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miércoles, 18 de noviembre de 2020

Los Maitines. Cuentos escritos por José Gregorio Hernández (entrega 2)

 

Representación del Dr. José Gregorio Hernández, en la capilla que le honra, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez




(Publicado en el El Cojo Ilustrado, año XXI, Nº 497, Caracas 1 de Septiembre de 1912)

 

Para mi distinguido el R.P. Benjamín Honoré Profesor de Filosofía en el Colegio Francés.

 

La campana interrumpe el profundo silencio del desierto. La densa noche cubre implacablemente el bosque de la negra caliginosa sombra; pero en aquella completa soledad la Cartuja recibe de lo alto una lluvia de serenidad y de paz. Entre ratos percíbense los ruidos innominados del desierto, el azaroso canto de las aves nocturnas o el ulular de los desolados animales silvestres. Cabe el vecino riachuelo las ranas entonan el triste canto, su sola protesta contra aquella espera medianoche sin luna.

Destínguense los objetos de una manera extraña y las visiones se suceden tan numerosas como los objetos. La cruz que se levanta triunfante en medio del cementerio, como símbolo cierto de futura resurrección, toma en medio de aquella inundación de tinieblas gigantes proporciones. Las tumbas de los que un tiempo fueron víctimas voluntarias del amor divino se juntan en fraternal abrazo de unión sin fin. Y los cipreses y los mirtos se levantan orgullosos hasta el nivel de la torre del convento, y se entremezclan con las columnas del silencioso claustro.

Los hombres duermen o corren al placer olvidados de Dios. Más la campana vibra fuerte y pausadamente su voz metálica, que recorre el ámbito espacioso y es reflejada en las colinas cercanas. Todo se estremece en la oscuridad. Las puertas de las celdas se van abriendo una a una y dando salida a los religiosos con sus blancas vestiduras, los cuales marchan reposadamente en la oscuridad como sombras vagas que se dirigen al coro.

En la capilla brilla apenas la luz de la pequeña lámpara que arde ante el tabernáculo. Reina un silencio total, no interrumpido ni siquiera por los blandos pasos de los religiosos, que van colocándose en sus puestos en el coro y quedan allí inmóviles como estatuas y sumidos en profunda oración.

Transcurridos breves instantes calla la campana. A la escasa luz de la lámpara se inventan también en la nave visiones fantásticas. Los libros corales proyectan sombras que semejan las ruinas de algún templo pagano y sobre las losas del pavimento aparecen como calaveras y osamentas, como las grandes tibias de esqueletos descomunales. Sobre el ara, el Cristo abre los brazos a la humanidad redimida como promesa inviolable de definitivo perdón.

Una señal que parte del fondo del coro interrumpe aquel recogimiento profundo y se da comienzo al canto. En primer lugar se dice el Inventario, la invitación fraternal, el llamamiento a cantar las glorias de Dios, en tono de alegría y esperanza. "Venid, ensalcemos al Señor, alegrémonos en Dios nuestro Salvador...

Nosotros somos su pueblo... Al oír hoy su voz no queráis endurecer vuestros corazones... Venid, adoremos al Rey...".

Largo rato continúa el himno, haciéndose cada vez más instante, como si quisiera convocar y congregar al mundo entero para aquella cándida fiesta del puro amor.

Después empiezan los nocturnos. Al través de las notas musicales se adivina la ardiente pasión de los corazones que palpitan bajo aquellos sudarios por la gloria de Dios y por la mísera humanidad. Los coros alternan en animado y vehemente diálogo y los versos de David brotan de aquellos labios inmaculados como centellas viajeras de la tierra al cielo. Señor Dios nuestro: ¡Cuán admirable es tu nombre en el universo entero!... ¡Cuán elevada es tu grandeza sobre los cielos!... ¡Los cielos narran la gloria del Señor y el firmamento anuncia la obra de sus manos!

La petición se hace inflamada por todos los hombres; nadie tema quedar excluido de aquella intercesión poderosa; y porque aquellos inmolados saben bien que Dios hace salir su sol sobre los buenos y sobre los malos, y que no hay faltas aisladas a causa del terrible contagio del mal, por eso cantan al cielo con tranquila confianza: ¿Quién podrá comprender lo que es el pecado? Limpiarme de las culpas escondidas y de las ajenas... ¡Señor, mi favorecedor y mi redentor!

Las horas pasan como una ilusión, finalizan los Nocturnos para dar comienzo a las Lecciones. En evocación espléndida se cantan entonces las glorias de la creación. Las criaturas van apareciendo una a una, obedientes a la voz omnipotente que de la nada les da ser. La luz empieza desde aquel instante su viaje fantástico por los indefinidos espacios del universo. La materia en estado caótico, la tierra informe y vacía, el sol, la luna y las estrellas. Luego se canta la maravillosa aparición de la vida en la tierra y en el fondo del mar, y al fin, en una frase musical anunciadora del gran suceso, se publica al mundo atónito la grandiosa aparición del hombre y su origen divino.

Terminada aquella narración incomparable, la comunidad entera, conmovida, entona el grandioso himno triunfal: ¡A Ti, los Querubines y los Serafines a una voz te aclaman sin cesar Santo!...

La tierra y los demás astros continúan su incesante revolución en el espacio. Los hombres duermen o corren al placer por el ancho mundo. Las aves nocturnas ensayan su dulce canto. En el coro el oficio divino se sigue desarrollando en toda su belleza; pidiéndose en él la misericordia y el perdón para los malos y para los buenos, para los que gozan y para los que sufren, principalmente para los dichosos, porque a los que son desgraciados les sirve de crisol el sañudo dolor.

Tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas" Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968, por Alfredo Gómez Bolívar


jueves, 19 de abril de 2018

Y no todo era muerto. Dos cuentos de Gleiber Alvarez


Hay historias que se enredan solas. Imagen en el archivo de Julio Drossor


FUERA DEL REFUGIO
Cuando amaneció, los enfermeros de las primeras ambulancias se dispersaron. Yo tenía poco tiempo contemplando el panorama que había dejado nuestro frente de batalla, pero no dejaba de inquietarme un hombre que desde que llegué, iba de cuerpo en cuerpo sobre sus rodillas, muy lentamente, detenido en uno, después en otro.
Era una mañana de sol frío y había terminado de arrojar la última colilla a la yerba. Yo llevaba dos pares de guantes y aun así, me frotaba las manos. A él no lo vi enguantado.
Todavía se elevaban las humaredas negras en las lontananzas. Y no todo era muerto, pues algunos se movían mas no se ponían de pie y el viento traía quejidos detrás de las colinas.
Los enfermeros que cargaban la camilla le dijeron algo; hasta me parece, por los ademanes, que le gritaron; pero el hombre, que seguía postrado frente a un cadáver que sangraba, no pareció entender o no quiso escucharlos. <>, pensé fijándome en su camisón raído mientras manoseaba al cadáver.
No sé si los enfermeros me vieron. Pero cuando llegaron más unidades, me acerqué solo para verle bien el rostro a ese tipo, para descartar que lo conociera.
A medida que me acercaba, la yerba se tornaba roja, la podredumbre aumentaba. Tuve que cubrirme la nariz y la boca con la bufanda. Más soldados que enfermeros comenzaban a apilar cuerpos y no pisé a ninguno de los brazos junto a los perchones abiertos ni los torsos destrozados y cenicientos que estaban cerca de ese hombre que apenas hacía ruido.
Antes de avanzar un paso más, me detuve, siempre con la mano en la boca. Miré alrededor y me percaté que a la distancia dos soldados me observaban. No quise gritarles y levanté la mano con que no me cubría la boca y les hice la V; ellos se miraron y siguieron explorando lo que quedaba del campo de batalla; comprobaban los zippos negros y rápidamente los arrojaban donde los habían recogido. Mayor es mi alivio cada vez que recuerdo que no me fusilaron allí.
En cambio, este hombre seguía absorto, metiendo sus manos en uno de los contiguos al cadáver que sangraba. El cuerpo tenía la boca y los ojos abiertos y le faltaban varios dientes. En ese momento se volteó con violencia. Creo que no se había percatado de mi presencia. Su cara tenía cortadas y sus ojos sanguinolentos estaban puestos en la nada a pesar de que se dirigía a mí. No pude verle las piernas. Fruncí el ceño; esperé que dijera algo pero no dijo palabras. Parecía esbozar una sonrisa.
Al fin dije:
–Tus brazos están sangrando –y los señalé.
Él los miró sin sacar las manos del costado del cuerpo, debajo del chaleco quemado. Volvió a mirarme y no dijo nada.
–Pues parece ser tuya –dije todavía cubriéndome la boca.
Él continuó manoseando al cuerpo, sin hacer mayor caso. Y cuando me agaché para estar a su altura, no sé de dónde, el tipo empuñó una navaja, una de esas navajas suizas muy brillantes y la pasó frente a mi cara. No diré que a esa distancia pudo cortarme, pero un poco más y quién sabe si me fuese dejado sin nariz.
–¡¿Qué diablos haces?!
–Estoy cortando el aire –dijo esas palabras con un acento que nunca antes había escuchado y seguía pasándola de lado a lado, como si en verdad el maldito estuviera cortando el aire.
Acaso por un minuto lo haya mirado directamente a los ojos, sin hacerme preguntas ni reparar en las cortadas de su rostro, solamente cerrando los puños en medio del aire pesado.
–Si sigues aquí, hoy mismo te mueres.
–Ya estoy muerto –dijo el maldito, ayudándose con sus largos brazos a saltar sobre otro cuerpo.
Me di vuelta y regresé por el sendero que había tomado sin aplastar a los miembros desgarrados, sin taparme la boca porque el viento dirigía la podredumbre en otra dirección.
Quise hundirme en las sombras de la Selva Negra y vi que uno de los enfermeros, a duras penas, luchaba para restañar a un caído con un puñal. Hasta me dio gracia. Paré por un momento en el tronco del roble, vi la colilla apagada y me dirigí hasta ellos.
Comprobé que estaba ensangrentado hasta el pecho de ese crío inquieto.
–Muchacho, ¿eres de aquí? –me preguntó atendiendo al herido.
–Sí, sí, somos unos pocos los que estamos a tres...
–Pásame el estuche.
–Aquí está.
–¡Eso no, hijo de puta! ¡Es una cantimplora!
No sé por qué le había pasado una cantimplora en vez de la petaca que me pedía.
La herida del infante tenía muy mal aspecto y el enfermero me dijo que no dejara que se fuera ni mucho menos tomara su revólver. ¿Es que acaso el crío quería suicidarse? Al poco rato regresó con dos enfermeros a amarrarlo: le amputarían la pierna. A fuerza le dieron un trago. Y me dije: <>.
Me di vuelta y de nuevo me fijé en el maldito que hurgaba en los cadáveres; estaba exactamente en el mismo lugar pero ahora dos soldados le hundían las culatas de sus ametralladoras en la cabeza. ¿Para qué gastar una bala en esa porquería? El infante gañía y ellos lo maldecían. Después, oí la brisa helada que venía de los cadáveres y la pila de obuses. Miré a los charcos de orina de las camillas y a las gasas rojas entre la yerba que a ratos rodaban más allá de los árboles quemados hasta hundirse en sus cenizas.
Más unidades llegaban y partían por la vera de la Selva.
Cuando los enfermeros se dieron un trago y encendieron sus cigarros camino a las ambulancias, dejaron el frasco al borde de la camilla y a una cajita con unos pocos. Y sin que nadie me dijera nada, entre los vacíos, sorbí lo que quedaba, que no era mucho pero suficiente para el resto de la mañana.
Bajo el cielo nubiloso y divisando escuadrones, pequeños grupos fueron apilando los cuerpos con acémilas; otros, contiguos a las unidades y a las estaciones, comenzaban a cavar profundas fosas que rociaban con gasolina y querosene. <>, pensé.
El puñal había quedado con el mismo brillo frío por encima de los pertrechos; no tenía funda, pero imagino que si la fuese tenido, sería igual de brillante. Su hoja era filosa, la empuñadura parecía de cobre y acaso estaba limpio porque olía a alcohol; así que me lo llevé.



LOS CONOCIDOS
A Samuel Beckett
–Pero, amigo mío, ¿por qué les temes tanto?
–No es que yo les tema... –respondía apretando la vajilla que llevaría al jardín contra su pecho y mirando con esos ojos sanguinolentos de un lado a otro, pero nunca a mi rostro– porque el día menos pensado... todos pueden amanecer muertos... sin una gota de sangre... o les cortaría las patas... tajo por tajo... por debajo de los vellos... hasta llegar a los ojos... y así a las mandíbulas cerradas... a la tráquea... por los... o mejor... guardaría las patas... para mí... y del fémur... al abdomen les arrancaría... el pellejo duro... y los cosería para colgarlos... de mis codos... a uno por uno los... próximos años como... tú dices que ustedes... los llaman sino que... más bien... vivo dando vueltas... sin ellos...
Ahora cruzaba el pasillo con el mismo paso.
Yo no entendí lo que quiso decir y me apresuré tras él, antes de perderlo o de perderme por andar en esos trechos silentes y mal iluminados que nunca me atreví a conocer por mi cuenta.
–Espera, espérame –le susurraba ateniéndome a sus ruegos de no gritar en ninguna parte.
Él giró súbitamente y, elevando un poco la voz, me dijo que ahí sí podían matarnos a los dos y que no levantaría un dedo para evitar que nos molieran a garrotazos.
 Con un nudo en la garganta asentí.
–Ni se te ocurra... de mí –dijo de camino al jardín.
Yo le musité a la altura del hombro:
–¿Es por eso que cada mañana dejas que las hundan hasta rozarte los órganos y el lagunar?
–Así... mismo...
No dijo más palabras y al fin cruzamos la alta entrada, que no tenía puerta ni cristal que la vedara. Todavía me parece curioso.
Mis ojos no podían penetrar más allá de la yerba negra ni del chorro de agua clara con el que limpiaba a la vajilla. Postrado como estaba, en medio de la charca que no aumentaba, sin sombra, parecía un centenario con ese traje que se diría parte de su piel. Más fue el tiempo que lo estuve contemplando que él lavando esa vajilla que relucía de blanco.
–Sígueme... sin desviarte de...
Esta vez la luz sobre nosotros me encandiló tanto que no pude ver el piso, así que me acerqué más y le pregunté, a la altura de su hombro:
–Fuera sido tan fácil para nosotros, ¿no?
–En verdad... que todavía no te das cuenta... no te das cuenta... de la magnitud de las cosas –me dijo sin siquiera voltearse, como otras veces lo había hecho.
Ninguno cruzó palabras hasta que llegamos al salón principal. Y aún estaba la larga mesa de esquinas pronunciadas, hecho que me sorprendió, porque hace muy poco uno de ellos, acaso hablando por todos, había declarado que la ceniza de esa mesa sería usada para marcarlo a él, que en todo momento estuvo mirando de un lado a otro, bajo el lagunar.
Ya no podía quedarme con estas palabras y le dije, mientras estábamos allí, que en mi morada le llamamos mesa o comedor y cada uno se sienta a su alrededor en sillas del mismo tamaño, aunque no siempre así si hay niños que no alcanzan su comida y que, probablemente, a esa hora estaríamos yantando un asado de domingo.
Él apenas me preguntó qué es una mesa y yo, que creí que podía aclararle las cosas, ante tal pregunta, dicha como quien no le interesa saber qué diablos significa una palabra que nunca antes ha escuchado, me saqué el aire del pecho y comencé a decirle que todo utensilio es una prolongación del cuerpo que lo creó.
A pesar de mi entusiasmo, él seguía atento a la mesa, poniendo sus ojos hundidos en todas partes.
Cuando ellos llegaron al salón principal, apenas pude mantenerme de pie. ¡Maldición! Tuve que recostarme en una de las salientes. Parecía que lo estaban interrogando, aunque nunca pude estar seguro; nada es seguro en los ademanes del salón principal.
–No te recuestes más. Ya no más... ya... no más –me suplicaba, a duras penas agitando mis hombros.
De un manotazo lo aparté de mí.
–Si quieres... apóyate en mis codos –repetía mirando de un lado a otro–. ¡Pero no te recuestes... las salientes!
De ahí pasó a arrastrarme en su espalda frente a ellos, que estaban inmóviles en una de las esquinas filosas de la mesa. La verdad es que no sé qué pretendía con eso ni adónde quería llevarme, porque únicamente alcanzamos a dar una vuelta en el mismo sitio.
–No te apoyes de él –le advirtieron y tiró mis manos de sus hombros.
Nunca toqué el suelo. Pero ya no sabía lo que le decían y no podía deducir nada porque él estaba viendo de un lado a otro, con las manos crispadas.
En el extremo de la mesa, una de las luces parpadeó hasta que se apagó. Al mirarlos de nuevo, ya no estaban, aunque él seguía con ojos de péndulo, tomándose las manos, frotándolas. Caminó de espalda con la misma parsimonia y se detuvo junto a mí.
–Mira arriba –me dijo.
Estábamos bajo el lagunar.
–¿Cuándo es que tú no te regresas? –le pregunté.
–No es... mío –replicó.
No quise preguntarle nada más y mientras estuvimos allí, bajé la cara porque en la medida en que contemplaba su profunda obscuridad, parecía agua obscura, inquieta, un pozo revuelto.
–Y si es cierto lo que me dijiste, ¿por qué no los degollaste cuando te interrogaban?
–Verás –dijo esbozando una sonrisa, sin dejar de mover sus pequeños ojos–, no me interrogaban... Me gusta más cuando... creen que pueden descuartizarme... por eso dejo que declaren cuanto haya en sus pechos... Porque si les hiciera beber... de sus venas... en una Cámara Negra... separados... nada más iluminadas... las cuencas vacías de los ojos... de sus pútridos muertos... cara a cara... malditos... pendiendo en el aire... sin esta voz que bien conocen... cascada... haría que no cambien sus palabras... solamente para verlos... chupándose las venas abiertas... con los vellos impregnados de su propia sangre... murmurando... luchando... luchando... por rogarme... La penumbra nos rodeaba... Yo coloqué la cubeta sobre la veladora... que no estaba con... ¿Yo no... estaré contando? Al momento de sangrar... observé las gotas... manaban efusivas... de la yema... su dedo corazón... Y cuando hayas contado... dos cientas... me interrumpes... Yo los contemplé... ciscarse... sí... ellos seguían... esgarrando sangre... cuando los clavé... en la tierra húmeda... con las estacas... de fierro... en la misma positura... y pasaba mis manos... para sentir el calor de su... esputo rojo... fiebre... cuerpos sudorosos... ensangrentados... desgraciados... arrastrándose... las fosas... miré... en todos sus ojos... la llama... entre mis manos... apresurados... por escaparse... cárdenas... de orina... charco casi negro... Y apreté sus apéndices... nervudos... arrastrándose en derredor... del vientre abierto... cubiertos de su propia mierda... revueltas... y se movían... aún lejos... del cuerpo... de escalpelos atezados... nadie más... oía esos alaridos... esos alaridos... todo el mundo en medio de las sombras... Yo no calenté a todas las estacas... dejé tres cenicientas... se cruzaron... y crepitaban... entre el humo... lejos del cuerpo... Pero sí a las tenazas mías... Los dejé sin boca... para que... más alaridos sordos... de mi cuidado... cesaron antes que yo... creía... es diferente... en cada caso... nunca acabé esa caterva... ya había otra... no cubrí... están secos... para tropezar ahí... a gusto mío...
Solo pude asentir, aunque no sé si me vio. Comenzaba a marearme el sueño entre esa parsimonia desesperante a la que ya me había acostumbrado, pero no podía cerrar los párpados por más que me pesaran. Y temí que ellos pudieran regresar y sin decirme nada, me desmembraran vivo o peor aún: desmembraran mi cadáver. Temí que él pudiera irse corriendo por el pasillo mal iluminado y atravesara el jardín para siempre.
Desde adentro sentí que me apuñalaban la cabeza tratando de recordar sus consabidas palabras. Primero cerré los ojos y repetí a las últimas que dije hasta cansarme. Así pude entrever a los asideros de vidrio y a varios escalones que nunca estuvieron allí. Después hice un recorrido por donde había pasado y vi los mismos bordes negros de los ajuares. Yo no puedo decir ajuares, porque nunca soltaron luz. A lo mejor, estaban ellos. Pero en esa vía de la entrada hacia el pasillo, la hilera de luces mortecinas se apagó, dejando ver a los bordes. Ahora creo que hubo dicho a los regatones argentados.
–¿Por qué no me miras, por qué no siempre estás viendo a una parte? ¿Es que te angustia que lleguen sin advertir su presencia?
–La última vez... que vi directamente a los ojos... no los... no los volví a ver más...
Ahora contemplaba la mesa de esquina a esquina, llevándose las manos a la boca.
–Entonces, ¿para quién no es el lagunar? –le pregunté, fijándome de cerca en ese rostro aquilino, de ojos hundidos, sanguinolentos.
–El día... como ustedes... los llaman... en que dejes de hablar de sillas... mesas que ni ellos ni yo nunca hemos visto... camines de ida y vuelta... más allá de la yerba negra... sin sorber una gota... de agua... acaso sabrás quiénes... no están cerca de ti para... que hundas tus manos en sus vientres... sientas la carne que tiembla... tiembla mientras te abres paso por los huesos... plétoras... la sangre caliente que te llama cuando la saques y vuelvas a hundirte... hasta los hombros y veas que esa sangre que te cubre... no puede... no ser mejor... que nada que hayas visto... en tus años...



Gleiber Alvarez (San Carlos de Austria, Cojedes, Venezuela, 1994). Licenciado en Educación Mención Castellano y Literatura por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora (UNELLEZ, Cojedes). Se ha desempeñado como profesor de inglés en colegios de su ciudad natal, misma en la que se cuenta su participación en diversos recitales de poesía. Regularmente escribe en la webzine Panfletonegro y en su blog personal Aburileo (https://aburileoblog.blogspot.com/). Ha colaborado con el diario regional Las Noticias de Cojedes y publicado cuentos y poemas en las revistas Almiar, El Grito Literario, Letralia, Monolito, Philos, entre otras.

jueves, 2 de junio de 2016

Cuentos fantásticos del Llano (2). Varios autores: cuentos, versos y audio musical

Imagen en el archivo de "Hábleme de puro Llano, compa" 

CACHOS LLANEROS 
-El arte es una mentira que nos ayuda a ver la verdad. 
Pablo Picasso.

Más sobre el cacho llanero
El cacho es el primer factor de competencia oral en la literatura llanera y tal vez en la literatura venezolana, anterior a los primeros contrapunteos entre copleros y es un agente conformador del corrío y del teatro de estampas del Llano. Muchos textos del cacho y su modo de narrarse, muestran cambios dictados por la tradición oral misma, la cual perdura por su flexibilidad, no por  la rigidez. Así el cacho “resurge” en otros cachos y en: cantos, poemas, cuentos, novelas, crónicas y guiones escénicos, como lo apreciará el receptor.
En cuanto al aspecto social, las exageraciones o “embustes”  del cacho,  se toman como una señal de optimismo, de fe por la vida y por la fantasía a la que acuden los llaneros al enfrentar los peligros cotidianos. 
Yorman Tovar indica que  “Como dice Rafael Martínez Arteaga, El Cazador Novato: cualquier embuste es verdad/ según el que lo relata”, pero,  jamás,  el cacho contiene  una mentira o un engaño que afecte a otra persona, pues infringe  los valores de la cultura llanera que prefiere la picardía a la malicia.

Los temibles cachos de las bestias sabaneras 

OPERADOR DE MÁQUINAS PESADAS
(Heriberto Pérez)
Estaba yo, trabajando en el hato de la Compañía Inglesa, como operador de un tractorcito, con el que limpiaba los alrededores de la casa con una pequeña cuchilla. Ya llevaba como dos años manejando la maquinita, hasta que un día pegaron un cartel solicitando un operador de máquinas pesadas. El primero que llegó fui yo, el encargado del hato, que era el que estaba recibiendo a los interesados me dice: -Pero, Heriberto, tú no eres operador de máquinas pesadas, tú, lo único que has manejado es ese tractorcito. A lo que le contesté: - Déjese pasar ese tractorcito por encima, a ver si no pesa.

"No le tengo miedo al toro si no al cacho que es puntú" dice la copla

TRES CACHOS DE ESCOLÁSTICO HERRERA
(Fidel Honorio Hernández Escalona)
Era oriundo de Apure, era moreno. Vino cuando El Amparo estaba en pleno apogeo, de puerto fluvial, para 1870. El Amparo era una población que superaba a Lagunitas en población. En El Amparo había más de cincuenta casas coloniales. Don Escola, que así lo llamaban, conoció a Pancha en unas fiestas patronales en El Amparo y lo flechó Cupido y se enamoró con Pancha y se casaron. Tuvieron una familia numerosa: Sara, María, Josefina, Canacho, etc. Vivía con su esposa (Pancha Ruiz) por la calle de La Pastora, donde hoy es el “Fernando Figueredo”. Era un hombre que contaba muchas historias. Estando yo pequeño, murió una niña y la llevamos a enterrar.  Don Escola estaba entre tragos y comenzó con sus cuentos:
l-     Muchachos, les voy a contar,  un cuento. Una vez me fui para el conuco y yo había sembrado una mata de auyama y le vi dos auyamas que parecían dos vacas echás y dije por dentro e mí:  –Voy a llevarle a la vieja esta auyama- Cojo la auyama  y la espego de la mata y me la echo al hombro y voy cruzando las patas; tiende aquí, tiende allá, pero, yo escuchaba como un animal dentro de la auyama que jacía raca…raca…tarraca… y seguí caminando y caminando, hasta que llegué a la casa y le dije a Pancha: –Poné cuidado, mirá que  aquí, dentro de esta auyama hay argo, como un animal-.
Pancha, me dijo: –Ah, viejo, metela pal cuarto, si viene argún animal, adentro no se va. Y, así mismo, jice yo, y tiro esa auyama al suelo y se partió en dos piazo, y de pronto le digo a Pancha: – ¡Pancha!, atajá… ¡Pancha!, atará… ¡Pancha!, atajá, era que dentro de la auyama venían tres picures, comiendo adentro y cuando se estralló la auyama salieron los tres picures”.
Doña Pancha decía: ­–Esto es verdad, lo que dice ese viejo.  Pero, cuando estaba de mal humor decía: –Eso es embuste, de ese viejo.   Este es otro de los tantos cuentos de don Escola:
II- Un día me fui po la mañanita a cazá, camina que  camina y me peldí en una montaña y me salí a una carceta. Me salió un venao como de veinte puntas, y lo tiro, y, en to´ el codillo, y lo maté: me lo pongo en el hombro y seguí caminando. Ya en la tardecita, oscureció. Veo y llego a un lugar, me bajo el venao, y pelo por el cuchillo, y saco un piazo e carne, prendo el fogón y me pongo asá mi piazo e carne. Me sentí cansao. Tuvo la carne y me la comí. Tenía mucha jambre. Como yo, estaba tan cansao  vide dos varas derechitas y dije –Tengo mucho sueño-. Pelo por mi chinchorro y lo cuelgo, de aquellas varas, y me acuesto, cayí rendío… en la madrugá, despierto, y siento algo mojao, pol debajo del chinchorro, y me siento en el chinchorro, con ganas de pararme y meto las patas en lagua…era que había colgado el chinchorro en las patas de una garza, y la garza estaba en una laguna cazando peces.
Don Escola, era un hombre de imaginación extraordinaria, para ser un campesino analfabeta. Contaba, don Escola: 
III-  Una  vez juí al conuco por la mañanita… y me puse a limpiá una mata e caña y veo una caña grande, tenía de lalgo como siete metros,  la colto, la pico en tres piazo, la amarro con un bejuco de sogueta de playa, y me monto esa caña en el lomo y trastabillaba, tiende aquí, tiende allá…camino y camino, y escucho, y escucho un ruido que jacía: uu…uu…y le pongo cuidao  a la cosa y digo pon dentro e mí:  – Esto parece una guanota-… y sigo caminando y llego a la casa y tiro la faja e cañas y cuando lo tiro se alborota un abejero y sale ese poco e miel y brinca Pancha y comienza a llená perolas y más perolas era que en la caña se había puesto una guanota  y se llenaron 100 latas de miel, fuera de la que se botó y las que se comieron los muchachos.

EL TIGRE, EL ZORRO Y EL HOMBRE
(Heriberto Vidal)
Una vez el Hombre iba para su conuco por un camino anieblao. Entonces el Tigre decide comerse al hombre; pero el Zorro lo oye cuando dice lo que va hacer.  El Tigre se pone a esperar al hombre. Pero el Zorro se coloca más adelante, y cuando ve al Hombre le dice:
Tío Hombre, no vaya al conuco. ¡Ahí está el Tigre esperándolo!
-¿Qué vamos a hacé? – Pregunta el Hombre.
-Con “albitrio” se hace todo, Le contesta el Zorro.
-¿Cómo hacemos? A Tío Tigre no hay quien se lo gane. -Entonces le contesta el Zorro:
-Yo me voy adelante y grito: “¿Ya llegaste?” Y usted me contesta: “¡No!”
Así fue, y cuando el Tigre oyó los gritos, se asombra, extrañado. Se repite el grito, y la respuesta fue: “¡Sí!”. Y entonces el Tigre pregunta: -¿Quién grita por ahí?
-Y el Hombre contesta: -El defensor del mundo – (que era lo que el Zorro le había indicado que contestara). Pregunta el Zorro: -¿Ya lo amarraste? ¿Qué hacés que no lo amarrás?
-¿Amarrame a yo? Esa vaina sí que no – Dice el Tigre asustado.
-Vuelve a preguntar el Zorro: ¿Ya lo amarraste?
-Aquí dice que no se deja amarrá; contesta el Hombre.
-¿Qué le dice?;  Pregunta el Tigre. -Que usted no se deja amarrá.
-Amárrame, pero con cuidao.
-Entonces el Zorro pregunta al hombre: ¿Ya lo amaniaste? ¿Qué hacés que no lo amaniatás?
-¿Amántame a yo? ¡Esa vaina sí que no!; dice el Tigre, hasta que por fin acepta: -Amaniatáme, pero con cuidao.
-Y el Zorro le replica: -¿Y qué hacés que no lo degollás?
-¿Qué dice? – Pregunta el Tigre.  -Que si no se deja degollá - Le contesta el Hombre.
-Hasta ahí llegué yo. – Dice el Tigre. Entonces el Hombre lo amenaza con que saldrá el defensor del mundo y vendrá donde están ellos: “Ahí viene”.
Entonces el Tigre se asusta, y le dice al Hombre:
-Dególlame, pero con cuidaíto.
-El Tigre muere degollao, y el Hombre se muestra agradecido a Tío Zorro. -¿Cómo le pago, Tío Zorro?- Le pregunta
-Eso es nada. ¿Pero, vos tenés gallinas gordas?
-Y salen el Zorro y el Hombre a buscar las gallinas. Cuando llegan a la casa, les sale la Mujer y le pregunta al Hombre: -¿Qué traes ahí?
-El Zorro me hizo un gran favor. – Dice el Hombre, y le explica a la Mujer a lo que vienen. Entonces la Mujer le dice que allí cerca en el monte tiene una pava clueca y que se la va buscar. Pero lo que trajo en un saco fue una perra cazadora, que empezó a perseguir al Zorro.
-Un bien con un mal se paga! – Decía el Zorro mientras iba corriendo.
-Hasta que la perra lo alcanzó y lo mató en el mismo sitio donde degollaron al Tigre.


EL TRUCO
 (Juan Belisario Rodríguez Peña)

Para días de Carnaval 
cerquita de Camoruco 
andaba Juan Belisario 
regresando del conuco
escuchó una algarabía  
que parecían mil furrucos
estaba cuatro caimanes
bebiendo y jugando truco 
para ganarse una carne 
del viejo e nombre Canuto
y los miró frente a frente
en aquel lance maluco
Porque para aquellas fieras
él apenas era un tuco,  
y el mundo se le volvía
un negro manto de luto
pero por buena de Dios
él para nada era bruto
se frotó con un chimó
especial de Seboruco    
se transformó en una mata 
que la mientan semeruco 
y se fue aguas abajo
con un aspecto de fruto
salvándose de milagro
de caé en aquel serrucho
para de ñapa contar

la gracia de ese gran susto.  

Disfrute de este audio de un joropo fantástico llanero:
EL MUERTO DE LAS TRES MATAS (Hipólito Arrieta)


Textos tomados del libro: 100 CACHOS: ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA  FANTÁSTICA ORAL DE COJEDES (Isaías Medina López; 2013) San Carlos: UNELLEZ-VIPI.

martes, 12 de enero de 2016

El Jinete y otros cuentos breves de Ednodio Quintero

Imagen de Manuel Abrizo en archivo de Argenis Aguero




***Motivos de gran admiración son para el llanero los  cuentos de caballos y de gallos de pelea. Bajo tal premisa les dejamos varias narraciones del afamado cuentista venezolano Ednodio Quintero.

JINETE
En mi pueblo vivía un loco que montaba un caballo de palo. Una noche, por encima de los tejados alumbrados por la luna, pasó una bruja encaramada en una escoba. El loco la vio pasar, y sin pensarlo dos veces clavó las espuelas al caballo. Nunca más supimos del jinete.

AMPUTACIÓN
Los médicos decidieron amputarle la pierna, pero el paciente se opuso. Dijo que conocía un remedio eficaz que lo sanaría en un par de semanas. Los médicos le advirtieron que la infección podría invadirle otros órganos. El enfermo mantuvo su posición y se aplicó el remedio con esmero... y ceguera, pues mientras la pierna mejoraba, el mal se ramificaba en todas las direcciones. La pierna sanó por completo, lo que no dejó de asombrar a los médicos. Sin embargo, considerando el triste estado del paciente, decidieron amputarle el resto del cuerpo.

MUÑECAS
Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía. 

EL CABALLO AMARILLO 
Si yo soñara que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.
Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.
Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.
Por un rato ando extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un Cristo con cara de perro regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín; sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.
Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.
Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.
Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.

*LA MUERTE VIAJA A CABALLO
Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró en la sala. Y con gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre ese momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

*EL GALLO PINTO
Mi tío tenía un gallo pinto que se alimentaba de alacranes vivos, Un domingo de Ramos el gallo amaneció cantando y aleteando, eufórico, alborozado, como si celebrara algún sueño grato. Mi tío se contagió con la alegría del gallo. Le tanteó las patas que le transmitieron una oleada de calor, y mirando el cielo sin nubes decidió que el día era propicio para poner a prueba la capacidad guerrera de aquel soberbio animal de alas negras, pecho atigrado y espuelas de marfil.
En la gallera bulliciosa la estampa del pinto impresionó a los apostadores, que se movían inquietos en sus asientos de madera mientras mi tío aguardaba desafiante en el centro del ruedo. De la primera fila se levantó un viejo patilludo, ojos como brasas, sombre­ro ladeado, que sostenía entre sus manos un hermoso gallo pareci­do a un águila. Con voz ronca, atronadora, se dirigió a mi tío: “Mi marañón contra su pinto, don Marcos, al bulto y sin igualar espuelas”.
El combate fue breve y habría de prolongarse para siempre en la memoria de los espectadores, pues, a los primeros aletazos del cuerpo del gallo pinto comenzaron a brotar alacranes que en un instante devoraron al marañón. En la confusión que antecedió a la desbandada salieron a relucir puñales, garrotes y algún revólver de cañón ahumado. Se escuchó el ruido seco de un disparo, y mi tío se desplomó, largo y pesado como un cedro de las montañas. Gritos, resoplidos, maldiciones. Luego el silencio. Y del pico y de las alas Y de la cola reluciente del gallo pinto continuaron brotando alacranes, que se comían los portones y las vigas, los árboles de la plaza, el puente colgante, las estatuas.

***Textos transcritos de: Cuarenta cuentos de Ednodio Quintero (Caracas, 2007), publicados por Monte Ávila Editores Latinoamericana.