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jueves, 28 de febrero de 2019

123 Leyendas y cuentos cortos venezolanos. Varios autores

Como los muchos ladrillos de una pared, así son las leyendas y cuentos que se entregan en este enlace. Imagen tomada del archivo de Fernando Parra




Ciento cuarenta y tres (143) versiones cortas de leyendas y cuentos breves venezolanos se reúnen en este apretado archivo, que abarcan desde remotos pasados hasta el presente, en una variedad de estilos pensados para su regocijo. Se trata de narraciones que vuelcan dramas humanos de humores, amores, sueños, pesadillas, muertes, objetos mágicos, lugares de terror, muertes y sobrevivencias de asombro se vuelcan en singulares textos, desde las recreaciones del Nazareno hasta imaginarios viajes espaciales. 

Isaías Medina López

El Nazareno (Leyendas, cuentos y teatro): EL NAZARENO DE CARACAS (Teófilo Rodríguez, 1885); EL MILAGROSO CRISTO DE LA CARRETERA (Mons. Constantino Maradei); EL CRISTO DEL BUEN VIAJE (Mercedes Franco); PATÁ CRUZÁ (Mercedes Franco); EL MOMENTO MÁS IMPORTANTE (Gabriel Jiménez Emán); UN MILAGRO DE DIOS POCO CONOCIDO (Julio Romero Parra); EL NAZARENO DE SAN CARLOS (Lolita Robles de Mora)

EL FANTASMA DE PÁEZ (Mercedes Franco); PALOMETA PELUDA  (Mercedes Franco); PAPÁ TONGORÉ (Mercedes Franco); LOS OJOS (Ricardo Jesús Mejías Hernández); EL DESTIERRO (Eduardo Sanoja); CUMPLEAÑOS DEL MAGO (Wilfredo Machado); SALOMÉ (Ramón Lameda); ATILA (Enrique Plata Ramírez); SOLICITUD (Enrique Plata Ramírez); EL SUICIDA (Gregorio Riveros); EL ESPANTO DE JUAN CURIEPE (José Milano M.); LOS MUÑECOS (Juan Emilio Rodríguez); CONTRASTE (Víctor Marichal); EL CAZADOR (Samuel Omar Sánchez Terán)


CUEVAS MÁGICAS (Mercedes Franco); MICRO 16 OLVIDO (Cósimo Mandrillo); NO SENTÍA MIS PASOS LENTOS (Danira Pimentel);  LE REGALAMOS UN TELESCOPIO AL ABUELO (Armando José Sequera); ENTRE NUBES Y ENCEGUECIMIENTOS (Armando José Sequera);  DESPEDIDA (Enrique Plata Ramírez); DECISIÓN  (Enrique Plata Ramírez); EL PALABREO DE LAS RAMOS (Soledad Morillo Belloso);  OBSESIÓN (Víctor Marichal); CIRQUE 3 (Ricardo Jesús Mejías Hernández);  ENCUENTRO EN LA CALLE CERVANTES (Pedro José Pisanu);  LA VIRGEN DE COROMOTO (P. Ildefonso de San Martín)


PARAPARA (Mercedes Franco); PELLIZCOS DE MUERTOS (Mercedes Franco); EL PEREGRINO SOLITARIO (Mercedes Franco);  PERLA (Mercedes Franco); PERROS (Mercedes Franco); EL POEMA QUE NO FUE TAN BUENO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); LA MONEDA (Ricardo Jesús Mejías Hernández);  EL RELIGIOSO QUE GUARDABA UN SECRETO (Enrique Plata Ramírez);  ATRACO A LA VIDA (Gregorio Riveros); MANICOMIO (José Milano M.); LA VISITA (Víctor Marichal);  DIAMANTES PARA SUS PIES O LA CENICIENTA EN TIEMPOS MODERNOS (Pedro José Pisanu); La Costurera (Samuel Omar Sánchez)


PIEDRAS MÁGICAS (Mercedes Franco); PIRATA FANTASMAL (Mercedes Franco); PLANTAS MÁGICAS (Mercedes Franco); COHETES DESDE MI HABITACIÓN (Armando José Sequera); ACTOS DE MAGIA (Enrique Plata Ramírez); PASOS DE FANTASMAS (Enrique Plata Ramírez); SEÑAL DE TRÁNSITO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); FÁBULA CON SAPOS NEGROS (Julio Romero);  BRECHA (Víctor Marichal);  MENHIRES/DÓLMENES (Eduardo Mariño);  LA BRUJA SE LLAMABA AJONJA. Y YO NO SOY UNA MONSTRUA (Duglas Moreno)


POZOS (Mercedes Franco); POZO DEL CARUAO (Mercedes Franco); PREDICCIONES (Mercedes Franco); PREMONICIONES (Mercedes Franco); PRESAGIOS (Mercedes Franco);  EL VIEJO (Hugo Fernández Oviol); AQUELARRE (Enrique Plata Ramírez); ESPANTO (Enrique Plata Ramírez);  EL MÉDICO Y SUS MUERTOS (Gregorio Riveros); EL ZAPATO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); EL DOBLE (Ricardo Jesús Mejías Hernández); MOSQUETEROS (Julio Romero Parra); EL PUENTE DEL SECTOR LA MEDINERA (Samuel Omar Sánchez Terán)


PROFECÍA (Mercedes Franco); PROYECCIÓN (Mercedes Franco); PUEBLOS FANTASMAS (Mercedes Franco); ELLA (Ricardo Jesús Mejías Hernández); SUEÑOS ROTOS (Freddy Escalona Rangel); HABITACIÓN OSCURA (Gregorio Riveros);  EL ANDARIEGO (Néstor Quiroz Moreno); EL GRAN LIBRO DE VIAJES  (Julio Romero Parra); LE DIJE: ES LA VIDA, Y NO LA VI MÁS (Laura Antillano)


UN PASEO A LO ETERNO (Gabriel Jiménez Emán); MICRO 9 DESTINO (Cósimo Mandrillo); EL DISPARO FUE CERTERO (Gregorio Riveros); AHUMADOS EL RESPALDO Y EL ASIENTO  Y SEMIDERRETIDOS LOS ARCOS (Armando José Sequera);  EL ORNITÓLOGO (Ricardo Jesús Mejías Hernández); PROHIBIDO VOLAR (Ricardo Jesús Mejías Hernández); ¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño);  LA AMARGURA DE  AQUEL  HOMBRE. YA NO QUIERO TENER MEMORIA (Duglas Moreno)


EL ASESINATO DEL MUSIÚ PUCCINI  (Gregorio Riveros); EL FIN DEL MUNDO (Gabriel Jiménez Emán); MICRO 3 COMO LA VIDA MISMA (Cósimo Mandrillo); HECHIZO (Enrique Plata Ramírez); LA MORDIDA (Víctor Marichal); TRAGEDIA (Enrique Plata Ramírez); SUPERSIMETRÍA (Eduardo Mariño); POSADA. PASADIZOS SECRETOS (Duglas Moreno)


EL TEXTO PERFECTO (Gabriel Jiménez Emán); NOVELA (Gabriel Jiménez Emán); LA CARNADA: UN KILO DE AZÚCAR (Gregorio Riveros); RECUERDA (Mariela Álvarez); LOS MUÑECOS  (Juan Emilio Rodríguez); EL PINTOR (Orlando González Moreno); AMOR SIN HUMO (Armando José Sequera); VISTO DESDE ALLÍ (Víctor Marichal);  VITRALES MALDITOS. CASA DE MONJAS (Duglas Moreno)


PERSEGUIDOR INVISIBLE (Gabriel Jiménez Emán); MICRO 11 MUERTE (Cósimo Mandrillo); EL LÍDER (Víctor Marichal); BOLÍGRAFO NUEVO (Eduardo Mariño); ¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño); EL SILENCIO QUE TENÍA LA NOCHE. CERRAJEROS (Duglas Moreno)


LOS MOSQUITOS (Gregorio Riveros); FOBIA  (Gabriel Jiménez Emán); ENCUENTROS LEJANOS (Gabriel Jiménez Emán); TARJETA DE INVITACIÓN.  BARAJAS Y EL BAR (Duglas Moreno); EL PELIGRO AMARILLO (Eloi Yagüe); EL AMOR (Julio Romero Parra)


MICRO 8 CASORIO 2 (Cósimo Mandrillo); LA DOCTORA BRUMA O LA ESBIRRO QUE LLEGÓ (Pedro José Pisanu); EL ASTRONAUTA DISTRAÍDO  (Gabriel Jiménez Emán); A NINGUNA PARTE (Juan Emilio Rodríguez); BASHEVIS SINGER (Julio Romero Parra); MEDIODÍA (Eduardo Mariño); LA BIBLIOTECA. COSAS DE MUJER (Duglas Moreno)


LOS CUATRO PEONES  (Marcos Agüero); PUNTALES DE LADRILLO. EMPEDRADA CALMA DE LA NOCHE (Duglas Moreno); VISITA (Enrique Plata Ramírez); AMOR NATURAL (Gabriel Jiménez Emán); PESADILLA (Víctor Marichal)


EL MITO DE AMALIVACA (Arístides Rojas); EL DR. RODRÍGUEZ (Eduardo Mariño); EL TÁRTARO  (Marcos Agüero);  PICA LA PELUCA (Enrique Enríquez)

lunes, 11 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (38) Varios autores

Dama llanera en el archivo de Beto Mirabal





EL TEXTO PERFECTO (Gabriel Jiménez Emán)
El texto de este escrito ha sido corregido exhaustivamente. Una y otra vez ha sido revisado sin cesar. Ha sido despojado de erratas. Su prosodia es impecable. Su léxico pulcro. Le han sido extirpados adjetivos súper flujos. No posee metáforas innecesarias, ni ambigüedades. Su lenguaje es claro. Su texto preciso su redacción perfecta. Su letra nítida, sus sonidos puros. Su forma perdurable. Nadie puede hacerles reparos. Es imposible. No serviría de nada.
De nada.

NOVELA (Gabriel Jiménez Emán)
Hoy desperté en la noche, me di un baño, me puse cómodo en casa creyendo que estaba desayunando; me puse a trabajar arduamente toda la noche hasta quedar agotado y me volví a quedar dormido por la mañana, con lo cual he alterado notablemente mi rutina de trabajo. Pero ello me alegra porque es el método que me ha permitido proseguir noche tras día y día tras noche mi labor hasta concluir esta obra que cambiara definitivamente mi noción del tiempo, esta novela.



LA CARNADA: UN KILO DE AZÚCAR (Gregorio Riveros)

Del libro “Cuento Mínimo”

                              I

Una noche sin dinero y con el estómago vacío, antes de ir a dormir, decidí cambiar en una página Web de Internet —un kilo de azúcar por un kilo de arroz—. En la página coloqué lo siguiente: “Cambio un kilo de azúcar por un kilo de arroz”. Allí dejé el aviso a la espera de un interesado. Es como lanzar un anzuelo al agua y esperar que alguien como un pez muerda la dulce carnada. Era un lugar de cambios, con varias ofertas de productos escasos, gente que tenía una cosa pero no tenía la otra, eran productos desaparecidos de los anaqueles comerciales: harina, aceite, azúcar, mayonesa, pastas, jabón, crema dental, café; y algo curioso, también cambiaban chocolates importados. Eso me llamó la atención, es que Venezuela “Durante años (1600-1820)... ocupó el primer lugar del mundo en exportación de cacao”. Fue un extraordinario productor de cacao. Lo otro, era esperar, a que algún pequeño pececito mordiera el anzuelo, se comiera la presa y se marchara vivo; o mejor, sobreviviera. La página de Internet se llamaba CAMBIOS DE COMIDA Y ENSERES.

                               II

Para eso, debía ganar el azúcar en un sorteo de comida que hacían en un supermercado. Le llamaban la lotería del hambre. Invoqué a Dios para tener la suerte de conseguir ese kilo de azúcar. Era la forma de tenerla en mi poder. Sería algo preciado, como oro molido, ella me llevaría a un plato de arroz. Tenía que ganar la lotería. Todo al azar. Eran cosas en las que no se mete a Dios. Según tengo entendido por boca de José Saramago: “Dios no juega a los dados”. Al principio, no lo dudé, pero luego, pensé que podía existir una excepción, y que Dios si mete la mano en los asuntos de la comida sorteada para asignar al azar unas pocas porciones de comida a los jugadores. Era una lotería del hambre, aunque para participar no tenía que comprar un boleto, un ticket, un “quintico”, la inversión estaba en un pasaje para llegar al sitio del sorteo, el gasto era necesario, era como pagar un boleto para llegar donde se congregaba el pueblo urgido de comida, esperando que el fabuloso número saliera de la espantosa voz de un hombre que utilizaba un uniforme militar, pero no sé decir si era un verdadero militar, al menos, utilizaba un pantalón camuflado de los que utilizan los llamados de la “Reserva” para confundirse con el verdor de la selva. Si ganabas, salía el número y lo anunciaban con bombos y platillos. Por cierto, el sorteo era una vez a la semana, dependiendo del último número de la cédula. Una sola vez podías participar. Ese día que me tocaba participar decidí nadar a contracorriente, y metí a Dios en este problema de la lotería del hambre. No fue nada fácil invocarlo, debía estar ocupado en asuntos más importantes del universo, pero yo tenía un hambre que se me afincaba en el espinazo. Tenía que invocarlo.

                              III

En mi casa Dios era de madera. Era un cuerpo humano, tallado, y con cierto brillo de poco barniz, mechudo, barbudo, enjuto, crucificado, con la piel pelada y cubierto con un escaso trapito que tapaba sus partes íntimas. Aún así, me inspiraba más respeto que los políticos del país. Este me parecía un líder sacrificado, humilde, capaz de ofrendar su vida al dejar que los clavos atravesaran su carne por salvar a los pecadores. También, me gustaba su historia, su biografía, no era un líder que dejaba morir de hambre a sus seguidores. Bastaba recordar la multiplicación de los peces y los panes. Ni hablar del vino, aquel vino exquisito que hizo en las bodas de Caná. Pero no era la ocasión para pedirle una botella de vino. Yo lo que pedía era comida. Y me le acerqué y hablé con él. Le dije que suponía que ya sabía mi necesidad: ganar en la lotería del hambre. Salir sorteado para obtener el premio, un kilo de azúcar para luego cambiarlo en Internet por un kilo de arroz.

                        IV

Tenía fe que iba a salir. Fue una larga y tensa espera. Llegué, me ubiqué cerca del militar, o del que se vestía como militar. Comenzó a vociferar los números ganadores que salían de un programa computarizado, en una laptop, indicaba el número privilegiado por la lotería. Me concentré, pensé en el número, le dije a Dios que no se olvidara mío, que salían sorteado solamente 300, que ya habían pasado 250 y que restaban solamente 50 para ganarme el kilo de azúcar. Las probabilidades eran pocas. Sorteaban solamente 300 números diarios, el resto (700 perdedores, aproximadamente) se marchaban para sus casas con la esperanza que la próxima semana salieran ganadores en la lotería. Me apoyé con más fuerza a la petición divina. Y pensaba en el número, lo pronunciaba mentalmente, y lo acompañé con el rezo de un “Padre Nuestro”, y me le afinqué más donde dice: “Padre Nuestro que estás en los cielos... danos hoy el pan nuestro de cada día”. Y no sé, pero me funcionó, ahí estaba mi número en la boca del militar. Pasé, y adentro, donde nos reuníamos parecía un campo de concentración, era una cancha deportiva. No pude evitar las comparaciones, se me parecía a un campo de concentración del nazismo, al menos, por el encierro colectivo. Nadie se enteraba de la hambruna de nosotros. Claro, la comparación con los nazis es descabellada, a las víctimas del nazismo los reunían en galpones para el exterminio. Y la concentración de nosotros era para conseguir algo de comer. Esa noche, dejé mi anzuelo puesto en Internet.

                        V

Al despertar, un tiburón mordía mi carnada.

 



RECUERDA (Mariela Álvarez)
Recuerda: ella dice que el ritual del amor exige máscaras.
Lo que no dice, pero es fácil deducirlo, es que si en ese instante no las arrancáramos, el universo mismo quedaría paralizado ante tanta cantidad de cosas desnuda. 
La mujer lo sabe. Por eso acumula papeles de colores, yesos, óleos y maquillaje, enormes cantidades de aire.
Entonces, cuando no exuda o babea o se trepa por las cortinas de su casa para expiar a las arañas, la mujer recrea los disfraces de siempre. Y es que abajo esta la cara. Y no importa cuanta ropa nos cubra, i todo el esfuerzo de millones de generaciones por disimular con telas y pieles al animal con frío, porque abajo está la cara, que es la parte más desnuda del cuerpo.
Y apenas lo hemos afirmado ya sabemos que, sorpresa encerrada en otra sorpresa, hay un grado más alto de desnudez en ese par de agujeros húmedos que flotan debajo de nuestra frente, y a los que nada puede tapar.



LOS MUÑECOS  (Juan Emilio Rodríguez)
La mujer y aquella figura masculina asistieron durante cincuenta años a una cátedra sobre La Ciencia de la Vida que dictaba un renombrado profesor. Cada día de aquellos trece mil anocheceres, la mujer y la figura masculina se sentaron en pupitres separados para oír las  profundas disertaciones del magíster. Pero una noche, al levantar el brazo para recalcar un concepto, el profesor enmudeció.
La mujer, después de esperar unos segundos por lo que creía una pausa, miró por primera vez la cara de una figura masculina.  Y entonces creyó ver en sus pupilas azules el deseo de que ambos fueran a ver qué le sucedía al erudito.
Con pasos lentos se acercaron al rígido maestro. La mujer le tocó el brazo suspendido. De inmediato, el profesor se desarmó con un estrépito de plástico, metal y goma.
La mujer abrió los ojos aterrada, y luego empezó a sollozar, como al compás de los oscilantes y oxidados resortes, que brotaron del tórax del profesor.
-¿Lloras? –Preguntó sin alterarse la figura masculina.
-Hemos dejado ir nuestras vidas oyendo a un muñeco que nos explicaba lo que no podía saber –dijo que al final la mujer entre llanto- unidos si habríamos aprendido La Verdadera Ciencia de la Vida.
-Yo estaba seguro- dijo la figura mientras miraba sin expresión alguna- que tú también eras un muñeco… como nosotros.



EL PINTOR (Orlando González Moreno)
Esta mañana se llevaron el cadáver. El pintor tenía ocho días de muerto. La gente comenzó a percibir el mal olor a los tres días, pero nadie se imaginaba que se trataba de alguien que había fallecido.
El pintor vivía solo. Era un hombre de unos setenta años. No se le conocía familia. Algunos habitantes del edificio argumentaban que tenía dos hijos en Estados Unidos. Del  resto no se sabía nada más de él. La noche antes de su descubrimiento, la conserje me dijo: “Hay un olor a podrido en el piso 12”. Enseguida pensé: “Ese es alguien que seguramente lleva varios días de muerto”.
En efecto, a la mañana siguiente un bombero se metió por la ventana de la cocina y al entrar al cuarto vio al hombre de medio lado, con la cobija encima, según dijo. Vino la Policía Técnica Judicial, el forense y levantaron el cadáver.
El muerto se reventó cuando lo bajaron por el ascensor: la sangre le salía por la nariz, por los oídos, por la piel, de acuerdo con lo que vi al sacarlo envuelto en una sábana. Al meterlo a la cava, los policías vaciaron cal en el ascensor. Pero aun así el hedor era insoportable. Entonces la conserje limpió el elevador con desinfectante y después le echó cal. Todavía así el mal olor inundaba todo el edificio. Por eso el presidente del condominio hizo que cerraran el ascensor. Le puso un letrero que decía: “No se puede utilizar hasta que vengan las autoridades sanitarias”.
Por lo que dijo el forense, el artista murió de un infarto, acostado sobre la cama que había pintado en el último cuadro que hizo. 



AMOR SIN HUMO (Armando José Sequera)
A tu mamá, que en paz descanse, la conocí en una noche, en una fiesta de cumpleaños. Yo estaba hablando con ella cuando se excusó un momento, buscó su cartera y saco una cajetilla de cigarrillos. Tomó uno, dejó la cartera y regresó donde yo estaba “¿Tiene fuego?”, me preguntó. «No», le contesté, «No me gusta fumar e incluso no me gusta ver que otra persona lo haga. Para serle franco, jamás me casaría con una mujer fumadora»... Entonces tu mamá dobló en dos el cigarrillo, sin encenderlo lo echó en un cenicero que estaba por allí cerca y dijo: «Desde este momento no vuelvo a fumar jamás» Y cumplió su palabra: en los veintitrés años que estuvimos casados y en el que estuvimos de novios no volvió a fumar ni un solo cigarrillo.



VISTO DESDE ALLÍ (Víctor Marichal)
Hay momentos en los que se toman lápiz y papel con la intención de plasmar palabras de cariño hacia un ser querido, en cierta forma palabras de amistad, pero de pronto asalta una idea coagulada por recuerdos que permanecen latentes, esperando salir, y luego se narra algo que va tomando forma. Pero hoy es diferente; no recuerdos, ni amistad, ni cariño, es real todo cuanto escribo hoy, pues al tratar de escribir algo soy sacado de concentración por cierto ruido. Abro las ventanas de aquel castillo y a través de ellas puedo ver cómo todo un pueblo se lanza desesperado a tomar frutos que no le pertenecen, invaden tierras ajenas y destrozan los árboles sin pensar en el mañana, sin pensar en el dueño o los dueños de aquellas tierras, quienes tuvieron que trabajar muy duro para lograr las siembras.
Corren como locos cargando todo cuanto encuentran, actúan como langostas, todo queda destruido a su paso. En unas caras veo risas, en otras preocupación, temor, pero todas van. Los veo saciar el hambre y celebrar la hazaña, pero luego elevo la mirada y me fijo en unas nubes oscuras que se van formando; todo se va tornado oscuro, sombras, y pronto empieza a tronar. La tormenta se hace muy fuerte y muchos no alcanzan, ni siquiera, llegar a sus casas
Arrecia la tormenta y truena mucho, truena. Muchas son las gotas que bañan el valle, pero no es agua salobre: son lágrimas amargas que van surcando las mejillas de aquellos que saquearon las tierras, pero también de aquellos que no estaban de acuerdo en obtener las cosas fáciles sino las alcanzadas con su sudor; y pronto el dolor se empezó a sentir. Yo quería salir para hacer algo, al menos para decirles que no siguieran tomando frutos que no sembraron, pero todos estaban convencidos y de ello me di cuenta con sus gritos: “¡La hora de la siega ha llegado!”. Pero era mentira, aún faltaba tiempo. No pude salir, pues alrededor del castillo permanecían unos cocodrilos verdes que me impedían el paso.
Volví a la ventana y puede ver cómo se formaba un gran río; sus aguas crecían y crecían hasta que se desbordó con mucha furia; su agua no era cristalina ni botaba el color turbio acostumbrado, no, el agua era roja y arrastraba a su paso mucha esperanza, mucha sangre joven, sangre inocente. La tormenta seguía y la gente en sus casas rezaba con angustia para que los santos intervinieran, pero a los santos no le gustaban las frutas mal habidas y permanecían sordos a los ruegos. Con ello aumentaba el dolor de aquellas personas que ahora sí se veían asustadas. Muchos echaban fuera los frutos productos del saqueo y no se atrevían a salir por temor a la tormenta; no querían ser arrastrados por el río rojo que crecía con el tiempo. Las sombras empezaron a bajar y se fueron metiendo en lagunas casas; estas se vistieron de luto, y aunque en otras no se llegó a tanto, en todas se veía el dolor dejado por la tormenta.
Aprovechando que había escampado un poco y que el río de sangre volvía a su cauce, la gente empezó a salir, a tratar de reparar el daño. Recogieron escombros y estaban dispuestos a sembrar para así poder tener derecho a los frutos una vez se dieran.
Después de todo esto me quedé pensativo tratando de recordar lo que al principio quería escribir, y aunque no lo logré, sabía que hubiese sido mejor cualquier cosa que haber sido testigo de aquella tragedia.



VITRALES MALDITOS. CASA DE MONJAS (Duglas Moreno)
La iglesia daba vueltas en una esquina.  Los enormes vitrales giraban al paso de la gente. Una puerta en caoba   detenía todas las miradas. Había que estar distraído para no dar con esa entrada, no la de la iglesia, sino  la de la  casa de monjas que estaba pegadita a la iglesia. Los muros taciturnos   se allegaban  lejos en el cielo. Nadie entraba o salía nunca. El merodear de  pájaros  nos decía que seguramente había árboles en el patio. Tal vez un jardín. Solo imaginábamos.  Siempre quise entrar. Pensaba en una superiora inquebrantable en su trato y unas muchachas queriendo  saltar las barreras.  Suponía que vería monjas hermosas, sin hábitos, corriendo, jugando, con el cabello suelto. Ahora estoy dentro y no aparece la primera sombra. Todo es silencio, no hay una ventana, una puerta o por lo menos algún pasillo. Solo esta inmensa lejanía. Allá, en la remota distancia del horizonte, viene una brisa lenta arrastrando algunas hojas por la inhóspita planicie. En la mirada solo tenemos una franja de tierra con fulgores cenizos. En ese momento cierro los ojos y comprendo todo. Estaban tres lugares disponibles para mí. La entrada de la iglesia, el paredón del convento y estos vitrales malditos. Lamentablemente no fui a la casa de Dios, tampoco al palacete de las monjas, tan solo quebranté el misterio para ser una imagen desolada en estos  oscuros vitrales y sé ahora que no  podré regresar al mundo nuevamente.   

domingo, 10 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (39) Varios autores

Cuidando la montura. Imagen en el archivo de Ofelia Rodríguez Pérez




EL FIN DEL MUNDO (Gabriel Jiménez Emán)
Primero lo había oído mencionar como una broma; luego como una imagen falsa o simplemente literaria; después un viajero le dijo que había estado cerca del fin del mundo, y esa era la experiencia por antonomasia. Era imposible describir aquella sensación de infinitud recorriendo todo el cuerpo, le explicó el viajero, poniendo en sus manos un mapa y un amuleto. Después de oír esas palabras, preparó el viaje.
Durante años vagó por todos los paisajes posibles: se perdió en los desiertos, navegó en los mares más turbulentos y atravesó sus infinitos horizontes hasta casi perder la razón ; respiró el corazón húmedo de las selvas intrincadas; contempló los montañas nevadas y las llanuras hasta saborear la esencia misma de la nada; conoció la soledad rabiosa de las multitudes urbanas y la tenue gracia de la pobreza en su último esplendor, y los banquetes donde la carne joven de las mujeres; conoció la iluminación divina frente a los grandes templos.
Un día quedó tan atónito frente a unos de estos paisajes que no pudo mantener el equilibrio, y cayó a un abismo. Había llegado al fin del mundo.
Una vez abajo, en el fondo de los fondos, se puso ya cumplido y muy alegre, pues se había convertido en uno de los primeros hombres en averiguar el secreto de un verdadero comienzo.

MICRO 3 COMO LA VIDA MISMA (Cósimo Mandrillo)
Menuda, de carnes más bien ajadas por el roce del tiempo y de otras manos, esperaba exultante a que él llegara de la ciudad remota, con la íntima sensación de estar hundida en su corazón.
Él, sin blanca, aprovechando aún las dádivas de su madre, a pesar de los cincuenta bien cumplidos, partía aliviado hacia ese otro puerto que por algunos días le garantizaba casa, comida y cama.
Ella ignoraba con rigor el conteo semanal que indicaba un marcado aumento de sus gastos.
Él se cuidó de no usar nunca palabras como compensación, pago o, menos aún, vergüenza.
¡Fueron tan felices!

LA MORDIDA (Víctor Marichal)
Caminaba bajo el aire enrarecido de la ciudad. Ya el sol empezaba a ocultarse y algunas luces de las muchas que había comenzaban su espectáculo. De pronto, al pasar frente a una montaña de basura de esas que existen en las grandes urbes, me llamó la atención un extraño brillo. Me acerqué y pude ver una luz roja, especie de bombillita. Lleno de asombro y curiosidad tomé un trozo de madera alargada y removí con intención de averiguar qué era. Pero apenas lo intenté pareció estallar. Saltó basura por todas partes y dejó al descubierto una extraña figura. Parecía un hombre, pero con aspecto animal. Si, era como una rata gigante pero con dos piernas. Sus ojos rojos y penetrantes me vieron fijamente mientras dejaba oír unos chillidos escalofriantes. Ahora rasgaba más los harapos sucios que medio cubrían su cuerpo. Me encontraba paralizado, aterrorizado, no podía dar crédito a lo que veía, pero al saltar sobre mí, tuve que reaccionar y eché a correr. Huí de aquel lugar.
Al poco rato tropecé con algunas personas y les conté lo ocurrido. Asombrados todos por mi relato, acudieron al basurero. Movimos toda la basura y buscamos por los alrededores pero fue inútil, no estaba. Las personas se fueron vociferando cosas contra mí. Yo iba detrás de ellos tratando en vano de convencerlos. Se alejaron y giré la cabeza para echar un último vistazo. Mi asombro no tuvo límites. Allí estaba el hombre rata, pero ahora su aspecto era más de hombre y lo más curioso era que una linda mujer de piel morena parecía conversar con él.
De repente, el hombre se fue enfurecido. Halaba sus pelos hasta arrancarlos y chillaba de nuevo haciendo aquel ruido tan escalofriante.
En su furia abrió los brazos y trató de sorprender a la mujer, quien al ver la proximidad dio un paso atrás y de pronto quedó convertida en una luz del tamaño de un puño y voló internándose en la basura, siendo perseguida por el hombre rata, quien trataba de alcanzarla. Viendo todo aquello y sin atreverme a llamar a alguien, pues si no creyeron el primer relato éste resultaría más increíble, decidí acercarme.
Mientras lo hacía tomé una piedra y me acerqué aún más. La rata no me vio, pues seguía tratando de atrapar aquella luz que cada vez parecía moverse más rápido.
Cuando estuve lo suficientemente cerca, traté de detener al hombre rata con la piedra que había, pero al estirar mi brazo ya no era una piedra, era osamenta que despedía una luz morada. De ella salió una voz resonante y dijo: “Ser o no ser”.
Caí al suelo sin sentido, no pude más. Cuando desperté me hallaba en el hospital. Trataba de recordar. En ese momento apareció una enfermera y me comentó: “¿Ya está mejor? Aquí lo trajo una mujer morena que lo recogió cerca del basurero”.  

HECHIZO (Enrique Plata Ramírez)
Voluptuosa, aprovechando la ausencia de Assam, su marido, accedió la mujer a sostener relaciones con aquel campesino que recién llegara a visitarlos. Al regresar el esposo y encontrarlos sobre su lecho, fue ante un juez y los acusó de adulterio. Ambos fueron condenados a la lapidación.
Ella, sin embargo, que no estaba dispuesta a morir por una nimiedad, juró en nombre del todopoderoso que era inocente pues el hombre aquel, la había hechizado y se aprovechó de ella todo cuanto quiso.
Sin comprender nada de lo que pasaba el campesino fue llevado a la hoguera por hechicero.

TRAGEDIA (Enrique Plata Ramírez)
A través de la ventana de mi casa contemplaba con cierto terror la fiereza de la lluvia que se batía contra la ciudad.
Desde el fondo de la calle vi como alguien se movía debajo de un paraguas que era azotado por el viento y abatido por la lluvia. Con el corazón en la boca descubrí que se trataba de una mujer y un niño que presurosos intentaban ponerse a salvo.
Aterrado, no pude evitar un leve grito cuando mi casa abrió sus fauces y los engulló sigilosamente.
Ahora éramos cuatro los degustados.

SUPERSIMETRÍA (Eduardo Mariño)
a Pedro y José Pineda, grandes héroes cotidianos
Los recuerdo altos, inclinados en la barra más o menos decorada de una licorería, o en el mostrador humilde de una bodega en la vía a Maraquita; siempre era lo mismo: ¡Epa morocho! y el cuerpo echado hacia atrás, el torso hacia delante, siempre cerveza negra, siempre la risa maliciosa. La navaja al cinto de uno, el celular del otro era la primera ruptura de simetría que se advertía, lo más sutil y enreverado. Siempre la carcajada sardónica y mordaz, el saludo afable. La mirada serena tras los lentes, estilo moderno en uno casi «al aire», de metal simple y más clásico en el otro. Gris el Land Cruiser de uno, café brillante el del otro.
Era como ver un espejo, sólo que no estaba ahí tu reflejo, sino el suyo. Era como estar siempre ebrio porque siempre veías dos de cada uno.

POSADA. PASADIZOS SECRETOS (Duglas Moreno)
Los  mensajes en el cuaderno de notas no tenían fecha. Revisé detenidamente unas seis páginas y la escritura variaba muy poco. Les juro que pensé en una terrible casualidad: el mensaje era el mismo y quien lo escribía también. Para no ser tan suspicaz me dije, tal vez, cada turista  tenía una sola idea sobre la posada. Que era reconfortable. Eso recuerdo que dijo mi esposa. Las habitaciones se ven bien. Tienen hasta una chimenea para el fuego. Quizás lo mejor eran las ventanas abiertas, pues dejaban ver la lejanía del páramo andino.  La mujer que nos atendía hacía un esfuerzo enorme por ser agradable. Sin saber de nuestros gustos, se apareció con unas tazas de café. El aroma era especial. Le dije que estaba muy sabroso. Sin vernos  a la cara soltó: lo traen de lo más alto del páramo. Los sábados bajan los cafetaleros y el pueblo parece una fiesta. Dejan café y se llevan azúcar y jabón por montones.  La mujer regresó a la cocina. Yo seguía pensando en la escritura de aquel diario de visitas. Un hombre, quizá el marido, largó desde un oscuro rincón: la gente escribe casi siempre lo mismo, a veces creo que se copian para no añadir algo distinto. Cuando Ud. se marche, a lo mejor, hace igual. No quise agregar nada al comentario.  Pagamos y subimos a la habitación. Ciertamente todo estaba en orden. El silencio, la noche y el agobiante frío eran dueños del lugar. Toda mi familia se durmió plácidamente. Yo no podía encontrar el sueño. El libro de notas seguía en mi memoria. Decidí arriesgarme, sin decir nada, bajé a la sala de espera y abrí el libro. Había un texto reciente y en una letra alterada y pastosa estaba mi nombre. Mientras regresaba al cuarto, vi la silueta del  hombre que se perdía por un pasadizo secreto de la sala. Quise marcharme en ese instante; pero era imposible. Pasé toda la noche con la mirada puesta en la puerta de la habitación. Y pensaba: afuera había un homicida, un mensaje como evidencia; adentro el sospechoso ideal, solo faltaba que se ejecutara la sentencia que había quedado en la enrevesada  escritura del libro: la señora de la posada no va a seguir robando a los inquilinos. 

sábado, 9 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (37) Varios autores

Imagen en el archivo de Juan Carlos Rosales González




QUEBRADA DE LAS ÁNIMAS (Mercedes Franco)
Entre El Tocuyo y El Molino, dos pueblos del estado Lara, se encuentra “La Quebrada de las Animas". En este pequeño arroyito se bañan a veces los niños campesinos, pero solo durante el día. Porque según una antigua leyenda del lugar, al anochecer se ven allí blancas apariciones, extrañas sombras fugitivas.
Afirma una creencia popular que en este arroyo larense ocurrió un hecho terrible. Un capitán español había abandonado a su mujer con un niño pequeño, por una bella cortesana recién llegada. Se dedicó a su nuevo amor, sin pensar que pronto pagaría las consecuencias de su villanía, pues la dama en cuestión aceptaba el amor de otros hombres.
Alguien le advirtió al capitán que estaba siendo víctima de una engañifa. No tuvo más que seguir a su nuevo amor hasta el arroyo. Ciego de ira, el hombre mató a la infiel y a su amante. Estuvo solo unos días preso, pues en la época, el hecho tenía grandes atenuantes. El capitán fue al mismo río y allí se dejó morir de hambre: Dicen que desde lejos se le veía vagar llorando por el lugar. Con el tiempo el río se hizo mínimo. Y en las noches más oscuras, se ven allí tres sombras dolientes, entre las aguas de la "Quebrada de las Ánimas".



QUEBRADA DEL JASPE (Mercedes Franco)
En nuestro estado Amazonas, cerca del kilómetro 273, se revela una de las maravillas de nuestro país: La Quebrada del Jaspe, un lugar mágico donde la piedra roja, semipreciosa, colorea las aguas y las hace parecer de sangre. El sol golpea de lleno la impetuosa cascada. Un gran arcoíris se derrama sobre las rocas.
Esta quebrada tiene una rara leyenda: mucha gente en el lugar asegura que desde aquí comenzará el Apocalipsis.



RAPTOS MÁGICOS (Mercedes Franco)
Muchas personas aseguran haber sido raptadas por duendes y fantasmas. Una jovencita en Falcón afirmaba haber sido secuestrada por un Ceretón que intentaba seducirla. Ella logró escapar y lo alejó embadurnando su cuerpo con  sangre de pescado, animal que parecen detestar los duendes. Otra muchacha de Barcelona, en el estado Anzoátegui, afirmaba haber sido sacada de su habitación durante la noche por una fuerza invisible, que la llevó a una montaña. Allí se encontró sola, en la oscuridad, pero una voz amable la tranquilizaba. Se durmió en brazos del desconocido. Al amanecer pensó que vería al fin el rostro de su gentil raptor, pero solo encontró miles de flores a su alrededor.


REBULLONES (Mercedes Franco)
En la novela Doña Bárbara, nuestro gran escritor Rómulo Gallegos habla de los Rebullones. Eran extraños pájaros portadores de la desgracia y la muerte, sedientos de sangre de vaca en el techo de la casa, para que bebieran.


UN PASEO A LO ETERNO (Gabriel Jiménez Emán)
Entre los chamuscados hierros, entre el amasijo carbonizado de metal y carne humana, entre el revoltijo sanguinolento en donde trozos de tejido se abrían por todos lados; entre los resortes, el cuero perforado y el vapor espeso que sigue las colisiones violentas, vi la cara de ella. Lucía joven y no tenía rasgo alguno de dolor. Sus ojos permanecían entre abiertos, y el vidrio desgranado del parabrisas los había salpicado sin hacerles daño; más bien los trozos del cristal, diseminados a lo largo de los cuerpos en los asientos, parecían una escarcha sobrenatural. Su pelo se extendía sobre el espaldar y se encontraba perfectamente peinado, tendido sobre la superficie lisa. Aún se percibía un calor de vida, una palpitación mucho más profunda que en la de los simples cuerpos aun vivientes. Sólo en ciertos filmes y en algunos cuadros prerrafaelistas o impresionistas había observado una atmósfera semejante, un ámbito tan permeada de visiones superiores. Sus labios, por ejemplo, poseían todavía esa dulzura profunda, propia del mismo instante de la muerte. Por un momento desee situarme en esa zona y dejarme ir hacia un brumoso cielo.
Habíamos preparado todo para la boda con el mayor esmero. Nuestros padres habían invertido en la ceremonia los ahorros de varios meses. El gran patio verde recibiría toldos alegres debajo de los cuales habría mesas adornadas con flores, plenas de manjares. Una pequeña orquesta amenizaría la reunión mientras los invitados se paseaban con sendos tragos en la mano bajo el atardecer, celebrando o maldiciendo nuestra unión, que importaba ya, pero estarían allí con el fin de alimentar la siempre escurridiza felicidad. Mi novia y yo pasaríamos al patio de improviso, haciendo toda clase de bromas con los amigos. Y fue dando los últimos toques a la reunión, cuando a ella se le ocurrió hacer este viaje rápido entre la ciudad y el pueblo donde íbamos a vivir, en nuestra ruina maravillosa, en nuestra pocilga henchida de verdades y sueños. Despertamos muy tempranos y ella aprovecho las promesas del día resplandeciente para proponer el breve viaje. Lo decidimos y ahora estamos aquí, ella en su lugar de eternidad y yo completamente lúcido de este lado, desde donde logré abrir la portezuela para salir y contemplar su rostro completamente inmaculado, lleno de ese esplendor de muerte que no estoy dispuesto a compartir con nadie. Tengo que recuperar este rostro sin mirar más abajo, no quiero ver otra vez el amasijo de hierro chamuscados ni sus espléndidos miembros mezclados a la chatarra hirviente y confundidos, como ahora me cercioro, con una mano mía recién desprendida que ostenta su muñón de músculos y articulaciones rasgadas y en uno de sus dedos el anillo dorado. Con la derecha apenas puedo llegar hasta su perfecta cara de diosa transcendida de esta mísera realidad y acariciarla, acariciarla suavemente sin marchar su tez, ni este matrimonio que con este mi último suspiro, queda ya inmerso definitivamente en el dominio de lo eterno.


MICRO 9 DESTINO (Cósimo Mandrillo)
Emprende el camino y sabe que huye. Adelante está el sol que le hurga la mirada a lo largo de cientos de kilómetros. Atrás queda la herida abierta, el dolor que no cesa un ápice. Ha pensado tanto. Ha recorrido el viacrucis de recuerdos. Ha reinterpretado cada palabra. Ha descubierto una mentira tras otra.
Ahora atesora todo como si fuese un botín de guerra. Cree que se arma pero es débil. Mira la línea infinita de asfalto que tiene por delante y se le ocurre que nada termina nunca. Lo que hay es un estruendo continuo que le torpedea la conciencia. Quiere pensar pero el hilo que lo ata fluye autónomo en su cerebro. Día y noche una procesión de insectos sonoros se mueve con libertad dentro de su cabeza. En un último esfuerzo por acallarlos, sube al máximo el volumen del radio. No sabe si funcionará. Se concentra en el reverberar del horizonte que parece esperarlo, allá, lejos.



EL DISPARO FUE CERTERO (Gregorio Riveros)
Con escalofriante precisión atravesó el oscuro cristal de la ventanilla y se alojó en el cráneo del hombre. Su cuerpo cayó sobre el volante y luego se desplomó hacia su derecha, sobre el hombro y la pierna izquierda de la mujer. El escarabajo comenzó a zigzaguear y rápidamente arrancó, se saltó la luz del semáforo y se perdió por Los Próceres en dirección hacia quién sabe dónde. Los dos hombres de la segunda moto regresaron presurosos, recogieron algo y con la misma premura aceleraron y se fueron detrás del Volkswagen, también hacia la nada.
En la distancia los motorizados ya no existían.
Asustada, la mujer sujetó el volante del vehículo que continuaba encendido y se movía con lentitud pero no lograba controlarlo, en el puente lo desvió ligeramente hacia la derecha, donde funcionaba la parada de una línea de taxis que estaba por allí y lo recostó contra la acera, cerca de uno de aquellos vehículos de alquiler. Aparte del susto, a ella nada le pasó. Él respiraba con dificultad. Así lo encontraron los taxistas una vez que ella hubo gritado pidiendo auxilio.
Una camioneta negra, Ford Explorer 4x4, vidrios ahumados, del año, pasó muy lentamente y a sus ocupantes pareció no importarles nada de aquello. Impertérritos, continuaron su marcha.
Por la radio, Roberto Carlos seguía cantando...
“… ella aquieta mi herida, todo, todo se olvida…”
Era la 1:10 de la madrugada.



AHUMADOS EL RESPALDO Y EL ASIENTO  Y SEMIDERRETIDOS LOS ARCOS (Armando José Sequera)
A la abuela no le gustaban los cohetes. Decía que volar por el espacio y visitar otros planetas era cosa del Demonio y que en las cosas del malo ninguno se debía meter.
Nadie había hecho ninguna objeción al momento de su sudorosa e  imprevista llegada y todos en el pueblo la adoptamos de inmediato como abuela.
Ya le habíamos tomado cariño.
Cuando Paula me tomó de la mano y yo aferré nuestra maleta para avanzar hasta la plataforma solar que nos llevaría a la base de lanzamientos, en calidad de primeros viajeros del poblado, la abuela se santiguó con azufrosos movimientos y desapareció de nuestra vista, en una llamarada parecida al despegue de los cohetes.
Como prueba para los incrédulos quedó su mecedora: ahumados el respaldo y el asiento y semiderretidos los arcos.  



EL ORNITÓLOGO (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
Su canto era único, perfecto. Acudía diariamente a escuchar esa melodía, lo llevaba al éxtasis. Era la única especie que no poseía.
Pensó muchas veces la manera de llevársela, claro, sin levantar sospechas.
Aquel día parecía ideal, el pasillo estaba solo.
Aquel día nada salió bien, la soprano no quiso entrar a la jaula. No pudo llevarla viva.


PROHIBIDO VOLAR (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
No puedo volar en este mundo de pájaros. Tengo que caminar como un idiota. Tengo que hacerlo junto a ellos porque, desde hace tiempo, simulan caminar.
Está prohibido volar pues. Debo tener las alas siempre dobladas, bajo la camisa.
Recuerdo la última vez que despegué y pude planear un rato; luego de esquivar los disparos, aterricé y me escondí, pero, fui capturado.
Aún me duele la sentencia, la siento en el peso de cada paso de mi única pierna.


¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño)
El autobús realmente vibraba mucho, con todo ese movimiento, Nancy no podía regresar a sus carcelarias emociones de cuando niña. Así le había enseñado el tiempo inexorable y vil.
Al momento de subir, no sabía el nombre de su verdugo. Una señal de vida tan paradójica como su silencio ante la recia voz de él. Alguien le había comentado, pero ella no aceptaba la realidad del peligro. Para ella, los autobuses eran sólo máquinas, fierros sin vida ni espíritu inmortal. Enrique apareció de pronto, en la ingenuidad del colector. El misterio de amar, no era más que un recordatorio a su histérica situación de indeciso desinterés.
Una vez más el autobús crujió en una curva y de nuevo sintió ese vacío en su estómago. Nancy no estaba siendo en modo alguno autocompasiva, no era susceptible; pero aún así, tenía miedo de morir sin llegar a San Carlos. Para ella, eso significaba algo así como fallar a un precepto genéticamente implantado en sus uñas, en su bolsito negro y sus tarjetas amarillentas, llenas de nombres de novios, nombres que jamás eran absolutos. Todas tenían la marca de haberla llevado una y otra vez, a estar al borde de llorar y reír por un sepulcro de emociones; manchado tremedal de intencional desolación y silenciosas voces atrapadas en complicadas rayas, en almohadas sin funda, sin tela, sin gomaespuma, sin colchón, en fin, sin cuerpos que jadeen y griten.
Recordó de improviso que su Credo arrancaba con el mundo apesta y sonrió, pues era existencialista, nihilista, comunista, pero en el fondo, temía a la muerte antes de llegar a San Carlos.
Nancy, al parecer, nunca amó; podía mentirnos a todos diciendo que había amado a Enrique, pero él era como ese pedazo de historia que uno trata de hacer propio en tiempos de escolar. Enrique lloraba y Nancy reía mucho cuando los vi por primera vez. Por supuesto, ella ya me conocía; me creía tan malo y despiadado; comenzó a creerme el amo absoluto de su amor y de los hijos de aquella fuente de dolor, contemporáneos de mis estudios iniciales de Maestro. Pocas veces reí en su presencia, en cierta forma, yo mismo le temía. Era un temor especial, el de los Dioses que ven el acrecentamiento del poder de sus criaturas como un cierto peligro de olvido.
Un miedo diferente se apoderaría de ella, varios lustros después. Su pulso se aceleraba con cada kilómetro que recorría la unidad de ruta. Se aproximaba a San Carlos, justo donde estaba yo, esperándola; ella podía sentirme, lo sabía.
Luego de derrotarla en el peor juego de ajedrez de mi vida, llegamos a conocernos mucho. Realmente entonces fue cuando comenzó a temerme; a sentir ese miedo a sentir miedo, a adorar mis gritos y sentir verdadera fobia de mis silencios. Más yo no lo hacía intencionalmente; sólo era ella, la que creaba toda aquella situación. Rafael me lo advirtió para ese entonces. Luego, los hijos, la casa, domingos en familia y cosas así. Nancy comprendía mi frustración y trató de influenciarme el diablo sabe tentar, decía; entonces te tentaré, contestaba y un día ella lloró. Amargamente lloró. Yo tan sólo volé sobre la casa un par de horas y dormí con gran calma. Al despertar, ya no estaba.
El autobús frenó de pronto. Ella se sintió caer al piso, rodar, convertida en una sombra, y nada más.
Yo fui a su sepelio; Enrique me insultó, como siempre lo había hecho en los últimos años. Sus amigas (las que aún me recordaban), me nombraban con epítetos que ni Nancy conocía, todas me reprochaban.
No lloré.
Nancy, que era muy bella, no me reclamó
¿Acaso debían reclamarme ellas?



LA AMARGURA DE  AQUEL  HOMBRE. YA NO QUIERO TENER MEMORIA (Duglas Moreno)
La bala dio exactamente en la aldaba  con ribetes de oro. El pedazo de hierro que cayó bruscamente al piso, tenía restos de corazón.  El hombre vino y le apuntó a la cara con esa  rabia que  solo la muerte puede desvanecer. La mano que sostenía el revólver  se mantuvo recta y firme entre la venganza  de uno y la palidez del otro. Si al menos hubiese intentado una palabra.  Si hubiese permitido que recogiera las pocas cosas de la oficina y se marchara. Nada de eso. Solo hablaba de una afrenta, de un honor familiar ultrajado y del fin de la dictadura. No sabemos cómo logró disparar,  con tanta  ira saliéndosele por los ojos, y  dar en el blanco. Dicen que le pegaba a un mediecito en el aire. En Lagunitas lo mentaban El fino.
 La oficina era sencilla. Un escritorio de madera y unas sillas terminadas en cuero. La bandera nacional en un rincón. Detrás del sillón principal, la imagen del dictador.  Allí estaba todavía, la mañana cuando cayó el régimen, el jefe civil del pueblo. Tenía poco tiempo en el cargo. Era un hombre de buenos modales. Recuerdo que al final de la habitación  había una puerta que daba al traspatio. En el fondo de esa puerta el hombre pálido cayó de bruces y su camisa blanca se llenó de sangre inmediatamente. Una mujer con lágrimas en sus manos, lo tomó y lo pegó contra su pecho. Creo que fue Almario el que dijo: él era un jefe bien gobiernista, apretao pues, y no  nos duele naíta lo que le pasó. Entonces la mujer nos silenció a todos, cuando largó sollozante: tal vez no haya sido bueno para ustedes; pero era mi hijo y me duele en el alma. Todos ustedes son unos sinvergüenzas, una persona valdrá siempre más que unos pobres ideales. Ver la muerte de un hijo es como estar ante  tu propia muerte. Son dos vidas las que se acaban. 
Hubo otro muerto; creo que un policía, pero  trato de recordarlo y no puedo. Han pasado muchos años  y sólo el rostro amargo  de aquel  hombre anda por aquí, como si no bastara con lo que pasó y no fuera suficiente tener que llevar su  aciaga figura   a todas partes. Lo cargo como un peso terrible en la  conciencia. Confieso ahora que los recuerdos son también un desagradable  signo de castigo. Me gustaría que todo desapareciera, hasta la vida, no puedo andar con esta angustia siempre. Ya no quiero tener memoria, les juro de verdad que ya no quiero recordar nada.  A veces deseo ir a la plaza del pueblo y sentarme en la sombra de los mijaos, pero estoy  seguro  que él estará ahí esperándome con su camisa blanca bañada de sangre, entonces me quedo pensando en este destino que me ha tocado vivir.