sábado, 16 de febrero de 2019

Leyendas y cuentos cortos venezolanos (44) Varios autores

Joven llanera en el archivo de Monofot.




EL MITO DE AMALIVACA (Arístides Rojas)
Debemos la tradición de los Tamanacos sobre la formación del mundo, después del diluvio, a un célebre misionero italiano, el padre Gilli, que vivió mucho tiempo en las regiones del Orinoco. Refiere este misionero que Amalivaca, el padre de los Tamanacos, es decir, el Creador del género humano, llegó en cierto día, sobre una canoa, en los momentos de la gran inundación que se llama la Edad de las Aguas cuando las olas del océano no chocaban en el interior de las tierras, contra las montañas de la Encaramada.
Cuando les preguntó el misionero a los Tamanacos cómo pudo sobrevivir  el género  humano después de semejante catástrofe, los indios le contestaron al instante que todos los Tamanacos se ahogaron, con la excepción de un  hombre y una mujer, que se refugiaron en la cima de la elevada montaña de Tamacú, cerca de las orillas del río Asiverú, llamado por los españoles Cuchivero. Que desde allí ambos comenzaron a arrojar por sobre sus cabezas y hacia atrás los frutos de la palma moriche, y que de las semillas de ésta salieron los hombres y mujeres que actualmente pueblan la tierra.
Amalivaca, viajando en su embarcación, grabó las figuras del sol y de la luna sobre la loca pintada (Tepureme) que se encuentra cerca de la encaramada.
En sus viajes al Orinoco, Humboldt vio una gran piedra que le mostraron los indios en las llanuras de Maita, la cual era –según indígenas- un instrumento de música: el tambor de Amalivaca. La leyenda no queda, empero, reducida a esto según refiere Gilli. Amalivaca tuvo un hermano, Vochi, quien le ayudó a dar a la superficie de la tierra su forma actual. Y cuentan los tamanacos que los dos hermanos, en su sistema de perfectibilidad quisieron -desde luego- arreglar el Orinoco de tal manera que pudiera siempre seguirse el curso de su corriente, al descender o remontar el río. Por este medio, esperaban ahorrar los hombres el uso del remo… idea que no llegaron a realizar… Amalivaca tenía además dos hijas de decidido gusto por los viajes; y la tradición refiere, en sentido figurado, que el padre les fracturó las piernas para imposibilitarlas en su deseo de viajar, y poder de esta manera poblar la tierra de los Tamanacos.
Después de haber arreglado bien las cosas en la región abnegada del  Orinoco, Amalivaca se reembarcó y regresó a la opuesta orilla, al mismo lugar de donde había salido. Los indios no habían visto, desde entonces, llegar a su tierra ningún hombre que les diera noticia de su regenerador sino a los misioneros. E imaginándose que la otra orilla era la Europa, uno de los caciques Tamanacos preguntó inocentemente al padre Gilli: “Si había visto por allá al gran Amalivaca, el padre de los Tamancos, que había cubierto las rocas de figuras simbólicas…”
No fue Amalivaca una creación mítica, sino un hombre histórico; el primer civilizador de Venezuela deja su nombre perpetuado en la  memoria de millares de generaciones.
Estas nociones de un gran cataclismo, dice Humboldt, estos dos entes libertados sobre la cima de una montaña, que llevan tras sí los frutos de la palma moriche, que llega por agua a una tierra lejana, que prescribe leyes a la naturaleza y obliga a los pueblos a renunciar a sus emigraciones; y estos rasgos diversos de un sistema de creencia tan antiguo, son muy dignos de fijar nuestra atención.
Cuanto se nos refiere en el día, de los Tamanacos y tribus que hablan lenguas análogas a la tamanaca, lo tienen, sin duda, de otros pueblos que ha habitado estas mismas regiones antes que ellos.
El nombre de Amalivaca es conocido en un espacio de más de cinco mil lenguas cuadradas, y vuelve a encontrarse como designando al Padre de los Hombres (Nuestro Grande Abuelo) hasta entre las naciones Caribes
Ningún pueblo de la tierra presenta a la imaginación del poeta leyenda tan bella: es la expresión sencilla y pintoresca de un pueblo inculto que se encontró poseedor del oasis americano, coronado de palmeras, de majestuosos ríos poblados de selvas seculares, de dilatada, inmensa pampa, imagen del Océano.



EL DR. RODRÍGUEZ (Eduardo Mariño)
I
La voz en el teléfono quería dar la impresión de apremio que siempre tienen las voces telefónicas, pero lo que translucía era un indecible hastío. Supuso que era la decimocuarta vez que intentaba comunicarse en vano, y por consiguiente, le cedió generosamente la oportunidad de intentarlo por decimoquinta vez.
—Lo siento, el doctor Rodríguez no está.
—Pero…
—Intente más tarde, no debe tardar.
Y la colgó, sin más. A fin de cuentas, era sólo otra voz en el teléfono, una más en una lista indefinida y nebulosa que flotaba más allá de la pequeña ventana en la que alguna vez se veía un apamate y ahora sólo la fachada enrejada y fría de un centro comercial.
II
El doctor Rodríguez subió en tramos lentos la escalera que en una ligera curva le llevaba hacia su despacho. Lunes —pensó el doctor Rodríguez. Y el lunes se hizo en su rostro y la sequedad de la palabra le apretó la garganta y le hizo expirar, con benevolencia, el recuerdo fugaz de un domingo menos particular que en su acendrada búsqueda de melancolía le había dado un reposo y el milagro tácito de un beso al despedirse.
—Te llamaré en la mañana, esta noche todo se solucionará.
—Estaré esperando, ojala así sea.
—Será…
Y el doctor Rodríguez abre la puerta de la engrisecida oficina y un pálpito como de olvido le camina la sangre.
III
¿Dónde estaba? Todo había sido tan rápido y tan impersonal como una escena de teatro o una película contada al salir del cine. Todos los sucesos, en vertiginosa y difusa secuencia se afinaban entre si y le dejaban la impresión de haber sido testigo más que actuante, en una representación de saltimbanquis y cabriolas del destino.
Se aferra una vez más al teléfono, como aferrarse a la vida que se supone después. El amor, como toda fe del espíritu, también tiene sus ritos y sus imprecisas oraciones.
IV
Si sus ojos no estuviesen sólo abiertos, tendría una magnífica vista de su esposa aferrada al hilo en el que supone también aferra su vida. Podría quizás detallar su ilusión que va deviniendo en angustia.
¿Pero quién sabe lo que pueden ver los ojos abiertos de los muertos?
Quizás, doctor Rodríguez, el puñal te obstruía parte de la escena.



EL TÁRTARO  (Marcos Agüero)
El cura del pueblo acaba de despedirse de Pedrito, el monaguillo, y le recordaba despertarlo a las 6:00 a.m. como era de costumbre para dar la misa. El Sr. Cura encendió una vela, se arrodillo, Oró y luego se acostó. Las horas pasaban bajo aquella tenue luz velatoria que lo hacía ver como un muerto. Un profundo silencio se dejó oír y ya no supo más de si…
El doblar de las campanas no se hizo esperar y sobre los hombros de los feligreses fue llevado hasta su última morada, un lugar pequeño, oscuro y frío, pero seguro y eterno.
Solo la tierra húmeda cubría el féretro del recién enterrado. Y fue allí, en semejante instante, cuando el santo difunto abrió sus ojos con incalculable espanto. Comenzó a empujar y golpear la madera que tenía ante su rostro. El esfuerzo era en vano debido a su avanzada edad y esta lo dejaba cada vez más débil. Sudoroso ya y con la respiración entrecortada, recordó que en uno de los bolsillos de su sotana, tenía un cuchillo, el cual sacó y con esfuerzo hercúleo y empezó a sacar los clavos de la urna escapando así del estómago de la muerte.
Ahí iba el pastor, arrastrándose por aquel infierno de desolación. Este era el pastor, el último pastor caído sin seguidores y sin nadie a quien seguir.
Mientras se arrastraba, surgió a su paso un viejo y apestoso burro lleno de gusanos y moscas verdes. Con una agria sonrisa montó el cuadrúpedo y sin rumbo alguno, el hombre y la bestia seguían la huella de la soledad la cual mostraba a su paso un paisaje agresivo de muerte.
Con la misma inclemencia que el sol quemaba su piel, así también el hambre quemaba su estómago. Ante tal adversidad, y con asco profundo, el hambriento pastor sacaba con sus esqueléticas y mohosas manos los gusanos que le salían a aquel viejo y enfermo animal. Tratando de socorrer semejante hachazo que la vida le signaba, se dispuso a orinar  en sus manos y beber tan preciado líquido.
Salido de quien sabe dónde, un nuevo animal aparece en escena, se trata esta vez de un zamuro que vuela a duras penas debido al hambre pegada en su estómago, mostrando la flacura en relieve de su implume cuerpo. Súbitamente, el zamuro percibe un olor nauseabundo que provenía detrás de una montaña. El ave alzó vuelo –como pudo- mientras el pastor con su sabiduría atormentada por lo que había comido y bebido siguió al carroñero. A medida que se acercaban al lugar, el olor se hacía insoportable, tanto así que quiso maldecirlo, pero su voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. Casi asfixiado, el pastor llegó a la cúspide de la montaña y vio un lugar aterradoramente amorfo. Hombre bestia y zamuro entraron en aquel fétido sitio. La turbia e inexpresable mirada del pastor, se aclaró en la oscuridad de aquello. De repente, se oyeron quejidos, llantos y alaridos. Para ese entonces el hedor ya era insoportable.
Luego la sensible mirada del pastor se vio atraída por algo que surgía entre penumbras. Era un ser asombroso, mitad hombre mitad caballo, así era su cara, con voz trémula el pastor pregunto: ¿Qué es todo esto; quién eres; por qué estás aquí? Levantando sus patas traseras el anfitrión respondió: Los lamentos que escuchas son los frutos del árbol de la ignorancia que se pudre en el lodo que cubre la raíz de la inteligencia de los dioses mundanos. Y el hedor que sientes son tus pensamientos y el lugar donde te encuentras es El Tártaro, lugar donde viven solo los que están muertos y el que aquí entra no sale jamás.
El aun aturdido pastor, clavó los ojos de angustia en tan fabulosa criatura diciendo: Por salir de aquí soy capaz de cualquier cosa, por muy imposible que parezca. ¡Yo, pastor de nadie, el último pastor recto!
Los ojos del misterioso ser huyeron de la insistente mirada del pastor, mientras le decía: ¿Ves este riachuelo, allí se encuentra un pez lleno de gusanos venenosos y el agua que ves, es la sangre venenosa de los dioses mundanos. Si logras comerlo y beberlo y quedar vivo, podrás salir de aquí y vivir para siempre.
Respondió el pastor: He esperado con angustiante tranquilidad el correr de los años acercándose lentamente a pasos agigantados hacia el final de este encuentro. Mientras tanto, el zamuro descansaba sobre una rama de espinas esperando  impaciente la muerte del pastor y poder así saciar su hambre. El pastor metió su mano en la sangre de los dioses mundanos, saco el pez lleno de gusanos y con la poca sabiduría que le quedaba meditó por un momento y le dio de comer primero al zamuro. Este lo devoró en un dos por tres y al instante murió. Seguidamente, el pastor tomo al zamuro muerto y se lo dio a comer al burro. Este lo masticaba lentamente y cuando se lo terminó de comer, el burro también murió. Viendo esto, un rotundo olfato de triunfo lo embargo. Desenvaino su viejo cuchillo y lo clavó en la yugular del recién muerto animal.
Un fuerte tibio chorro de sangre baño su rostro, procuró entonces beberla con desesperación. Totalmente lleno, se incorporó el pastor totalmente transformado y con el burro convertido ahora en un hermoso corcel blanco mientras de su cuerpo, salían dos enormes alas negras. El pastor montándose sobre el alado animal diciendo estas  palabras al guardián del Tártaro:
Todos somos como burros con gusanos, guiados por nuestra ignorancia hacia el tártaro. ¡Utilicen la espada de la sabiduría para que sean transformados! Dicho esto salió volando a la eternidad…
A las 6:00 de la mañana, Pedrito  llegó a la iglesia y acercándose el cura le dijo: ¡Levántese, señor cura, que ya va a ser la hora de dar la misa!


PICA LA PELUCA (Enrique Enríquez)
Dedicado a todos los Clint Eastwood del mundo
El Sicario se frotó los dedos para eliminar cualquier residuo de masa de gnocci mientras empujaba su silla de ruedas hacia el fregadero de la cocina, donde se lavó las manos, secándolas luego con un paño blanquísimo que volvió a plegar por sus dobleces exactos. Así, con las manos impolutas, buscó entre sus bolsillos la llavecita chata y cautelosamente gris que abría la segunda gaveta del armario, de donde sacó una bala calibre 25 que puso frente a la fotografía de una chica con cara de “empleada del mes”, dejándola husmearle el rostro por varios segundos antes de meterla en un sobre y cerrarlo pasando la lengua por el filo engomado.
Quienes no tienen el valor de chapotear en las miserias de la vida se suicidan. Si resultan cobardes incluso para eso, llaman al Sicario y la muerte le llega a vuelta de correo. El Sicario pone una bala a mirar una foto de la víctima y luego la mete en un sobre con su dirección. Cuando el “cliente” abre el sobre, la bala le parte el pecho. Fácil y rápido. Infalible llueva, truene o relampaguee. El correo jamás falla y el Sicario menos.
Del Sicario no hay mucho que decir. Seis años atrás su primo Cósimo lo invito a cenar. Tres platos de osso bucco con Regina fagioli después, entraba a la sala de emergencia del hospital de Terrasini con una indigestión que lo dejo paralítico y le confirió el poder de eliminar las balas usando la mente como pistola, todo por el mismo precio. Si Cósimo le había tendido una trampa o no era incierto, pero por las dudas el Sicario le abrió una segunda sonrisa más debajo de la quijada. Descanse en paz.
Hablemos mejor de su cliente, Melinda, la chica de la foto. Melinda quería ser actriz. Algunos pensaban que tenía todo para triunfar porque era alta, rubia, atractiva y un poco tonta, así que hizo lo que todas las mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tonta hacen cuando quieren ser actrices: fue a una audición.
La audición estaba llena de mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas esperando ser descubiertas. Ninguna hablaba, y Melinda pensó “¡qué pretenciosas!”. Luego de un rato dos hombres vestidos con uniforme azul entraron a la habitación, cargaron cada uno a una de las chicas y se fueron. Volvieron al poco tiempo y repitieron la operación. Melinda no notó nada extraño hasta que a una de las chicas se le cayó la cabeza cuando la levantaban. “Vaya, ¡esa es más tonta que yo!” se dijo. Da vergüenza decirlo, pero aun tardó diez minutos en enterarse de que se había sentado en un depósito de maniquíes. Ni siquiera lo descubrió ella misma, sino el sujeto que, al levantarla no encontró las etiquetas con los precios en su ropa.
De ahí en adelante, y con una constancia pasmosa, fracasó en cada papel que le asignaron. Si le hablaban del Método Stanislawsky, ella respondía que siempre había confiado más en las píldoras. Era un fracaso y todos lo sabían. Peor aún: ella lo sabía. Por eso contactó al Sicario, le envió su foto y se sentó a esperar que el cartero le trajera la muerte. Lo que no sabía Melinda es que ha podido ahorrarse el dinero, pues el Asesino de los Jueves entró esa noche en su casa.
El Asesino de los Jueves se metía a la casa de sus víctimas los jueves, usurpaba su identidad por siete días y las mataba el jueves siguiente. Según él, se entregaba a las costumbres de una persona extraña y luego se liberaba de ellas asesinándola. Algo muy coherente si te patina el coco. Había sido peluquero en Los Ángeles pero un tumor cerebral lo sacó del negocio. Los médicos decían que más de un corte de pelo al día lo habría hecho tener un derrame y eso le destruyó la carrera. No pudiendo ser quien quería ser, decidió ser cualquiera. Se volvió loco. En cualquier país del mundo los locos se contentan con deambular por la calle, pero en Los Ángeles los locos matan gente. Por algo es tan callado el primer mundo.
Melinda no notó nada raro en el hombre sin cabellos ni cejas que la siguió hasta su casa conduciendo un escarabajo rosado en cuyo guardafangos podía leerse “Born To Kill”. Tampoco le pareció raro que estacionase su auto junto al de ella y la siguiese por el jardín. Iba a comenzar a extrañarle todo aquello cuando recibió un mazazo en la nuca. Lo siguiente que supo es que estaba en la cama viéndose a sí misma parada a sus pies.
¿Quién eres tú?- preguntó.
Soy Melinda -contestó el psicópata con voz de muñeca taiwanesa- esta semana verás qué tan Melinda soy. Luego te mataré. ¡Ah! Y no intentes escapar. No tienes modo de engañarme. Tengo el coeficiente intelectual de un genio.
¡Ay sí! Contestó la verdadera Melinda, serás muy genio, pero te apuesto, a que a mí me invita más gente a salir.  Por fortuna sonó el timbre. En este tipo de historia la persona que toca a la puerta suele morir, pero el cartero se fue ileso tras dejar su encomienda en manos de Melinda que supo ocultar muy bien sus nervios. Con la misma sangre fría cerró la puerta y dijo a su doble:
--Llegó el correo.
---Muy bien-- dijo el Asesino de los Jueves---
Abre una carta y yo abriré las demás exactamente igual a como tu abras la primera.
Siempre somos mejores cuando ya nada importa. Nuestro rehén fue pasando carta por carta con parsimonia, notando divertida que su captor miraba con atención de antropólogo cada uno de sus gestos. Ella que había sido tan mediocre frente al público, actuaba muy bien ante la muerte. Aquel fajo era bastante tedioso: cuentas… cuentas…publicidad… cuentas…cariños desde Italia…cuentas ¿Cariños desde Italia? El sobre pesaba más de lo normal y Melinda entendió todo. Esa fue la carta elegida.
-¿Sabes? -le dijo al demente usando un histrionismo del que jamás gozó en escena- me encantaría quedarme a que me mates, pero acabo de recordar que tenía un compromiso previo.
Melinda abrió el sobre del Sicario, la bala hizo lo suyo y ella murió en el acto sin que el Asesino de los Jueves tuviese nada que ver. No habiéndola matado él, la liberación era imposible y el Asesino de los Jueves se vio obligado a ser Melinda para siempre. 
Lo bonito de esta historia es que a partir de entonces la actuación de Melinda mejoró. Nadie sabía cómo, pero, ahora era estupenda. Pronto comenzaron a lloverle los contratos, las ofertas, los halagos. Todo el mundo tenía un papel escrito para ella, todo galán le ansiaba entre sus brazos. El Tony llegó seguido del Golden Globe y finalmente del Oscar. Cuando Melinda recibió la estatuilla de manos de Anthony Hopkins lloraba. Nadie supo nunca que aquel era un llanto prisionero, no de estrella.



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