida sana y en contacto armonioso con la naturaleza, Arturo se abrió un buen día de la existencia frenética de la gran ciudad, que ya le había llevado a los límites de la exasperación. Así que vendió su departamento, su automóvil, dejo su empleo en el Ministerio, y con ese capital se instaló en un pueblo de los Andes donde la tranquilidad, el aire limpio, y las maneras sosegadas de la gente se ofrecían como tablas de salvación.
Al principio todo lucia amable; poco a poco comenzaron a aparecer inconvenientes, que fueron subsanándose. Arturo debido armarse de enorme paciencia para instarse en la casita, y luego para solucionar rencillas y trampas, trucos que creía era imposible fuesen practicados por aquella gente sencilla. Le costó, asimismo, acostumbrarse al silencio de las noches, un silencio excesivo donde cualquier pequeño sonido se convertía en un ruido inquietante.
Arturo hablaba de un modo que no captaban bien las gentes del campo, e hizo un esfuerzo enorme para adaptarse a las pausas y maneras ladinas de pronunciar de los andinos. Sin embargo, lo son siguió, acondiciono sus rústica vivienda y le equipó, se dedicó a sembrar la tierra y compro un carro usado. No le iba mal, no le iba del todo bien, como debía ser.
Algunas mujeres lo miraban con picardía. Con una de ellas había cruzado un día algunas palabras. Le gustaba, era verdad, pero ya se presentaría una oportunidad de acercársele. Mirando televisión, leyendo o escuchando música por las noches lograba distraerse. Pensaba a ratos en Viviana: así se llamaba la muchacha.
Un día en que abonaba su terreno, Arturo vio la chica y se le acercó. La invitó a dar un paseo, luego a comer. Entonces comenzaron a frecuentarse a Viviana fuera de casa, y aquello no gustaba a los padres de la chica. Ella le manifestó su desagrado, agregando en el comentario que sus padres eran insoportables, y que deseaba estar con él solamente. Un tanto aturdido por esa afinación, fue entrando en el ámbito privado de Viviana y progresivamente enamorándose de ella, hasta que un día le hizo el amor en el césped de un prado, junto al rio. Alcanzando ese grado de intimidad, decidió unirse a ella. Ella aceptó, pero con reticencias hacia sus padres. No le dijo nada a Arturo, aunque si sabía la razón. Un hombre amigo de su padre la pretendía desde hacía tiempo. Fue el mismo que caminó una noche estrellada y silenciosa hasta la casa de Arturo, y cuando éste abrió la puerta, el hombre le dio un certero y perfecto machetazo en el cuello que ni siquiera le dio tiempo a Arturo de experimentar ningún dolor. Le enterraron en la cristiana paz de los campos andinos, y todos los años el matrimonio, que vive en la antigua casita de Arturo, le lleva flores a la tumba, en el cementerio Municipal.



PESADILLA (Víctor Marichal)
La espesura de la maleza no permitía que fuera más rápido.
¡Allá va!     ¡Sí, desde aquí lo vi!                               
¡Agarraren a ese asesino!
Sin embargo, aquellos gritos hacían mi carrera más veloz. Ya había transcurrido más de media hora desde que empecé a correr.
No sabía qué había ocurrido esa tarde. Recuerdo que llegué a la casa como de costumbre, peo esta vez me encontré con algo espantoso: el cuerpo de Judith se hallaba inmóvil en el centro de la sala, sí, yacía un charco de sangre. Sin lograr salir de mi asombro corrí hasta ella y la tomé en mis brazos. Fue cuando noté que aún tenía un cuchillo clavado en su cuerpo, justamente en el pecho. Sin pensar, lo saqué; mis manos estaban manchadas de sangre al igual que mi ropa. Aún sostenía el puñal en mi mano cuando percaté de la presencia de Lourdes, una vecina nuestra que logró entrar.
Al principio no me fijé en sus pensamientos, pero al ver el temor reflejado en su rostro los leí claramente. Traté de acercarme para explicarle, pero ella huyó gritando desesperada. Llegué hasta la puerta y todavía tenía el cuchillo en mi mano, pero al ver que se formaba un grupo alrededor de Lourdes sentí miedo, y más miedo sentí cuando los vi armarse de palos y machetes e ir en dirección a mi casa. Ahora sí solté el cuchillo y asustado corrí saltando por una ventana que daba a la parte de atrás y empecé a correr y correr. Sin embargo, ni la huida podía borrar la imagen de Judith. Me preguntaba: “¿Quién la mataría? ¿Por qué?”. Creo que jamás lograría saberlo, porque el cansancio se apoderaba de mí; sentía que ya no podía seguir huyendo. De pronto ante mis ojos apareció una cueva, la cual disimulaba muy bien la entrada por lo alto de la maleza. No lo pensé dos veces y me metí allí sin dar importancia a lo que pudiera pasar, sólo quería descansar un poco. Por suerte vi a mis perseguidores pasar delante de la cueva burlados por la hazaña.
Caí al suelo abrumado, cansado, y me fui quedando en un sueño profundo. No sé por cuánto tiempo permanecí dormido, pero de repente escuché la voz de uno de los vecinos y me levanté  sobresaltado con intenciones de seguir corriendo. Fue cuando vi el cuerpo de Judith a mi lado en la cama. 



A NINGUNA PARTE  (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel hombre fastidió tanto para que lo sacaran de entre los humanos, que los dioses finalmente, lo levantaron a ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo donde soñamos las estrellas.
La distante y ansiada libertad, hizo brotar un canto jubiloso en su en su garganta. Canto que conocieron los cometas y las veredas perdidas. Adiós temores, órdenes, vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo sobre las cimas solitarias de la tierra.
Desde ya podré vivir con segura independencia. No habrá horizonte que yo no alcance.
Los dioses gratamente sorprendidos ante aquellas alabanzas, decidieron de inmediato estudiar otras peticiones de liberación.  No obstante, el recién llegado paralizó el asunto al despertar un día con un urgente deseo de hacerse un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de la que fuera su mujer, una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó una nube, jugueteó con un águila; sorbió ávido el aire marino de las olas, al mismo tiempo que volaba chispeado por ellas hacia la quietud de una playa tropical. Pero no pudo desterrar de su paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos amaneceres más tarde, observando desde su refugio de conchas de cielo el aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó el calorcito placentero que le transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama, cuando ambos se abrazaban en las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos y creerse en el lecho matrimonial, casi se va bruces.
Los dioses como bandas de palomas perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con enojo al inadaptado, quien de ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La gritería de sus hijos dentro de la casa, que otrora le atormentara.
El crujir de la corteza del pan tostado entre sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje, mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y hasta las risotadas de los empleados de aquella empresa donde él antes trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar convirtiendo en agonía la pesadilla inicial. Para distraerse probó ir de paseo a diversos lugares de la tierra, vedados antiguamente por razones obvias. Fue peor: desde arriba el mundo sólo le recordó lo que ya no tenía.
Canciones. Mujeres. Licores. Y La Fonda del Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El queso rayado vistiendo de etiqueta las caraotas refritas.
Ya de regreso al refugio, y aun cuando las alas le pasaban igual que dos portones de hierro. No pudo pasar por alto el rojo jugoso de una patilla, expuesta impúdicamente en el interior de un mercado libre.
Bajó con suavidad mientras iba imaginando su lengua golosa entre la incitante pulpa. Pero el vendedor de dos certeros naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando estaban a centímetros de la fruta. Los dioses histéricos, lo llevaron a juicio. No obstante, el abogado defensor consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo en cuenta que mi defendido tuvo, además de cervezas y pan, el especial deseo de presenciar el juego de sus hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que fuera su consorte; yo pido que sea devuelto a la tierra en el acto. Porque sucede- prosiguió el defensor retomando la voz por encima de las exasperadas protestas-que son ustedes, compañeros, los que deberían de ser enjuiciados. ¿Cómo se le ocurre convertir en viajero de los cielos a un ser cuya memoria terrenal está intacta? Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron dar una razón de peso que justificara aquel desatino. Y entonces, acatando la sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al infeliz después de poner su mente en nada.
Ese día desde lo alto, cayó a la tierra un águila muerta. Y enseguida, de las entrañas de un vientre materno nació una criatura ansiosa de lactar.

jueves, 14 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (43) Varios autores


Imagen tomada de Miguel Alfonso Uzcátegui Abreu  en el archivo de Anita Mendoza




MICRO 8 CASORIO 2 (Cósimo Mandrillo)
Cásate conmigo propuso ella, quiero ser feliz.
Si nos casamos, respondió él, dejaré de sentirme libre, me cambiará el humor, me sentiré como un lobo prisionero y te haré sufrir.
Pero mis amigas no tienen por qué enterarse, concluyó ella.

LA DOCTORA BRUMA O LA ESBIRRO QUE LLEGÓ (Pedro José Pisanu)

Había sido una colaboracionista del régimen anterior. Loas y palabras bonitas con el tirano. Tan pronto cayó el sátrapa, ella supo correr a la acera del frente y ante la falta de dirigentes ella misma se nombró dirigente y facilitadora para la nueva jefa. Con nuevos halagos y postres supo ganársela. Nada, la jefa la nombró prefecta de policía. El cargo se le subió más rápido que un shot de licor dulce a la cabeza. Ella sin ser doctora ni poseer título alguno se hizo llamar doctora como su antecesor, el doctor Sombra, terrible perseguidor y esbirro de la tiranía anterior. Ella comenzó a maltratar, ofender y humillar, después vendrían sus persecuciones contra todo lo que en su juicio fuera mejor que ella. Larga e interminable lista. El destino, la vida o como quieran llamarlo le dio tres avisos, con las sucesivas muertes del padre, el marido y la desaparición de su deportivo Jaguar y la reaparición de este vuelto chatarra. Ahora aquellas ronchas que ella creyó una “culebrilla” se le infectaban y dolían, surgiendo una nueva cada vez que tenía un nuevo perseguido. Los designios le avisaban de nuevo, con su carnal en etapa terminal, clamando a Dios por una muerte rápida, solo que él no escucha a los impíos. Dio órdenes y nadie le hizo caso, gritó, ofendió y ninguno respondió; creyó que era una pesadilla, pero no despertaba, el sueño se hacía eterno, o tal vez todo era real. Se vio frente a los cristales. Las bubas purulentas comenzaban a estallarle en todo el cuerpo, sufriendo su propia fetidez. Gritó a todos diciendo que se colgaría de la viga más alta del edificio. El coro respondió casi unánime: ¡Que lo haga!. Siguieron su camino. “Lo haré” -dijo ella-. “Siempre cumplo lo que prometo”. Se colgó y solo fue otra bruma que el tiempo se llevaría hasta el infierno. ¿Infierno? ¿Cuál? Si su vida era un infierno.

 

EL ASTRONAUTA DISTRAÍDO  (Gabriel Jiménez Emán)
Esta no es una historia de ciencia - ficción. Es sencillamente la historia de un astronauta que después de haber viajado por el espacio en un cohete - entiéndaseme: por un espacio real - en un cohete real - llega a la luna. Desciende de la cápsula y,  como otros tantos astronautas, da algunos pasos en la superficie lunar.
Pero sucede que el astronauta está pisando la luna por primera vez, y aunque estos pasos fueron ensayados con anterioridad en terrenos muy semejantes a la luna y la llegada al satélite de la tierra no representa para esa fecha ningún acontecimiento especial, el astronauta, sin embargo, experimenta una extraña decepción; le parece demasiado evidente estar pisando aquello para lo cual a estado preparándose estado preparándose toda su vida;  el sueño irrealizable esta bajo sus pies, y si él no ha logrado la hazaña mucho antes que otros astronautas es precisamente debido a que es muy distraído; siempre está olvidando algo, los momentos para los cuales se requería más concentración están llenos de dispersiones y vacíos, la mente no está puesta en nada particular, está vagando por ahí, sola, obedeciendo al viento, al errar de una nube viajera.
Por eso, antes de comenzar a poner en práctica los planes del viaje, sus amigos le llamaban bromeando “el lunático”, sin sospechar siquiera las intenciones de su aguda - aunque inconstante - inteligencia. Por años se había entregado secretamente a la construcción de un cohete, y el día que finalizo la construcción, los demás se negaron a creerlo. Pues bien, el astronauta esta ahora sobre la superficie de la luna, mirando un paisaje estelar que nunca había presenciado, y esto lo hace olvidarse del goce de la hazaña que recién ha cumplido, pues se halla sumido en la contemplación de nuevos astros, y está tan distraído que sin darse cuenta ha comenzado a despojarse de su traje; los zapatos y el casco son los primeros en comenzar a abolir las leyes de la gravitación y luego el empieza a ascender lentamente en el espacio. Siente tanto placer en su ascenso que apenas se da cuenta que ya su cuerpo no puede obedecerle, va dando vuelta y más vueltas, y antes de confundirse en la infinita noche de los astros divisa a su planeta, la tierra, y también el cohete que desde allá abajo, desde la luna, lo invita a un último recorrido.

 

A NINGUNA PARTE (Juan Emilio Rodríguez)
Aquel hombre fastidió tanto para que lo sacaran de entre los humanos, que los dioses finalmente, lo levantaron a ventarrón infinito de los espacios celestes. Justo donde soñamos las estrellas.
La distante y ansiada libertad, hizo brotar un canto jubiloso en su en su garganta. Canto que conocieron los cometas y las veredas perdidas.
Adiós temores, órdenes, vecinos, colas, inflación, celebró mientras probaba su capacidad de vuelo sobre las cimas solitarias de la tierra.
Desde ya podré vivir con segura independencia. No habrá horizonte que yo no alcance.
Los dioses gratamente sorprendidos ante aquellas alabanzas, decidieron de inmediato estudiar otras peticiones de liberación.
No obstante, el recién llegado paralizó el asunto al despertar un día con un urgente deseo de hacerse un plato de caraotas refritas, salidas de la cocina de la que fuera su mujer, una negra llamada Trina Josefa.
Picoteó una nube, jugueteó con un águila; sorbió ávido el aire marino de las olas, al mismo tiempo que volaba chispeado por ellas hacia la quietud de una playa tropical. Pero no pudo desterrar de su paladar el sabor de aquellas caraotas.
Dos amaneceres más tarde, observando desde su refugio de conchas de cielo el aguacero que nublaba la tierra. El alado recordó el calorcito placentero que le transmitía el cuerpo de Trina Josefa en la cama, cuando ambos se abrazaban en las noches de lluvia. ¡Alarma! Al cerrar los ojos y creerse en el lecho matrimonial, casi se va bruces.
Los dioses como bandas de palomas perturbadas, murmuraron entre ellos y miraron con enojo al inadaptado, quien de ahí en adelante se sumió en una pesadilla.
La gritería de sus hijos dentro de la casa, que otrora le atormentara.  El crujir de la corteza del pan tostado entre sus muelas. El primer trago de cerveza en la barra de La Fonda del Garaje, mezclado con la reseca saliva, en la tarde calurosa…
Y hasta las risotadas de los empleados de aquella empresa donde él antes trabajara, acrecentaron sus deseos de retornar convirtiendo en agonía la pesadilla inicial.
Para distraerse probó ir de paseo a diversos lugares de la tierra, vedados antiguamente por razones obvias. Fue peor: desde arriba el mundo sólo le recordó lo que ya no tenía.
Canciones. Mujeres. Licores. Y La Fonda del Garaje. Chicharrones. Quesos… ¿Quesos? El queso rayado vistiendo de etiqueta las caraotas refritas.
Ya de regreso al refugio, y aún cuando las alas le pasaban igual que dos portones de hierro. No pudo pasar por alto el rojo jugoso de una patilla, expuesta impúdicamente en el interior de un mercado libre.
Bajó con suavidad mientras iba imaginando su lengua golosa entre la incitante pulpa. Pero el vendedor de dos certeros naranjazos lo hizo emprender vuelo cuando estaban a centímetros de la fruta.
Los dioses histéricos, lo llevaron a juicio.
No obstante, el abogado defensor consiguió alzarlo del banquillo.
-Teniendo en cuenta que mi defendido tuvo, además de cervezas y pan, el especial deseo de presenciar el juego de sus hijos… Y ganas de estar en el tálamo con la que fuera su consorte; yo pido que sea devuelto a la tierra en el acto. Porque sucede- prosiguió el defensor retomando la voz por encima de las exasperadas protestas-que son ustedes, compañeros, los que deberían de ser enjuiciados. ¿Cómo se le ocurre convertir en viajero de los cielos a un ser cuya memoria terrenal está intacta? Figúrense, que hasta recuerda el nombre de su esposa.
Los dioses chiflaron y patalearon, más no encontraron dar una razón de peso que justificara aquel desatino.
Y entonces, acatando la sentencia que le dictara el juez supremo, regresaron al infeliz después de poner su mente en nada.
Ese día desde lo alto, cayó a la tierra un águila muerta. Y enseguida, de las entrañas de un vientre materno nació una criatura ansiosa de lactar.

 

BASHEVIS SINGER (Julio Romero Parra)
En el centro de la ciudad de Acarigua, donde nací, frente a la plaza, en los tiempos cuando fui un adolescente que estudiaba tercer año de bachillerato, existió una librería que se identificó con el nombre de Monoy. La librería Monoy, sobre todo, expendía los mal llamados libros de texto, una redundancia inventada por el marketing para clasificar a los vademecum que utilizan en las instituciones educativas. Además de los libros de texto sobrevivían entre aquellas vitrinas algunas novelas que aún recuerdo, La montaña mágica, de Thomas Mann, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, Lazarillo de Tormes, anónimo. Y otras más. Pero la que más llamaba mi atención era una titulada Enemigos, una historia de amor, cuyo autor era un polaco llamado Isaac Bashevis Singer. No sé cuál misterioso influjo ejerció la presencia de ese libro sobre mi personalidad de chico, pero cada vez que cruzaba frente a la librería Monoy me detenía un momento en la vidriera para contemplar su portada. Quizás estaba más para chocolates que para novelas, pero quería leerla. Su precio resultaba exorbitante para mis posibilidades económicas de ese entonces. Decidí ahorrar para tal propósito y en menos de mes y medio entré a la librería y la compré. Me gustó. La leí en pocos días, y quizás pude olvidar su trama como me ha ocurrido con tantas historias que he leído durante el resto de mi vida. Pero no fue así. El recuerdo de Enemigos…me ha perseguido para siempre. Aquellas páginas me tomaron como testigo de todo lo que estaba sucediendo a su personaje principal, Herman Broder, un judío que vivía en Brooklyn y que se encontraba atrapado en un cuadrilátero amoroso. El primer capítulo lo mostraba ardiendo en su pesadilla, en un tormento que lo remitía a su último minuto en un campo de concentración en Tzivke. La muerte lo estuvo esperando en una cámara de gas y su cuerpo estuvo a punto de ser trasladado a los hornos crematorios para ser transformado en ceniza gris que el viento esparciría entre los cielos de Polonia. Pero Herman despertó y ya no se encontraba en Tzivke, ni siquiera en un henil de Lipsk, sino entre un hormiguero de personas que se movían entre Central Park y Battery Park. El dilema de amor de un hombre y su relación con tres mujeres es largo de contar. Imagino que a finales de los años cuarenta, Bashevis Singer debió entrar a un restaurante de Miami, lugar hacia el cual emigró huyendo de la guerra, y ordenó un estofado acompañado de papas fritas, pero el mesonero debió tardar tanto para regresar con el pedido que el escritor comenzó a comparar las reses, los cerdos y los pollos con los cargamentos de judíos que llevaban en tren hacia los campos de exterminio. Cuando regresó el mesonero con la comida ya era tarde. Bashevis Singer había sufrido una transformación ideológica en su apetito.
-Gracias, pero ya no tengo hambre-diría en yiddish al extrañado mesero, pagaría el servicio, se disculparía nuevamente y saldría a la calle en busca de un lugar donde sólo expendieran hortalizas.
El recuerdo de Enemigos, una historia de amor me perseguirá hasta la muerte. Se sabe que Isaac Bashevis Singer huyó de Polonia y se fue a vivir a los Estados Unidos donde se dedicó por entero a la literatura. Quizás la aniquilación de millones de judíos por orden del Führer, el recuerdo de aquellos vagones atiborrados de personas que viajaban como animales hacia los mataderos nazis, la imagen de las cámaras de gas y el olor a chamusquina que brotaba de los crematorios de Treblinka lo hicieron detestar la carne durante los últimos treinta y cinco años de su vida. En cierta ocasión, alguien le preguntó si se había convertido en vegetariano por razones de salud, a lo cual contestó el gran escritor: “No precisamente por mi salud, sino por la salud de los pollos.”

MEDIODÍA (Eduardo Mariño)
Quedan pocos días para otro abril. Las primeras sensaciones de inestabilidad empiezan a manifestarse en mis pies y en mis anteojos. Desde el amanecer he permanecido pegado a la ventana del muro Este, siguiendo engañosamente el indiferente movimiento del sol, que ni un mínimo instante ha perdido el rojizo semblante de la aurora.
Hay unas pocas velas encendidas y mi cena sigue intacta junto a la puerta, donde la dejó el carcelero en la tarde de ayer. La proximidad de abril me enferma y los barrotes de mi celda se vuelven más fríos, como evitando mi acercamiento a las ventanas. El bosque se presiente cercano, las primeras lluvias lo han extendido casi hasta el borde de la colina y casi puedo sentir la humedad de su follaje y los trinos de sus indescriptibles pájaros con plumas de sueño.
Ya casi es mediodía. Cuando las sombras se escondan, me iré bajo la cama y trataré de imaginar que es medianoche, olisqueando las pocas cenizas de rosas que atesoro desde tu última visita. Ya casi es mediodía. Como todo cautivo, el tedio me embarga sin límites definibles.
Es hora de dormir.

 

 

LA BIBLIOTECA. COSAS DE MUJER (Duglas Moreno)
Sabía que la biblioteca era extraña. La fijaron en un callejón perdido y frío. Había que dejar los entrepasos de la ciudad  y meterse en  las sombras de unos  árboles, tocar  la aldaba y dejar que la puerta mostrara un jardín, lozas rojas, pájaros cantores y cuadros con rostros patriales. La muchacha dijo: pase. Después del qué desea, me subió a un segundo piso, caminamos por varios pasillos. No vi a nadie. Al final de un cuarto, la joven dijo: Por aquí. Mientras caminábamos sentía su mirada  tratando de mostrarse cómplice. Yo buscaba un texto que me refiriera las estampas y sombrería de Tenochtitlán. De pronto sentí que me había llevado a su cuarto. Estaba pensando mal, lo sé. La muchacha se detuvo y me habló callado. No pudo terminar la conversación. Una mujer, como dueña del lugar, la reprendió. Dijo que eso no podía pasar otra vez. Vi cuando la sometieron a vil castigo. Tuve que decirle a la mujer: busco solo información acerca de los sombreros de esta ciudad. La mujer abrió  una pequeña puerta y me dejó pasar. El lugar era sencillo. Había una figura de dragón en el centro vacío  de una ventana que  daba a otras lejanías. En una mesita estaba proyectada toda mi errancia por la biblioteca y allí también  pude ver, en  un espejeante muro de arena, los ojos nostálgicos de la muchacha castigada. Creo que  su rostro infantil estaba delineado torpemente en aquellos trazos de madera.  Disculpe señor. Estas muchachas no aprenden. Siéntese. Quítese la camisa. ¿Qué biblioteca es esta? Dije sin hablar. La mujer sonrió, tomó la llave, cerró la puerta y por la ventanilla de los horizontes lejanos me gritó: perdónela, ella apenas es una niña y ya quiere hacer cosas de mujeres. Ya lo atenderán. 




miércoles, 13 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (41) Varios autores

Dama llanera en el archivo de Barbuquejo




LOS MOSQUITOS (Gregorio Riveros)
Las moscas están en cualquier lugar, en cualquier parte, eso lo supe antes de ver esos curiosos mosquitos merodear sobre el pantalón de seda, en la silueta de la vagina, de esa linda y desconocida muchacha que estaba de pie, esperando un bus, en la parada del transporte. Era una hermosa mujer de un cuerpo exquisito, elegante, sensual, y muy provocativa. La verdad, me llamó la atención, a pesar de la presencia de los mosquitos. Caso extraño, que por un momento, un instante, me distraje, y perdí la atención en ella, porque me detuve también, tan solo en un instante, a pensar en las moscas y los mosquitos. Conocía las moscas en la literatura, por un cuento de Augusto Monterroso, titulado “Las Moscas”. Pero mucho tiempo antes, conocíamos las moscas, porque de niño, nos mantenían atentos en la casa materna para que las moscas no pisaran nuestra comida. Recuerdo a un hermano, muy jocoso, que una vez lo advertí escandalizado, horrorizado, porque una mosca caminaba sobre su comida, me miró, y me dijo: “tranquilo, que esas comen poquito”. Claro que la espantó. Le conté a mi madre, y me dijo, que no es lo que comen, sino lo que dejan. Ahora que me gusta leer, me gusta la literatura, observo su presencia (de las moscas) en todos los géneros, desde la novela, pasando por el cuento, el teatro, la fábula, y hasta en la poesía. Además del escritor hondureño (con nacionalidad guatemalteca) Augusto Monterroso, hay otros escritores que han publicado obras con el tema de la mosca. En el siglo XVIII, el escritor español Félix María de Samaniego escribió la fábula “Las moscas”, y también, es autor de la fábula “El Calvo y la mosca”. La escritora británica Katherine Mansfield (1888-1923) escribió el cuento “La mosca”. En Grecia, Esopo, fabuló con la mosca. El francés Jean Paul Sartre escribió una obra de teatro acerca de la tragedia griega y le puso por título “Las Moscas”. El británico, premio nobel de literatura, William Golding, escribió su novela “El señor de las moscas”. Aquí en Venezuela, Arturo Uslar Pietri escribió un cuento titulado “La mosca azul”. El mismo célebre escritor Augusto Monterroso, lo proclamaba a los cuatro vientos, y decía, que en la literatura solo hay tres temas: “la muerte, el amor y las moscas”. Pero yo insisto en los mosquitos, porque veo que la mosca es muy mentada y célebre en la literatura universal. Tal vez por llevar la contraria, por esa simple razón, o por simple justicia, escribo este cuento de los mosquitos. Ahora, las moscas no están solas en la literatura universal, también estarán los mosquitos, sin discriminación. Y para avanzar un poco en este cuento, para poder llegar al final, volví a darle un vistazo muy discreto a la muchacha de los mosquitos. Pero no estaban ni los pantalones de seda, ni la hermosa silueta carnal, ni la muchacha, porque le había llegado su turno, su transporte. Llegó su bus, lo abordó y se marchó. Y a pesar de su ausencia, insistí en continuar el cuento. Pero al fin, me percato, que los mosquitos, también se marcharon.



FOBIA  (Gabriel Jiménez Emán)
Un hombre prefería morir que esperar en clínicas u hospitales. Cuando enfermaban tenían que llevárselo con ataques de hospitalitis y atenderlo en casa.
El hombre extendió su hospitalitis a los médicos. Uno de ellos, amigo de confianza, le convenció de su mal, y poco a poco se dejó tratar su fobia. Fue remitido a un psicólogo, luego a un psiquiatra: todos oyeron sus insistentes relatos acerca de la angustia humana acumulada en pasillos, de todos los lamentos tragados por los lavamanos, de las lágrimas de dolor adheridas a tantas paredes, de las almas de los niños muertos que iban a dar a los depósitos de los clamores inútiles de los descabezados, de los triturados, de los desahuciados de cáncer, de los fallecimientos de bellas jóvenes por infartos y de los imperdonables accidentes en los quirófanos.
Comenzó a padecer de una afección respiratoria que le impedían hablar bien, y cuando lo examinaron hallaron un enfisema avanzado, causado por el hábito de fumar.
Tenía entonces dos alternativas: morir a causa del cigarrillo o morir debido a su fobia por los hospitales.
Siguió fumando y salvó su vida.



ENCUENTROS LEJANOS (Gabriel Jiménez Emán)
Apenas enciende el ordenador, Bill se pone en contacto con el mundo global que se pone en contacto con los otros contactos del mundo en permanente contacto con otros ordenadores que emplean una red complicada en contactarse entre ellos mismos para obtener la información requerida para poder hacer funcionar la primera tecla del ordenador de Bill.



TARJETA DE INVITACIÓN.  BARAJAS Y EL BAR (Duglas Moreno)
Afuera anda la gente creyendo que en esta casa matamos al hombre. Solo un poco de recuerdos hay en la mesa.  Una tarjeta y una mano temblorosa tratando de sostener un cigarrillo en unos labios de  mujer. Un humo seco vaga en las miradas transparentes que se desploman en la mesita. Estas mujeres  no saben nada de retos. Insisto, la gente busca al asesino entre nosotras. Él llegó  con  ese rostro pálido que ahora tiene. Solo pidió un trago  y  comenzó a llorar. Habló de traición y esta mujer lo consoló. Sé que no hizo nada malo.
La pobre mujer, todavía desnuda,   abrió la boca y dijo: él se murió en mis brazos, tuve que quitármelo de encima. Lo miré a los ojos y  ya el amor  que mostraba entre risas y apretones en la mesa, había desaparecido. Solo había en el rostro como  un vacío. Yo no sé qué había en su cara, pero un ser humano que digamos, eso no.  Su cuerpo frío me estaba ahogando.  Caminaba y lloraba, la mujer.  Gritaba: aquí hay un hombre  muerto. Tal vez sea la quietud  la que  lo hacía como de plomo.  Nunca imaginé hacer algo así.  Su voz desapareció entre cortinas rotas.  Yo pagué la pieza y me quedé pensando. Soñaba. La policía vino y me llevó a casa,  todavía con una palidez asombrosa.
Ahora, esta habitación, reconozco, no tiene ventanales como la que abandoné  esa tarde en mi viejo pueblo. No sé,  es diferente. Quiero otra vez vestirme, tomar mi sombrero,  cobrar el pago de mi trabajo y agarrar las sendas de la comarca; pero no puedo. Quiero recordar  los patios con naranjas y  montar un caballo y pasearlo por el pueblo. Deseo dar adioses a  la gente y cantar. No puedo. Estoy como sin fuerzas, apenas alcanzo a  cruzar las manos sobre mi pecho, mientras, a mi lado unas mujeres  toman barajas de una mesa y ríen como si  estuviéramos en  una fiesta. Una  de ellas llora y me aparte de su lado. Veo que sale corriendo por un cortinal.  Afuera mis amigos hablan de mis recuerdos, estoy como en una imagen de mí mismo. Miro flores y una luz azul muestra una larga sabana. Vienen y pasan los palmares y el morichal. Vienen los caballos. Tengo el río  nuevamente ante mis ojos. Hay una calceta entre el sol y la caída de la tarde.  Es hermosa e infinita la lejanía, todo allí  es verde, es como si estuviera en la eternidad. Recordó que nunca había pasado algo así. Algunas personas -insistía en esta idea mientras contaba un dinero- piensan muy mal de nosotras, pero yo no le hago ni un ninín de caso, esperemos que pasen unos días y abriré nuevamente el local. Las muchachas se han ido, pero regresarán. Yo le traje vida a esta gente, aquí lo que había eran peleas de gallos y carreras de burros, mis muchachas  son la vida del pueblo. Nunca la muerte, como hoy. La mujer observa como la gente camina lentamente hacia el cementerio. Mis amigos llevan una urna, algunos lloran y yo observo la imagen de una mujer huyendo por un cortinal.

 

 


EL PELIGRO AMARILLO (Eloi Yagüe)
Las primeras dos noches del inspector Trómpiz en el nuevo apartamento, donde se había mudado con su esposa, fueron totalmente placenteras. Durmió como un tronco y eso era lo que había deseado desde hacía mucho tiempo. Habían escogido ese vecindario, alejado del centro de la ciudad, precisamente por su fama de tranquilo. Solo de vez en cuando sonaba la lejana alarma de un carro pero ya estaban demasiado acostumbrados a ese ruido. Lo mejor era dormirse con el anestésico sonido de los grillos. Que Trómpiz no escuchaba desde su infancia en el campo.
La tercera noche, sin embargo, el inspector despertó sobresaltado. Escuchaba un ruido pero no lograba identificarlo. Prestó atención. Era… no, no podía ser, parecían cantos de pájaros, un verdadero griterío canoro. Miró el reloj: eran las tres y veinte de la madrugada. Quiso despertar a su esposa, pero dormía profundamente. Entonces el ruido, que ya era lejano, se fue apagando hasta cesar. Trómpiz se dio media vuelta y se volvió a dormir. La cuarta noche volvió a despertarse con el ruido de los pájaros, muchos pájaros. Pero lo sentía tan lejano que por un momento pensó que estaban en el interior de su cabeza. Miró el reloj: 2:45 a.m. Su esposa dormía a plenitud. Trómpiz se aquietó, trató de respirar conscientemente para recuperar la calma, pero el ruido parecía arreciar. “¿Será una alucinación auditiva?”, pensó. Nervioso, salió al balcón a fumar un cigarrillo. La noche estaba tranquila. Pocos carros pasaban por la calle. Nadie caminaba por la acera. Era un barrio definitivamente tranquilo y los cantos habían cesado tan misteriosamente como habían empezado a sonar.
La quinta noche Trómpiz despertó de madrugada con dos certezas: estaba oyendo claramente a los pájaros y le parecía que los cantos venían desde el interior del edificio, de apenas seis pisos, donde estaba su apartamento. Decidió aclarar el misterio de una vez por todas, cogió su arma debajo de la almohada, se levantó sigilosamente sin despertar a su mujer, se calzó unas zapatillas de goma y extrajo del closet una linterna. Sin hacer ruido, salió del apartamento al pasillo iluminado y comenzó a bajar las escaleras (no había ascensor, era un edificio viejo). Se guiaba más que nada por su instinto y por la dirección de la que parecía venir el ruido: abajo, siempre más abajo.
Finalmente, llegó hasta la planta baja. Allí, una pequeña puerta de madera daba al hueco de la escalera, que a la vez era el cuarto del servicio. Trómpiz entró y encendió la luz. Una cucaracha huyó corriendo por la pared. Allí estaba el final del ducto metálico por donde caía la basura del pipote. Había unos enseres de limpieza, cajas de cartón, un montón de periódicos viejos y sobre ellos botellas vacías. Pero el ruido le parecía cada vez más claro y nítido. Dirigió la luz al interior: solo basura maloliente. Torció el cuerpo para mirar hacia arriba por el interior del bajante: hasta donde alcanzaba la luz, nada. Entonces miro la base del pipote. Debajo de este se veía un ángulo metálico. Trómpiz movió el pipote. Había una trampilla cuadrada. Y el ruido seguía.
La trampilla no tenía asa sino un hueco. El inspector metió el dedo índice y la levantó. Iluminóo con la linterna y vio un túnel que descendía hacia la oscuridad. Una escalera de tubos metálicos empotrados en la pared le permitía bajar. El ruido cesó de pronto, pero ya Trómpiz estaba decidió a investigar. Amartilló la pistola, y sujetando la linterna con la boca, empezó a descender. El hueco era profundo. ¿Diez metros, veinte tal vez? No estaba seguro, pues hizo el trayecto en casi completa oscuridad, ya que no podía descender sujetando en una mano los tubos, en la otra la pistola y, además, mirando hacia abajo. Finalmente tocó piso, intuía un recinto grande: una habitación o nave. Barrió con la luz de la linterna. La claridad apenas bastaba para distinguir los contornos de los muebles. Parecía haber un gran desorden. Trómpiz avanzó uno, dos, tres pasos. Tropezó con algo tendido en el suelo. Alumbró. Era un cuerpo humano, mondo en el hueso. Vio la sonrisa de la calavera antes de voltear a buscar, desesperado el interruptor de la luz. Milagrosamente lo encontró. Cuando la bombilla se encendió, aún tuvo tiempo de ver lo que se le venía encima: una mortífera nube de plumas amarillas.
La trampilla se cerró con un golpe seco. Los tiros no se oyeron afuera, los gritos se apagaron lentamente y la tranquilidad volvió a la noche vecinal.

*Solamente dos palabras, de las diez mil que pronuncio diariamente, me dan estímulos para seguir viviendo. Ellas son: Te amo. Feliz cumpleaños, amor mío. Ni el tiempo ni la distancia son suficientes para dejar de quererte. Pronto estaré a tu lado. Este breve relato lo escribí en tu honor como prueba de mi pasión irrefutable.

 


EL AMOR (Julio Romero Parra)

El amor tocó mi puerta. Observé por la mirilla, pero no me atreví a abrir. Era un niño rubicundo, completamente desnudo y de sexo incierto. Sus cabellos eran rizados y la expresión de su cara era más endemoniada que angelical. Llevaba carcaj con saetas a sus espaldas y un arco armado dispuesto a zaherir. Por supuesto, conociendo lo terrible que era no quise abrir. Mi mujer permanecía dormida. No hice esfuerzo alguno para despertarla. Con sigilo fui a la sala de baño y comencé a ducharme. Luego me dirigí hasta nuestra alcoba matrimonial, saqué ropa del clóset y me vestí. Anudé mi corbata oscura contra el cuello de mi camisa, metí mi cuerpo en el traje negrísimo exigido en mis labores funerarias, empuñé mi maletín, di un beso a mi esposa aún dormida y salí a ocupar un lugar en el Metro.

Desde mi apartamento hasta el edificio K, utilizando el transporte masivo, no tardaba más de diez minutos. Así que con el cabello húmedo ya me encontraba situado en el interior del ascensor. Fui saludado por algunos usuarios. Arribé hasta el piso donde se encontraba mi oficina. Ya sentado ante mi escritorio, alguna empleada me hizo llegar panecillos con jamón y café con leche. Desayuné muy contento al tener noticias de que mi negocio crecía gracias al incremento de muertes violentas en nuestra ciudad. Aún sonriendo encendí mi computadora. La pantalla me reservaba la agenda del día. Era yo el director general de una Compañía de pompas fúnebres y allí se encontraban cinco nuevos casos que debería atender de manera inmediata para brindar el servicio de despedida eterna.

La causa de las muertes de aquellas cinco personas era semejante. Tres hombres y dos mujeres habían sido alcanzados por flechas venenosas. Así que de inmediato llamé a mis empleados y ordené el consabido servicio. Serían las once de la mañana cuando alguna de mis empleadas abrió violentamente las puertas de mi oficina. Se veía literalmente aterrorizada. Me informó que un niño desnudo, rubicundo, encolerizado y armado con un arco disparaba sin piedad alguna contra todos los habitantes. Antes de correr a esconderse me gritó que los pasillos estaban congestionados de heridos y de cadáveres que fueron alcanzados por saetas.

Sentí terror y apagué la computadora. Salí de la oficina y tomé el ascensor más cercano. Huí del edificio K. La ciudad era un caos. Transité avenidas apocalípticas atestadas de muertos y agonizantes, todos con flechas clavadas en sus cuerpos. Alcancé la estación del Metro. Entre los andenes pude ver cientos de cadáveres y heridos. En el interior de los vagones ocurría lo mismo. Varios trenes se encontraban descarrilados como víctimas de un atentado terrorista. La gran cantidad de cuerpos exánimes era sorprendente. Bajé en la estación que me correspondía y corrí a través de una vía colmada de desgracias. Las calles también estaban llenas de cadáveres, todos atravesados por flechas en sus corazones.

Por último, llegué a mi apartamento. Abrí la puerta. Mi mujer agonizaba en el sofá alcanzada por una saeta en su seno izquierdo. Sentí miedo y muchas náuseas. Corrí hacia el baño. Allí lo encontré desnudo, rubicundo, encolerizado y con un arco que apuntaba una flecha contra mí.

Al fin te encuentro me dijo el niño amor.