Joven llanera en el archivo de Edwin Avella.
PERSEGUIDOR INVISIBLE (Gabriel Jiménez Emán)
La
mujer baja del autobús y cruza lentamente la plaza. Por lo general hay palomas
y cuando algunas vuelan, ella sonríe. Así empieza la escena que se repite todos
los días cuando ella se dirige al trabajo y el hombre piensa que la mujer que
el mas desea cruzara otra vez la plaza y el no tendrá el valor para decirle
algo o llamar su atención.
Día
tras día ha seguido la trayectoria de la mujer (ella nunca se percata de que es
vigilada), desde que desciende del bus, cruza la plaza, hace volar las palomas,
se dirige hacia la misma esquina y atraviesa la calle real, camina por la calle
Junín (deteniéndose de vez en cuando en alguna vidriera) y baja por la avenida
en medio de la cual se detendrá a tomar un café o un desayuno frugal. Ahí
intercambiara unas palabras con el dueño del café o con unos amigos habituales
(palabras que el hombre envidia siempre compartir);después ella sigue hasta el
final de la avenida y entra al edificio donde trabaja.
Hasta
aquí llega la realidad.
Después
el hombre imagina las más disimiles situaciones, que varían mucho de lugar o de
hora, pero al final de todas estará el esperándola: la recibirá con un abrazo,
un beso, o tomándola de la mano. Ella esta decididamente enamorada.
Pero
estos sueños pronto se esfuman.
En
otro de esos días en los cuales el espera verla entrar de nuevo al edificio
donde trabaja, ella inesperadamente decide no hacerlo; sigue calle abajo, y la
alegría producida en el hombre sobrepasa cualquier adjetivo.
La
mujer aligera el paso, él la sigue nerviosamente.
Ella
se apresura cada vez más, sin mirar hacia atrás, y sube a un autobús. Él toma
un taxi y ordena al chófer mantenerse siempre detrás del bus. El calor y la
angustia lo hacen casi delirar. Su timidez se convierte ahora en un animalejo
amorfo que va mordiendo pedazos de su conciencia. Los ojos le brillan y el
animalejo continúa devorando capas y capas de una materia pegajosa que se
escurre desde un borde de su mente.
El
bus al fin se detiene y la mujer desciende. El baja del taxi y la sigue.
Atraviesa una avenida grande que le es muy familiar al hombre, pues está muy
cerca del barrio donde él vive sólo hace años. Ella cruza otras dos calles
(siempre sin mirar hacia atrás), y finalmente llega al barrio. El hombre es
atrapado por un miedo filoso. Ella camina por la calle donde el vive, se
detiene frente al viejo edificio donde está el departamento que el hombre
ocupa. Sube las escaleras del edificio. Saca unas llaves de la cartera y abre
la puerta de un departamento que el perseguidor no conoce. Adentro está un
hombre sentado en una butaca.
La
mujer entra y el hombre dice:
-Llegas tarde, y luces nerviosa. ¿Qué te pasa?
-Nada,
no me sucede nada- responde ella con frescura.
-Mientes. Ese hombre te ha estado siguiendo de
nuevo.
-¿Qué hombre de que hablas?
-Abre
la puerta y te convencerás -dice el hombre de la butaca.
-Está
detrás de ella espiándonos.
La
mujer abre la puerta. No puede ver a nadie, pero el perseguidor invisible y el
hombre de la butaca se miran y comprenden.
MICRO 11 MUERTE (Cósimo Mandrillo)
Cuando
el hombre la rescató aún respiraba. Tendida en tierra pareció decir algo, un
balbuceo de sonidos que querían ser amor, odio, distancia, olvido. Cada quien
comprendió lo que pudo, pero nadie atinó a explicarse la presencia del puñal
que con inexplicable firmeza sostenía en la mano.
EL LÍDER (Víctor Marichal)
Cierta
vez caminaba Néstor con aires de triunfo. Una sonrisa le acompañaba en su paseo
a lo largo de la avenida. Siempre pensó que la mayoría de las personas poseían
una mente débil, y de allí las penurias del mundo. Pero él, la suya era fuerte
y poderosa, ahora lo comprobaba. Desde hace unos quince días había pasado a
formar parte de una secta a la que la gente, por debilidad mental, llamaba
diabólica, pero luego de reunirse varias veces veía en ella el poder, la
fuerza. Las palabras, de su líder estaban llenas de sabiduría y estaba seguro
de que de seguir allí algún tendría también esa fuerza, ese poder.
Es
una reunión hablaba el líder: — Este mundo fue entregado a las fuerzas de
Satán. No hay en él ser más poderoso. Es por ello que debemos rendirle culto y
pedirle poder, pero también ofrecerle sacrificios de su grado. Ahora
sacrificaremos este gato —sacaron el animal de una bolsa negra—. Y cada uno
—continuó diciendo— tomará una porción de su sangre para recibirlo. Y luego
seremos hermanos, preocupándonos todos por todos, sin traición, pues de haberla
no será el hombre sino las fuerzas del mal quienes lo castiguen.
Procedieron
al sacrificio cortando el cuello de un tajo, y todos tomaron de su sangre
pasándolo de mano en mano en un rito que duró algunos minutos.
Néstor
sonreía y se sentía con mayor superioridad que antes del rito, ya que después
de la sesión el líder lo llamó y alabó con estas palabras: “Serás grande entre
los grandes, eres superior, pues te he observado en la toma de la vida y haz
sonreído al hacerlo. Llegarás a ser tan fuerte y despiadado como el propio
Satán”.
Estas
palabras bastaron para que viera a las personas aún más pequeñas. Pasaron los
días y los sacrificios fueron creciendo tanto que ya habían asesinado a tres
jóvenes, a quienes luego de bebida su sangre y comidos algunos de sus órganos
enterraban sus restos y se daban nueva cita.
Un
día en el que estaban reunidos, comenzaron a subir por aquel cerro cinco
hombres vestidos de blanco y acompañados por unos agentes policiales. Al
parecer iban dateados, pues se acercaron al lugar sin mucha dificultad. A
Néstor, por ser el más obediente y el que, según el líder, después de él, era
el que tenía más poder, le tocaba hacer el sacrificio. Los hombres fueron
cercando el lugar sin que el grupo satánico se percatara, y pudieron ver cuando
Néstor iba a asesinar a una joven. Dieron la voz de alto, pero ya la muchacha
había sido herida mortalmente. Encañonaron al grupo que parecía despertar de un
largo letargo. Los hombres de largo se abalanzaron sobre el líder y antes de
que éste pudiera reaccionar le pusieron una camisa de fuerza. Uno de los
hombres de blancos se dirigió al oficial: “Este es el hombre, oficial. Se nos
había escapado del psiquiátrico hacía más de un mes; menos mal que lo
encontramos porque es peligroso”.
Al
oír aquello, Néstor se dejó caer de rodillas mientras tapaba su rostro con las
manos ensangrentadas, llorando como un niño.
BOLÍGRAFO NUEVO (Eduardo Mariño)
...y tomó de nuevo, el recién estrenado bolígrafo.
Con minucioso afán midió y aseguró cada palabra, cada silencio, cada intervalo
de desazón y las molestias casi imperceptibles del rozar sobre el papel.
Comenzó su historia, (siempre dentro de la misma
situación, los repetidos intentos de fuga y los habituales personajes):
No podía recordar el motivo de su melancolía. Era
absurdo intentar recordar aquel nombre, no lo sabía; no sabía su nombre ni el
del Ser que habitaba en su interior. Eran inútiles los intentos de arrancar al
menos unas pocas señales —pistas— al silencioso devenir de la madrugada...
Planteó la consabida continuidad, el inconfesable
final y la agonía de saberse incapaz de concretar una ponderada imagen de
realidad; un caso de desinterés in
extremis.
Sintió su auténtica sangre palpitar en sus ojos,
quizás con la temblorosa intención de deslizarse y dejar un sublime rastro a lo
largo de toda su inerte mejilla.
El bolígrafo nuevo, el más reciente hecho de
constricción, cayó con verdadera prisa de sus manos; de sus manos al piso, del
piso al cerebro en una enloquecedora descarga de recuerdos furibundos y
aniquiladores. Ni siquiera se percató cuando lo levantó.
No había dudas, ella estaba en la puerta,
desdibujando cada raya alrededor del ojo de la cerradura y perfeccionando
indescifrables gestos con la punta de la lengua en aquellos diminutos labios.
No podía dudar de que se encontrara en la puerta. El abrirla o no era una
decisión de profunda trascendencia. ¿Y si desaparecía? ¿Si moría? ¿Si sus
confusas personalidades se enredaban en sus dedos y no lograba zafarse jamás?
Eran dudas justificadas de manera absoluta.
Estaba levemente adormecido por el vino ingerido.
Había sido la última botella, un postrer recuerdo que había azotado sus nervios
por semanas enteras. Estaba agotado, entristecido y somnoliento. Hoy los
personajes reflejaban esas angustias al máximo. Algún día sería menos
torturante el desarrollo de la trama, mas por los momentos, el vino era lo
suficientemente anestésico.
Su vista se nublaba con más frecuencia en el último
minuto. Al parecer el efecto del vino era tan desastroso en la botella cómo en
su cuerpo; pensó que debería detenerse e irse a la cama, al fin y al cabo, así
parecían quererlo los personajes. Había ahora nuevos ruidos en el cuarto,
varias manifestaciones, etéreas y ocultas en las cortinas —«tras los cuadros,
en las paredes»— pensó. Sin sorprenderse, volvió a notar el bolígrafo en su
mano y continuó.
Se dirigió a la puerta. El marco se le antojó un
ilusorio paso de desconocidas dimensiones y a nuevos miedos; tan nuevos como el
que llevaba colgado a su cuello, atado a la ligerísima cadena de plata. Tenía
un miedo aún más reciente, pero le era imposible recordar su nombre, ni el de
la deidad que lo custodiaba. Sintió una extraña vibración al tomar el pestillo.
Estaba muy frío, cómo si jamás hubiera podido robar algo de calor a una mano
humanamente cálida y deliciosa...
¿Qué era eso? Él también tenía un nuevo miedo;
prisionero en su mano describía ágiles evoluciones sobre el papel. La actitud
lerda de los personajes se había esfumado ¡vivían! Ahora se sentía más
despierto (el vino jamás revela sus verdaderas intenciones al común de los
mortales).
Pausados golpes en la aldaba le estremecieron;
¿Quién podía tocar? El miedo nunca invoca a sus progenitores. El miedo estaba
en su mano; nuevo y a la vez roído, roído hasta lo mínimo por los recuerdos que
engendraba. Se levantó y corrió a la puerta, pensando en la continuación de la
trama, embriagado por una rara premonición.
Sus dedos se aferraron al pestillo; el miedo
palpitaba en la cadena... abrió la puerta, dejando entrar el frío hálito del
silencio...
No pudo abrir la puerta.
Inexplicablemente el bolígrafo nuevo se había
quedado sin tinta.
…sus ojos se quebraron con la tarde.
¿ACASO DEBÍAN...? (Eduardo Mariño)
El autobús realmente vibraba mucho, con todo ese
movimiento, Nancy no podía regresar a sus carcelarias emociones de cuando niña.
Así le había enseñado el tiempo inexorable y vil.
Al momento de subir, no sabía el nombre de su
verdugo. Una señal de vida tan paradójica como su silencio ante la recia voz de
él. Alguien le había comentado, pero ella no aceptaba la realidad del peligro.
Para ella, los autobuses eran sólo máquinas, fierros sin vida ni espíritu
inmortal. Enrique apareció de pronto, en la ingenuidad del colector. El
misterio de amar, no era más que un recordatorio a su histérica situación de
indeciso desinterés.
Una vez más el autobús crujió en una curva y de
nuevo sintió ese vacío en su estómago. Nancy no estaba siendo en modo alguno
autocompasiva, no era susceptible; pero aún así, tenía miedo de morir sin
llegar a San Carlos. Para ella, eso significaba algo así como fallar a un
precepto genéticamente implantado en sus uñas, en su bolsito negro y sus
tarjetas amarillentas, llenas de nombres de novios, nombres que jamás eran
absolutos. Todas tenían la marca de haberla llevado una y otra vez, a estar al
borde de llorar y reír por un sepulcro de emociones; manchado tremedal de
intencional desolación y silenciosas voces atrapadas en complicadas rayas, en
almohadas sin funda, sin tela, sin gomaespuma, sin colchón, en fin, sin cuerpos
que jadeen y griten.
Recordó de improviso que su Credo arrancaba con el mundo apesta y sonrió, pues era
existencialista, nihilista, comunista, pero en el fondo, temía a la muerte
antes de llegar a San Carlos.
Nancy, al parecer, nunca amó; podía mentirnos a
todos diciendo que había amado a Enrique, pero él era como ese pedazo de
historia que uno trata de hacer propio en tiempos de escolar. Enrique lloraba y
Nancy reía mucho cuando los vi por primera vez. Por supuesto, ella ya me
conocía; me creía tan malo y despiadado; comenzó a creerme el amo absoluto de
su amor y de los hijos de aquella fuente de dolor, contemporáneos de mis
estudios iniciales de Maestro. Pocas veces reí en su presencia, en cierta
forma, yo mismo le temía. Era un temor especial, el de los Dioses que ven el
acrecentamiento del poder de sus criaturas como un cierto peligro de olvido.
Un miedo diferente se apoderaría de ella, varios
lustros después. Su pulso se aceleraba con cada kilómetro que recorría la
unidad de ruta. Se aproximaba a San Carlos, justo donde estaba yo, esperándola;
ella podía sentirme, lo sabía.
Luego de derrotarla en el peor juego de ajedrez de
mi vida, llegamos a conocernos mucho. Realmente entonces fue cuando comenzó a
temerme; a sentir ese miedo a sentir miedo, a adorar mis gritos y sentir
verdadera fobia de mis silencios. Más yo no lo hacía intencionalmente; sólo era
ella, la que creaba toda aquella situación. Rafael me lo advirtió para ese
entonces. Luego, los hijos, la casa, domingos en familia y cosas así. Nancy
comprendía mi frustración y trató de influenciarme el diablo sabe tentar, decía; entonces
te tentaré, contestaba y un día ella lloró. Amargamente lloró. Yo tan sólo
volé sobre la casa un par de horas y dormí con gran calma. Al despertar, ya no
estaba.
El autobús frenó de pronto. Ella se sintió caer al
piso, rodar, convertida en una sombra, y nada más.
Yo fui a su sepelio; Enrique me insultó, como
siempre lo había hecho en los últimos años. Sus amigas (las que aún me
recordaban), me nombraban con epítetos que ni Nancy conocía, todas me
reprochaban.
No lloré.
Nancy, que era muy bella, no me reclamó
¿Acaso debían reclamarme ellas?
EL SILENCIO QUE TENÍA LA NOCHE. CERRAJEROS (Duglas
Moreno)
No
pude haber entrado de esa manera. Tuve que ser más sigiloso, digamos que
precavido; tal vez detenerme y echar un
vistazo o dudar del silencio que tenía la noche. Sospechar al menos de la
quietud de las ventanas. ¿Por qué descuidar así mi destino? ¿Cómo olvidarme
mansamente del pasado? Debí suponer que los hechos de la conciencia son como
brisa iracunda en ciertos parajes sagrados, como esas corrientes salvajes de
agua devorando los maizales en invierno.
En la conciencia no dejan de pasar las cosas, nunca se detienen, revoletean
como pájaros locos y su acción, por muy
pequeña que sea, es siempre voraz,
devastadora, implacable.
Muchas veces imaginé su silueta saliendo por
cualquier pasadizo de la casa. Siempre
estuve seguro de que él tampoco había
olvidado lo que nos dijimos esa tarde. ¿No sé cómo entré tan descuidado esa noche? Pensaba siempre que
llegar a una casa y cerrar la puerta,
era como entregarse, sin premura, a lo
desconocido. Era algo así como decirle: aquí estoy, puedes cumplir con una
parte del trato. Tal vez brindarle un chance para que fuese él, y no yo,
el que cargase con la pesada conciencia de la muerte. Dando la última vuelta a la llave,
una imagen terrible vino a dar
sobre mi rostro. La mano de un hombre
con un viejo puñal se apareció entre las sombras. El filo del puñal se dejaba
correr como si nada; parecía que lo habían afilado en las ráfagas luminarias de
la oscura noche. Lo que tenía delante de
mí, y no digo menos, era la fiereza de un enemigo viniendo de los
infiernos. Después solo quedó una figura
humana caída en un mar de sangre.
Al
día siguiente la prensa reseñó: viejo cerrajero fue asesinado en su taller.
Tomé el periódico y lo metí entre mis brazos, lo apretaba fuerte y sonreía porque había cumplido mi palabra. Era una sonrisa
triste, con llanto, nerviosa, huidiza. No sé si recordaría, al realizar el
último gesto, mientras cerraba la puerta,
la tarde cuando nos juramos la muerte. Ya no tengo nada que hacer, ahora solo
trato de olvidar su rostro pálido y
angustiante lleno de plegarias. Ya sé que hay algo más lacerante que los
recuerdos. Algo que hiere y perfora en
lo hondo del alma. Puedo decir ahora, mientras huyo, que nada es más terrible que esa nostalgia por la
conciencia limpia de toda muerte.
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