domingo, 10 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (39) Varios autores

Cuidando la montura. Imagen en el archivo de Ofelia Rodríguez Pérez




EL FIN DEL MUNDO (Gabriel Jiménez Emán)
Primero lo había oído mencionar como una broma; luego como una imagen falsa o simplemente literaria; después un viajero le dijo que había estado cerca del fin del mundo, y esa era la experiencia por antonomasia. Era imposible describir aquella sensación de infinitud recorriendo todo el cuerpo, le explicó el viajero, poniendo en sus manos un mapa y un amuleto. Después de oír esas palabras, preparó el viaje.
Durante años vagó por todos los paisajes posibles: se perdió en los desiertos, navegó en los mares más turbulentos y atravesó sus infinitos horizontes hasta casi perder la razón ; respiró el corazón húmedo de las selvas intrincadas; contempló los montañas nevadas y las llanuras hasta saborear la esencia misma de la nada; conoció la soledad rabiosa de las multitudes urbanas y la tenue gracia de la pobreza en su último esplendor, y los banquetes donde la carne joven de las mujeres; conoció la iluminación divina frente a los grandes templos.
Un día quedó tan atónito frente a unos de estos paisajes que no pudo mantener el equilibrio, y cayó a un abismo. Había llegado al fin del mundo.
Una vez abajo, en el fondo de los fondos, se puso ya cumplido y muy alegre, pues se había convertido en uno de los primeros hombres en averiguar el secreto de un verdadero comienzo.

MICRO 3 COMO LA VIDA MISMA (Cósimo Mandrillo)
Menuda, de carnes más bien ajadas por el roce del tiempo y de otras manos, esperaba exultante a que él llegara de la ciudad remota, con la íntima sensación de estar hundida en su corazón.
Él, sin blanca, aprovechando aún las dádivas de su madre, a pesar de los cincuenta bien cumplidos, partía aliviado hacia ese otro puerto que por algunos días le garantizaba casa, comida y cama.
Ella ignoraba con rigor el conteo semanal que indicaba un marcado aumento de sus gastos.
Él se cuidó de no usar nunca palabras como compensación, pago o, menos aún, vergüenza.
¡Fueron tan felices!

LA MORDIDA (Víctor Marichal)
Caminaba bajo el aire enrarecido de la ciudad. Ya el sol empezaba a ocultarse y algunas luces de las muchas que había comenzaban su espectáculo. De pronto, al pasar frente a una montaña de basura de esas que existen en las grandes urbes, me llamó la atención un extraño brillo. Me acerqué y pude ver una luz roja, especie de bombillita. Lleno de asombro y curiosidad tomé un trozo de madera alargada y removí con intención de averiguar qué era. Pero apenas lo intenté pareció estallar. Saltó basura por todas partes y dejó al descubierto una extraña figura. Parecía un hombre, pero con aspecto animal. Si, era como una rata gigante pero con dos piernas. Sus ojos rojos y penetrantes me vieron fijamente mientras dejaba oír unos chillidos escalofriantes. Ahora rasgaba más los harapos sucios que medio cubrían su cuerpo. Me encontraba paralizado, aterrorizado, no podía dar crédito a lo que veía, pero al saltar sobre mí, tuve que reaccionar y eché a correr. Huí de aquel lugar.
Al poco rato tropecé con algunas personas y les conté lo ocurrido. Asombrados todos por mi relato, acudieron al basurero. Movimos toda la basura y buscamos por los alrededores pero fue inútil, no estaba. Las personas se fueron vociferando cosas contra mí. Yo iba detrás de ellos tratando en vano de convencerlos. Se alejaron y giré la cabeza para echar un último vistazo. Mi asombro no tuvo límites. Allí estaba el hombre rata, pero ahora su aspecto era más de hombre y lo más curioso era que una linda mujer de piel morena parecía conversar con él.
De repente, el hombre se fue enfurecido. Halaba sus pelos hasta arrancarlos y chillaba de nuevo haciendo aquel ruido tan escalofriante.
En su furia abrió los brazos y trató de sorprender a la mujer, quien al ver la proximidad dio un paso atrás y de pronto quedó convertida en una luz del tamaño de un puño y voló internándose en la basura, siendo perseguida por el hombre rata, quien trataba de alcanzarla. Viendo todo aquello y sin atreverme a llamar a alguien, pues si no creyeron el primer relato éste resultaría más increíble, decidí acercarme.
Mientras lo hacía tomé una piedra y me acerqué aún más. La rata no me vio, pues seguía tratando de atrapar aquella luz que cada vez parecía moverse más rápido.
Cuando estuve lo suficientemente cerca, traté de detener al hombre rata con la piedra que había, pero al estirar mi brazo ya no era una piedra, era osamenta que despedía una luz morada. De ella salió una voz resonante y dijo: “Ser o no ser”.
Caí al suelo sin sentido, no pude más. Cuando desperté me hallaba en el hospital. Trataba de recordar. En ese momento apareció una enfermera y me comentó: “¿Ya está mejor? Aquí lo trajo una mujer morena que lo recogió cerca del basurero”.  

HECHIZO (Enrique Plata Ramírez)
Voluptuosa, aprovechando la ausencia de Assam, su marido, accedió la mujer a sostener relaciones con aquel campesino que recién llegara a visitarlos. Al regresar el esposo y encontrarlos sobre su lecho, fue ante un juez y los acusó de adulterio. Ambos fueron condenados a la lapidación.
Ella, sin embargo, que no estaba dispuesta a morir por una nimiedad, juró en nombre del todopoderoso que era inocente pues el hombre aquel, la había hechizado y se aprovechó de ella todo cuanto quiso.
Sin comprender nada de lo que pasaba el campesino fue llevado a la hoguera por hechicero.

TRAGEDIA (Enrique Plata Ramírez)
A través de la ventana de mi casa contemplaba con cierto terror la fiereza de la lluvia que se batía contra la ciudad.
Desde el fondo de la calle vi como alguien se movía debajo de un paraguas que era azotado por el viento y abatido por la lluvia. Con el corazón en la boca descubrí que se trataba de una mujer y un niño que presurosos intentaban ponerse a salvo.
Aterrado, no pude evitar un leve grito cuando mi casa abrió sus fauces y los engulló sigilosamente.
Ahora éramos cuatro los degustados.

SUPERSIMETRÍA (Eduardo Mariño)
a Pedro y José Pineda, grandes héroes cotidianos
Los recuerdo altos, inclinados en la barra más o menos decorada de una licorería, o en el mostrador humilde de una bodega en la vía a Maraquita; siempre era lo mismo: ¡Epa morocho! y el cuerpo echado hacia atrás, el torso hacia delante, siempre cerveza negra, siempre la risa maliciosa. La navaja al cinto de uno, el celular del otro era la primera ruptura de simetría que se advertía, lo más sutil y enreverado. Siempre la carcajada sardónica y mordaz, el saludo afable. La mirada serena tras los lentes, estilo moderno en uno casi «al aire», de metal simple y más clásico en el otro. Gris el Land Cruiser de uno, café brillante el del otro.
Era como ver un espejo, sólo que no estaba ahí tu reflejo, sino el suyo. Era como estar siempre ebrio porque siempre veías dos de cada uno.

POSADA. PASADIZOS SECRETOS (Duglas Moreno)
Los  mensajes en el cuaderno de notas no tenían fecha. Revisé detenidamente unas seis páginas y la escritura variaba muy poco. Les juro que pensé en una terrible casualidad: el mensaje era el mismo y quien lo escribía también. Para no ser tan suspicaz me dije, tal vez, cada turista  tenía una sola idea sobre la posada. Que era reconfortable. Eso recuerdo que dijo mi esposa. Las habitaciones se ven bien. Tienen hasta una chimenea para el fuego. Quizás lo mejor eran las ventanas abiertas, pues dejaban ver la lejanía del páramo andino.  La mujer que nos atendía hacía un esfuerzo enorme por ser agradable. Sin saber de nuestros gustos, se apareció con unas tazas de café. El aroma era especial. Le dije que estaba muy sabroso. Sin vernos  a la cara soltó: lo traen de lo más alto del páramo. Los sábados bajan los cafetaleros y el pueblo parece una fiesta. Dejan café y se llevan azúcar y jabón por montones.  La mujer regresó a la cocina. Yo seguía pensando en la escritura de aquel diario de visitas. Un hombre, quizá el marido, largó desde un oscuro rincón: la gente escribe casi siempre lo mismo, a veces creo que se copian para no añadir algo distinto. Cuando Ud. se marche, a lo mejor, hace igual. No quise agregar nada al comentario.  Pagamos y subimos a la habitación. Ciertamente todo estaba en orden. El silencio, la noche y el agobiante frío eran dueños del lugar. Toda mi familia se durmió plácidamente. Yo no podía encontrar el sueño. El libro de notas seguía en mi memoria. Decidí arriesgarme, sin decir nada, bajé a la sala de espera y abrí el libro. Había un texto reciente y en una letra alterada y pastosa estaba mi nombre. Mientras regresaba al cuarto, vi la silueta del  hombre que se perdía por un pasadizo secreto de la sala. Quise marcharme en ese instante; pero era imposible. Pasé toda la noche con la mirada puesta en la puerta de la habitación. Y pensaba: afuera había un homicida, un mensaje como evidencia; adentro el sospechoso ideal, solo faltaba que se ejecutara la sentencia que había quedado en la enrevesada  escritura del libro: la señora de la posada no va a seguir robando a los inquilinos. 

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