Dama llanera en el archivo de Beto Mirabal
EL TEXTO PERFECTO (Gabriel Jiménez Emán)
El
texto de este escrito ha sido corregido exhaustivamente. Una y otra vez ha sido
revisado sin cesar. Ha sido despojado de erratas. Su prosodia es impecable. Su
léxico pulcro. Le han sido extirpados adjetivos súper flujos. No posee
metáforas innecesarias, ni ambigüedades. Su lenguaje es claro. Su texto preciso
su redacción perfecta. Su letra nítida, sus sonidos puros. Su forma perdurable.
Nadie puede hacerles reparos. Es imposible. No serviría de nada.
De
nada.
NOVELA (Gabriel Jiménez Emán)
Hoy
desperté en la noche, me di un baño, me puse cómodo en casa creyendo que estaba
desayunando; me puse a trabajar arduamente toda la noche hasta quedar agotado y
me volví a quedar dormido por la mañana, con lo cual he alterado notablemente
mi rutina de trabajo. Pero ello me alegra porque es el método que me ha
permitido proseguir noche tras día y día tras noche mi labor hasta concluir esta
obra que cambiara definitivamente mi noción del tiempo, esta novela.
LA CARNADA: UN KILO DE AZÚCAR (Gregorio
Riveros)
Del
libro “Cuento Mínimo”
I
Una
noche sin dinero y con el estómago vacío, antes de ir a dormir, decidí cambiar
en una página Web de Internet —un kilo de azúcar por un kilo de arroz—. En la
página coloqué lo siguiente: “Cambio un kilo de azúcar por un kilo de arroz”.
Allí dejé el aviso a la espera de un interesado. Es como lanzar un anzuelo al
agua y esperar que alguien como un pez muerda la dulce carnada. Era un lugar de
cambios, con varias ofertas de productos escasos, gente que tenía una cosa pero
no tenía la otra, eran productos desaparecidos de los anaqueles comerciales:
harina, aceite, azúcar, mayonesa, pastas, jabón, crema dental, café; y algo
curioso, también cambiaban chocolates importados. Eso me llamó la atención, es
que Venezuela “Durante años (1600-1820)... ocupó el primer lugar del mundo en
exportación de cacao”. Fue un extraordinario productor de cacao. Lo otro, era
esperar, a que algún pequeño pececito mordiera el anzuelo, se comiera la presa
y se marchara vivo; o mejor, sobreviviera. La página de Internet se llamaba CAMBIOS
DE COMIDA Y ENSERES.
II
Para
eso, debía ganar el azúcar en un sorteo de comida que hacían en un
supermercado. Le llamaban la lotería del hambre. Invoqué a Dios para tener la
suerte de conseguir ese kilo de azúcar. Era la forma de tenerla en mi poder.
Sería algo preciado, como oro molido, ella me llevaría a un plato de arroz.
Tenía que ganar la lotería. Todo al azar. Eran cosas en las que no se mete a
Dios. Según tengo entendido por boca de José Saramago: “Dios no juega a los
dados”. Al principio, no lo dudé, pero luego, pensé que podía existir una
excepción, y que Dios si mete la mano en los asuntos de la comida sorteada para
asignar al azar unas pocas porciones de comida a los jugadores. Era una lotería
del hambre, aunque para participar no tenía que comprar un boleto, un ticket,
un “quintico”, la inversión estaba en un pasaje para llegar al sitio del
sorteo, el gasto era necesario, era como pagar un boleto para llegar donde se
congregaba el pueblo urgido de comida, esperando que el fabuloso número saliera
de la espantosa voz de un hombre que utilizaba un uniforme militar, pero no sé
decir si era un verdadero militar, al menos, utilizaba un pantalón camuflado de
los que utilizan los llamados de la “Reserva” para confundirse con el verdor de
la selva. Si ganabas, salía el número y lo anunciaban con bombos y platillos.
Por cierto, el sorteo era una vez a la semana, dependiendo del último número de
la cédula. Una sola vez podías participar. Ese día que me tocaba participar decidí
nadar a contracorriente, y metí a Dios en este problema de la lotería del
hambre. No fue nada fácil invocarlo, debía estar ocupado en asuntos más
importantes del universo, pero yo tenía un hambre que se me afincaba en el
espinazo. Tenía que invocarlo.
III
En
mi casa Dios era de madera. Era un cuerpo humano, tallado, y con cierto brillo
de poco barniz, mechudo, barbudo, enjuto, crucificado, con la piel pelada y
cubierto con un escaso trapito que tapaba sus partes íntimas. Aún así, me
inspiraba más respeto que los políticos del país. Este me parecía un líder
sacrificado, humilde, capaz de ofrendar su vida al dejar que los clavos
atravesaran su carne por salvar a los pecadores. También, me gustaba su
historia, su biografía, no era un líder que dejaba morir de hambre a sus
seguidores. Bastaba recordar la multiplicación de los peces y los panes. Ni
hablar del vino, aquel vino exquisito que hizo en las bodas de Caná. Pero no
era la ocasión para pedirle una botella de vino. Yo lo que pedía era comida. Y
me le acerqué y hablé con él. Le dije que suponía que ya sabía mi necesidad:
ganar en la lotería del hambre. Salir sorteado para obtener el premio, un kilo
de azúcar para luego cambiarlo en Internet por un kilo de arroz.
IV
Tenía
fe que iba a salir. Fue una larga y tensa espera. Llegué, me ubiqué cerca del
militar, o del que se vestía como militar. Comenzó a vociferar los números
ganadores que salían de un programa computarizado, en una laptop, indicaba el
número privilegiado por la lotería. Me concentré, pensé en el número, le dije a
Dios que no se olvidara mío, que salían sorteado solamente 300, que ya habían
pasado 250 y que restaban solamente 50 para ganarme el kilo de azúcar. Las
probabilidades eran pocas. Sorteaban solamente 300 números diarios, el resto
(700 perdedores, aproximadamente) se marchaban para sus casas con la esperanza
que la próxima semana salieran ganadores en la lotería. Me apoyé con más fuerza
a la petición divina. Y pensaba en el número, lo pronunciaba mentalmente, y lo
acompañé con el rezo de un “Padre Nuestro”, y me le afinqué más donde dice:
“Padre Nuestro que estás en los cielos... danos hoy el pan nuestro de cada
día”. Y no sé, pero me funcionó, ahí estaba mi número en la boca del militar.
Pasé, y adentro, donde nos reuníamos parecía un campo de concentración, era una
cancha deportiva. No pude evitar las comparaciones, se me parecía a un campo de
concentración del nazismo, al menos, por el encierro colectivo. Nadie se
enteraba de la hambruna de nosotros. Claro, la comparación con los nazis es
descabellada, a las víctimas del nazismo los reunían en galpones para el
exterminio. Y la concentración de nosotros era para conseguir algo de comer.
Esa noche, dejé mi anzuelo puesto en Internet.
V
Al
despertar, un tiburón mordía mi carnada.
RECUERDA (Mariela Álvarez)
Recuerda: ella dice que el ritual del amor exige
máscaras.
Lo que no dice, pero es fácil deducirlo, es que si en
ese instante no las arrancáramos, el universo mismo quedaría paralizado ante
tanta cantidad de cosas desnuda.
La mujer lo sabe. Por eso acumula papeles de colores,
yesos, óleos y maquillaje, enormes cantidades de aire.
Entonces, cuando no exuda o babea o se trepa por las
cortinas de su casa para expiar a las arañas, la mujer recrea los disfraces de
siempre. Y es que abajo esta la cara. Y no importa cuanta ropa nos cubra, i
todo el esfuerzo de millones de generaciones por disimular con telas y pieles
al animal con frío, porque abajo está la cara, que es la parte más desnuda del
cuerpo.
Y apenas lo hemos afirmado ya sabemos que, sorpresa
encerrada en otra sorpresa, hay un grado más alto de desnudez en ese par de
agujeros húmedos que flotan debajo de nuestra frente, y a los que nada puede
tapar.
LOS MUÑECOS
(Juan Emilio Rodríguez)
La
mujer y aquella figura masculina asistieron durante cincuenta años a una
cátedra sobre La Ciencia de la Vida que dictaba un renombrado profesor. Cada
día de aquellos trece mil anocheceres, la mujer y la figura masculina se
sentaron en pupitres separados para oír las
profundas disertaciones del magíster. Pero una noche, al levantar el brazo
para recalcar un concepto, el profesor enmudeció.
La
mujer, después de esperar unos segundos por lo que creía una pausa, miró por
primera vez la cara de una figura masculina.
Y entonces creyó ver en sus pupilas azules el deseo de que ambos fueran
a ver qué le sucedía al erudito.
Con
pasos lentos se acercaron al rígido maestro. La mujer le tocó el brazo
suspendido. De inmediato, el profesor se desarmó con un estrépito de plástico,
metal y goma.
La
mujer abrió los ojos aterrada, y luego empezó a sollozar, como al compás de los
oscilantes y oxidados resortes, que brotaron del tórax del profesor.
-¿Lloras?
–Preguntó sin alterarse la figura masculina.
-Hemos
dejado ir nuestras vidas oyendo a un muñeco que nos explicaba lo que no podía
saber –dijo que al final la mujer entre llanto- unidos si habríamos aprendido
La Verdadera Ciencia de la Vida.
-Yo
estaba seguro- dijo la figura mientras miraba sin expresión alguna- que tú
también eras un muñeco… como nosotros.
EL PINTOR (Orlando
González Moreno)
Esta mañana
se llevaron el cadáver. El pintor tenía ocho días de muerto. La gente comenzó a
percibir el mal olor a los tres días, pero nadie se imaginaba que se trataba de
alguien que había fallecido.
El pintor
vivía solo. Era un hombre de unos setenta años. No se le conocía familia.
Algunos habitantes del edificio argumentaban que tenía dos hijos en Estados
Unidos. Del resto no se sabía nada más
de él. La noche antes de su descubrimiento, la conserje me dijo: “Hay un olor a
podrido en el piso 12”. Enseguida pensé: “Ese es alguien que seguramente lleva
varios días de muerto”.
En efecto, a
la mañana siguiente un bombero se metió por la ventana de la cocina y al entrar
al cuarto vio al hombre de medio lado, con la cobija encima, según dijo. Vino
la Policía Técnica Judicial, el forense y levantaron el cadáver.
El muerto se
reventó cuando lo bajaron por el ascensor: la sangre le salía por la nariz, por
los oídos, por la piel, de acuerdo con lo que vi al sacarlo envuelto en una
sábana. Al meterlo a la cava, los policías vaciaron cal en el ascensor. Pero
aun así el hedor era insoportable. Entonces la conserje limpió el elevador con
desinfectante y después le echó cal. Todavía así el mal olor inundaba todo el
edificio. Por eso el presidente del condominio hizo que cerraran el ascensor.
Le puso un letrero que decía: “No se puede utilizar hasta que vengan las
autoridades sanitarias”.
Por lo que
dijo el forense, el artista murió de un infarto, acostado sobre la cama que
había pintado en el último cuadro que hizo.
AMOR SIN HUMO (Armando José Sequera)
A tu
mamá, que en paz descanse, la conocí en una noche, en una fiesta de cumpleaños.
Yo estaba hablando con ella cuando se excusó un momento, buscó su cartera y
saco una cajetilla de cigarrillos. Tomó uno, dejó la cartera y regresó donde yo
estaba “¿Tiene fuego?”, me preguntó. «No», le contesté, «No me gusta fumar e
incluso no me gusta ver que otra persona lo haga. Para serle franco, jamás me
casaría con una mujer fumadora»... Entonces tu mamá dobló en dos el cigarrillo,
sin encenderlo lo echó en un cenicero que estaba por allí cerca y dijo: «Desde
este momento no vuelvo a fumar jamás» Y cumplió su palabra: en los veintitrés
años que estuvimos casados y en el que estuvimos de novios no volvió a fumar ni
un solo cigarrillo.
VISTO DESDE ALLÍ (Víctor Marichal)
Hay
momentos en los que se toman lápiz y papel con la intención de plasmar palabras
de cariño hacia un ser querido, en cierta forma palabras de amistad, pero de
pronto asalta una idea coagulada por recuerdos que permanecen latentes,
esperando salir, y luego se narra algo que va tomando forma. Pero hoy es
diferente; no recuerdos, ni amistad, ni cariño, es real todo cuanto escribo
hoy, pues al tratar de escribir algo soy sacado de concentración por cierto
ruido. Abro las ventanas de aquel castillo y a través de ellas puedo ver cómo
todo un pueblo se lanza desesperado a tomar frutos que no le pertenecen,
invaden tierras ajenas y destrozan los árboles sin pensar en el mañana, sin
pensar en el dueño o los dueños de aquellas tierras, quienes tuvieron que trabajar
muy duro para lograr las siembras.
Corren
como locos cargando todo cuanto encuentran, actúan como langostas, todo queda
destruido a su paso. En unas caras veo risas, en otras preocupación, temor,
pero todas van. Los veo saciar el hambre y celebrar la hazaña, pero luego elevo
la mirada y me fijo en unas nubes oscuras que se van formando; todo se va
tornado oscuro, sombras, y pronto empieza a tronar. La tormenta se hace muy
fuerte y muchos no alcanzan, ni siquiera, llegar a sus casas
Arrecia
la tormenta y truena mucho, truena. Muchas son las gotas que bañan el valle,
pero no es agua salobre: son lágrimas amargas que van surcando las mejillas de
aquellos que saquearon las tierras, pero también de aquellos que no estaban de
acuerdo en obtener las cosas fáciles sino las alcanzadas con su sudor; y pronto
el dolor se empezó a sentir. Yo quería salir para hacer algo, al menos para
decirles que no siguieran tomando frutos que no sembraron, pero todos estaban
convencidos y de ello me di cuenta con sus gritos: “¡La hora de la siega ha
llegado!”. Pero era mentira, aún faltaba tiempo. No pude salir, pues alrededor
del castillo permanecían unos cocodrilos verdes que me impedían el paso.
Volví
a la ventana y puede ver cómo se formaba un gran río; sus aguas crecían y crecían
hasta que se desbordó con mucha furia; su agua no era cristalina ni botaba el
color turbio acostumbrado, no, el agua era roja y arrastraba a su paso mucha
esperanza, mucha sangre joven, sangre inocente. La tormenta seguía y la gente
en sus casas rezaba con angustia para que los santos intervinieran, pero a los
santos no le gustaban las frutas mal habidas y permanecían sordos a los ruegos.
Con ello aumentaba el dolor de aquellas personas que ahora sí se veían
asustadas. Muchos echaban fuera los frutos productos del saqueo y no se
atrevían a salir por temor a la tormenta; no querían ser arrastrados por el río
rojo que crecía con el tiempo. Las sombras empezaron a bajar y se fueron
metiendo en lagunas casas; estas se vistieron de luto, y aunque en otras no se
llegó a tanto, en todas se veía el dolor dejado por la tormenta.
Aprovechando
que había escampado un poco y que el río de sangre volvía a su cauce, la gente
empezó a salir, a tratar de reparar el daño. Recogieron escombros y estaban
dispuestos a sembrar para así poder tener derecho a los frutos una vez se
dieran.
Después
de todo esto me quedé pensativo tratando de recordar lo que al principio quería
escribir, y aunque no lo logré, sabía que hubiese sido mejor cualquier cosa que
haber sido testigo de aquella tragedia.
VITRALES MALDITOS. CASA DE MONJAS (Duglas Moreno)
La
iglesia daba vueltas en una esquina. Los
enormes vitrales giraban al paso de la gente. Una puerta en caoba detenía todas las miradas. Había que estar
distraído para no dar con esa entrada, no la de la iglesia, sino la de la
casa de monjas que estaba pegadita a la iglesia. Los muros
taciturnos se allegaban lejos en el cielo. Nadie entraba o salía
nunca. El merodear de pájaros nos decía que seguramente había árboles en el
patio. Tal vez un jardín. Solo imaginábamos.
Siempre quise entrar. Pensaba en una superiora inquebrantable en su
trato y unas muchachas queriendo saltar
las barreras. Suponía que vería monjas
hermosas, sin hábitos, corriendo, jugando, con el cabello suelto. Ahora estoy
dentro y no aparece la primera sombra. Todo es silencio, no hay una ventana,
una puerta o por lo menos algún pasillo. Solo esta inmensa lejanía. Allá, en la
remota distancia del horizonte, viene una brisa lenta arrastrando algunas hojas
por la inhóspita planicie. En la mirada solo tenemos una franja de tierra con
fulgores cenizos. En ese momento cierro los ojos y comprendo todo. Estaban tres
lugares disponibles para mí. La entrada de la iglesia, el paredón del convento
y estos vitrales malditos. Lamentablemente no fui a la casa de Dios, tampoco al
palacete de las monjas, tan solo quebranté el misterio para ser una imagen
desolada en estos oscuros vitrales y sé
ahora que no podré regresar al mundo
nuevamente.
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