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martes, 24 de abril de 2018

Viviano era Bicho Malo y otros Cuentos de Lagunitas. Duglas Moreno



Todo comenzó con una simple gallina. 
Imagen en el archivo de Noilton Pereira




LA MUERTA DEL ZAPATERO. MUJER DE VELO NEGRO
Creo que eran casi las seis de la tarde. Doy un último recorrido para ver si consigo una carrerita y entonces irme  a descansar al rancho. Paso por la entrada del cementerio de San Carlos y está desolada. No se veía un alma.  Ahí es donde miro por el espejo y noto que hay una mujer vestida toda de negro, haciéndome  señas para que me detenga. Realmente, no sé de dónde salió. Meto retroceso y me paro a su lado. La mujer dice: lléveme a Puerta Negra, eso es más allá de Las Vegas. Me quedo pensando: pa Puerta Negra… y a esta hora. Le voy a tirar un monto grande pa que me diga  de una vez que no. Deme tanto. La mujer abrió la puerta y se montó. Nos fuimos enseguida.
Yo la miraba con el rabo el ojo. No le veía el rostro por el velo negro que cargaba, solo noté que sus manos eran largas, blancas y delgadas. No levantaba la mirada y tampoco decía una palabra. Una alarma mía acabó con el silencio. Siempre suena a las seis. Pasábamos exactamente por la curva del zapatero, más allaíta de El Limón.  En ese momento la mujer se arrima un poquito hacia mí y me pregunta. ¿Ud. es casado? Volví a pensar, pa mis adentros: además de una carrera como que voy a conseguir otra cosa. Le respondí galantemente que no. Una vez casi me caso, pero no se pudo. Ahorita vivo solito. Comentaba esas cosas y de verdad que me sentía mal, pues recordaba a mis cinco zagaletones y a la mujercita mía que a esa hora estaría haciendo las arepas de la cena. La mujer, casi rozando mi pierna,  otra vez preguntó: ¿y no se ha conseguido una mujer buena? Bueno, sí se consiguen, pero les falta mucho fundamento. Yo busco una responsable para formar un hogar serio.  Ya casi encima de mí, me largó, pero sin darme la cara: Ud. es muy bien parecido. Alguna le habrá salido por ahí. No me diga que no. Me reí. Sí salen, señalé yo. 
Ya estábamos casi llegando a  Las Vegas, cuando repentinamente manifestó: Déjeme aquí. Esta es mi casa. Yo sorprendido le expreso: pero aquí no hay ninguna casa y  esto no es Puerta Negra. Mientras ella arreglaba algunas cosas, le expreso: Señora, ¿podemos seguir hablando del matrimonio y de las mujeres buenas?  Solo era una excusa para ver si pasaba algo bueno. Escuché clarito cuando respondió de forma seca: no. Oiga señor ¿sabe por qué yo me arrimaba tanto a Ud. cuando veníamos por la carretera? No lo sé, dígame. Mire, en la curva del zapatero, se montó un muerto en el capó y metía la mano por la puerta del carro y casi me rasguñaba el rostro. Por eso era que yo me acercaba y acercaba a Ud. Esa confesión me dejó asombrado. 
No le quise ni cobrar a la mujer. Solo pensaba en el regreso, ya que tenía que pasar nuevamente por la curva del zapatero. Menos mal que venía un camión rolero y me le puse atrás, pegaíto. Así me vine. Cuando llegué a la curva me entró un miedo de los buenos, temblaba. Casi cierro los ojos. Los abrí completamente cuando apareció el resplandor del Cruce de Vías. Me bajé del carro y comienzo a revisar el capó. Efectivamente, tenía un jundío donde la mujer dijo que el muerto se había sentao. Aunque lo más tenebroso estaba escrito  en la puerta del carro. El espanto me había dejado este mensaje: la muerta del cementerio y el zapatero. 


la forma de su cabellera semejaba un velo negro
y que en un  tazón lleva las almas de sus víctimas


ESA NEGRA CICATRIZ.  VIVIANO ERA BICHO MALO
Esa noche  Escolástico López  echó más cuentos que nunca. Don Escolástico cuando se agarra con esas historias, cachos le dice a veces, no tiene tiempo para terminar. Así que nos acostamos tarde la noche. Don Escolástico afirma que él no es mentiroso, embustero quizás.  Y ¿qué diferencia hay entre un embuste y una mentira? Si las dos cosas dicen lo mismo, le comento yo muerto e la risa. Mire, Genaro Pumás, una vez una comadre mía, que le debía unos reales a un árabe, me dijo: pa no pagarle nada al musiú, que tuvo  que meter un embuste que es verdad, quiere decir también que a veces la gente dice verdades que son mentiras. Yo veo la cosa así: la mentira  hace daño y el embuste divierte. Yo creo que en la mentira hay maldad y en el embuste inocencia. El que dice mentiras espera que la gente le crea, mientras que el que se lanza un embustico, solo desea que la tarde  pase sin tanto aburrimiento. Bueno, yo no le quería hablar de cosas de cuentos, sino de la noche esa en que Don Ulterio Bertar le dio un machetazo en la cara al que llamaban el Diablo.
Recuerdo que Don Ulterio  estaba ese día con nosotros disfrutando de los cachos de Escolástico. Cuando terminamos, antes de marcharse, preguntó por dónde colgaba  Viviano. Yo brinqué y le dije: ¡Guá! dónde más, ahí, pegaíto a la tinaja. Ese hombre no puede estar lejos del agua. A veces, llega en la madrugaíta y le cae como loco a la tinaja, es como si viniera de sacar una tarea. Sin mentira ninguna, la pobre tinajita queda seca y Ud. lo oye después, afanaíto sacando agua del río pa llenarla  otra vez. Ulterio,  bueno, Don Ulterio, se despidió y cada quien se metió en su jamaca. No puedo decir cómo pasó todo, pero lo cierto es que cerca de la medianoche  un grito espantoso nos despertó. Prendimos las lámparas y lo que le vimos en la cara a  Viviano Contreras, nos paralizó, nos quitó el habla a toiticos.  Del cachete hacia el pescuezo  le corría un borbollón  de sangre negrita. 
Ustedes saben que entre  El Amparo y Lagunitas hay cerca de unas  3 leguas de camino. Sin pensar en la distancia  nos arrancamos con aquel hombre herido. Le echamos un poco de café; hasta cenizas de fogón le pusimos; pero la sangre no se detenía. Bueno, íbamos tan apuraos que no nos paramos ni en casa de la comadre Mercedes Celeya, que vive ahí mismito  en La Mata de los Vinos. Llegamos a Lagunitas amaneciendo. La jamaca donde lo trajimos era ya una estera plegostosa. Parecía un cuero e tigre: tiecita y negra como la noche.   Menos mal que Viviano era bicho malo y no se nos murió en el camino. En la medicatura lo atendieron. Después vino el Jefe civil  y que  averiguando lo del machetazo. A mí se me fue la lengua otra vez: Mire Comisario el único que se la pasaba preguntando por Viviano era Don Ulterio Bertar. Es mejor que  vaya  por El Amparo y lo interroga  a ver qué le cuenta. Me dio lástima pero al día siguiente pasaron por las calles de Lagunitas a Don Ulterio, esposado y con la cara metía en la sombra de la tierra. Nunca quiso mirar a la gente. Tenía mucha plata pa está dejándose ver así, con las manos en la espalda. Lo pusieron, lo que llaman pechito e paloma. Claro, a los diiitas estaba  en Lagunitas comprando corotos en la bodega de Casimiro Ramos, como si nada. No duró naitica en la cárcel. Dicen que pagó una realá pa que lo soltaran, otros comentan que fue el mismo Viviano quien habló con la policía y dijo que Don Ulterio era su amigo. Y de verdad que eran amigos, pues el Viviano trabajó toda la vida en el fundo de Don Ulterio.
Sé que han pasado muchos años; pero la gente sigue preguntando ¿por qué a Viviano le decían el Diablo?  Yo les digo carrato, no es porque fuera malo o como dicen por ahí: porque  era casi familia de Guardajumo. Nada de eso.  Le decíamos el Diablo porque ese zanjón  negro que le subía por la quijá y le llegaba hasta la oreja,  parecía en verdad un agujero del infierno. Además, había que tener valor  pa encontrase a medianoche, y en un camino solitario, con ese tal Viviano y no  encomendarse a los santos o rezar un padrenuestro. A veces su cara daba miedo de verdad. Aunque Viviano no le paró nunca a la cicatriz que le dejaron  en el rostro. Cuando se reía, la herida  se le ponía chiquitica, por eso sería que siempre  anduvo alegre por la vida. Si Ud. iba a una fiesta en El Amparo o en  Lagunitas, ahí estaba el Diablo con el cuatro bullanguero y esa sonrisa gruesa que hacía que las parejas zapatearan más duro;  hasta que el taconeo y el joropo eran uno solo y entonces se perdían en la lejanía, en el aire fresco de la noche, en la risa escandalosa del Diablo.


ERA UN ROSTRO. SOMBRAS EN EL PATIO
La encontré muda sobre la silla. La mirada no sé en qué lugar del mundo. El rostro daba un blanco extraño. No podía hablar. Recuerdo que me vine  rápido de la bodega cuando vi que en el cielo se puso una sola escurana. La lluvia iba a ser fuerte.  Las hojas de los árboles parecían mariposas andando por las calles. Me acordé que la ropa  de trabajar estaba secándose en las cuerdas del patio.  Corrí. Tenía que llegar y recoger las camisas y pantalones que la mujer me había lavado en la mañana.
Menos mal que  Imargot, mi esposa, tuvo el tiempo suficiente para adelantarse y guardar todo, antes que el ventarrón se lo llevara. Eso pensé. Lo que no entendía era su palidez. Pronto comprendí que la mujer estaba asombrada. Parecía un temblador. No se quedaba quieta. Una fiebre espantosa le había  tomado el cuerpo. Como pude la llevé a la cama. Le di unas gotas de valeriana y unas tomas de manzanilla. Me abrazaba fuerte y lloraba, me tocaba como para comprobar que realmente estaba ahí. Al fin, dijo unas palabras. Es que desde la sala sentí que la lluvia vendría  tan descomunal como otras veces. Me llegué  hasta la puerta para saber si venías; pero todavía estabas  allá en la bodega de Don Casimiro Ramos. Entonces decidí salir al patio a  ayudarte  con la ropa. Ahí fue que la vi. Sí, estaba allí, era tu madre. Me miraba tristemente.
Tenía una expresión lejana y  melancólica. Se veía lenta, muy lenta, era como si toda la vida hubiese hecho lo mismo.  Como si pasara una y otra vez, pero estando en el mismo sitio. Si pudiera explicarte con palabras  lo que vieron mis ojos. Bueno, apenas terminó, puso la ropa sobre la mesa y  se perdió entre la lluvia. ¿Mi madre? No digas esas cosas. Ella está muerta. Sí, lo sé; pero era ella, yo no me he movido de aquí y mira  ese orden. Te dejó toda la ropa arreglaíta ahí. Tú sabes lo ordenada que siempre fue ella.
Efectivamente  no había ni una sola pieza en las cuerdas de alambre. Fui hasta la ventana que daba hacia los naranjales. Allá, aún andaba la imagen de mi madre perdida en la sombra negra  del patio. Imargot  acordó hacerle  una misa y prenderle unas velas a su alma. Yo cada día espero su presencia, su figura viniendo a mi casa.  A veces hablamos horas y mi esposa  hace el café para compartir la eternidad.      

     

Desde niño era fuerte y decidido para las faenas del campo

PALMAS Y MANDOLINOS. EL COMISARIO JORGE MENDOZA
Ya salimos de la escuela Miguel Palo Rico. Vamos corriendo por la calle la Pastora de Lagunitas y nos detenemos en la plaza Bolívar. Andamos por  sus mijaos,  mandolinos, caobas, castaños,  samanes negros y de jardín, merecures, apamates, maporas, palmas rosarios, reales y de sombrero.  Yo le digo a Genaro Pumás  que la plaza debería tener una placa con el nombre de Santiago Alvarado, pues una vez, con su propio dinero, dicen que compró una planta y le puso electricidad. La luz llegaba a las seis y se apagaba a las 9 de la noche. De pronto Almario nos grita: Miguelito, Genaro, Luisa, vamos a escondernos, porque allá viene el Comisario y  qué tal si le echamos un buen susto. Nos ocultamos rapidito. Genaro corre hacia los mandolinos, Almario se agazapa en los mijaos. Luisa y yo nos metemos en  una palma rosario. Allá lejos, aparece  la figura robusta del Comisario: Jorge Mendoza, viene con su sombrero redondo, sus alpargatas de goma,  lleva su pantalón arremangado hasta las pantorrillas. Dicen que El Comisario vino de Portuguesa, creo que de Turén. Uno le pregunta la edad y responde: la misma que tiene  Ingo. Entonces, hay que ir hasta donde Ingo Escalona y averiguar el año en que  nació y ella solo dice: Me dicen que en el 38,  aquí mandaba un tal López Contreras. Trae una carrucha de madera cargada de leña. Lleva zapatero, caoba, samán y amargoso.  La hizo el mismo, le puso en la parte delantera una rueda de palo cubierta con un pedazo de caucho grueso. Atrás usaba dos tablas inclinadas para que la leña no se le cayera.    Seguro le lleva  una carga a Violeta Montoya, otra a Doña Pola o va para El Callejón a dejarle un haz completico  a la señora Tita.
Nosotros le tenemos miedo al Comisario porque cuenta con armas súper secretas. Tiene una peinilla voladora eléctrica computarizada. Se puede programar para darle a fulano de tal catorce planazos en las nalgas o la espalda. Ella se va solita y lo busca, y entonces se descarga sin piedad. Nunca ha tenido problemas, salvo en una oportunidad que se le mandaron a dar a Migio diez planazos por irrespeto a la autoridad, y la peinilla casi se ubica en el lomo de Román Rivero. Ella misma corrigió la falla y agarró a Migio y cumplió con su tarea. También posee una cinta mágica, que es un equipo que se utiliza para grabar a todo sinvergüenza que hable mal del gobierno. El sombrero que usa el Comisario tiene instalado una red de comunicación que puede ponerse en contacto con los diferentes centros de operaciones nacionales e internacionales en pocos segundos.
Cuando se acerca por la esquina de la casa de Doña Isabel, todos le gritamos: ¡jorqueta! Se detiene, toma la goma,  saca piedras del bolsillo del pantalón y comienza a buscarnos entre la plaza. Como no ve a nadie nos dice: canillas de morrocoy, patas de gallito, ojos de chenchena paría, barriga e tanque, nalgas e chiricoca jugando dominó, orejas de escardilla, barriga e película, cachetes e caimán, pescuezo e bicicleta, manos de chigüire, boca e sombrero viejo, nariz de machete tres canales. 
Cada quien sale de su escondite como puede y se pierde por las casas. Yo  me voy caminandito como si nada. El Comisario me saluda y me dice que me vaya pa la casa. En esa plaza lo que hay es  una cuerda de vagos. Seguro mi comadre Juanita  debe estar esperándote. Acomodo mis cuadernos y pego una sola carrera desde la Caja de Agua hasta que mi madrina Martha. Allí me quedo callaíto y después   se aparece el Comisario diciendo que la policía  agarró en la plaza a unos vagos que estaban poniéndole sobrenombre  a la gente.



Estos cuentos fueron tomados del libro: Escenas Narratoriales de Lagunitas. Ahora te llamarás septiembre. Obra de Duglas Moreno. Edición del autor en San Carlos, Cojedes,  2017- 

El Rostro de la Muerte y otros Cuentos de Lagunitas. Duglas Moreno

. No ahorró detalles. Su descripción de la muerte fue perfecta.



LA MUJER. EL ROSTRO DE LA MUERTE
La mujer nos miraba fijamente. Yo creo que uno de nosotros le había gustado. Se acercó con esa contemplación apasionante y certera del amante. Tal vez era Almario, el que le cayó bien.  Almario, siempre ha sido el más agraciado del pueblo. Claro, tiene los ojos azules. El padre de Almario es rico, yo creo que  no sabe dónde terminan sus tierras. Toda Lagunitas dicen que le pertenece. Pero nada, la mujer me llamó a mí. Almario me empujó por el hombro y yo nervioso, sonreí. De verdad que no sé cómo lograba caminar en  ese estado de conmoción. Me acerqué con pasos titubeantes. Recuerdo que le dije: me llamo Miguelito Lorena. Hablé largamente con ella. Se largó  después que le di la  dirección exacta del cementerio. Me fui llorando a  casa. Por primera vez  sentí que en ese instante había visto el rostro sombrío de  la muerte.


EL SAMÁN DE LA BARRIGONA. UNAS PALABRAS BENDITAS Y OTRAS FEAS
Me lo contó Juan Olivo
En la comunidad de Callejón, hace bastante tiempo,  había un terreno que le decían El Potrero. Tenía  cuatro casas. La primera era de Justino Puerta, la segunda de Jesús Corona, la tercera de Carlos Corona y la cuarta de Martín Corona.   En ese terreno estaba  un samán que lo llamaban: El Samán de la Barrigona. Dicen que en la pata del palo estaban  tres entierros y todos tenían Cristo. En ese lugar  salían muertos disfrazados y una cochina misteriosa con una marranera y cuando iba alguna persona, ya oscureciendo, le salían ese poco de cochinos y no  dejaban pasar  a nadie. Se ponían alrededor de la gente. A veces se  iban llevando  a uno y llevándolo, hasta ponerlo  lejos del pueblo. Para poder pasar, la gente tenía que decir algo, pero no se sabe qué le decían.
La señora Aura de Olivo, que es mi esposa, le salieron ese poco de animales. Cuando tenía como 13 años, la mandaron a hacer una diligencia y ya eran las siete y media de la noche y la tenían asustada y no la dejaban pasar. Lo cierto es que pasó. Ella  y que se puso de espaldas a los bichos y dijo unas palabras benditas y otras feas, pero al mismo tiempo.  Lo cierto es que los animales le hicieron como una reverencia, le dejaron el camino libre y pasó.  Aunque  siempre llevaba  miedo cuando tenía que atravesar  ese samán. Yo un día le pregunté y qué le decían a esa bestia pa que se fuera,  y  bueno, dejara pasá  a la gente. Me contestó: no puedo contárselo  a nadie, yo juré no decirlo, ese secreto me lo llevo a la tumba.  Eso es lo que llaman  una contra. Es que  si yo te lo digo, se pierde la contra y   no sé si  ese espanto se aparece  otra vez.  Mejor no te digo na y así nos quedamos tranquilos. Además, esas son palabras muy feas pa estárselas diciendo al marío de uno.  Yo a veces quisiera saber de verdad,  qué le decían a esa cochina misteriosa.  

Imagen en el archivo de Ofelia Rodríguez Pérez


SOLEDAD DE LAS BANQUEROLAS. ALMENDRAJOS DE LA MEMORIA
El destino andaba en un caballo. El hombre: José Ángel Pumás, salía de la  cantina. Nosotros vimos cuando la muerte se paró entre los almendrones del camino. Había como un paisaje desolado y el viento se llevaba hacia la lejanía los pájaros y las hojas de los acapos. La botella quedó vacía después de un largo trago. El trote palpitante del caballo, se iba por un camino de tristes  semerucos y venía nuevamente.  Recogimos los trompos y miramos cuando Pumás se subió a la bestia. Ésta comenzó a  corcovear.  El viejo Ulterio Bertar  le decía: espera Pumás, ese bicho no está manso todavía.
Don Ulterio recordaba cuando apenas una semana atrás, se había metido  a todo galope por las empalizadas del fundo. Todos escuchamos cuando dijo: hay que tenerle miedo a ese caballo. Pero ese día, nada, Pumás reía y lanzaba el sombrero hacia sus  espaldas. Don Ulterio lo tomaba por el improvisado freno.   Los otros llaneros trataron de evitarlo. Un aire frío, digamos que lleno de sombras, estaba en  los almendrajos  del patio. El animal   se levantó de patas y  Pumás salió por los aires.  Había que mirarle los ojos para saber que ya  se había ido de este mundo. En la raíz gruesa  del  viejo almendrón, el mismo que  Pumás tenía para pasar la siesta en las tardes, cuando apenas llegaba del conuco,  la muerte lo abrazó como a un hijo. Nosotros vimos todo, nunca lo he podido olvidar.
Hoy  escucho el relinchar  del caballo y  miro claramente la nuca del hombre llena de polvo, metida entre la tierra. Sé  que ya han pasado muchos años; pero ese recuerdo lo cargo en la mente. Viene cada día. Tú vas al camino y está allí como una noche eterna. En la tarde, cuando nos despedimos de los cuentos, queda esa amargura  en la soledad de las banquerolas, encimas de las mesas, andando por la tristeza de las casas. Si estoy en las aguas del Camoruco, se aparece entre la corriente la mirada triste de Pumás. Puedo verlo completico entre lo cristalino de las aguas.   Les digo que esa figura de Pumás,  recorre mi vida  como un allá, perdido en la  lejanía, es cierto; pero camina conmigo por todas partes, es como si estuviera obligado a recordarlo para siempre.


LÁPIDAS.  ESCRITURA Y NOMBRES
Dibujamos  solo su  nombre en la mohosa lápida: Genaro. Solo  un escurridizo  nombre. Una palabra, sí; pero era  una persona. Jamás creímos que en un nombre esté el destino y la desgracia al mismo tiempo. Es como escribir Judas y simultáneamente ser traicionado. Pronunciar Satanás y tener el infierno ante los ojos. Como imaginar una gota de agua en los aleros de la memoria y ver aparecer los arcoíris en el cielo. O decir  naranjos, guayabos, el cañaveral y  que lleguen los pájaros y la lluvia.  Pisamos otras escrituras en el cementerio y terminamos llevándonos la magia del camposanto en la risa siempre eterna de los niños. Corrimos como locos al salir del cementerio. Las pepas de mangos daban contra los porrones llenos de velas. Los gritos iban y regresaban por las paredes.
La tarde se había venido lenta.  A  él lo dejamos  de último.  Nosotros corrimos y, ya en casa, nos perdimos  en el sueño.  No podíamos creer lo que pasó esa noche. Dicen que  lo despertaron  gritos de muertos. Enloqueció. Ahora  deambula  por las cruces del cementerio y anda  en la oscuridad buscando nuestros cuerpos; pero ya somos ausencia.  Nos hemos ido con la muerte. Ahora  todas las lápidas en algún lugar tienen grabado su nombre: Genaro Pumás.


LA CÉDULA. MI GENERAL MEDINA ANGARITA
Esto se lo escuché muchas veces a Sinforoso Rivero, narrador oral de Lagunitas

Yo recuerdo que antes, bueno, antes cuando era antes, era facilito saber que en El Barbasco había llegao diciembre, pues se oían clarito las parrandas de La Laguna. Eran los aguinalderos cantando a las familias, a los amigos, a la vida. Entonces los versos de la noche se asomaban, bajo las estrellas del cielo, a las puertas de las casas: Ya llegó diciembre/ Que mes tan bonito/ Por eso les traje/ Este aguinaldito. [...]. El que está cantando/ Es Mauricio Moreno/ Que quita lo malo/ Y pone lo bueno/ [...]. Ábrame la puerta/ Que me estoy mojando/ Si me da permiso/ Yo sigo cantando. Y ya despidiéndose cantaban: Paro el aguinaldo/ Nosotros nos vamos/ El año que viene/ De nuevo cantamos.
En El Barbasco la navidad siempre fue muy bonita; pero  a  veces, iba como creando tantos recuerdos que uno se ponía medio tristón. Bueno, yo  no les quiero hablar de tristezas, ni de cantos  de  parrandas, sino de cómo  fue que  saqué mi primera cédula de identidad. Miren, a uno antes lo indenticaban por la fe de bautismo, quiere decir que  eso era algo así como una libretica parroquial que uno a veces cargaba, si podía  y tenía  platica. Bueno, y también por  la forma como  se  iba  jaciendo hombre entre  la gente. Mi padre  me  enseñó que  la única  manera de conocer  a una  persona,     era sabiendo si cumplía o no con la palabra empeñada. Eran tiempos en que la palabra y los apellidos valían mucho, no es como ahora, que la gente dice una cosa y jace otra.
Bueno, en unas navidades, ya no recuerdo de qué año, yo sé que mandaba el General Medina Angarita, oigo por la radio de que había que sacarse una tal cédula. Me puse callaíto a escuchar bien la broma. Decían que en noviembre se comenzaba a sacar     la cédula todo el mundo. Mentaban que iba a ser un documento que te iba a decir cómo te llamabas, cuándo naciste, cómo era el color del cabello, el tamaño de uno,   si uno era negro o blanco, si tenías mujer o no; había que decir cómo se llamaba       el papá de uno. Incluso anotaban cómo uno tenía la pepa elojo. Miren hasta la juella vegetal se iba a registrar allí. Yo me quedé pensando en la lavativa y se me ocurrió una idea única e verdad. Así como lo escuchan, una broma sin sentido. ¿Saben qué   se me  ocurrió?  Se me  metió entre ceja y ceja, que yo tenía que ser el número uno     en sacarse la bendita cédula esa.
Lo cierto es que un día me arreglé una maleta. Metí mi jamaca, tres mudas de ropa, mi sombrero gracitano, mis alpargatas polacreras (yo les digo polacreras porque me las regaló don Carlos Polacre) y agarré mi burro viejo y me empujé pa Caracas. También llevaba mi propio bastimento y un cacho lleno e chimó. Pasé por Lagunitas y no me paré en ninguna parte. Claro, naide sabía que yo iba pa la capital. Recuerdo que Don Casimiro Ramos y otros amigos me preguntaron bastante: ¿y pa dónde va? Yo les decía: pahimismo. Y pahimismo y pahimismo. De eso no me sacaba nadien. Bueno, en una semana estaba ya en Caracas. Y, como si Dios lo hubiese querío así, llegué exactamente un día antes de iniciarse la cuestión. Eso de la sacadera de cédula lo hicieron en una casona que está cerquitica de Miraflores.
Yo llegué en la tarde a la casona y le pregunté a un policía que si era verdad que allí iban a sacar lo que llamaban la cédula. El agente me dijo: Sí, pero eso es mañana. Me puse hablar con el hombre y cuando nos dimos cuenta, ya eran las doce de la noche. El hombre era también llanero como yo. Me contó que el general Gómez lo sacó de unos andurriales, allá en Apure y se lo trajo pa Maracay. Después, cuando el Bagre se murió -asina le decían al difunto Gómez- lo cambiaron pa Caracas. Entre conversa y conversa le dije: Yo me voy a quedar aquí mismo de una vez, pa sacá eso bien temprano mañana. El policía, como ya era mi amigo, me dijo: sí, quédese por ahí. Tampoco le conté al policía que yo lo que quería era sacar la cédula más primero que todo el mundo. Yo quería darme ese gusto, pues.
Cuando amaneció Dios, yo estaba de primerito. Como a las 7 de la mañana llegó alguien gritando más que un capitán y dijo a dar órdenes: que póngase paquí, que arrímese pallá, que abran paso, que no se peguen tanto de la puerta, que no se arremolinen, que no estén hablando mucho. Al ratote gritó: ¡Atención! a las ocho comenzamos. Yo más contento, no jile, pues estaba de primerito. Parecía un verdadero mono negro agarrao de los barrotes de la puerta. Saqué un espejito, me arreglé los bigotes, alisé el sombrero, me eché bastante colonia y me acomodé bien la camisa. No es por nada; pero quedé bien pulío.
Bueno, a las 8 volvió a gritar el capitancito: abran paso que viene el presidente Medina Angarita. Miren, primera vez que yo veía a un presidente. Angarita era un hombre alto, llevaba un sombrerito como de copa, pasó saludando. Caminaba recto, como un cadete. Eran unos pasos largos, pero serenitos. No sé si era un chaleco, pero la ropa que llevaba lo hacía ver como un pingüino. Recuerdo que era como un traje negro. Unos pantalones padrinos con unas rayas blancuzcas. Miren, ese Angarita era un hombre jamao. Bueno, lo cierto es que pasó Angarita, la esposa de Angarita, el tío de Angarita, la hermana de Angarita, la prima, el yerno, el sobrino de Angarita, los ministros de Angarita, un ahijado de Angarita, el perro, el gato de Angarita. Eso era pasá y pasá personas encopetá. Pasó Reimundo y toel mundo. Pasó hasta el capitancito y ese pocotón de militares, y yo ahí de primerito en la puerta. Yo decía pa mis adentro, pero bueno, será que aquí no hay respeto. No chico, cuando terminaron de pasar los del gobierno, fue que comenzó a pasá la gente. Ahí, sí pasé yo. Me tocó la número mil treinta dos. Véala, mátese por su vista. Claro, la cédula número 01 se la dieron al presidente Medina Angarita, y si no me creen, averigüen bien eso y me dicen embustero, si lo que cuento no es verdad

El Muerto de La Ceiba y otros Cuentos de Lagunitas. Duglas Moreno



La hacienda de Los Moreno abarcaba más de cien leguas 
y todo tenía su marca.



LA CULEBRA DE COROCITO. EL FUNDO DE DON ULTERIO BERTAR

Esta historia de Choco,  me la refirió, José Soteldo, 
Pichito el muchacho.

Uno de los fundos de Don  Ulterio Bertar quedaba metío por los laos de Santoyero. Cuando se pasaba el pueblo de Lagunitas, venía La Batea, Las Guardias y después, cerca del río Corocito,  aparecía la tierra de los bertares. Don Ulterio, no  es por nada, era el más apretao de esos bellacos. Trabajar con él, era como ser un esclavo. Siempre había algo que hacer. Costaba echar un cuentico después de la comida. Sin embargo, uno se iba acostumbrando  a esos maltratos. Las faenas, a que Don Ulterio,  eran largas. Yo siempre he pensao que el que tiene plata como que le dan más ganas de regañá a la gente.  Siempre recuerdo que ñerito Román nos decía: los reales dan para todo, hasta pa gritá más que los demás. El que no tiene plata, se conoce a legua, pues anda callaíto.
Un día terminamos temprano la jerradera y de capá unos cuantos bichos. Don Ulterio, se acercó a los corrales y nos llamó a todos y nos dijo: Mañana llegan más temprano. Creo que vamos a terminar tarde, nos quedan los toros que vienen de El Barbasco y  de Piedras Negras y esos animales se ven mañosos y creo que va a costar mucho ponerles el jierro. No se dejen agarrar con el sol. Todos nos fuimos. La mayoría de los peones vivían en la finca y yo en Lagunitas. Agarré la bestia y me vine pa la casa. 
Ese otro día arranqué temprano. Cuando pasé por Santoyero ni los gallos habían cantao. Pensé: a lo mejor llego y los muchachos están toavía acurrucaos en sus chinchorros. Cuando me faltaba poquito pa encontrame con el río, siento que las ramas y bejucos del camino se venían como apartando.  Como acostándose en el suelo.  El caballo se paró bruscamente y relinchó como loco y quería como regresarse patrás. Le metí unos talonazos duro…y qué va. Era que a  unos cuantos metros  de nosotros, iba atravesando el camino una tremenda culebra de agua. Primero pasó la cabeza, grande la muérgana, y después dijo a pasar el cuerpo. Yo creo que eran cerquitica de las seis de la mañana. Le metí los frenos al caballo y digo a esperar a que pasara la culebra.  Bueno chico, salió el sol y yo ahí. Sin mentira ninguna, todavía estaba pasando la culebra. Como a las 10 seguía esperando todavía. Y la culebra pasando.  Cerca de las 12, dije, pero bueno y qué es esto. Me paré en la silla del caballo y miré río abajo, hacia donde se pierde Corocito y le vi la cabeza a la culebra, allá a los lejos, tumbando los barotales. Chico, y miro hacia los lados de Mata de Agua, donde venía el rabo de la culebra, y todavía se veían los montes cayendo pa bajo. Era como si viniera un ventarrón tumbándolo todo. Me cansé  de esperar y me regresé pal rancho.
En la tardecita llegó el viejo Bertar  a la casa y que reclamándome la flojera. Flojo no, le respondí. Mire una culebra de agua, comenzó a cruzar el camino como a las 5 de la mañana y eran las tres de la tarde y todavía seguía  pasando; entonces yo me vine. Le salió una sonrisa del rostro y se quitó el sombrero. Sé que no me creyó y le dije vamos allá,  pa que vea el pelao que dejó ese animal. Cuando llegamos al sitio, a Don Ulterio se le salieron los ojos. Por primera vez, carajo, vi que el patrón  pegaba unas oraciones a los santos del cielo. Alabado sea Dios, dijo y se hizo la señal de la santa cruz. Es que no era para menos; había un tallao en la tierra como de unos  100 metros de ancho y 50 de profundidad. Menos mal que la culebra había dejao, en las ramas de los árboles, unos pedazos de la concha del espinzazo; porque si no el viejo Ulterio, no me hubiese creído y  a lo mejor, hasta me bota del trabajo. Recuerdo que Don Ulterio me dijo: Vámonos de aquí. Y nos fuimos. La culebra siguió pasando. Yo más nunca he ido pa esa finca. Pero me dicen los compadres míos que todavía esa culebra y que está pasando.  


Imagen en el archivo de Nayendi Marbet Vegas Contreras

HAMBRE Y HAZAÑAS. LA AVIONETA DEL CAPITÁN VERGARA
Reescribiendo a Sinforoso  Rivero
Para Lucas Rivero

¡Carajo mire! cuando el hambre ataca a una persona,  de ésta se puede esperar cualquier cosa. Un hombre con ganas de comé, puede recorré miles de leguas de camino, rejendé monte, cruzá ríos y montañas y hasta arriesgá la propia vida.  Esto último lo digo por mí. Un día yo cometí una loquetera que a veces cuando me pongo a recordarla entiendo por qué la gente dice: el hambre tiene cara de perro. Resulta que yo me fui pa las montañas de Arrecifral  de ayudante de fumigaciones. Yo lo que hacía era montá las pailas de veneno en la avioneta, bueno y después tenía que bajarlas cuando quedaban vacías. La avioneta tenía un rinconcito cerca del asiento del piloto y yo me quedaba quietico allí, mientras se hacían las fumigaciones. Yo veía todo lo que hacía el capitán Angelino Vergara. La llave pa prendé se pasaba tres veces, pero hacia atrás. La palanca azul hacía mover las hélices a más velocidad. Un botón rojo se apretaba y comenzaba a rodar. Una palanca negra se tiraba palante y comenzaba ese aparato a subí. Esa misma palanca servía pa agarrá pa la derecha o pa la izquierda. Cuando se iba a atarrizá el capitán Angelino, tomaba, con las dos manos, la palanca negra. Los frenos estaban abajo del asiento. Solo había que irlos pisando poco a poco. Yo me fui aprendiendo todo, pero callaíto. No era que pensaba en ser piloto, sino  que yo siempre he sido  bastante curioso. Todo me lo aprendí en un solo día. Y yo nunca fui a la escuela, apenas sé la o por lo redondo. 
El  capitán Angelino era de Altagracia de Orituco. Un día, mientras volábamos las parcelas del Canal Piloto, por allá por Los Naranjos, cerca de Turén Viejo,  le dije que: ¿dónde tenía la tripa del ombligo enterrá? Se lanzó una risotada y soltó: soy gracitano. Barajo el tiro,  no entiendo na, respondí yo. Ahí fue que me explicó: Mire Don Escolástico, nací en Altagracia de Orituco, estado Guárico, y a los que son de allá, le dicen gracitanos. Si eso es así, dije yo,  entonces  la gracia mía viene de Lagunitas. Me crié por los  lados del Barbasco.   
Una vez teníamos que fumigar como treinta parcelas. Eso era trabajo como pa un mes más o menos. Compramos bastimento pa todo ese tiempo, pero  al capitán Vergara se le antojó jacé una fiestica entre sus amigos. Puros pilotos de Caracas, Valencia y San Carlos. Andaban con ellos unas mujeres bien  bonitas, que yo no sé si eran pilotas, lo cierto es que eran unas catirotas.  Esa reunión  dejó la comía poquitica y la parranda siguió. Se fueron todos a las fiestas patronales de Santa Cruz. Eso fue un día domingo y ya para el miércoles no había na en el fogón. El jueves lo que le metí al estómago fue puro chimó y un poquito de  café  que me quedaba, bueno, borra de café. El viernes ya tenía el ojo blanco. Cuando amaneció el sábado, yo pensé; si el capitán Angelino no se aparece por aquí pal medio día, voy a agarrá esa avioneta y me voy a comprá comía pa Santa Cruz. Llegaron las doce y nada. Bueno, yo sé que un día me voy a  morir, naide nace pa semilla, pero hoy de hambre no será. Agarré las llaves de la avioneta, la prendí y me arranqué. 
Mientras estaba en el rinconcito que les comenté, yo decía pa mis adentros: manejá un avión es como cargá una carretilla. Tú solo debes controlar la puntica del aparato. Y ese día comprobé que eso que yo pensaba era cierto. Al principio me costó un poquito. Pero después que estaba en el aire eso fue una papayita. Apenas tomé vuelo me dieron ganas de pasar por Lagunitas, solo pa echarle un susto a la gente; pero el hambre me tenía apretao y apurao. Yo les voy a decir algo, miren, los pueblos desde el aire se miran es cerquita. Por ejemplo, Lagunitas se vé casi pegaíta a El Amparo. Yo sé que a lo mejor  no me creen, pero es así. A mí me parece que desde el cielo los caseríos  se van amorochando como por obra de Dios. Y mientras más uno sube, más se juntan. Bueno, en un ratiquito llegué a Santa Cruz. Como había un terreno grandote detrás de la iglesia, allí atarricé. La gente en las calles corría desesperada viendo pal cielo. Con el viento de la avioneta algunos techos de las casas  desaparecieron. No me había bajao completo de la avioneta cuando noté, entre la multitud, que ya me tenía rodeao, al  capitán Vergara. Me hizo miles de  preguntas: ¿Cómo logró pilotear hasta aquí? ¿Dónde aprendió? ¿Cómo supo que estaba en Santa Cruz? ¿Es que acaso quería matarse? ¿Quién le dio permiso para agarrar la avioneta? ¿Por qué hizo esto? Le respondí una sola pregunta, la última. Lo hice porque ya me estaba matando el hambre. ¿Casi una semana sin comé le parece poco? Además, lo que vine fue a comprá un poco de comía y ya me voy. Me metí la llave en el bolsillo y salí. Escuché cuando rezongó molesto: esta avioneta no se mueve de aquí.
Llegué  a una bodega, compré lo que necesitaba y ahí mismo me regresé. El capitán Angelino, estaba como un policía mal encarado, al lado de la avioneta. Solo le dije: yo traje esa bicha pacá y en ella me regreso otra vez. Eso era yo hablando esas palabras y arrancando. En la tardecita llegó el capitán Vergara al  fundo donde estábamos. Se me acercó al chinchorro y me dijo: Don Escolástico, yo debería botarlo ya, y darle su arreglo ahorita mismo; pero tenemos varios años trabajando y yo le tengo aprecio. Además, lo que Ud. hizo hoy es una hazaña increíble, algo nunca visto, por eso no lo boto. Le di las gracias y desde ese día, casi siempre, soy yo  el que hace las fumigaciones y la gente cree que es el capitán Vergara el que maneja la avioneta.



EL MUERTO DE LA CEIBA. LA GRAN OSCURIDAD
Me lo contó Juan Olivo

A Miguel Peña, cuando tenía como 15 años, le salió un muerto en el Callejón. Él venía del pueblo. De pronto escuchó un ruido. Se puso a buscar el ruido y vio a un hombre que estaba esramonando una ceiba. Era un hombre extraño, nunca visto, que estaba picando el palo. En ese momento vio que el hombre picó un bejuco  y  se vino cayendo pa bajo. Como él iba pasando, le cayó exactamente en la parrilla de la bicicleta. Ahí mismo se le apareció una gran oscuridad. Pedaleaba y pedaleaba y le parecía que estaba en el mismo sitio. Eso y que era un peso muy grande. Era como si arrastrara una rola e caoba.  En los copos de la  ceiba se oía como un ventarrón. Las ramas traqueaban como si se fueran a reventá toiticas. El siguió su camino y cuando estaba llegando a la casa, ahí fue que sintió que el muerto se bajó de la bicicleta.  El espanto  que se baja y él que se cae al suelo desmayao. La familia tuvo que ayudarlo,  estaba asombrado. Parecía un papel,  de lo blanco que estaba.
Ese muerto tenía nombre de palo, le decían la Ceiba. Salía de varias formas. Una vez era un hombre picando ramas, otra se convertía en una cochina con miles de cochinitos y a veces era una gallina negra con bastantes pollitos. Otras veces se ponía como un perro a caminar y latir en la sombra de los palos. Las huellas que  iba dejando el perro, eran como  brasas de candela.  Lo cierto es que la gente salía poco de noche, pues tenían miedo. Cada vez que echo este cuento, me corre una cosa fría por la boca del estómago,  me espeluco y el color de la cara como que se me va, no sé pa donde.  Mire,  mis padres me enseñaron que las cosas del demonio hay que tratarlas desde lejito.

QUIBI. CHUCHO
Imaginemos  que vamos llegando de un río. Ya saben que  en Lagunitas hay varios; pero tendría que ser de Caño de Agua o  de Camoruco. Solo pensemos que regresamos quemaítos del sol. Y Quibi, está corriendo por los mangos y los naranjales del patio. Por las guafas de la casa sale un jumito sabroso. Es mi madrina Boni que seguramente ya ha terminado de aliñar los quinchonchos con cilantro e monte y saca  bollos ardientes de mai pelao de las brasas  del fogón. Cuando los sirve con guarapo son una delicia.  Quibi ya  tiene los caminos limpiacitos en la tierra sombría. Los carros de madera y potes de leche, pasan a toda velocidad. Mi madrina no lo deja nunca ir a nada. Con los años hemos comprendido que era para protegerlo. Lo quería tanto que saberlo perdido por aquellos andurriales, era un peligro que jamás quiso que él corriera. Bueno, llegamos del río y ya  he pensado en las bromas de siempre. No hay una vez que no nos pregunte por cosas y yo no le salga con cualquier historia.
Chucho,  el hermano mayor de Quibiquito, me mira fuerte. El rostro dice: oigan; pero no le crean nada. Es falso todo. Quibi, salta de alegría cuando nos ve.  Seguro estamos que preguntará por las aguas de los pozos. Dirá  si hemos conseguidos uvitas en la corriente y que si mañana vamos otra vez. Que si la carná alcanzó. Quizás pregunte si nos comimos los dulces de Doña Guzmán o cuántas palometas sacaron entre Micaela y María Colmenárez. Que si nos vinimos a patica o nos dio la cola Adelaido Natera en su camión.  De repente nos muestra  unas medias llenas de metras. Picamos un rayo. Cada quien pa su sardina. Pasamos un rato jugando, pero yo ando con la broma del embuste en la punta de la lengua.  No aguanto más y le lanzo: Quibi,  ya tengo un nuevo trabajo, pero es en San Carlos. No es mucha cosa, pero ayuda en algo. Quibi dice que no importa. Chucho, respira profundo y me mira. Yo le digo que es en las madrugadas, de 3 a 5 de la mañana. Es en una fábrica de hielo. Trabajamos casi desnudos, solo un pedazo de  plástico nos cubre el cuerpo. Chucho, sigue mirando de reojo. El hielo, le digo yo, lo traemos del depósito, son como 200 metros de recorrido, y lo dejamos en la cava. Los cachetes se le ponen a uno rojito.  Las orejas y las manos se duermen. Uno tiene que trabajar descalzo.  
Quibi, me  dice que es mejor que el que tenía. Y es verdad, mi última faena había sido colocarle los números grandotes a las rolas. Yo le decía: mira Quibi, me dan una marusa de tiza y ando como los monos en los árboles. Yo soy  Tarzán, sólo que cuando tengo que chuquear jabillos, lo pienso mil veces. ¿Jabillos? Naguará. ¿Y cómo haces con las espinas? Yo le digo  que trabajo es trabajo. A veces estoy en los copitos, marcando con la tiza, y los del winche gritan: ¡Cuidao! Entonces, yo me vengo volando como un pájaro pabajo y me lanzo por encima de los troncos. Me doy mis trancazos; pero el sábado cuando cobro, no me duele naíta y no me acuerdo de un cipote. Siempre me guindo de alguna rama y caigo paraíto.  Cada vez que pasa un camión rolero, Quibi se acuerda de mí. Al final, Chucho, se pierde con su goma,  por la laguna de María Félix, a cazar pájaros; entonces yo  me quedo con Quibi,  hablando y jugando hasta que mi madrina Boni nos llama, en la tardecita, para comer. Ahora sé que mis embustes nos hacían felices y que  Quibi, no los creía, sólo era para reírnos después, tal como lo hacemos hoy, viejos ya.
llanerid

Estos cuentos fueron tomados del libro: Escenas Narratoriales de Lagunitas. Ahora te llamarás septiembre. Obra de Duglas Moreno. Edición del autor en San Carlos, Cojedes,  2017- 

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jueves, 21 de agosto de 2014

LA NEVERITA. CALORONES DE MARZO Y OTROS CUENTOS DE LAGUNITAS (Duglas Moreno)

Niños llaneros bailando joropo.
Imagen en el archivo de Fundación Amigos de Venezuela Arpa de Oro

Don "Bartolo" Escalona  y José Laurencio Matute

LA NEVERITA. CALORONES DE MARZO
La historia es de Antonio Oviedo (Choco), fue referida por Vicente Ruiz.

Las casas en el Llano están hechas como muy cerca del infierno.  Pa mí que esos solazos llaneros, deben ser el mismo Satanás. La tierra en el verano se cuartea y lo que brota parriba es puro vapor de azufre.  Claro, a uno le dicen que el Diablo es una figura negra, pero  como nadie lo ha visto, él toma cualquier silueta y uno se lo puede imaginar de lo que quiera. Bueno, les digo, que las paredes de mi casa son unas verdaderas  pailas de candela. Mejor digo que eran, pues desde que mi patrón me trajo una neverita, la cosa cambió. Eso eran unos calorones, que a veces me daban ganas de quedarme como Dios me trajo al mundo. El patrón me dijo un día: ahí tienes ese animal pa que  te  refresques. La bicha se veía viejita, pero funcionaba de maravilla. Usted metía una pimpina de agua y enseguidita estaba friiita. Bueno, si uno no se avispaba, lo que encontraba era un verdadero  témpano. Yo sólo estaba pendiente de echarle su lata de kerosén cada mes. 
Miren, un día me voy a jerrá unos animales y se me olvidó cerrar la puerta de la nevera. Eso fue en la mañana. Pasé todo el día en la sabana. A golpe e cinco me dejo caé pa la casa.  Y lo más sorprendente, se los contaré. Yo que voy  acercándome al rancho y  se va apareciendo un  tremendo frío. Era algo como del más allá. Así como les dijo, era como si la casa la hubiesen llevao para el polo norte, donde dicen que no conocen el sol ni  la calor. Había tanto frío que yo pensé: se acabó el mundo,  Virgen del Carmen. Miren eso fue lo único que pensé. La frialdad era tan colosal que me dio un sustico por lo que dije a mirar.  Sin mentira ninguna, los pájaros se habían congelao en las ramas de los árboles. Las  vacas del corral estaban quieticas, parecían enormes rocas  de nieve. Mi perro, Mandilata, titiritaba como loco en el patio. Los ojos de las gallinas no se movían, eran dos pedazos de hielo. Unas tortas de casabe, que tenía en el fogón, parecían pedazos de vidrios. Se veían barnizaítas. 
Como pude entré a la casa y veo que la nevera estaba abierta. El frise era un sólo manantial de escarcha. Cerré la puerta, y como por obra de Dios, todas las cosas se descongelaron rápidamente. Miren, esa nevera dicen que enfría más que un glacial. Cuando vienen los calorones de marzo, yo abro la puerta de mi neverita y la temperatura se aguanta  un poco más. El patrón ha venido varias veces   ique queriendo llevársela otra vez; pero yo le dijo que pa qué, total en la ciudad debe haber mejores.  Yo sé que le han contao los milagros de mi neverita; pero qué va, yo no cambio esa nevera ni por mil vacas parías, bueno, no la cambio ni por una muchacha bien bonita. 


LAS CACHAMAS.  LA TAPA EN RÍO CAMORUCO
La historia es de Antonio Oviedo (Choco)

José Materán tenía la maña de perderse unos días de la casa. Atrás iban Cirilo, Chucho, Quibi, Chichí, Javier y otros más.  Se metía por Camoruco abajo y al tiempo bastante nos decía: ya hicimos la tapa. Entonces la gente se iba al río y lo que traían era bagre, torunos, lebranches y cajaros. Puro pescao del bueno. Una vez  Pumás y que se fue a la tapa. Pasó un buen rato y nada. Mira  yo lanzaba gancho paquí y gancho pallá y naiboa. Ya me estaba dando jambrecita. Entonces dije, si no se puede con el gancho, voy a probar con el anzuelo. Chico, le eché una totuma de maíz a la corriente en la sombra de unos guamos. Al ratico, vi que el nailon se templó. Y le doy cabuya y cabuya y lo jalo. Mirá, hermano, saqué una cachama como un budare. Lanzo otra vez y la misma historia: otra cachama igualita a la otra, como si fueran hermanas, y morochas pa más ñapa. Sin mentira ninguna, cada cachama pesaba más de cien kilos. Eran unas burras de verdad. Bueno, salgo a la carretera me monto en la bicicleta y me vengo. No vale, como a los diez metros, salí pa un lao y la bicicleta pal otro. Los rines parecían un ocho. Y dije ¡ay mi madre!  Estoy lejos de la casa. Y por ese camino ni una sombra venía. Los rines doblaítos y la parrilla vuelta un serepe. Pensé: estar la noche aquí no es buen negocio. Pero, como cosas de Dios, me quedo mirando los rines y las cachamas y eran igualitos. Sí chico, los medí bien y se ajustaban. Sólo tuve que quitarles las aletas y el rabo. Agarré la primera y la puse en la horquilla de alante. Y la segunda la metí atrás. Por las agallas pasé los ejes, y la cadena y el riache, los pegué en una costilla y me vine. Esa bicicleta se meneaba más que una zaranda; pero así llegué. Mi mujer casi se muere del susto. Rápido me ayudó. Le conté lo que pasó. Repito y como cosa de Dios, con los pedales le fui quitando las escamas, yo no sé en qué parte del camino, las bichas largaron las tripas, los rayos de los rines las fueron tasajeando, como estaban pegaítos. Lo cierto es que esa misma noche las cachamas ardieron en el sartén. Claro, yo creo que fue Dios el que me envío esas bichas tan redonditas, porque más nunca yo he visto cachamas tan grandes como esas.


LA BURRA EN EL AIRE. LA CINCHA
La historia es de Escolástico Herrera (Papa Escola),
 referida por Vicente Ruiz.

Yo sé que uno cuenta  estas cosas y le gente se queda como remolona. Una vez mi mujer me dice: en el fogón no hay nada. Váyase al monte, a ver si quién quita, consigue algo pal salao. Yo siempre fui hombre de retos. Le hice caso a la mujer, y hablando de obediencias,  siempre hay  que hacerle caso a la mujercita de uno. Bueno, agarro y enjalmo la burra mía y me voy con la buena de Dios. Me llevé la escopeta y mi cuchillo. No había andao muchote, cuando veo en el pozo de Las Tejerías, una bandá de patos. Las orillas de la laguna estaban blanquitas de esa animalá. Dije, bueno  si lo que andaba  buscando era comía, creo que la encontré. Eran miles. Amarro la burra en una ceiba y me voy agachaito. Me acomodé la escopeta y digo a dispará. Mira, caían los patos como manirotas. Unos moribundos y otros pataleando; pero la mayoría, tatiquietos. Hice varios disparos y después me pongo a recogé esa patamentazón. Los agarraba y los iba amarrando en la enjalma  de la burra. Como eran tantos patos, me cansé y me senté un rato en la sombra de un carabalí. No podía más y me quedé dormitao. Cuando me despierto, busco la burra con los patos y no están. Veo pa todos laos y nada. Cuando voy a pedirle a la Divina Pastora, que yo sé que desde el cielo siempre nos ayuda, que  me repare la burra con los paticos; veo en el aire a la  burrita mía. Los patos se la habían llevao volando. Chico, ahí yo comprendí que los animales hablan es con los ojos. La pobre burra me miraba con una tristeza que me llegó al alma. Con los cascos se tocaba la cincha una y otra vez. Le entendí clarito que me decía: dispárele a la cincha. Esperé que  la llevaran más o menos a mitad de la laguna. Me encomendé a nuestro Señor y le zumbo el plomazo. Le di exactamente en el nudo de la cincha, la burra se vino pabajo y cayó de platanazo en el agua y la enjalma con los animales se perdieron en el cielo.  Me fui pa la casa, sin nada. Mi mujer me preguntó: qué pasó, como que no tuvo suerte hoy.  Tantos disparos que se oyeron aquí en la casa. Le dije que el pulso estaba medio zarataco. No le quise contar lo que pasó con la burra, seguro estaba que no me iba a creer. Yo tenía esta historia como un recuerdo mío, nunca le había dicho esto a nadie,  bueno, hasta hoy que ustedes lo están sabiendo.


EL TORUNO DE CAÑO DE AGUA. LOS BAROTALES
Una historia de Nicasio Alvarado (Don Nica)
 A Lagunitas, como siempre.

Ahora es que el río Caño de Agua es una sola carama. Ahí no se ve barranca nunca. Antes,  sus aguas eran profundas y peligrosas. Uno podía meter una canoa desde Lagunitas hasta más allá de El Barbasco. Había pesca todo el año. Lo cierto es que un día me subo a la carama y digo a caminá y a caminá. Me metí lejos pallá. Iba por encima de un arenal, cuando oigo unos borbollones, allá abajo. Rápido pensé en un caimán. La madera traqueaba de verdad. Carajo, era como si alguien con  una motosierra estuviera demoliendo cada palo enterrado en aquel fango.  Menos mal que yo cargaba un buen gancho. Sería tan grande aquel animal que la carama se movía  pallá y pacá. Me quedé callaíto y  debajo del agua, mejor dicho de los barotales, seguía aquel revoloteo extraño.  Yo dije: si es un caimán, paticas pa qué te tengo y si es un pescao grande, se  esayunó Lázaro.  Como pude metí el gancho entre el ramaje y la arena.  Sentí que agarró carne. Efectivamente, las aguas se estremecieron y el animal casi grita. Eso fue un tañío feo.  Le di mecate y después lo jalé duro. Lo fui sacando lentamente. Era un mamburrio e toruno que medía casi dos metros y pesaba como cien kilos. Me lo puse en el lomo y me vengo pa la casa. Pesaba el bicho.
Me vine otra vez por encima de la carama. Caminaba de lo más tranquilo y alegre, cuando de pronto comienza  a sonar una música, una música y una música. Y yo dije: música por estos laos, si no hay ni casas. No me iba gustando muchote aquello. Apreté  el  paso  y  la  música  seguía  ahí. No jile, llegué a la casa y le eché el cuento a la mujer. La doña me ripostó, es que ya van a ser las 5 de la tarde y como Ud. no deja de oír ese programa que llaman Las colombianitas, seguramente, se imaginó que estaba oyendo  un radio. Yo me quedé con la duda.  Remolón, pues. Bueno, lo importantes es que me traje un señor toruno de Caño de Agua. Lo monté en una troja, me busco el puñal y se lo dejo caer desde las agallas hasta la punta el rabo. Tremenda sorpresa, la música que yo escuchaba estaba en la barriga del pescao. Sí, como lo oyen, el toruno tenía entre las tripas un grabador nuevecito. Llamé a la mujer y casi se muere del susto. Y era un Sanyo. Lo prendí y agarraba todas las emisoras, hasta radio Cristal. Le di volumen y mi casa se volvió una fiesta. Lo cierto es que ese día, Chicho, Chupa y Mequito, debajo de los almendrones, comieron de lo más sabroso y yo escuché mis colombianitas mejor que nunca.


AMOS DEL MONTE. LA DANTA DE ORO
La historia es de Epifanio Arrollo, me la contó mi amigo José Simón Escalona,
al que le dicen Cachicamo

La carne fresca es lo mejor de una cacería. Puedes  tener miles quintales de salobre en la troja de la casa; pero carne nueva es carne nueva. Con esa idea  les voy a decir que una vez me voy poqui poqui por los  montes de El Barbasco. Me fui metiendo y metiendo y ya la montaña era un silencio grande. Era como si no hubiera ni pájaros. Les digo que tanta soledad hizo que pensara por un momento en regresarme. Me llené de valor y seguí. Dije, ojalá me saliera una danta. Bueno, dicho y hecho. Estoy en la pata de un taparón y  de repente siento unas huellas, chuaz, chuaz. Por lo pesao de las pisadas me imaginé que era una danta. Se me arregló el día, pensé. Acomodé la escopeta, agarro el faro y digo: enciendo y disparo al mismo tiempo. Sólo pude iluminar.  Bueno, no sé si la luz que había en el lugar era  la de mi linterna. Eso fue una sola claridad azulita.  Ahí fue cuando  vi lo nunca visto. El animal tenía todos los dientes de oro. Ahora creo  que aquel  resplandor venía de la boca de esa bicha. La luz me quitó la vista. El disparo creo que se fue por el aire. No supe más de mí. Cuando desperté estaba en mi jamaca  prendío en una fiebre. Quién me trajo, le dije a la mujer.  Usted llegó solito en una sola carrera. Gritando que habías matao una danta de oro y como si estuvieras ciego. Venías como apartando cosas del camino. Te di unas gotas de valeriana y horita fue que despertaste. Le conté todo a mi mujer. Después que terminé lanzó estas palabras: yo le he dicho que el monte tiene sus amos. Llorando le apreté las manos y nos quedamos abrazaítos toda la noche. 




Textos transcritos del libro: 100 CACHOS: ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA  FANTÁSTICA ORAL DE COJEDES (Compilación, Prólogo-Estudio, selección  y notas de Isaías Medina López; 2013) Publicado por la  UNELLEZ-VIPI, en San Carlos, Cojedes. Edición de la Coordinación de Postgrado  y la Coordinación de Investigación.

Estos cuentos están disponibles en la versión electrónica del del libro: Escenas Narratoriales de Lagunitas. Ahora te llamarás septiembre. Obra de Duglas Moreno. Edición del autor en San Carlos, Cojedes