Llaneras. Del archivo de Félix Pastor Silva Castillo en "Llano, Leyenda y Folclore"
PARAPARA
(Mercedes Franco)
Semilla de un árbol grande, muy negra, dura y
esférica, que algunos grupos indígenas usan para la adivinación y para leer el
futuro.
PELLIZCOS
DE MUERTOS (Mercedes Franco)
Muchas personas notan a veces morados en su
cuerpo, como señales de golpes, que no recuerdan nunca haberse dado. Dicen que
esas marcas inexplicables son pellizcos de los muertos.
PEREGRINO
SOLITARIO (Mercedes Franco)
En la población de San Mateo, en el estado
Aragua, aún pueden verse ruinas del "Ingenio Bolívar", una prospera
hacienda azucarera fundada por la familia de libertador durante el siglo
dieciocho. Tras esos muros, en esos patios, el pequeño Simón vivio una infancia
feliz, jugando con los niños campesinos, tal vez trepando a los árboles o
persiguiendo mariposas.
Al estallar la Guerra de Independencia, la
propiedad fue usada como depósito de municiones y armas. Allí el valiente
Ricaurte prefirió morir, haciendo estallar aquel valioso material antes que
entregarlo al enemigo.
En este lugar se encuentra hoy el Museo del
Peregrino. Dicen que debe su nombre a un fantasma que deambula por los
alrededores, y que la gente del pueblo llama El Peregrino Solitario. Cuando en
San Mateo caen las sombras, aparece en la lejanía su figura delgada, que avanza
apoyándose en un viejo bastón. Viste gastadas ropas campesinas y oculta su
rostro tras un humilde sombrero negro.
El Peregrino Solitario recorre lentamente el
Ingenio Bolívar. Muchos lo han visto detenerse y contemplar las ruinas,
pensativo y nostálgico. Luego se aleja con paso cansado, hasta desparecer hacia
las montañas lejanas.
PERLA
(Mercedes Franco)
Según el criterio popular venezolano las
perlas traen lágrimas. Es decir, quien las usa puede llorar. Los antiguos
decían que las perlas eran lágrimas de la luna, o gotas de la leche de las
sirenas. Y durante el siglo XVI, algunas etnias indígenas, al ver como los
españoles mataban por las perlas aseguraban que eran gotas de la saliva del
diablo.
PERROS
(Mercedes Franco)
Según la tradición popular, los perros aúllan
cuando alguien va a morir. No tendría nada de raro si creemos en el sexto
sentido que poseen los animales, que a veces les permite predecir catástrofes
naturales como terremotos y tormentas.
Perro negro: El perro negro se asocia en
muchos casos al demonio. Es uno de los muchos animales que según la tradición,
Satán escoge para transmutarse y así pasar desapercibido entre los mortales.
Perro de medianoche: En algunas poblaciones
de Los Andes venezolanos se dice que a medianoche un perro negro de ojos
llameantes atraviesa las calles aullando cuando alguien va a morir.
Cachorro: En Maracaibo dicen que un
cachorrito negro aparece en las calles, en las noches. Si alguien se le acerca,
se transforma horriblemente y lo persigue a grandes saltos.
Perro de La Pastora: En La astora todos ven
a un perro fantasma. Aguarda las últimas luces de la tarde para echar a andar,
con paso lento y cansado, hasta la parada del autobús. Sube al vehículo en
Torrero, una de las primeras esquinas, en la parte baja de La Pastora. Aborda
de un salto el autobús y nadie objeta su presencia, todos los pasajeros están
acostumbrados. Se baja mucho más arriba, en la esquina de Medina, junto a la
Puerta de Caracas.
EL
POEMA QUE NO FUE TAN BUENO (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
Un día un poema que no fue tan bueno quizás
pudo servir para ser enterrado y leído por los muertos o quizás para que un
poeta que no fue tan bueno lo desenterrara y narrara la historia de un poema
que no fue tan bueno.
LA
MONEDA (Ricardo Jesús Mejías Hernández)
Por sus propios medios se echó a rodar hasta
el pozo de los deseos y deseó no ser de nadie.
EL
RELIGIOSO QUE GUARDABA UN SECRETO (Enrique Plata Ramírez)
Había en la ciudad del Demera, un religioso
que guardaba celosamente, en la habitación de los archivos, un secreto que
nadie había podido develar, pese a que más de una persona infructuosamente lo hubiese
intentado.
Cada tarde, luego de la realización de sus
ejercicios espirituales, ansioso, el religioso se encerraba en aquella
habitación, tratando de que nadie más accediera a ella, cuidando de mantener a
salvo su valioso secreto, mientras a sus espaldas se tejían los más disímiles
murmullos.
Con la llegada del verano, año tras año, la
ciudad se vestía con el manto de las fiestas de la luz, y en su santuario, el
religioso decidía ratificar su juramento del celibato. El verano pasado no
había sido la excepción. Las luces fosforecían por toda la ciudad que ardía con
los vapores que levantaba el sol.
A las nueve de la tarde, concluidos sus ejercicios
y abrumados por la fuerza caliginosa, el religioso entró a la habitación de los
archivos y se dispuso a comprobar el estado actual de sus secretos, mas, de
pronto, inesperadamente, sintió como si cientos de ojos lo miraran con
expectación, deseos y angustias, y previendo se personaje de algún texto de
ficción, precipitadamente salió de la habitación, la aseguró con llave y se
marchó manteniendo en la incertidumbre a todos los lectores.
ATRACO
A LA VIDA (Gregorio Riveros)
¡Quieto, pégate contra la pared!.
Antes de escuchar esa terrible ráfaga de
letales palabras, incluso antes de entrar al bus del transporte público y
escuchar la radio de una emisora capitalina, donde con mucho entusiasmo
saludaban y deseaban felicidades por la semana que se inicia, y entre las
informaciones anunciaban que la morgue de la ciudad recibió en el fin de semana
48 cadáveres por muertes violentas, pistolas, cuchillos y navajas, y que van
405 muertes trágicas en el mes que finaliza. Ante que sucediera todo eso, había
rezado a un Cristo de madera guindado junto a una efigie de la Virgen María
colgados en la pared de su habitación, pidiendo su protección y la de su
familia, y que alejara todo mal de su entorno. Las penumbras de la habitación
eran una prolongación sombría de la ciudad. Su corazón estaba entrenado
solamente para la vida, y un arma de fuego apuntaba con certera precisión.
Sorprendido. Mucho tiempo antes de ese instante, murió.
MANICOMIO
(José Milano M.)
Pensé que la soledad era la mejor
madre para merecer en su efímera cuna la somnolencia de mi reciente pena. Huir,
huir como encorvado en la madriguera humeante sensibles llantos.
Apenas habían pasado tan sólo dos
horas y el vació me abrumaba, imposible ignorarlo. Sin la clandestinidad de la
débil puerta que me alejaba de sus garras, sus garras cívicas, morales y
consejeras. Nadie podría rehacer en mi alma la efigie cristalina de su sonrisa
de niña, nadie imitaría el tintineo de sus pasos por el corredor, nadie
reemplazaría sus serpentines rayos dorados jugando con la brisa, tras su pelota
rosa en el verde mar engramado tras su zigzagueante andar.
Su sonrisa retomaba cada rincón de las cuatro paredes
donde marginé mi alma, buscando el olvido y huyendo a los pésames cortantes de
ellos, los moradores de la puerta débil y translúcida para el comentario. Decidí hablarle, mirarla
a los ojos en el azar de los rincones; mis ojos transmutaban viajeros entre las
sombras, siguiendo su sonrisa adolorida de gritos de ayuda.
Encendí una luz, y ya no pude oír
nada, la luz de la cerilla hacia oscurísima la habitación, la puerta se abrió,
venían por mí.
LA
VISITA (Víctor Marichal)
Hoy recuerdo cuando por aquellos amplios
corredores caminaba en compañía de mi padre:
Este hermoso jardín fue idea de tu abuelo. Él
luchó por lograrlo, y tras largos años de lucha obtuvo el mejor caserón de este
lugar —me decía—. Luego, a causa de eso mismo, tuvo problemas con un vecino, un
hombre de estos que no puede ver a otro superarse porque se entristece. Un día
en ausencia de mi padre, Julio, que era el nombre del vecino envidioso, se
acercó lentamente; yo me encontraba jugando en el jardín y de pronto sentí un
ruido a mis espaldas. Cuando giré la vista vi una mano cadavérica empuñando una
larga navaja. Aquel cuerpo esquelético parecía decidido y un gran miedo se
apoderó de mí. Corrí por aquel lugar. Me indicó señalándome una brecha que se
encontraba a nuestra izquierda, hasta llegar a una pequeña habitación que
existía en aquel claro. Era donde guardaban las herramientas de mantenimiento
de la casa. Me escondí allí y pude ver cómo aquel hombre, totalmente fuera de
sí, arremetía con su arma una y otra vez contra las indefensas plantas.
Cuando dijo esto vi humedecer sus ojos y
comprendí que el relato le traía recuerdos. Interrumpí entonces:
Papá, yo sé que todo esto es parte de tu
vida. Naciste y te criaste aquí, pero esta casa es muy grande para vivir tú
solo y sé que estando aquí, después de la muerte de mi mamá, será peor. Por
eso, he decidido venderla.
¡No,
no lo hagas, hijo! —Se aferró a mí fuertemente— No me mates. Yo quiero estar
aquí, ya tengo ochenta y cinco años. ¿De qué me servirá ir a vivir a la capital
si de todas formas no viviré mucho? ¿Por qué no me dejas vivir aquí lo que me
falta?
Por la forma de decir esto no podía más que
abandonar la idea de vender la casa pues era verdad lo que me decía, allí había
vivido toda la vida. ¿Por qué no dejarlo seguir allí donde estaban todos sus
recuerdos?
Está bien, padre, -lo vi sonreír cuando le
dije eso. -Gracias,
hijo. Sabía que me comprenderías.
Caminamos un rato, luego nos dirigimos al
portal y nos estrechamos en un fuerte abrazo. Salí de la casona, encaminé mis
pasos hasta el lugar donde había dejado el auto y donde me esperaban mi esposa
y mi hijo. Al subir al auto ella me preguntó:
¿Cómo te fue? Bien; contesté muy seco. Mi amor, cada vez que visitas la tumba de tu
padre sales muy triste.
¿O es que sigues pensando que murió por tu culpa? No sé, le dije, y ya no hablaremos más…
¿O es que sigues pensando que murió por tu culpa? No sé, le dije, y ya no hablaremos más…
DIAMANTES
PARA SUS PIES O LA CENICENTA EN TIEMPOS MODERNOS
(Pedro José Pisanu)
Cindi o
Cindirella era muy feliz mientras fue niña y tuvo madre. Al morir esta, el
padre se vio asediado por una viuda tenaz. Tanto insistió que el buen hombre
terminó cediendo ante aquellas frases que la doña mandaba escribir a poetas a
destajo, como aquella de: “Dos soledades virtuosas solo pueden consumar una
larga felicidad”. Por supuesto, la única felicidad que se consumó fue la de
ella y al pobre hombre le terminó de consumir la poquita felicidad que le
quedaba. Así, el padre de Cindi, en poco tiempo emprendió la salida de la
lucidez y el descanso eterno. Se murió, apagó el interruptor y dijo ya no
enciendo más. Se rumora que la señora cocinaba tan mal que acabó enfermando al
buen hombre.
La pobre
Cindi la bajaron de su alcoba, la que tenía el balconcito con conexión al
jardín de enredadera, y la mandaron al cuartico al lado de la cocina, el que
daba hacia el patio trasero de la casa.
La
madrastra, horrenda tanto o más que sus hijas, quiso ocultar a la bella Cindirella,
confinándola a los oficios del hogar con un horario muy propio de muchachas
como la Cándida Eréndira, la de su abuela desalmada, en otras palabras, trabajo
de seis de la mañana hasta las doce… de la noche. El trío de aves de rapiña
devoraba la comida que Cindirella preparaba y por eso se requerían las carpas
de tres circos para poder vestirlas. Para Cindirella o Cenicienta solo quedaba
su ropita de cuando niña, muy ajustada, por cierto. En cuanto a calzado,
Cindirella se lo pasaba con la pata pelada, aunque sin bailar cumbia, por lo
que sus pies, contrariando la historia original que vino de la China, no eran
delgados ni pequeños, sino más bien un poquitín anchos y algo larguitos para
ser una chica, sin llegar a los extremos de Pie Grande, el de los bosques.
Mientras
la madrastra adoptaba la forma de una vaca vieja y las hermanastras parecían
vaquillonas de tanto hartarse de mondongos, parrillas y carnes grasientas de
todo tipo, Cenicienta se mantenía esbelta y hermosa, casi fitness, bajo la capa
de ceniza que daba para su apodo. Por hacer tanto oficio y jugar al volibol con
los animales del patio sus brazos estaban firmes, las piernas torneadas y
sólidas, sin mencionar los glúteos como de roca esculpida, producto de las
sentadillas que hacía recogiendo todo lo que tiraban.
A la
casa pronto llegó una invitación con el sello real, el príncipe invitaba a un
sarao a todas las jóvenes casaderas y chaperonas. Cindirella se enteró de todo
gracias a la rendija de la puerta que daba desde la cocina. Quiso ir, sin
embargo su ropa, breve y escasa por demás, no era la más adecuada para acudir a
un baile en busca de un marido príncipe. Clamó por un hada que se atreviera a
ser su madrina y que tuviera unas condiciones especiales, un híbrido de
Carolina Herrera con Dolce y Gabbana. En instantes se apareció la mentada hada
madrina, quien fue muy directa al afirmar que ella no era modista ni siquiera
costurera, pero que se conformara con ese vestido insinuador que le había
regalado la Paris Hilton. Sobre las zapatillas, Cenicienta o Cindirella fue muy
clara al respecto, afirmando que ella en eso era muy chapada a la antigua, más
bien clásica, puras sandalias a lo Salomé, la mujer de Putifar, y cuando mucho,
unas sandalias romanas al estilo Mesalina. El hada madrina resopló con
paciencia y le sacó una cajita con un par de sandalias tacón de aguja sin
taloneras hechas de diamantes guayaneses marca Swarovski-Bvlgari.
En lugar
de la calesa real se consiguió con una lata de sardinas recién usada, tirada
por cuatro ratones que se convirtieron en una limusina Bentley con motor de
cuatro ratones de fuerza, con turbo impulso de gato pisando los talones.
La
fiesta estaba aburrida. El príncipe se imaginó solitario en medio de una pesca
de bagres. Se fingió cojo para no verse obligado a bailar. Todo eso ocurría,
hasta que llegó Cenicienta. Con ella bailó toda la noche, hasta que ella
recordó que a las doce de la noche se vencía el hechizo. A cinco para las doce,
Cindirella Cenicienta salió corriendo sin dar explicaciones. El príncipe salió
detrás, pero solo halló la sandalia derecha con una nota en la que dejaba la
dirección para que no perdiera tiempo con tanto bagre a la deriva. Se guardó la
nota sin siquiera leerla y después el traje fue a dar a la lavandería real.
Al día
siguiente el príncipe mandó a su secretario privado para que consiguiera a la
incógnita dama de pies y uñas bonitas. Casa por casa, el secretario padeció
toda clase de horrores, juanetes, uñas purulentas, pie de atleta y otras
horrorosidades.
A
Cenicienta solo le quedó el peinado, la pedicura y la sandalia izquierda.
Hechas
las pruebas a ninguna de las damas les quedaba la sandalia de diamante, o muy
chiquita o muy grandota. Hasta que llegaron a la casa de Cenicienta. La
madrastra mandó a Cenicienta a cortar la maleza del patio. El secretario del
príncipe trató de calzar en la sandalia cada uno de los elefantiásicos pies de
las hermanastras y la madrastra de Cenicienta. De nada sirvió que la hermana
más gorda, tijera de jardinería en mano, se volara los cinco dedos del pie
derecho, ni que la madrastra se volara el talón de un solo machetazo. Entonces
apareció Cenicienta vestida de shorcito con agujeros, franelilla hecha girones.
El secretario exigió probarle la sandalia a Cenicienta. Hizo la prueba y le
quedó perfecta. La madrastra, llena de odio exclamó: “Pura suerte de pata en el
suelo principiante”. Cenicienta mostró la otra sandalia de diamante y
dijo que eran de ella, regaladas por su madrina, quien las mandó a hacer con
Swarovski- Bvlgari.
La
madrastra y sus hijas fueron enjuiciadas por envenenar al padre de Cindirella o
Cenicienta, además de robar la herencia legítima de esta.
Cindirella
o Cenicienta se casó con el príncipe y todo lo demás está por suceder.
La
Costurera (Samuel Omar Sánchez)
Este relato oral es uno de los tantos de la
población de El Baúl del estado Cojedes, bello pueblo llanero, para esa época
abundaban las casas de bahareques y las imponentes casa de altos, sus calles de
tierra, sus habitantes vivían en sana armonía. A una cuadra de la calle principal,
en una casa con frondosas matas de mangos y un bello jardín, vive la señora
Josefina Cruces, costurera de oficio, se gana la vida así, sentada enfrente a
su vieja máquina de pedal conocida como la “negrita” de marca “Singer”; la ven
religiosamente. Su costumbre es coser de lunes a lunes, en horas de la noche,
la gente decía que ella está enterada de todo lo que sucedía en dicha
población. Cerca de la ventana trabaja, siempre está abierta, cuando escucha
algo en la calle, se levanta para asomarse a ver ya que desde ahí tiene una
gran visión de todo ese sector. Sus amigas decían: -Josefina, deja de estar
pendiente de los demás, cuidado te asustan por estar de chismosa-. Se reía
diciendo: -Lo hago de noche, porque en el día estoy ocupada en los quehaceres del
hogar, además al estar la ventana abierta entra buena brisa-. Josefina, pasó
todo el día en diligencias, a las siete
de la noche, se sienta a coser, tiene que entregar varios encargos en la
mañana. Hay un poco de frío, prepara algo de café, para así agarrar calor, son
las once y media, se asoma a la ventana porque creyó escuchar gritos, todo lo
ve solitario, vuelve a meterse de lleno a su costura... siente un silbido en su
oreja, se le estremece todo su cuerpo, en ese instante alguien toca la ventana
diciendo: - Buenas noches señora-. Sorprendida por la llamada le responde: -Buenas,
si señor ¿Qué se le ofrece a estas horas? -¿Cómo está señora Josefina? Me la
recomendaron unas amigas, tengo una emergencia mañana, voy a viajar para
Carúpano, le traje cuatro pantalones para que les arregle el ruedo-. Ella se
levanta sin ninguna malicia y ve al señor que tiene como 60 años de edad, es de
piel blanca, lo notó algo delgado, dice: -Está bien, pero tengo varios encargos
que entregar en la mañana-. -No se preocupe señora, le pago el doble, por favor
téngalos listos a primeras horas-. Se alegra al oír de la paga y dice: -Está
bien, démelos por la ventana porque no abriré la puerta-. El visitante dice:
-No se preocupe-. Le da una bolsa de color negro que contenía los pantalones.
Josefina la tiene en sus manos y se le cae al suelo, la está recogiendo, al levantar la mirada ya no lo ve, se extraña, va con el paquete hacia su sitio
de trabajo y al revisarlo para sorpresa, en vez de pantalones contenía unos
huesos… pega un grito de asombro, agarra esa bolsa y la lanza por la ventana,
cerrándola de inmediato. De ahí en adelante la señora Josefina, dejo de coser
de noche y menos de estar pendiente de la vida ajena de los demás.
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