Cuidando la montura. Imagen en el archivo de Ofelia Rodríguez Pérez
EL FIN DEL MUNDO (Gabriel Jiménez Emán)
Primero
lo había oído mencionar como una broma; luego como una imagen falsa o
simplemente literaria; después un viajero le dijo que había estado cerca del
fin del mundo, y esa era la experiencia por antonomasia. Era imposible
describir aquella sensación de infinitud recorriendo todo el cuerpo, le explicó el viajero, poniendo en sus manos un mapa y un amuleto. Después de oír esas
palabras, preparó el viaje.
Durante
años vagó por todos los paisajes posibles: se perdió en los desiertos, navegó en los mares más turbulentos y atravesó sus infinitos horizontes hasta casi
perder la razón ; respiró el corazón húmedo de las selvas intrincadas;
contempló los montañas nevadas y las llanuras hasta saborear la esencia misma
de la nada; conoció la soledad rabiosa de las multitudes urbanas y la tenue
gracia de la pobreza en su último esplendor, y los banquetes donde la carne
joven de las mujeres; conoció la iluminación divina frente a los grandes
templos.
Un
día quedó tan atónito frente a unos de estos paisajes que no pudo mantener el
equilibrio, y cayó a un abismo. Había llegado al fin del mundo.
Una
vez abajo, en el fondo de los fondos, se puso ya cumplido y muy alegre, pues se
había convertido en uno de los primeros hombres en averiguar el secreto de un
verdadero comienzo.
MICRO 3 COMO LA VIDA MISMA (Cósimo Mandrillo)
Menuda,
de carnes más bien ajadas por el roce del tiempo y de otras manos, esperaba
exultante a que él llegara de la ciudad remota, con la íntima sensación de
estar hundida en su corazón.
Él,
sin blanca, aprovechando aún las dádivas de su madre, a pesar de los cincuenta
bien cumplidos, partía aliviado hacia ese otro puerto que por algunos días le
garantizaba casa, comida y cama.
Ella
ignoraba con rigor el conteo semanal que indicaba un marcado aumento de sus
gastos.
Él
se cuidó de no usar nunca palabras como compensación, pago o, menos aún,
vergüenza.
¡Fueron
tan felices!
LA MORDIDA (Víctor Marichal)
Caminaba
bajo el aire enrarecido de la ciudad. Ya el sol empezaba a ocultarse y algunas
luces de las muchas que había comenzaban su espectáculo. De pronto, al pasar
frente a una montaña de basura de esas que existen en las grandes urbes, me
llamó la atención un extraño brillo. Me acerqué y pude ver una luz roja,
especie de bombillita. Lleno de asombro y curiosidad tomé un trozo de madera
alargada y removí con intención de averiguar qué era. Pero apenas lo intenté
pareció estallar. Saltó basura por todas partes y dejó al descubierto una
extraña figura. Parecía un hombre, pero con aspecto animal. Si, era como una
rata gigante pero con dos piernas. Sus ojos rojos y penetrantes me vieron
fijamente mientras dejaba oír unos chillidos escalofriantes. Ahora rasgaba más
los harapos sucios que medio cubrían su cuerpo. Me encontraba paralizado,
aterrorizado, no podía dar crédito a lo que veía, pero al saltar sobre mí, tuve
que reaccionar y eché a correr. Huí de aquel lugar.
Al
poco rato tropecé con algunas personas y les conté lo ocurrido. Asombrados
todos por mi relato, acudieron al basurero. Movimos toda la basura y buscamos
por los alrededores pero fue inútil, no estaba. Las personas se fueron
vociferando cosas contra mí. Yo iba detrás de ellos tratando en vano de
convencerlos. Se alejaron y giré la cabeza para echar un último vistazo. Mi
asombro no tuvo límites. Allí estaba el hombre rata, pero ahora su aspecto era
más de hombre y lo más curioso era que una linda mujer de piel morena parecía
conversar con él.
De
repente, el hombre se fue enfurecido. Halaba sus pelos hasta arrancarlos y
chillaba de nuevo haciendo aquel ruido tan escalofriante.
En
su furia abrió los brazos y trató de sorprender a la mujer, quien al ver la
proximidad dio un paso atrás y de pronto quedó convertida en una luz del tamaño
de un puño y voló internándose en la basura, siendo perseguida por el hombre
rata, quien trataba de alcanzarla. Viendo todo aquello y sin atreverme a llamar
a alguien, pues si no creyeron el primer relato éste resultaría más increíble,
decidí acercarme.
Mientras
lo hacía tomé una piedra y me acerqué aún más. La rata no me vio, pues seguía
tratando de atrapar aquella luz que cada vez parecía moverse más rápido.
Cuando
estuve lo suficientemente cerca, traté de detener al hombre rata con la piedra
que había, pero al estirar mi brazo ya no era una piedra, era osamenta que
despedía una luz morada. De ella salió una voz resonante y dijo: “Ser o no
ser”.
Caí
al suelo sin sentido, no pude más. Cuando desperté me hallaba en el hospital.
Trataba de recordar. En ese momento apareció una enfermera y me comentó: “¿Ya
está mejor? Aquí lo trajo una mujer morena que lo recogió cerca del
basurero”.
HECHIZO (Enrique Plata Ramírez)
Voluptuosa,
aprovechando la ausencia de Assam, su marido, accedió la mujer a sostener
relaciones con aquel campesino que recién llegara a visitarlos. Al regresar el
esposo y encontrarlos sobre su lecho, fue ante un juez y los acusó de
adulterio. Ambos fueron condenados a la lapidación.
Ella,
sin embargo, que no estaba dispuesta a morir por una nimiedad, juró en nombre
del todopoderoso que era inocente pues el hombre aquel, la había hechizado y se
aprovechó de ella todo cuanto quiso.
Sin
comprender nada de lo que pasaba el campesino fue llevado a la hoguera por
hechicero.
TRAGEDIA (Enrique Plata Ramírez)
A
través de la ventana de mi casa contemplaba con cierto terror la fiereza de la
lluvia que se batía contra la ciudad.
Desde
el fondo de la calle vi como alguien se movía debajo de un paraguas que era
azotado por el viento y abatido por la lluvia. Con el corazón en la boca
descubrí que se trataba de una mujer y un niño que presurosos intentaban
ponerse a salvo.
Aterrado,
no pude evitar un leve grito cuando mi casa abrió sus fauces y los engulló
sigilosamente.
Ahora
éramos cuatro los degustados.
SUPERSIMETRÍA
(Eduardo Mariño)
a
Pedro y José Pineda, grandes héroes cotidianos
Los recuerdo altos, inclinados en la barra más o
menos decorada de una licorería, o en el mostrador humilde de una bodega en la
vía a Maraquita; siempre era lo mismo: ¡Epa
morocho! y el cuerpo echado hacia atrás, el torso hacia delante, siempre
cerveza negra, siempre la risa maliciosa. La navaja al cinto de uno, el celular
del otro era la primera ruptura de simetría que se advertía, lo más sutil y
enreverado. Siempre la carcajada sardónica y mordaz, el saludo afable. La
mirada serena tras los lentes, estilo moderno en uno casi «al aire», de metal
simple y más clásico en el otro. Gris el Land
Cruiser de uno, café brillante el del otro.
Era como ver un espejo, sólo que no estaba ahí tu
reflejo, sino el suyo. Era como estar siempre ebrio porque siempre veías dos de
cada uno.
POSADA. PASADIZOS SECRETOS (Duglas Moreno)
Los mensajes en el cuaderno de notas no tenían
fecha. Revisé detenidamente unas seis páginas y la escritura variaba muy poco.
Les juro que pensé en una terrible casualidad: el mensaje era el mismo y quien
lo escribía también. Para no ser tan suspicaz me dije, tal vez, cada
turista tenía una sola idea sobre la
posada. Que era reconfortable. Eso recuerdo que dijo mi esposa. Las
habitaciones se ven bien. Tienen hasta una chimenea para el fuego. Quizás lo
mejor eran las ventanas abiertas, pues dejaban ver la lejanía del páramo
andino. La mujer que nos atendía hacía
un esfuerzo enorme por ser agradable. Sin saber de nuestros gustos, se apareció
con unas tazas de café. El aroma era especial. Le dije que estaba muy sabroso.
Sin vernos a la cara soltó: lo traen de
lo más alto del páramo. Los sábados bajan los cafetaleros y el pueblo parece
una fiesta. Dejan café y se llevan azúcar y jabón por montones. La mujer regresó a la cocina. Yo seguía
pensando en la escritura de aquel diario de visitas. Un hombre, quizá el
marido, largó desde un oscuro rincón: la gente escribe casi siempre lo mismo, a
veces creo que se copian para no añadir algo distinto. Cuando Ud. se marche, a
lo mejor, hace igual. No quise agregar nada al comentario. Pagamos y subimos a la habitación. Ciertamente
todo estaba en orden. El silencio, la noche y el agobiante frío eran dueños del
lugar. Toda mi familia se durmió plácidamente. Yo no podía encontrar el sueño.
El libro de notas seguía en mi memoria. Decidí arriesgarme, sin decir nada,
bajé a la sala de espera y abrí el libro. Había un texto reciente y en una
letra alterada y pastosa estaba mi nombre. Mientras regresaba al cuarto, vi la
silueta del hombre que se perdía por un
pasadizo secreto de la sala. Quise marcharme en ese instante; pero era
imposible. Pasé toda la noche con la mirada puesta en la puerta de la
habitación. Y pensaba: afuera había un homicida, un mensaje como evidencia;
adentro el sospechoso ideal, solo faltaba que se ejecutara la sentencia que
había quedado en la enrevesada escritura
del libro: la señora de la posada no va a seguir robando a los inquilinos.
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