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lunes, 11 de mayo de 2020

Sobre la migración venezolana. Textos de Francisco Aguiar


No hay dulce que aminore la nostalgia por el suelo natal.
Imagen en el archivo de Ana Herrera, Las Vegas, Cojedes




La inevitable muerte
En estas líneas trataré a la inevitable muerte como parte de nuestro fenómeno migratorio: porque merece una consideración especial y porque nos afecta de tal forma que ya no podemos ser los mismos.
La contra parte de la vida al separar, paradójicamente, une. Cuando alguien fallece, por lo general: los amigos, los familiares y los allegados van a su encuentro para brindarle – bajo la religión que profesen o la creencia que alberguen – el último adiós… último adiós que, entre otras cosas, logra que los seres queridos se consuelen entre sí.
Privarse de esto genera emocional y psicológicamente problemas. Privarse de esto ahonda el duelo, genera pesar.
La mayoría de los que enfrentamos – a diario – esta privación; sabemos en carne propia lo que acarrea no ser consolado ni consolar… lo que acarrea la impotencia de querer estar y no poder estar… lo que acarrea llorar a un ser querido a cientos o miles de kilómetros.
Cuando algún migrante perece, ya sea de forma violenta, natural o por accidente, por los costos excesivos que genera el traslado la familia no puede repatriar los restos, ni mucho menos viajar… ¿cómo podría viajar si las más de las familias venezolanas apenas tienen para comer? Por ello, en la prensa no es raro encontrar notas como esta: 
 Buscan a los familiares / En la morgue de Medicina Legal permanece el cuerpo de Pedro Pérez, oriundo de Caracas – Venezuela, quien hasta la fecha no ha sido reclamado. El cuerpo ingresó el 20 de mayo de 2019 y desde ese día, nadie se ha dado a la tarea de reclamarlo. Para mayor información llamar al teléfono…”.
También están, en la misma condición, los NN (Ningún Nombre), es decir, los que al momento de perecer no contaban con ningún tipo de identificación: llámese cédula de identidad, carnet fronterizo, o pasaporte. Es duro decirlo: la mayoría de los cuerpos no son reclamados y terminan en fosas comunes. 
Cuando algún familiar, amigo, o conocido de un migrante muere, ya sea porque no cuenta con los recursos económicos para despedir al ser querido, o porque el vuelo no salió, o porque cerraron (como siempre cierran) la frontera, o qué sé yo; el migrante se queda con la nostalgia de no haber acompañado al ser amado y con la frustración de no poder remediar este hecho. 
Imagínense el dolor de una madre que, por estar en Aragua, no pudo ver por última vez al hijo que murió en Montevideo. Imagínense el dolor de una hija que, por estar en Madrid, no pudo ver por última vez a la madre que murió en Nueva Esparta.
Mi tía Alba Ruiz murió en San Carlos el 17 de abril de 2019 y por estar en Cartagena no pude darle el último adiós. Su muerte no me unió con mis seres queridos. Como dicha unión no fue posible me privé de ese consuelo. ¿Comprenden que gracias al fenómeno migratorio la inevitable muerte tomó un cariz más doloroso? ¿Comprenden que para nosotros, los venezolanos, se ahondó el pesar?   

La inevitable vida
Estudios demuestran que cuando hay guerras, crisis económicas, desastres naturales, en fin, cuando la vida humana se ve amenazada… la tasa de natalidad crece exponencialmente.  Por ello, no es descabellado pensar que en este lustro – lustro donde se ha acentuado la crisis venezolana más alarmante de su historia – el número de nacimientos de nuestros niños, ya sea en Venezuela o en exterior, ha crecido a ojos vistas.
En Cartagena, ciudad de la que hago parte, nacieron, según el diario El Universal, 553 niños de padres venezolanos en 2018 (290 de sexo masculino y 263 de sexo femenino) y este año, por lo que veo, la cifra se duplicará. Ahora, háganse a la idea de cuántos han nacido en cada una de las ciudades del mundo donde existe nuestra migración o en la mancillada Venezuela del 2014 a la fecha. En Venezuela se ha acrecentado la muerte, pero por esto mismo se ha acrecentado la vida. La naturaleza brinda mecanismos para que la raza humana se conserve.
Para dar algunos ejemplos puntuales, mencionaré a mi sobrino Luciano Aguiar Rojas, que nació en San Carlos estado Cojedes hace apenas unos días… nació en el recrudecimiento del problema de la energía eléctrica y de las manifestaciones, pero su nacimiento es un haz de luz para mi hermano Miguel y el aliciente para que persevere en la adversidad.
También mencionaré a Daniangel Saúl Marcano, hijo de mi primo Luis Daniel, que nació hace unos seis meses en Medellín – Colombia. Me imagino que mi primo, en su vida, jamás pensó que tendría un hijo colombiano. Pero lo tuvo, y va creciendo como símbolo de esperanza.
La inevitable vida se percibe a cada paso. Nuestras mujeres se entrelazan con nuestros hombres o con los hombres del país que el destino les deparó. Nuestros hombres se entrelazan con nuestras mujeres o con las mujeres del país que, gracias a la diáspora, les tocó habitar. Así recomienza la historia.
Queramos o no, la busquemos o no, la inevitable vida prevalecerá.

La nostalgia de la tierra
El venezolano no era dado a migrar, si salía al extranjero era en son de turista, por cuestiones de estudio, de salud, de negocios, pero en ningún momento viajaba con la intención de erradicarse… es más, era poco dado a dejar su región de origen.
Si un merideño dejaba los andes para ir a las playas de Puerto Cabello: lo hacía en vacaciones o un fin de semana, o por algo específico. Si algún sanfernandino dejaba a su caudaloso río Apure para irse a estudiar al estado Anzoátegui, después de culminar los estudios, volvía al río de sus querencias.
La mayoría de los guariqueños crecían y morían en Guárico; la mayoría de los aragüeños crecían y morían en Aragua... ni hablar de los maracuchos, para los maracuchos la patria es su amado lago. Como bien se aprecia, nuestro denominador común es el apego a la tierra.
En el llano tenemos una máxima que dice: “El llanero va a Caracas, pero no se acostumbra a Caracas”. El llanero puede ir a New York, a Amsterdam, a Pekín, a donde sea, y no se acostumbrará. ¿Cómo se va acostumbrar si su mundo tiene estrecha relación con sus sabanas, ríos y esteros? ¿Cómo se va acostumbrar a la ausencia de un paisaje que, en síntesis, es parte de su autonomía? 
Hoy, que estoy lejos, extraño mi joropo; extraño comerme una cachapa con queso; extraño el río Tirgua; extraño el olor del mastranto, la flor del apamate, el mango bocao y al Tiramuto de mis amores, en fin; extraño saberme en casa.
Justo el día que cumplí un año de haber llegado a Cartagena me encontré, en el banco de una plaza, a una bella falconiana con los ojos nublados de lágrimas. Venciendo mi timidez habitual me acerqué a ella y le pregunté – después de unos segundos de incómodo mutismo –: ¿Le pasa algo? Respondió – con voz entrecortada –: “No me pasa nada, sólo tengo la nostalgia de la tierra”. 

Nuestros mejores talentos
El recurso más importante que tenemos – el recurso humano de los más talentosos – inevitablemente forma parte de la diáspora venezolana y, por más que se quiera, no se puede renovar con facilidad. Es triste que las personas más capacitadas, las más aptas en las distintas áreas del saber, tengan que salir al exterior por falta de oportunidades. 
Cómo se puede renovar el talento del clarinetista Daniel Simón Suárez, si pocos ejecutan el clarinete de la forma que él lo ejecuta. Daniel Simón debería estar promoviendo el desarrollo de nuestro Sistema Nacional de Orquestas, pero no le quedó otra opción que partir a Francia: vive en París desde hace tres años.
Cómo se puede renovar el virtuosismo de la cirujana Amanda Díaz, de buenas a primeras, si es una de nuestras médicas de mayor prestigio. La cirujana Díaz tuvo que posponer su sueño de especializarse en neumología gracias al descalabro político de la nación que le vio nacer. Hoy vive con su esposo y su pequeño hijo en Paramaribo – Surinam.
Cómo se consigue, a la vuelta de la esquina, a un hombre multifacético del calibre de mi buen amigo Reinaldo Jiménez. Reinaldo es periodista, abogado, docente universitario y actor de teatro. Hoy vive en Madrid – España. Ojalá que cuando la democracia se restablezca podamos realizar, en una de las salas de Puerto Cabello, el proyecto teatral que pospusimos.
Cómo se reemplaza, en corto plazo, el talento de Angélica Alvarado Páez en el área de la docencia. Angélica es una de las profesoras de matemáticas más destacadas del estado Carabobo y tristemente el país perdió este gran talento por no proporcionarle las condiciones mínimas para vivir con decoro… mi colega y amiga desde hace un año y nueve meses vive con su familia en Chile.   
Cómo se reemplaza, en poco tiempo, el talante jurídico del abogado quiboreño Anzonnick Rivero, si cierran las carreras universitarias por falta de profesores y de matrícula. (De los salones de la Facultad de Derecho de la UNELLEZ – San Carlos quedan en pie un 25 por ciento aproximadamente). El abogado Rivero vive desde hace más de un año en Perú, cuando debería estar ejerciendo el derecho en su Quibor natal.
Cómo se sustituye, de la noche a la mañana, a los odontólogos cojedeños José Gregorio Díaz y Francisbeth Aguiar, cuando la carrera de odontología es imposible de costear y cuando talentos como el de ellos no se encuentran con facilidad. Estos dentistas están viviendo en Chile y en la isla de Trinidad y Tobago respectivamente.
Cómo se suplantan a los docentes que están desparramados en el mundo. La ausencia de docentes es tan alarmante que muchos planteles educativos han optado por permitir que padres y representantes den clases para que los muchachos no pierdan el año. 
Cómo se sustituye a los cientos de miles de talentos venezolanos – en su mayoría jóvenes – que por las razones migratorias hartamente conocidas tuvieron que salir del país. Lo lamentable es que la mayoría no ejercen su especialidad en el extranjero: como es el caso del mecánico de motos de baja y alta cilindrada John Manuel Tellez, que llegó hace unos meses a la ciudad de Cartagena para trabajar en una marquetería o como mi propio caso; pasé de profesor de Castellano y Literatura a vendedor ambulante de medicina naturista. 
No sé si la cúpula que ostenta el poder en Venezuela caerá en una semana o en cincuenta años, lo que sí sé es que el enorme hueco que genera la salida en masa de nuestros mejores talentos no será fácil de llenar.

COVID-19: Pandemia que hace regresar
Si en tiempos de “relativa calma” los eslabones más débiles del entramado social viven en estado de vulnerabilidad… en época de confinamiento mundial – por el COVID-19 – los dramas humanitarios crecen de manera alarmante.
Por estos días las redes sociales están plagadas de mensajes que instan a mantenernos en casa. Esta medida sanitaria la pueden cumplir sin dificultad: los ricos, los famosos, los que tienen casa propia y ahorros, pero los migrantes venezolanos que vivimos del día a día y que de paso somos echados a la calle por no poder pagar arriendos… lamentablemente no la podemos cumplir.
No tener techo y comida es igual o peor que el coronavirus que se está extendiendo en el mundo. Los miles de migrantes expuestos al contagio en las calles de Bucaramanga, de Cali, de Bogotá y de otras ciudades de Colombia dan constancia de lo que afirmo.
Ahora bien, las mujeres embarazadas, los niños, los adultos mayores que están a la espera de que se abran canales humanitarios y los jóvenes que a la desesperada emprenden, como buenos caminantes, marchas kilométricas para llegar a casa… son los protagonistas de una tragedia que no tiene parangón en nuestra historia contemporánea.
Ojalá que esta tragedia sirva para que los jefes de Estado, de una vez por todas, se aboquen a nuestra causa democrática… pues los venezolanos soñamos con un regreso feliz.

*Este tópico fue escrito el 10 de abril de 2020 (Viernes Santo), para esa fecha habían regresado a Venezuela miles de migrantes por las llamadas trochas y por los puntos de control fronterizo cuando empezaron abrirse los canales humanitarios.

Francisco Aguiar. Escritor venezolano (San Carlos, Cojedes, 1985). Licenciado en Educación Mención Castellano y Literatura por la Universidad Nacional Experimental de los Llanos Occidentales Ezequiel Zamora (UNELLEZ). Cursó en 2014 el Taller de Formación Teatral que auspició la Compañía Nacional de Teatro (CNT). La revista Memoralia publicó en 2015 su monólogo La Alcantarilla. En 2018 participó en el XXII Festival Internacional de Poesía Cartagena de Indias (FIPCA). La OIM – Colombia publicó uno de sus poemas, a mediados de 2019, en la antología que se titula Pido la palabra. Ha publicado entrevistas, artículos y notas en revistas, periódicos y blogs. Autor del libro El cuento más largo.


miércoles, 13 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (41) Varios autores

Dama llanera en el archivo de Barbuquejo




LOS MOSQUITOS (Gregorio Riveros)
Las moscas están en cualquier lugar, en cualquier parte, eso lo supe antes de ver esos curiosos mosquitos merodear sobre el pantalón de seda, en la silueta de la vagina, de esa linda y desconocida muchacha que estaba de pie, esperando un bus, en la parada del transporte. Era una hermosa mujer de un cuerpo exquisito, elegante, sensual, y muy provocativa. La verdad, me llamó la atención, a pesar de la presencia de los mosquitos. Caso extraño, que por un momento, un instante, me distraje, y perdí la atención en ella, porque me detuve también, tan solo en un instante, a pensar en las moscas y los mosquitos. Conocía las moscas en la literatura, por un cuento de Augusto Monterroso, titulado “Las Moscas”. Pero mucho tiempo antes, conocíamos las moscas, porque de niño, nos mantenían atentos en la casa materna para que las moscas no pisaran nuestra comida. Recuerdo a un hermano, muy jocoso, que una vez lo advertí escandalizado, horrorizado, porque una mosca caminaba sobre su comida, me miró, y me dijo: “tranquilo, que esas comen poquito”. Claro que la espantó. Le conté a mi madre, y me dijo, que no es lo que comen, sino lo que dejan. Ahora que me gusta leer, me gusta la literatura, observo su presencia (de las moscas) en todos los géneros, desde la novela, pasando por el cuento, el teatro, la fábula, y hasta en la poesía. Además del escritor hondureño (con nacionalidad guatemalteca) Augusto Monterroso, hay otros escritores que han publicado obras con el tema de la mosca. En el siglo XVIII, el escritor español Félix María de Samaniego escribió la fábula “Las moscas”, y también, es autor de la fábula “El Calvo y la mosca”. La escritora británica Katherine Mansfield (1888-1923) escribió el cuento “La mosca”. En Grecia, Esopo, fabuló con la mosca. El francés Jean Paul Sartre escribió una obra de teatro acerca de la tragedia griega y le puso por título “Las Moscas”. El británico, premio nobel de literatura, William Golding, escribió su novela “El señor de las moscas”. Aquí en Venezuela, Arturo Uslar Pietri escribió un cuento titulado “La mosca azul”. El mismo célebre escritor Augusto Monterroso, lo proclamaba a los cuatro vientos, y decía, que en la literatura solo hay tres temas: “la muerte, el amor y las moscas”. Pero yo insisto en los mosquitos, porque veo que la mosca es muy mentada y célebre en la literatura universal. Tal vez por llevar la contraria, por esa simple razón, o por simple justicia, escribo este cuento de los mosquitos. Ahora, las moscas no están solas en la literatura universal, también estarán los mosquitos, sin discriminación. Y para avanzar un poco en este cuento, para poder llegar al final, volví a darle un vistazo muy discreto a la muchacha de los mosquitos. Pero no estaban ni los pantalones de seda, ni la hermosa silueta carnal, ni la muchacha, porque le había llegado su turno, su transporte. Llegó su bus, lo abordó y se marchó. Y a pesar de su ausencia, insistí en continuar el cuento. Pero al fin, me percato, que los mosquitos, también se marcharon.



FOBIA  (Gabriel Jiménez Emán)
Un hombre prefería morir que esperar en clínicas u hospitales. Cuando enfermaban tenían que llevárselo con ataques de hospitalitis y atenderlo en casa.
El hombre extendió su hospitalitis a los médicos. Uno de ellos, amigo de confianza, le convenció de su mal, y poco a poco se dejó tratar su fobia. Fue remitido a un psicólogo, luego a un psiquiatra: todos oyeron sus insistentes relatos acerca de la angustia humana acumulada en pasillos, de todos los lamentos tragados por los lavamanos, de las lágrimas de dolor adheridas a tantas paredes, de las almas de los niños muertos que iban a dar a los depósitos de los clamores inútiles de los descabezados, de los triturados, de los desahuciados de cáncer, de los fallecimientos de bellas jóvenes por infartos y de los imperdonables accidentes en los quirófanos.
Comenzó a padecer de una afección respiratoria que le impedían hablar bien, y cuando lo examinaron hallaron un enfisema avanzado, causado por el hábito de fumar.
Tenía entonces dos alternativas: morir a causa del cigarrillo o morir debido a su fobia por los hospitales.
Siguió fumando y salvó su vida.



ENCUENTROS LEJANOS (Gabriel Jiménez Emán)
Apenas enciende el ordenador, Bill se pone en contacto con el mundo global que se pone en contacto con los otros contactos del mundo en permanente contacto con otros ordenadores que emplean una red complicada en contactarse entre ellos mismos para obtener la información requerida para poder hacer funcionar la primera tecla del ordenador de Bill.



TARJETA DE INVITACIÓN.  BARAJAS Y EL BAR (Duglas Moreno)
Afuera anda la gente creyendo que en esta casa matamos al hombre. Solo un poco de recuerdos hay en la mesa.  Una tarjeta y una mano temblorosa tratando de sostener un cigarrillo en unos labios de  mujer. Un humo seco vaga en las miradas transparentes que se desploman en la mesita. Estas mujeres  no saben nada de retos. Insisto, la gente busca al asesino entre nosotras. Él llegó  con  ese rostro pálido que ahora tiene. Solo pidió un trago  y  comenzó a llorar. Habló de traición y esta mujer lo consoló. Sé que no hizo nada malo.
La pobre mujer, todavía desnuda,   abrió la boca y dijo: él se murió en mis brazos, tuve que quitármelo de encima. Lo miré a los ojos y  ya el amor  que mostraba entre risas y apretones en la mesa, había desaparecido. Solo había en el rostro como  un vacío. Yo no sé qué había en su cara, pero un ser humano que digamos, eso no.  Su cuerpo frío me estaba ahogando.  Caminaba y lloraba, la mujer.  Gritaba: aquí hay un hombre  muerto. Tal vez sea la quietud  la que  lo hacía como de plomo.  Nunca imaginé hacer algo así.  Su voz desapareció entre cortinas rotas.  Yo pagué la pieza y me quedé pensando. Soñaba. La policía vino y me llevó a casa,  todavía con una palidez asombrosa.
Ahora, esta habitación, reconozco, no tiene ventanales como la que abandoné  esa tarde en mi viejo pueblo. No sé,  es diferente. Quiero otra vez vestirme, tomar mi sombrero,  cobrar el pago de mi trabajo y agarrar las sendas de la comarca; pero no puedo. Quiero recordar  los patios con naranjas y  montar un caballo y pasearlo por el pueblo. Deseo dar adioses a  la gente y cantar. No puedo. Estoy como sin fuerzas, apenas alcanzo a  cruzar las manos sobre mi pecho, mientras, a mi lado unas mujeres  toman barajas de una mesa y ríen como si  estuviéramos en  una fiesta. Una  de ellas llora y me aparte de su lado. Veo que sale corriendo por un cortinal.  Afuera mis amigos hablan de mis recuerdos, estoy como en una imagen de mí mismo. Miro flores y una luz azul muestra una larga sabana. Vienen y pasan los palmares y el morichal. Vienen los caballos. Tengo el río  nuevamente ante mis ojos. Hay una calceta entre el sol y la caída de la tarde.  Es hermosa e infinita la lejanía, todo allí  es verde, es como si estuviera en la eternidad. Recordó que nunca había pasado algo así. Algunas personas -insistía en esta idea mientras contaba un dinero- piensan muy mal de nosotras, pero yo no le hago ni un ninín de caso, esperemos que pasen unos días y abriré nuevamente el local. Las muchachas se han ido, pero regresarán. Yo le traje vida a esta gente, aquí lo que había eran peleas de gallos y carreras de burros, mis muchachas  son la vida del pueblo. Nunca la muerte, como hoy. La mujer observa como la gente camina lentamente hacia el cementerio. Mis amigos llevan una urna, algunos lloran y yo observo la imagen de una mujer huyendo por un cortinal.

 

 


EL PELIGRO AMARILLO (Eloi Yagüe)
Las primeras dos noches del inspector Trómpiz en el nuevo apartamento, donde se había mudado con su esposa, fueron totalmente placenteras. Durmió como un tronco y eso era lo que había deseado desde hacía mucho tiempo. Habían escogido ese vecindario, alejado del centro de la ciudad, precisamente por su fama de tranquilo. Solo de vez en cuando sonaba la lejana alarma de un carro pero ya estaban demasiado acostumbrados a ese ruido. Lo mejor era dormirse con el anestésico sonido de los grillos. Que Trómpiz no escuchaba desde su infancia en el campo.
La tercera noche, sin embargo, el inspector despertó sobresaltado. Escuchaba un ruido pero no lograba identificarlo. Prestó atención. Era… no, no podía ser, parecían cantos de pájaros, un verdadero griterío canoro. Miró el reloj: eran las tres y veinte de la madrugada. Quiso despertar a su esposa, pero dormía profundamente. Entonces el ruido, que ya era lejano, se fue apagando hasta cesar. Trómpiz se dio media vuelta y se volvió a dormir. La cuarta noche volvió a despertarse con el ruido de los pájaros, muchos pájaros. Pero lo sentía tan lejano que por un momento pensó que estaban en el interior de su cabeza. Miró el reloj: 2:45 a.m. Su esposa dormía a plenitud. Trómpiz se aquietó, trató de respirar conscientemente para recuperar la calma, pero el ruido parecía arreciar. “¿Será una alucinación auditiva?”, pensó. Nervioso, salió al balcón a fumar un cigarrillo. La noche estaba tranquila. Pocos carros pasaban por la calle. Nadie caminaba por la acera. Era un barrio definitivamente tranquilo y los cantos habían cesado tan misteriosamente como habían empezado a sonar.
La quinta noche Trómpiz despertó de madrugada con dos certezas: estaba oyendo claramente a los pájaros y le parecía que los cantos venían desde el interior del edificio, de apenas seis pisos, donde estaba su apartamento. Decidió aclarar el misterio de una vez por todas, cogió su arma debajo de la almohada, se levantó sigilosamente sin despertar a su mujer, se calzó unas zapatillas de goma y extrajo del closet una linterna. Sin hacer ruido, salió del apartamento al pasillo iluminado y comenzó a bajar las escaleras (no había ascensor, era un edificio viejo). Se guiaba más que nada por su instinto y por la dirección de la que parecía venir el ruido: abajo, siempre más abajo.
Finalmente, llegó hasta la planta baja. Allí, una pequeña puerta de madera daba al hueco de la escalera, que a la vez era el cuarto del servicio. Trómpiz entró y encendió la luz. Una cucaracha huyó corriendo por la pared. Allí estaba el final del ducto metálico por donde caía la basura del pipote. Había unos enseres de limpieza, cajas de cartón, un montón de periódicos viejos y sobre ellos botellas vacías. Pero el ruido le parecía cada vez más claro y nítido. Dirigió la luz al interior: solo basura maloliente. Torció el cuerpo para mirar hacia arriba por el interior del bajante: hasta donde alcanzaba la luz, nada. Entonces miro la base del pipote. Debajo de este se veía un ángulo metálico. Trómpiz movió el pipote. Había una trampilla cuadrada. Y el ruido seguía.
La trampilla no tenía asa sino un hueco. El inspector metió el dedo índice y la levantó. Iluminóo con la linterna y vio un túnel que descendía hacia la oscuridad. Una escalera de tubos metálicos empotrados en la pared le permitía bajar. El ruido cesó de pronto, pero ya Trómpiz estaba decidió a investigar. Amartilló la pistola, y sujetando la linterna con la boca, empezó a descender. El hueco era profundo. ¿Diez metros, veinte tal vez? No estaba seguro, pues hizo el trayecto en casi completa oscuridad, ya que no podía descender sujetando en una mano los tubos, en la otra la pistola y, además, mirando hacia abajo. Finalmente tocó piso, intuía un recinto grande: una habitación o nave. Barrió con la luz de la linterna. La claridad apenas bastaba para distinguir los contornos de los muebles. Parecía haber un gran desorden. Trómpiz avanzó uno, dos, tres pasos. Tropezó con algo tendido en el suelo. Alumbró. Era un cuerpo humano, mondo en el hueso. Vio la sonrisa de la calavera antes de voltear a buscar, desesperado el interruptor de la luz. Milagrosamente lo encontró. Cuando la bombilla se encendió, aún tuvo tiempo de ver lo que se le venía encima: una mortífera nube de plumas amarillas.
La trampilla se cerró con un golpe seco. Los tiros no se oyeron afuera, los gritos se apagaron lentamente y la tranquilidad volvió a la noche vecinal.

*Solamente dos palabras, de las diez mil que pronuncio diariamente, me dan estímulos para seguir viviendo. Ellas son: Te amo. Feliz cumpleaños, amor mío. Ni el tiempo ni la distancia son suficientes para dejar de quererte. Pronto estaré a tu lado. Este breve relato lo escribí en tu honor como prueba de mi pasión irrefutable.

 


EL AMOR (Julio Romero Parra)

El amor tocó mi puerta. Observé por la mirilla, pero no me atreví a abrir. Era un niño rubicundo, completamente desnudo y de sexo incierto. Sus cabellos eran rizados y la expresión de su cara era más endemoniada que angelical. Llevaba carcaj con saetas a sus espaldas y un arco armado dispuesto a zaherir. Por supuesto, conociendo lo terrible que era no quise abrir. Mi mujer permanecía dormida. No hice esfuerzo alguno para despertarla. Con sigilo fui a la sala de baño y comencé a ducharme. Luego me dirigí hasta nuestra alcoba matrimonial, saqué ropa del clóset y me vestí. Anudé mi corbata oscura contra el cuello de mi camisa, metí mi cuerpo en el traje negrísimo exigido en mis labores funerarias, empuñé mi maletín, di un beso a mi esposa aún dormida y salí a ocupar un lugar en el Metro.

Desde mi apartamento hasta el edificio K, utilizando el transporte masivo, no tardaba más de diez minutos. Así que con el cabello húmedo ya me encontraba situado en el interior del ascensor. Fui saludado por algunos usuarios. Arribé hasta el piso donde se encontraba mi oficina. Ya sentado ante mi escritorio, alguna empleada me hizo llegar panecillos con jamón y café con leche. Desayuné muy contento al tener noticias de que mi negocio crecía gracias al incremento de muertes violentas en nuestra ciudad. Aún sonriendo encendí mi computadora. La pantalla me reservaba la agenda del día. Era yo el director general de una Compañía de pompas fúnebres y allí se encontraban cinco nuevos casos que debería atender de manera inmediata para brindar el servicio de despedida eterna.

La causa de las muertes de aquellas cinco personas era semejante. Tres hombres y dos mujeres habían sido alcanzados por flechas venenosas. Así que de inmediato llamé a mis empleados y ordené el consabido servicio. Serían las once de la mañana cuando alguna de mis empleadas abrió violentamente las puertas de mi oficina. Se veía literalmente aterrorizada. Me informó que un niño desnudo, rubicundo, encolerizado y armado con un arco disparaba sin piedad alguna contra todos los habitantes. Antes de correr a esconderse me gritó que los pasillos estaban congestionados de heridos y de cadáveres que fueron alcanzados por saetas.

Sentí terror y apagué la computadora. Salí de la oficina y tomé el ascensor más cercano. Huí del edificio K. La ciudad era un caos. Transité avenidas apocalípticas atestadas de muertos y agonizantes, todos con flechas clavadas en sus cuerpos. Alcancé la estación del Metro. Entre los andenes pude ver cientos de cadáveres y heridos. En el interior de los vagones ocurría lo mismo. Varios trenes se encontraban descarrilados como víctimas de un atentado terrorista. La gran cantidad de cuerpos exánimes era sorprendente. Bajé en la estación que me correspondía y corrí a través de una vía colmada de desgracias. Las calles también estaban llenas de cadáveres, todos atravesados por flechas en sus corazones.

Por último, llegué a mi apartamento. Abrí la puerta. Mi mujer agonizaba en el sofá alcanzada por una saeta en su seno izquierdo. Sentí miedo y muchas náuseas. Corrí hacia el baño. Allí lo encontré desnudo, rubicundo, encolerizado y con un arco que apuntaba una flecha contra mí.

Al fin te encuentro me dijo el niño amor.


sábado, 2 de febrero de 2019

Dulcería Típica de Venezuela. Alfredo Armas Alfonzo

Llanera  en plena faena preparando melao. Archivo de La Voz del Joropo


LOS BRILLANTES DE MÉRIDA
La confitura brillante y translúcida no esconde sino que acicala la dulcería merideña de los brillantes. La azúcar como vidrio molido enaltece así la fruta la toronja, el higo, la lechosa de tanta maternidad que acaba derribando la madre prodigiosa del mercado de los lunes  de Mérida, que recorría de niño, junto al abuelo acicalado, Mariano Picón Salas. El venezolano ilustre hace memoria de este recorrido nostalgioso de regreso a la infancia en un librito inapreciable, viaje al amanecer, que es como un elemental catecismo de los más tiernos recuerdos de una ciudad ya extinguida, de una tradición ya exhausta, de un tiempo tristemente lejano. El mercado de Mérida se llenaba de colores de montes y huertos y de presencias como las que rememoran pueblos leyendarios de la España castellana o andaluza. El niño se abría paso entre burros y bueyes de carga ya aliviados de su peso de frutas y verduras de fragantísismos humores; puestos de frituras y quincallas donde se ponen a la venta estampas de santos, novenas y abalorios para la belleza campesina. Ese es el lugar donde impone su aire imponderable, entre ollas de barro y sacos que desbordan la guama, el mamón de Los Guáimaros, la badea, los camburitos, bocadillos, una diosa de la cordillera, de grandes cuadriles, los dientes sanísimos, los ojos orgullosos. No oculta el origen timotocuica que la hace preponderante. Picón Salas describe su aristocracia adornada de “gran pañolón de merino, cruzado de pesado prendedor de oro”. Si él requiriera representar la fecundidad de su pueblo mestizo y montañés invocaría esta Ceres, como él la nombra, hecha ahora de sabores inolvidables. Junto al pecho potente se colocaría la bandeja de los brillantes del resplandor de las aguas del Chama.

EL MAZAPÁN ANGOSTUREÑO
De misterios que no soslaya el texto de la mitología con que Sir Francis Drake regresa de entre las aguas anubarradas del Orinoco a la luz del Delta con una cabeza de guacamaya emplumada de arcoíris en lugar de su espada de esa fábulas que inventa el desvarió de un inglés cortesano, pirata y cartógrafo de sueño, parece provenir la fruta del merey, este árbol o arbusto de la familia de anacardias, dueño de una voz emparentada con los árabes y enraizada en la historia de las Indias como la profecía de Amalivaca, que presenció el diluvio y la germinación del primer hijo de la semilla de la palma moriche. Ninguna criatura vegetal como ella, que no florece sino que entrega de su pecho leñoso fruto y semilla a la vez. Bien sea de carmín de la herida de Cristo, de amarillo como dicen que se le ponen los ojos a la víbora cascabel cuando se adentra entre la noche, de esas  lilas que asoma la hora vesperal sobre el fin de la tierra y que el Orinoco o ante Paria convocan al hombre de la tristeza, el merey se apropia del silencio de los primeros amos de América, de su precariedad para sustentarse de la nada, y un día se llena de carga, como si de pronto lo llenaran los increíbles pájaros de la selva amazónica del relato de Drake. La tradición de Angostura, hoy esta Ciudad Bolívar donde se guarece el mejor corazón del hombre, mandar que esta semilla fabulosa de macere, se acendre en el fuego, para darle lugar al mazapán tan buscado; manda que el fruto se exponga al sol para alcanzar la otra maravilla de la dulcería del mundo.

LAS FINURAS DE CARACAS
José García de la Concha, hasta que Dios lo atrajo a su seno como él se puso  a esperarlo, la barba de patriarca extendía sobre el pecho, jamás dejó de rememorar la vida y costumbres de la vieja Caracas, siempre con neblinas puestas sobre el Ávila y su pregón de claveles de Galipán en la calle de ventanas con celosías donde suspiraban  solteronas ruborosas condenadas a vestir santos. El anciano y ultimo evacuador de la ciudad de antaño a veces se ponía a alabar en la quietud de la quinta Anauco bajo cuyos techos transcurren los últimos años de su apasionado amor, la condición hacendosa de la mujer caraqueña y su disposición para el ejercicio de un recetario de la dulcería tradicional venezolana donde figuraban desde las jaleas de guayaba o de membrillo que salían de las manos de Isabel Días Smith, los ponqués de las Pardo Roque  o las finuras de dulces de Dolorita y Susana Urdaneta, hijas del general en Jefe Rafael Urdaneta, el de la Independencia, y “que hicieron época con su arte culinario”, vengan al caso las mismas palabras del evocador cronista. Recordaba asimismo don José “unas lindas y sabrosas naranjas rellenas” que eran el orgullo de su tía Micaelita Revenga; los bienmesabe en almíbar de coco y huevo, acompañados de bizcochuelos y canela; las islas flotantes, los suspiros, en un mar de cremas; las chipolatas, los hojaldres, el cabello de ángel, la torta bejarano enguirnaldada con semillas de ajonjolí, la cojita, los tacones, que no era sino ruedas de pan frito mojadas en ron y bañadas con melado de papelón; el manjarete, el tequiche, el arroz con coco, el golfiao. Una Caracas tierna de pura confitura.

EL PAPELÓN
En las algaras de los soldados llaneros que siguieron a Bolívar a la Campaña de los Andes, junto a la lanza, junto a la cecina y los pedazos de casabe y queso del bastimento escotero, jamás dejó de ir el papelón, que aparece en la vida del venezolano como la canción del Bravo Pueblo de los primeros días de la patria a la que le puso música no se sabe si Juan José Landaeta o ese otro compositor de la Colina que retrató Juan Lovera con su violín, el mulato Lino Garrido, en cuya encarnadura vital se restaura el rostro del hambre de oriente y llano. Esa fue la mano que endulzo tanta amargura. Esos mismos ojos resignados y esa idéntica expresión de los labios desdeñosos corresponden al cortador de caña de valles y recodos donde siempre se erigía un torreón de ladrillo y el humo de las pailas del trapiche. Esa torre, la espiga de la caña diseminada como banderas del viento de algún cuento de Sacarra-majestad y el buscare florecido dibujan en la tarjeta postal el otro antiguo y viejo país que se sustentaba de su fruto y de su cosecha. De un suelo dulce se obtenía aguamiel que llenaba las taparas con que el pobre componía el café del amanecer, pero también de este zumo constante se armaba, vaciados en moldes cónicos de madera, el papelón de oro que sabría de una buena clase si al rallarlo con la uña dejaba un trazo blanco allí donde se le probara. Largas jornadas de sed llanera, hambres insatisfechas, gulas de niños que celebraban el día del árbol con poemas a la rosa de los vientos, hallaron calma y remedio en la golosina del papelón. No está completa  la historia de Venezuela sin ese producto mulato, mestizo, aindiado, anegrado de la verdadera alma del pueblo, de las esencias colectivas, de las tumultuosas pasiones de las multitudes.

LAS PANELITAS DE SAN JOAQUÍN
Las panelas de San Joaquín, que antiguamente se conocieron como los bizcochitos de San Joaquín, y las panelas de Maracay vaya la historia a desapartarlos y a darle unos papeles distintos de la nacionalidad común, bien se doren entre candelas de horno en la ciudad  que tienen de suelo la heredad de milenarios barros de los tacariguas ancestrales o de la aldehuela que ya no es, del paso real de Turmero, San Mateo, La Victoria, El Consejo Y Las Tejerías. Después lo que venían era guayas y la posada del pan famoso que obligaba a la parada así se viajara con la urgencia. Las panelitas de San Joaquín, de granjería casera de rareza del regusto sabatino y dominical, de modesto quehacer doméstico de contadas casas de familia, se hizo patrimonio de toda una comunidad y alcanzó la carretera y la autopista, sin atención al riesgo de un peligro automotor o la sanción de las patrullas del tránsito. Hombres y mujeres, ancianos y niños, abanican el aire con sus avíos de panelitas, que sigue siendo el inalterable bizcochito de antes, bueno si se le come solo y aún más bueno si se le moja en chocolate o café con leche de la hervida. Pariente del ponqué caraqueño y del debudeque  paraguanero, emparentado con linaje propio a la sabiduría que trasladó a América el conquistador español, la panelita de San Joaquín, de cuerpo de harina, huevo, leche, azúcar y esencia de anís esenciales, adquirió un paisanaje que ya nadie le mezquina, sin aliarla a otras costumbres, porque en su confección se mezclan las distintas sangres del pueblo venezolano. El nombre del santo padre bíblico de la Virgen María, que es el del pueblo comenzando en el azar del camino, le da un domicilio y una casa legitimadas por el tiempo.

LA NAIBOA
En torno a la yuca se congregan demasiadas circunstancias del ser nacional Yuca misma, la palabra que designa la euforbiácea Manibot utilissima, es voz caribe, bien se use esta palabra o la otra de mandioca común en literaturas de cronistas y expedicionarios europeos antiguos. Yare, el sumo de la opima raíz, tiene su antecedencia caribe como catebía, o cativía o catara, que es la harina de la yuca ya rallada, y aun se cebucán o sebucán, el aparejo de exprimir la harina para extraerle su zumo, y que estaba hecho de la palma camuare. Como aripo del cumanagoto erepa, que domina el budare de barro, de cuyo sonido deriva arepa. Como manare, el cernidor de la harina, y aun naiboa, que idéntica otro modo indígena de llamar la yuca. Lisandro Alvarado, el sabio que nos legó un rico glosario del habla indígena, establece que naiboa es “casabe aderezado con dulce y queso”. Equivaldría al casabe con dulce que le ofrecen hoy al viajero de la carretera a Cumaná las niñas campesinas de frente a Mochima, con la diferencia de que además del papelón rallado no le falta su entraña de queso blanco y su adorno como de encaje, de almidón, si la naiboa es lo que se dice toda consideración. Tiene del casabe ancestral, nuestro pan de  palo, y del papelón que no faltó en la cocina del mantuano, el aliñado dulce rural y pueblerino, la naiboa de que se habla, pero la forma no siempre asume la forma redonda de la torta, sino que a veces toma intención de rombo y aun de triángulo, depende de la imaginación de la tendedora. Difiere así mismo el sabor, bien se le mezcle queso de la diferente región, si muy seco o muy picante, si salado o desabrido. El anís le completa la sabrosura de su alma.

LOS HUEVOS CHIMBOS
Si se le permitiera imponer el arrogante regionalismo con que ha sabido afirmar riqueza y espíritu, el zuliano decidiría  que la suya es la región de los mejores dulces venezolanos, y arreglón seguido enumeraría, primo, las ricuras del caujil, el hicaco y huevo chimbo de tanta fama como el poder milagroso de la Virgen de la Chiquinquirá, y, en oposición a un clima siempre cálido, los yelitos comentados que el Lago de Maracaibo remueve cuando lo encrespa el viento de la temporada. No es faltarle el respeto a chinita, pero nadie nacido en la tierra del sol amada de la frase de su poeta señero concibe este pueblo sin la Chiquinquirá y sin el huevo chimbo. El plato es tan tradicional como la gaita y ha derivado hoy en industria lo que antes fue secreto hogareño bien conservado tras esas puertas y ventanas de tantos colores como lo hubo en la Calle Ciencias antes que la demolieran innoblemente, o, de ordinario y no por obra de la casualidad, en todo. El Saladillo junto. Que a la hora de ponerle color a su arquitectura, este pueblo inventó el más alegre de los silabarios. Los huevos chimbos tienen su composición de amarillos de huevos frescos, la azúcar del jarabe, brandy y esencia de vainilla. Según la culinaria, se baten las yemas hasta que se obtienen la consistencia y se llenan de consiguiente las chimberas de hoy, como antes en las propias cáscaras de los huevos, de donde les viene la forma. Luego se somete el resultado al requerido baño de maría hasta su cocimiento. El rito se completa con el añadido del licor y la sumersión de la golosina en el almíbar. Es como envasar los miles de soles de Maracaibo. Quien haya probado las recetas convendrá con el zuliano en que este es otro regalo de su nación de la generosa santa patrona aparecida.

UN ALIADO TACHIRENSE
Si bien en Venezuela armoniza todos los grupos sociales de su población bajo una misma Constitución y un idéntico sentimiento de unidad política, y si nada nos hace diferentes entre sí, la geografía ha determinado caracteres no siempre comunes entre el habitante de la tierra llana y el montañés, entre los costeños y los centrales, entre el deltano y el oriental, digamos. En los casos de los tres estados andinos, esos discrepantes caracteres obedecen mayormente al aislamiento que impuso la misma naturaleza  de su suelo y a través de una frontera abierta como la mano del amigo. Tachirense, Merideño y Trujillano asumen pues otro tipo de venezolano que se expresa con costumbres y habla diferenciados de la totalidad nacional. En el ejemplo de granjerías, el Táchira, elegido al azar, regala al recetario criollo desde la chicha andina fermentada y el fresco de curuba hasta el chiflao, el masato, la almojábana, la almidona, la mantecada, la paledonia, la cazpiraleta, el arequipe y el aliado. Este último no es sino el dulce de pata de res, que sólo aquí se acostumbra y sólo aquí se produce. Digna Benedetti dio la receta a los folkloristas Ramón y Rivera en 1958 – Se lavan bien las patas – fue detallando la artesana – y se ponen a cocinar con panela. Se soba y se soba. La panela blanquera de tanto batir; esto se hace entre dos personas. Cuando tienen su punto se extiende el mapa y lo van cortando en trocitos. Lo que le da la consistencia a la panela es la gelatina que suelta la pata. No comenta la doña Digna porque no venía al caso  que la panela no es sino el papelón andino, hecho en moldes cuadrados y tan dulce como la sonrisa de sus mujeres y niños que nadie olvide entre los páramos.

EL GOFIO CUMANÉS
El benemérito maestro Manuel  S. Peñalver Gómez, en sus amenas conversaciones sobre los tiempos antiguos de Cumaná, se honraba el referir que más que la administración de los problemas políticos de la provincia, tan dada a las revueltas y a las asonadas, al bravo General José Francisco Bermúdez  lo hacían desvariar ciertas defectuosas prácticas de los fabricantes del gofio cumanés, que exponían el producto de la tradición casera de esa región de Sucre a descréditos impropios de un patrimonio secular identificador de la más dulce naturaleza del gentilicio oriental. En el orden de esos sentimientos sagrados, el gofio cumanés podría aspirar a símbolo del escudo de Cumaná. El gofio cumanés, venido siempre de los tiempos de pobreza de la zafra cumanacoera, y posteriormente asimilado a las doctrinas de la casa del sucrense, debía poseer a los ojos una ilusión exquisitamente dorada y a la boca experimentada da toda la ambrosía que entrega una tierra donde hasta aguas del río Cancamure tienen la miel de las uvas, los nísperos y los jobos de las charas. La modestísima confección de harina de yuca, papelón rallado y pulpas de la guayaba de los patios de las monjas y la piña de Pantanillo, es aquella colectividad lo que los médanos a Codo y al Yaracuy la reina María Lionza, una mezcla de orgullos culturales y patriotismos municipales. Su modo de llamarse una estrella, dos estrellas, tres estrellas, no se atiene a valoraciones de calidad sino a intenciones de la mano de obra. Si el primero le mandó a poner  una estrella a la etiqueta, pues esa tendrá dos, tres, y Juan José Acuña, el impresor, hacía las cosas al gusto del cliente.

martes, 28 de junio de 2011

FESTEJOS A LA VIRGEN DEL CARMEN (versos y fotografías) Isaías Medina López

Imagen en el archivo de Rubén Darío González

Dedicado a los estudiantes del Proyecto de Servicio Comunitario Conservación de la tradición literaria oral y la religiosidad popular del sector cerro San Juan, de la UNELLEZ-San Carlos, y a quienes  buscan en nuestras raíces una explicación profunda del mundo que nos rodea.


Cada 16 de julio,  se realiza, con  muy diversas expresiones de adoración, los festejos a la Virgen del Carmen; poéticas, musicales, artesanales, dancísticas  y, por supuesto, de rituales mágico-religiosos, que abarcan distintas partes del mundo. Ellas se registran como "ofrendas", en la acepción de "entrega devota". Estas expresiones de festejo,  sentidas y hermosas,  dan el perfil al presente documento, que esperamos contribuya a esclarecer la posición de Nuestra Señora del Carmen en el imaginario de nuestros pueblos hispanoamericanos y que es posible que se ignore en muchos países de Europa y América  e incluso en el propio territorio llanero de Venezuela y Colombia.

Todo comienza con la fe. El velorio no es velorio si no se reza, si no se canta parranda y si no se comparte aunque sea agua, eso sí, desde  muy adentro. Las invocaciones muchas veces provienen de oraciones que se improvisan en el momento de acuerdo a lo que siente el creyente: la angustia del ruego; la promesa que se paga; la gratitud  de siempre.

*María de Los Reyes, viuda del ya legendario poeta Evangelisto Hermoso, pionero de estos cantos en el sector La Colonia, de San Carlos. Ella invoca a la Virgen del Carmen con su fe aquilatada por largos años de devoción.

Siguiendo la prédica de comenzar con una oración, colocaremos esta ubicada como respaldo de una estampa de la Virgen del Carmen: "Aquí me tienes, Madre mía del Carmen, estoy desfallecido: ¡esta dura jornada del diario vivir! En medio de tantas preocupaciones, tentaciones y abatimientos  busco tu refugio. Madre mía, ayúdame a ser bueno. No me dejes solo, llevo tu Santo Escapulario, acuérdate de tus consejos y promesas para que en la vida me protejas, Señora mía, y en la muerte me ayudes y me alcances la dicha inefable de salvarme. Que tu mirada y bendición me defiendan y me protejan. Amén".

* Los  parranderos de estos cantos de pascua son diestros ejecutantes de sus instrumentos musicales y cantadores con muchos años de larga práctica.

Este es un pregón clásico (en versos hexasílabos, al estilo del tono llanero) que se declama o se canta en la casa de una familia seguidora de esta devoción al rendir honores  a la Virgen del Carmen:

Ábreme la puerta,
familia querida,
que le traigo versos,
a mi preferida:
Ay, Virgen del Carmen,
de pascua florida.


Una vez dentro de la casa el parrandero hace los saludos a la familia y comienzan los cantos, que en la mayoría de las ocasiones permite la intervención de todos los integrantes de la parranda y de quienes quieran (y tengan la suficiente facultad) para sumarse a la rueda o ronda interpretativa.

*La parranda, siempre, guarda el debido cuidado de ofrendar sus versos a la dueña de la casa.

La mayoría de los cantos de la parranda se expresan en cuartetas  de versos hexasílabos (también octosílabos) asonantes, con rima en los versos dos y cuatro, como los que se muestran a continuación, siguiendo la tradición enseñada por Evangelisto Hermoso:


La Virgen del Carmen
y esta es la verdad
que adentro e la casa
yo paso a nombrá.
.../...
Traigo mis poetas
a cantar unidos
la Virgen del Carmen
nos ha protegido.


Estos "cantos pascueros"  comienzan con un floreo musical instrumental, seguido por el canto, luego otro floreo y después nuevamente otra parte de la canción, en una fórmula poético-orquestal que culmina con un   "floreo" instrumental de cierre.

*Los dueños de la casa suelen sumarse sus voces y destrezas musicales a estos devotos cantores populares

Es común que la agrupación prepare algún verso como estribillo (coro) al terminó de cada estrofa y que el cantador siguiente lo tome de pie forzado, para construir una estrofa "falsa" de seis versos, pues  cinco versos se le añaden al pie, pero en verdad son tres que se repiten en medio de un giro melódico extraordinario, que se denomina "tornaos" (versos que retornan). Dicha Esta estructura permite introducir otros temas en el canto, sin descuidar el motivo central, e incluso se puede cambiar el último verso, pero, sin romper la rima:

Ay, Virgen del Carmen
Canto y melodía
esta gran familia
es como la mía.
Es como la mía
esta gran familia
canto y melodía.
Coro de estribillo: Ay, Virgen del Carmen

Ay, Virgen del Carmen
Con el corazón
canto en esta casa
con todo mi amor
con todo mi amor
canto en esta casa
las gracias le doy.
Coro de estribillo: Ay, Virgen del Carmen.


*Los cantores de las parrandas hogareñas emplean varios instrumentos en su labor. De izquierda a derecha: furruco, Orlando Suárez; charrasca, Isaías Medina López; tambora y capitán de la parranda, Abel Hermoso; cuatro y voz líder, José Daniel Suárez Hermoso y en las maracas, Javier Merchán.

En las ocasiones en las que se dan versos de controversias o en los "mano a mano" las cuartetas obligan  a seguir el último verso del cantador previo, con el añadido del nuevo pie que es forzado a repetir:


Bueno pues señores,
yo les digo a todos,
que mi escapulario,
es mi gran tesoro.
.../...
Es mi gran tesoro,
sépanlo  muy bien,
la Virgen del Carmen,
guía mi renacer.
.../...
Guía mi renacer,
y mi escapulario,
sobre los peligros,
el me pone a salvo.

Y así sucesivamente se repite esta atractiva formula poética,  sea o no improvisada.

*La "porfía" en el canto a la Virgen demanda mucha entrega creadora, que a su vez, nutre a los parranderos cuyos cantos -a pleno pulmónse prolonga hasta las primeras horas del amanecer)


Gracias por su lectura. 

 Isaías Medina López

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