Joven llanera en el archivo de Monofot.
EL MITO DE AMALIVACA (Arístides Rojas)
Debemos la tradición de los Tamanacos sobre
la formación del mundo, después del diluvio, a un célebre misionero italiano,
el padre Gilli, que vivió mucho tiempo en las regiones del Orinoco. Refiere
este misionero que Amalivaca, el padre de los Tamanacos, es decir, el Creador
del género humano, llegó en cierto día, sobre una canoa, en los momentos de la
gran inundación que se llama la Edad de las Aguas cuando las olas del océano no
chocaban en el interior de las tierras, contra las montañas de la Encaramada.
Cuando les preguntó el misionero a los
Tamanacos cómo pudo sobrevivir el
género humano después de semejante
catástrofe, los indios le contestaron al instante que todos los Tamanacos se ahogaron,
con la excepción de un hombre y una
mujer, que se refugiaron en la cima de la elevada montaña de Tamacú, cerca de
las orillas del río Asiverú, llamado por los españoles Cuchivero. Que desde
allí ambos comenzaron a arrojar por sobre sus cabezas y hacia atrás los frutos
de la palma moriche, y que de las semillas de ésta salieron los hombres y
mujeres que actualmente pueblan la tierra.
Amalivaca, viajando en su embarcación, grabó
las figuras del sol y de la luna sobre la loca pintada (Tepureme) que se
encuentra cerca de la encaramada.
En sus viajes al Orinoco, Humboldt vio una
gran piedra que le mostraron los indios en las llanuras de Maita, la cual era
–según indígenas- un instrumento de música: el tambor de Amalivaca. La leyenda
no queda, empero, reducida a esto según refiere Gilli. Amalivaca tuvo un
hermano, Vochi, quien le ayudó a dar a la superficie de la tierra su forma
actual. Y cuentan los tamanacos que los dos hermanos, en su sistema de
perfectibilidad quisieron -desde luego- arreglar el Orinoco de tal manera que
pudiera siempre seguirse el curso de su corriente, al descender o remontar el
río. Por este medio, esperaban ahorrar los hombres el uso del remo… idea que no
llegaron a realizar… Amalivaca tenía además dos hijas de decidido gusto por los
viajes; y la tradición refiere, en sentido figurado, que el padre les fracturó
las piernas para imposibilitarlas en su deseo de viajar, y poder de esta manera
poblar la tierra de los Tamanacos.
Después de haber arreglado bien las cosas en
la región abnegada del Orinoco,
Amalivaca se reembarcó y regresó a la opuesta orilla, al mismo lugar de donde
había salido. Los indios no habían visto, desde entonces, llegar a su tierra
ningún hombre que les diera noticia de su regenerador sino a los misioneros. E
imaginándose que la otra orilla era la Europa, uno de los caciques Tamanacos
preguntó inocentemente al padre Gilli: “Si había visto por allá al gran
Amalivaca, el padre de los Tamancos, que había cubierto las rocas de figuras
simbólicas…”
No fue Amalivaca una creación mítica, sino un
hombre histórico; el primer civilizador de Venezuela deja su nombre perpetuado
en la memoria de millares de
generaciones.
Estas nociones de un gran cataclismo, dice
Humboldt, estos dos entes libertados sobre la cima de una montaña, que llevan
tras sí los frutos de la palma moriche, que llega por agua a una tierra lejana,
que prescribe leyes a la naturaleza y obliga a los pueblos a renunciar a sus
emigraciones; y estos rasgos diversos de un sistema de creencia tan antiguo,
son muy dignos de fijar nuestra atención.
Cuanto se nos refiere en el día, de los
Tamanacos y tribus que hablan lenguas análogas a la tamanaca, lo tienen, sin
duda, de otros pueblos que ha habitado estas mismas regiones antes que ellos.
El nombre de Amalivaca es conocido en un
espacio de más de cinco mil lenguas cuadradas, y vuelve a encontrarse como
designando al Padre de los Hombres (Nuestro Grande Abuelo) hasta entre las
naciones Caribes
Ningún pueblo de la tierra presenta a la
imaginación del poeta leyenda tan bella: es la expresión sencilla y pintoresca
de un pueblo inculto que se encontró poseedor del oasis americano, coronado de
palmeras, de majestuosos ríos poblados de selvas seculares, de dilatada,
inmensa pampa, imagen del Océano.
EL
DR. RODRÍGUEZ (Eduardo Mariño)
I
La voz en el teléfono quería dar la impresión de apremio
que siempre tienen las voces telefónicas, pero lo que translucía era un
indecible hastío. Supuso que era la decimocuarta vez que intentaba comunicarse
en vano, y por consiguiente, le cedió generosamente la oportunidad de
intentarlo por decimoquinta vez.
—Lo siento, el doctor Rodríguez no está.
—Pero…
—Intente más tarde, no debe tardar.
Y la colgó, sin más. A fin de cuentas, era sólo otra voz
en el teléfono, una más en una lista indefinida y nebulosa que flotaba más allá
de la pequeña ventana en la que alguna vez se veía un apamate y ahora sólo la
fachada enrejada y fría de un centro comercial.
II
El doctor Rodríguez subió en tramos lentos la escalera
que en una ligera curva le llevaba hacia su despacho. Lunes —pensó el doctor
Rodríguez. Y el lunes se hizo en su rostro y la sequedad de la palabra le
apretó la garganta y le hizo expirar, con benevolencia, el recuerdo fugaz de un
domingo menos particular que en su acendrada búsqueda de melancolía le había
dado un reposo y el milagro tácito de un beso al despedirse.
—Te llamaré en la mañana, esta noche todo se solucionará.
—Estaré esperando, ojala así sea.
—Será…
Y el doctor Rodríguez abre la puerta de la engrisecida
oficina y un pálpito como de olvido le camina la sangre.
III
¿Dónde estaba? Todo había sido tan rápido y tan
impersonal como una escena de teatro o una película contada al salir del cine.
Todos los sucesos, en vertiginosa y difusa secuencia se afinaban entre si y le
dejaban la impresión de haber sido testigo más que actuante, en una
representación de saltimbanquis y cabriolas del destino.
Se aferra una vez más al teléfono, como aferrarse a la
vida que se supone después. El amor, como toda fe del espíritu, también tiene
sus ritos y sus imprecisas oraciones.
IV
Si sus ojos no estuviesen sólo abiertos, tendría una
magnífica vista de su esposa aferrada al hilo en el que supone también aferra
su vida. Podría quizás detallar su ilusión que va deviniendo en angustia.
¿Pero quién sabe lo que pueden ver los ojos abiertos de
los muertos?
Quizás, doctor Rodríguez, el puñal te obstruía parte de
la escena.
EL
TÁRTARO (Marcos Agüero)
El cura del pueblo acaba de despedirse de
Pedrito, el monaguillo, y le recordaba despertarlo a las 6:00 a.m. como era de
costumbre para dar la misa. El Sr. Cura encendió una vela, se arrodillo, Oró y
luego se acostó. Las horas pasaban bajo aquella tenue luz velatoria que lo
hacía ver como un muerto. Un profundo silencio se dejó oír y ya no supo más de
si…
El doblar de las campanas no se hizo esperar
y sobre los hombros de los feligreses fue llevado hasta su última morada, un
lugar pequeño, oscuro y frío, pero seguro y eterno.
Solo la tierra húmeda cubría el féretro del
recién enterrado. Y fue allí, en semejante instante, cuando el santo difunto
abrió sus ojos con incalculable espanto. Comenzó a empujar y golpear la madera
que tenía ante su rostro. El esfuerzo era en vano debido a su avanzada edad y
esta lo dejaba cada vez más débil. Sudoroso ya y con la respiración
entrecortada, recordó que en uno de los bolsillos de su sotana, tenía un
cuchillo, el cual sacó y con esfuerzo hercúleo y empezó a sacar los clavos de
la urna escapando así del estómago de la muerte.
Ahí iba el pastor, arrastrándose por aquel
infierno de desolación. Este era el pastor, el último pastor caído sin
seguidores y sin nadie a quien seguir.
Mientras se arrastraba, surgió a su paso un
viejo y apestoso burro lleno de gusanos y moscas verdes. Con una agria sonrisa
montó el cuadrúpedo y sin rumbo alguno, el hombre y la bestia seguían la huella
de la soledad la cual mostraba a su paso un paisaje agresivo de muerte.
Con la misma inclemencia que el sol quemaba
su piel, así también el hambre quemaba su estómago. Ante tal adversidad, y con
asco profundo, el hambriento pastor sacaba con sus esqueléticas y mohosas manos
los gusanos que le salían a aquel viejo y enfermo animal. Tratando de socorrer
semejante hachazo que la vida le signaba, se dispuso a orinar en sus manos y beber tan preciado líquido.
Salido de quien sabe dónde, un nuevo animal
aparece en escena, se trata esta vez de un zamuro que vuela a duras penas
debido al hambre pegada en su estómago, mostrando la flacura en relieve de su
implume cuerpo. Súbitamente, el zamuro percibe un olor nauseabundo que provenía
detrás de una montaña. El ave alzó vuelo –como pudo- mientras el pastor con su
sabiduría atormentada por lo que había comido y bebido siguió al carroñero. A
medida que se acercaban al lugar, el olor se hacía insoportable, tanto así que
quiso maldecirlo, pero su voz se quebró en un ronco arrastre de garganta
reseca. Casi asfixiado, el pastor llegó a la cúspide de la montaña y vio un lugar
aterradoramente amorfo. Hombre bestia y zamuro entraron en aquel fétido sitio.
La turbia e inexpresable mirada del pastor, se aclaró en la oscuridad de
aquello. De repente, se oyeron quejidos, llantos y alaridos. Para ese entonces
el hedor ya era insoportable.
Luego la sensible mirada del pastor se vio
atraída por algo que surgía entre penumbras. Era un ser asombroso, mitad hombre
mitad caballo, así era su cara, con voz trémula el pastor pregunto: ¿Qué es
todo esto; quién eres; por qué estás aquí? Levantando sus patas traseras el
anfitrión respondió: Los lamentos que escuchas son los frutos del árbol de la
ignorancia que se pudre en el lodo que cubre la raíz de la inteligencia de los
dioses mundanos. Y el hedor que sientes son tus pensamientos y el lugar donde
te encuentras es El Tártaro, lugar donde viven solo los que están muertos y el
que aquí entra no sale jamás.
El aun aturdido pastor, clavó los ojos de
angustia en tan fabulosa criatura diciendo: Por salir de aquí soy capaz de
cualquier cosa, por muy imposible que parezca. ¡Yo, pastor de nadie, el último
pastor recto!
Los ojos del misterioso ser huyeron de la
insistente mirada del pastor, mientras le decía: ¿Ves este riachuelo, allí se
encuentra un pez lleno de gusanos venenosos y el agua que ves, es la sangre
venenosa de los dioses mundanos. Si logras comerlo y beberlo y quedar vivo,
podrás salir de aquí y vivir para siempre.
Respondió el pastor: He esperado con
angustiante tranquilidad el correr de los años acercándose lentamente a pasos
agigantados hacia el final de este encuentro. Mientras tanto, el zamuro
descansaba sobre una rama de espinas esperando
impaciente la muerte del pastor y poder así saciar su hambre. El pastor
metió su mano en la sangre de los dioses mundanos, saco el pez lleno de gusanos
y con la poca sabiduría que le quedaba meditó por un momento y le dio de comer
primero al zamuro. Este lo devoró en un dos por tres y al instante murió.
Seguidamente, el pastor tomo al zamuro muerto y se lo dio a comer al burro.
Este lo masticaba lentamente y cuando se lo terminó de comer, el burro también
murió. Viendo esto, un rotundo olfato de triunfo lo embargo. Desenvaino su
viejo cuchillo y lo clavó en la yugular del recién muerto animal.
Un fuerte tibio chorro de sangre baño su
rostro, procuró entonces beberla con desesperación. Totalmente lleno, se
incorporó el pastor totalmente transformado y con el burro convertido ahora en
un hermoso corcel blanco mientras de su cuerpo, salían dos enormes alas negras.
El pastor montándose sobre el alado animal diciendo estas palabras al guardián del Tártaro:
Todos
somos como burros con gusanos, guiados por nuestra ignorancia hacia el tártaro.
¡Utilicen la espada de la sabiduría para que sean transformados! Dicho
esto salió volando a la eternidad…
A las 6:00 de la mañana, Pedrito llegó a la iglesia y acercándose el cura le
dijo: ¡Levántese, señor cura, que ya va a ser la hora de dar la misa!
PICA LA PELUCA (Enrique Enríquez)
Dedicado
a todos los Clint Eastwood del mundo
El Sicario se frotó los
dedos para eliminar cualquier residuo de masa de gnocci mientras empujaba su silla de ruedas hacia el fregadero de
la cocina, donde se lavó las manos, secándolas luego con un paño blanquísimo
que volvió a plegar por sus dobleces exactos. Así, con las manos impolutas,
buscó entre sus bolsillos la llavecita chata y cautelosamente gris que abría la
segunda gaveta del armario, de donde sacó una bala calibre 25 que puso frente a
la fotografía de una chica con cara de “empleada del mes”, dejándola husmearle
el rostro por varios segundos antes de meterla en un sobre y cerrarlo pasando
la lengua por el filo engomado.
Quienes no tienen el valor
de chapotear en las miserias de la vida se suicidan. Si resultan cobardes
incluso para eso, llaman al Sicario y la muerte le llega a vuelta de correo. El
Sicario pone una bala a mirar una foto de la víctima y luego la mete en un
sobre con su dirección. Cuando el “cliente” abre el sobre, la bala le parte el
pecho. Fácil y rápido. Infalible llueva, truene o relampaguee. El correo jamás
falla y el Sicario menos.
Del Sicario no hay mucho que
decir. Seis años atrás su primo Cósimo lo invito a cenar. Tres platos de osso bucco con Regina fagioli después, entraba a la sala de emergencia del
hospital de Terrasini con una indigestión que lo dejo paralítico y le confirió
el poder de eliminar las balas usando la mente como pistola, todo por el mismo
precio. Si Cósimo le había tendido una trampa o no era incierto, pero por las
dudas el Sicario le abrió una segunda sonrisa más debajo de la quijada.
Descanse en paz.
Hablemos mejor de su
cliente, Melinda, la chica de la foto. Melinda quería ser actriz. Algunos
pensaban que tenía todo para triunfar porque era alta, rubia, atractiva y un
poco tonta, así que hizo lo que todas las mujeres altas, rubias, atractivas y
un poco tonta hacen cuando quieren ser actrices: fue a una audición.
La audición estaba llena de
mujeres altas, rubias, atractivas y un poco tontas esperando ser descubiertas.
Ninguna hablaba, y Melinda pensó “¡qué pretenciosas!”. Luego de un rato dos
hombres vestidos con uniforme azul entraron a la habitación, cargaron cada uno
a una de las chicas y se fueron. Volvieron al poco tiempo y repitieron la
operación. Melinda no notó nada extraño hasta que a una de las chicas se le
cayó la cabeza cuando la levantaban. “Vaya, ¡esa es más tonta que yo!” se dijo.
Da vergüenza decirlo, pero aun tardó diez minutos en enterarse de que se había
sentado en un depósito de maniquíes. Ni siquiera lo descubrió ella misma, sino
el sujeto que, al levantarla no encontró las etiquetas con los precios en su
ropa.
De ahí en adelante, y con
una constancia pasmosa, fracasó en cada papel que le asignaron. Si le hablaban
del Método Stanislawsky, ella respondía que siempre había confiado más en las
píldoras. Era un fracaso y todos lo sabían. Peor aún: ella lo sabía. Por eso
contactó al Sicario, le envió su foto y se sentó a esperar que el cartero le
trajera la muerte. Lo que no sabía Melinda es que ha podido ahorrarse el
dinero, pues el Asesino de los Jueves entró esa noche en su casa.
El Asesino de los Jueves se
metía a la casa de sus víctimas los jueves, usurpaba su identidad por siete
días y las mataba el jueves siguiente. Según él, se entregaba a las costumbres
de una persona extraña y luego se liberaba de ellas asesinándola. Algo muy
coherente si te patina el coco. Había sido peluquero en Los Ángeles pero un
tumor cerebral lo sacó del negocio. Los médicos decían que más de un corte de
pelo al día lo habría hecho tener un derrame y eso le destruyó la carrera. No
pudiendo ser quien quería ser, decidió ser cualquiera. Se volvió loco. En
cualquier país del mundo los locos se contentan con deambular por la calle,
pero en Los Ángeles los locos matan gente. Por algo es tan callado el primer
mundo.
Melinda no notó nada raro en
el hombre sin cabellos ni cejas que la siguió hasta su casa conduciendo un
escarabajo rosado en cuyo guardafangos podía leerse “Born To Kill”. Tampoco le
pareció raro que estacionase su auto junto al de ella y la siguiese por el
jardín. Iba a comenzar a extrañarle todo aquello cuando recibió un mazazo en la
nuca. Lo siguiente que supo es que estaba en la cama viéndose a sí misma parada
a sus pies.
¿Quién eres tú?- preguntó.
Soy Melinda -contestó el
psicópata con voz de muñeca taiwanesa- esta semana verás qué tan Melinda soy.
Luego te mataré. ¡Ah! Y no intentes escapar. No tienes modo de engañarme. Tengo
el coeficiente intelectual de un genio.
¡Ay sí! Contestó la
verdadera Melinda, serás muy genio, pero te apuesto, a que a mí me invita más
gente a salir. Por fortuna sonó el
timbre. En este tipo de historia la persona que toca a la puerta suele morir,
pero el cartero se fue ileso tras dejar su encomienda en manos de Melinda que
supo ocultar muy bien sus nervios. Con la misma sangre fría cerró la puerta y
dijo a su doble:
--Llegó el correo.
---Muy bien-- dijo el
Asesino de los Jueves---
Abre una carta y yo abriré
las demás exactamente igual a como tu abras la primera.
Siempre somos mejores cuando
ya nada importa. Nuestro rehén fue pasando carta por carta con parsimonia,
notando divertida que su captor miraba con atención de antropólogo cada uno de
sus gestos. Ella que había sido tan mediocre frente al público, actuaba muy
bien ante la muerte. Aquel fajo era bastante tedioso: cuentas…
cuentas…publicidad… cuentas…cariños desde Italia…cuentas ¿Cariños desde Italia?
El sobre pesaba más de lo normal y Melinda entendió todo. Esa fue la carta
elegida.
-¿Sabes? -le dijo al demente
usando un histrionismo del que jamás gozó en escena- me encantaría quedarme a
que me mates, pero acabo de recordar que tenía un compromiso previo.
Melinda abrió el sobre del
Sicario, la bala hizo lo suyo y ella murió en el acto sin que el Asesino de los
Jueves tuviese nada que ver. No habiéndola matado él, la liberación era
imposible y el Asesino de los Jueves se vio obligado a ser Melinda para siempre.
Lo bonito de esta historia
es que a partir de entonces la actuación de Melinda mejoró. Nadie sabía cómo,
pero, ahora era estupenda. Pronto comenzaron a lloverle los contratos, las
ofertas, los halagos. Todo el mundo tenía un papel escrito para ella, todo
galán le ansiaba entre sus brazos. El Tony llegó seguido del Golden Globe y
finalmente del Oscar. Cuando Melinda recibió la estatuilla de manos de Anthony
Hopkins lloraba. Nadie supo nunca que aquel era un llanto prisionero, no de
estrella.
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