Imagen en el archivo de Amazonia Viral
LOS ALIMENTOS (etnia yukpa)
Takatpo
Cuentan los ancianos que, en el comienzo de
los tiempos, los hombres no conocían los verdaderos alimentos. Vivían de raíces
y semillas de hierbas y hojas, porque nadie sabía sembrar ni cultivar los
campos.
Un
día, cuando el mundo ya estaba bastante poblado, Osemma, el terremoto, quiso
conocer la tierra. Se presentó bajo la forma de un visitante y pidió hospedaje
en la casa de un yukpa, pero lo trataron mal y tuvo que irse. Visitó
entonces a otro yukpa y allí fue bien
recibido, le brindaron abrigo y le ofrecieron raíces de grandes árboles de
chuía y semillas de sahra, que los yukpa aún comen.
Disculpándose, Osemma se negó a comer: Dijo
que no le apetecía esas cosas, que aquello no era alimento. Les explicó que él
comía buenos alimentos, como el plátano y la yuca. Los yukpa no entendían nada,
porque no los conocían. Viendo que aquella gente generosa y hospitalaria,
Osemma decidió ayudarla. Cuando cayó la noche, fría y callada, salió al campo y
comenzó a soplar sobre la tierra. Nacieron así el plátano, con su verde corona;
la yuca, con brazo de tierra, y el maíz con dorados penachos. Otra vez sopló y
sopló con su poderoso aliento, y nacieron el suculento ocumo, el suave ñame, la
dulce caña de azúcar, la brillante auyama, las fragantes batatas.
Continuó soplando, soplando, y los hizo crecer
y crecer a todos.
Al
despuntar el sol al día siguiente, aquella familia encontró el patio de la casa
lleno de diversas especies de plantas que no conocían, con sus frutos.
Osemma
les explicó que aquellos eran los alimentos.
Pero, ¿cómo se comen? – le preguntaron los
yukpa. El colocó el maíz sobre el fuego y les mostró:- Esto se come así.
Luego puso en agua hirviente el ocumo, la
yuca y el plátano, y les mostró cómo se preparaba cada alimento. El misterioso
visitante vivió mucho tiempo con aquella familia y poco a poco fue enseñándoles
los nombres de los otros frutos y la manera de sembrarlos, cultivarlos,
prepararlos y comerlos. Lo hacían con gran esfuerzo y dificultad porque aún no
conocían las herramientas e instrumentos, y debían utilizar piedras para cortar
las plantas y para tumbar los árboles.
Después de varios años Osemma se hizo viejo.
Al envejecer se volvió pequeño, pequeño. Les dijo a los yukpa que había llegado
para él el momento de regresar al lugar de donde había venido, al centro de la
tierra.
Pero antes de irse les aconsejó que enseñaran a los demás el arte de
sembrar, cultivar y preparar los alimentos verdaderos, diciéndoles que el
cultivo, conocido en todas partes y practicado por todos los yukpa, los haría
más fuertes y saludables, y los protegería del mal.
La familia quería darle una hija para que se
casara con ella y tuviera una compañera.
Pero Osemma no aceptó, aduciendo que en su corazón no cabían los sentimientos
de amor que experimentan los hombres.
No podía casarse, además, porque adonde él
iba no podía seguirlo ninguna mujer.
Luego empezó a saludar y, como se había
vuelto tan pequeño, se introdujo en la tierra.
En
aquel momento se produjo el primer temblor: el suelo se sacudió, se abrió y,
por esa grieta, bajó Osemma y llegó a lo más profundo. Desde entonces, cuando
hay temblores, los yukpa lo recuerdan y dicen que en el año en el cual Osemma,
el terremoto, se hace sentir, la tierra brinda una buena cosecha.
Tomado de “El mundo mágico de los yukpa”,
Marisa Vanini y Javier Armato, Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana (2005)
CONEJO COMIENDO LUNA (etnia Pemón)
Knewo, conejo, estaba sentado a
la orilla de un río. Estaba de lo más tranquilo comiendo, cuando paso por ahí
el tigre.
-¿Que estás haciendo, mi
hermano?- Le preguntó el tigre.
-Nada hermano; estoy comiendo
de eso que saqué del agua.
El conejo era mentiroso. Le
dijo eso al tigre mientras miraba la luna que se reflejaba en el agua, pero en
verdad lo que estaba comiendo era una torta de casabe.
-Espera un momento hermano, si
tú quieres yo te saco un pedazo.
El conejo se lanzó al río,
llevaba escondida en su mano la torta de casabe, Cuando salió con un rápido
movimiento de manos les dio un pedacito de su torta al tigre; y el tigre se la
comió.
Como al tigre aquel le pareció
tan sabroso, dijo:
-Yo también voy a buscar un
pedazo para mi comida.
El tigre se tiró al agua; pero
no pudo hundirse porque le tuvo miedo al agua, él le tuvo mucho miedo a la
profundidad.
El conejo le dijo al
desesperado tigre:
-Espera, voy a amarrar una
piedra a tu cuello para que puedas sumergirte más hondo.
Y el conejo le amarró una
cuerda al tigre con una piedra enorme, y el tigre se lanzó al agua y se sumergió
a toda prisa por el peso de la piedra.
El conejo se fue, estando el
tigre hundido y sin poder salir. La piedra era muy pesada y no se podía soltar.
Estando en lo hondo del rio,
los peces se toparon con el tigre y este les dijo:
-El conejo me amarró de esta
manera, suéltenme para irlo a buscar.
Pero los peces le dijeron que
no, porque si lo soltaba el feroz tigre se los comería.
Pero este estando en esto, pasó
por allí el pez raya, que iba muy apurado, y según pasaba le cortó la cuerda de
bejuco que tenía amarrada el tigre. Y entonces salió, y se fue siguiendo las
piedras del conejo.
Tomado de Cuentos Indígenas Venezolanos de
Antonio Pérez-Esclarin y Alexander Hernández. Distribuidora Estudios. Caracas
(1996)
LA NACIÓN DE LOS ENANOS (crónica de Nicolás Federmann; 1501-1542)
En la mañana del tercer día llegamos a una
aldea de seis u ocho casas, que es la primera de la nación de los Ayamanes.
Temía que si los sorprendíamos se atemorizarían, porque jamás habían visto,
hasta entonces, hombres vestidos y barbados… Les envié, pues, un intérprete de
la nación Xidehara, que había llevado conmigo desde Hittova, lo cual sirvió
para disipar su espanto y disponerles a la paz…
Aunque esta nación de los Ayamanes se compone
casi enteramente de enanos, encontré sin embargo muchos individuos, así hombres
como mujeres, de talla ordinaria. Al preguntarles la causa de esta diferencia,
me respondieron que sus antepasados les habían explicado que antiguamente una
cruel mortalidad o peste había destruido
gran parte de su nación, y que al no tener número suficiente para defender su
territorio, se habían visto obligados a aliarse y contraer matrimonios mixtos
con algunas tribus de sus enemigos, los Xideharas que moran al norte de su país
y que eran por esa causa que se veían entre ellos algunos de más elevada talla
que los demás. Agregaban que a cuatro jornadas de allí y por espacio de muchos
días de marcha, no estaba habitado el país, sino por enanos sin ninguna mezcla…
Después de haber averiguado de ellos todo lo
que deseaba saber a fin de continuar mi viaje, me volví a poner en camino hacia
el país de los enanos… El 1º de octubre
llegamos al borde de un rio llamado Tocuo (Tocuyo) y allí me acampé porque ya
era tarde… Después de haber andado cerca de una legua, llegamos a montañas tan
abruptas (Parupano) que era difícil y peligroso hacer avanzar a caballos…
No debíamos esperar que esta nación nos
recibiese como las otras, porque no nos conocía y jamás había oído hablar de
nosotros. Podían suponer estos enanos que veníamos a socorrer sus enemigos y
ayudar a destruirlos. Por otra
parte, la curiosidad sola de ver si eran tan pequeños como la fama publicada,
me había movido a tomar esa vía, porque mi objeto era dirigirme al Mar del Sur…
Me contenté, pues, con enviar un Capitán con cincuenta soldados de infantería y
un intérprete, con orden de traerme, de buen grado si se podía y sino por la
fuerza, algunos de estos enanos, y yo seguí a una aldea que había ocupado en la
mañana.
Al siguiente día en la tarde, mis enviados
llegaron conduciendo cerca de ciento cuarenta hombres y mujeres… Los prisioneros que se me trajeron eran
todos de muy pequeña estatura, sin ninguna mezcla, como los indios me habían
dicho; los mayores tenían cinco palmos de altura y muchos solo cuatro; eran,
sin embargo, bien conformados y proporcionados…
Los dejé en seguida volver a sus casas, con
excepción de diez, que me parecieron los principales, y ordené a los demás que
refiriesen a su cacique el buen trato que les había dado, y le entregaran
algunos presentes que les encomendé, invitándolo a venir a verme a la aldea de
Carohana…
Allí permanecí el día siguiente; encontramos
cacería abundante, especialmente venados y dantas. Dos caciques de los enanos
llegaron a mediodía con un numeroso cortejo armado.
Cuando se aproximaron a la aldea, me dijo el
intérprete que eran los caciques de la tribu de los prisioneros que había
puesto en libertad la víspera: en efecto, cuando estuvieron cerca de nosotros,
tomaron sus arcos en una mano y los elevaron en el aire, lo cual es, entre
ellos, señal de paz. Eran cerca de
trescientos…
Me hicieron algunos regalos de oro; el
cacique me dio una enana de cuatro palmos de alto, bella, bien conformada y me
dijo que era mujer suya; tal es su costumbre para asegurar la paz. La recibí a pesar de su llanto y de su resistencia,
porque creía que la daban a demonios, no a hombres. Conduje esta enana hasta
Coro, donde la dejé, no queriendo hacerla salir de su país, pues los indios no
viven largo tiempo fuera de su patria, sobre todo en los climas fríos…
No recibí de esta gente gran cantidad de oro;
poseen muy poco y no se adornan sino con pequeñas piedras negras y brillantes
que ensartan como cuentas de rosario; y también de conchas marítimas que
compran a otras naciones y que son raras en este pueblo tan lejano del mar, que
no lo conocen ni a sus orillas se ha aproximado nunca. Estos indios son siempre
enemigos de las naciones vecinas; no viajan y no invaden nunca el territorio de
las otras tribus…
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