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martes, 23 de abril de 2013

Este señor no tiene corazón y otros cuentos de Lagunitas (Duglas Moreno)

Los cuenteros del Llano sacan provecho de los relatos testimoniales 
(archivo de Maritza Torres)


BIGOTES DE TIGRE. AGUAS SERENITAS
Reescribiendo a Sinforoso Rivero

Una vez Genaro Pumás, me dijo, sin que en su cara se apareciera la decencia, el bigote de tigre es más fuerte que el acero. Un cajón de jierro es una mota de algodón pa lo pesao de los pelos vergatarios de esas fieras. Me acuerdo de un  día que estaba yo cazando, por los laos de Dos Cerritos, y precisamente en uno de los cerritos estaba una maraca e tigre. Era un animal tan bonito que me dio lástima tirarlo. Bicho  como ese,  gordo y pintao hasta no más, creo que por las montañas de El Barbasco no se ha visto más nunca. Yo digo que hay tigres que se parecen a esos hombres que son  pretenciosos y faramalleros. Lo digo porque  ese tigre se acariciaba el bigote con las patas, como si fueran las  manos de una persona. Se los templaba, Dios me salve, como dicen que se los jalaba el difunto General Gómez. Yo escuché decir que los bigotes de Gómez están en el  Panteón Nacional, no me crea;  pero debe ser verdad porque en ese lugar y que guardan hasta los uniformes de mi General. Sigo con la historia. Mirá Almario, esos pelos parecían dos lingotes de oro. La gente cree que el tigre tiene el bigote separao, no señor, el bigote e tigre es como una mata e cambur. Es una sola hebra, yo no sé cómo se teje esa bicha, se da un parecío a un embudo,  la punta es delgaitica y cerca del jocico es gruesota. Lo cierto es que a mí se me cruzó una idea loca por la cabeza. Quitarle los bigotes al tigre de un solo plomazo. Dicho y hecho. Me acomodé la escopeta en el hombro y me le dormí. Le disparé a no pegarle al tigre, solo arrancarle los bigotes. Yo esa tarde chico, tenía el pulso serenito.  Y sonó ese matracazo. Cuando la jumará se fue, vino lo bueno del cuento.  Mirá, la bala le dejó la trompa rojita y el bigote cayó lejos. El tigre pegó un berrío que estremeció la montaña y se perdió de vista. Me acerqué hasta el cerro y me llevé una mandilata e sorpresa. El bigote estaba completico, pero como a unos 30 metros debajo de la tierra. Sí chico, la punta se fue metiendo en el terronal, como que si la empujaran.  Y yo dije, no crea que la voy a dejar aquí.  La amarré con un piazo e soga  y me la traje parriba. Y en el güeco que dejó, yo creo que cabía una casa. Bueno, me llevé esos mostachos de tigre pal rancho y sin decirte una pizca   e mentira, por donde yo pasaba, la gente lo que se le veía era la carrera. Salían barajustaos. Y te digo que varios pusieran la tierra amarillita.  Yo creo que el bigote e tigre jiede  al mismísimo tigre.  Y otra cosa, Almario, el olor a tigre cuesta pa quitase. Yo duré más de un mes con esa jediondera. Mire, lo último que le cuento, es que esos bigotes se fueron secando y secando y entonces los agarré y me jice una canoa. Chico  y esa embarcación mía  no me la atajan ni bejucos. Esa se va serenita por las aguas. Y no se junde ni que el río tenga crecientes. Por eso yo siempre digo, a mí sí que me han pasao lavativas asombrosas,   que ya la gente ni me las cree.

Talla de Demetrio Silva

ESTE SEÑOR NO TIENE CORAZÓN.
MEDICATURA DE LAGUNITAS
Reescribiendo a Sinforoso Rivero


Yo estaba seguro  de que en la medicatura de Lagunitas no me iban a curar la enfermedad que tenía. No es que estos doctores no sepan, sino que hasta yo mismo cargaba un miedo con lo que me pasaba. Bueno, sin embrago, llegué un día hasta la medicatura y me metieron en un  cuarto y las enfermeras corrían pa todos laos. El doctor  me tocaba con un aparato. De repente agarró una carpeta, la metió en un maletín y llamó al chofer. Traiga la ambulancia a este paciente hay que llevarlo para San Carlos, pero es ya. No tuve ni tiempo de avisarle a mi familia. Con la buena de Dios  y todos los santos llegamos a San Carlos. Me volvieron a meter en otro cuarto. Ahí no se veía nada de nada. Me quitaron la ropita. Primera vez que yo siento un viento tan frío. Era como si estuviera en las barrancas del Cojedes y en la madrugaíta. Hacía frío de verdad. Al ratico llegaron un puño e doctores. Uno dijo: Éste es el señor que no tiene corazón. Los médicos se asombraron.  Pasaba uno tras otro y decían: es verdad, no tiene corazón. Y  yo callaíto. Me vapuleaban parriba y pabajo, y yo callaíto.  Hasta que llegó una doctora bien bonita y me dijo: ¡hola viejito! ¿Cómo estás?  ¿Y dónde estará ese corazoncito?  Me preguntó que cuál había sido mi trabajo desde niño. Le dije que muchos, pero que era zambullidor, trabajaba siempre haciendo tapas en los ríos. Que yo sabía cómo eran todas  las corrientes de las aguas de El Barbasco. Que me aplastaba, como un tongo, en las barrancas amarillas de Caño de Agua y era como si nada. Que me conocía a Camoruco como la palma de mi mano. Que en Lagunitas nadie duraba más tiempo zambullío que mi persona. Yo le hablaba y ella me pasaba un aparatico por el pecho, las costillas, la cirunta, la boca el estómago, el  cuadril y cuando llegó a la vejiga comenzó ese bicho a latir. Les digo que el corazón parecía un caballo en medio de una sabana. Quería correr pa todas partes.   La doctora comenzó a reírse. Le dije: ¿verdad que mi corazón es como una pepa e merey? Vi cuando meneó la cara, diciendo que sí. Después me  indicó: se va para la casa y me abandona eso de las tapas.  Yo no le hice ni caso.  Yo seguí con mis tapas y mis ríos. No sé si el corazón ha seguío bajando y bajando. Tal vez esté porai metío en el talón o en   una batata. Total, yo ya ni voy pa las medicaturas. No me crean, pero desde ese día, cuando mi corazón salta como caballo enjaranao, me acuerdo mucho de lo bonita que era esa doctora. 


Tallas de Juan Olivo (Archivo del ICEC)



EL TIGRE PALOMETERO DE CAMORUCO.
CARIBE LOMO NEGREAO
Reescribiendo a Sinforoso Rivero

Ese día el río estaba con el marrón clarito de septiembre. Una sombra extraña andaba sobre las aguas. Yo conozco ese río y cuando Camoruco está así, es mejor que busque un saco porque habrá cosecha; hay que aprovecharlo, pues los pescaos quieren como salirse  solitos pafuera. Me fui pa mi  pesquero de  palometas. Les digo que así  es como siempre me ha gustao Comoruco. Hay días en que no se consigue ni una pecha, es cierto; pero  es el  río más bueno de Lagunitas. Les digo que ese color marrón es como si viniera un tropel de pescaos. Miren, al tirar el anzuelo, agárrese duro, porque el templón es bueno. Lo cierto es que ese día llegué al pesquero, me acomodé y  lancé unos manotazos de maíz. Al ratico traía la primera palometa, lanzo de nuevo y otra más. Yo sacabas las bichas y las tiraba pa la barranca. Cuando calculé que tenía unas 10 más o menos,  recojo todo y dije me voy. Subo la barranca   y no podía creer lo que vi. No había una sola palometa. Apenas, entre las hojas secas y los bejucos, estaban 15 cabezas  esguanñangaítas. No había terminao de pasar el susto, cuando miro, como a unos 20 metros, en la costilla de un taparón, a un mamotreto e tigre comiéndose la última palometica. Se la pasaba lentamente entre la boca. Era como cuando uno pasa   un piazo  e caña por un trapiche. Parecía un mismo perro devorándose una lapa. Así como lo oyen, todas las bichitas que saqué, el tigre se las había comío. El animal me miraba como dándome las gracias por la jartá que le estaba dando. Yo creo que me decía: lánceme la otra. Y yo pensé. Ajá, vamos a ver,  tigre jambroso, si te va a gustá la próxima. Agarré una  de las 20 cabezas ensangrentadas y me busqué en la marusa un anzuelo caribero, de esos que jago yo, con un jeme de alambre liso en la punta. Me voy agachíto y lo tiro a la corriente. ¡Caramba!  Y no me fallo Dios. Me ajiló un tremendo caribe pecho rojo y lomo negreao. Lo agarré por la cola y se lo tiré pallá. Miren, yo no había escuchao un berrío tan feo. El tigre pasó volando por encima del pesquero y calló lejos, en las ramas de un samán. Como me pasó por  encima de la cabeza, pude verle al caribe pegao en la trompa. Seguramente cuando el tigre se lo fue a comer, el caribe fue más vivo y se le pegó del jocico. Lo cierto es que ese animalón  se fue rejendiendo  monte con esa grizapa. Yo creo que ese tigre se murió,  pues dicen que cuando el caribe aprieta, no afloja más nunca.   


LOS PAPERUDOS. GALERAS DEL PAO
Yo siempre  le decía a Genaro Pumás que un día cualquiera iba agarrá un caballo y me iba a perder de El Barbasco hasta meterme en las oscuridades de las Galeras del Pao. En el pueblo se contaba que en esos arrabales pagüeños la oscurana era tan fea que a los hombres más vergatarios se les enfriaba el guarapo.  No me están preguntando, pero en Lagunitas no le tenemos miedo a ningún camino y mucho menos a las tinieblas, a la oscuridad, pues. Bueno, un día llegó ese día. Ensillé la bestia y me fui. Quería llegar a la cima y ver todo desde allá arriba. Duré tres días rejendiendo monte; pero cuando menos lo imaginaba estaba en los copitos de la montaña. Iba de lo más feliz cuando de repente el caballo se paró en seco. Era como si el animal hubiera  visto al maligno o una figura del más allá. Le aprieto los talones y nada. Me bajé, caminé unos pasos y cuando volteo patrás no había caballo ni nada. Menos mal que me había quedao con la marusa y la peinilla. Digo a caminar y a caminar. No les había dicho, pero iba notando que los árboles se estaban volviendo la noche misma. Cuando voy de lo más tranquilo, caigo como en una cueva gigantesca. Comencé a rodar pabajo y pabajo. Miren cuando tenía como una semana bajando por esos bejucales, vi que se venía apareciendo el sol. Si amigos, llegué a una claridad. Era un pueblo que yo nunca había mirao. Eran unas personas extrañas. No tenían garganta sino unas mamburrias de paperas. Les digo que pasó una muchacha como pa un matrimonio, pero las paperas le llegaban a la cintura. Cabello y paperas eran una sola cosa. Los viejitos tenían las paperas arrugaítas. Bueno, como tenía sed, me acerqué a un rancho y cuando una mujer me vio, casi sale corriendo. Le dijo a los niñitos: Miren ese ejemplo, a este hombre lo castigó Dios, por no hacer caso, lo dejó sin paperas. Los muchachitos lloraban y le decían a la mamá: ahora sí que te vamos hacer caso mamaíta. No queremos que Dios nos quite nuestras paperitas. Yo sabía que no estaba en un lugar bueno, como quien dicen,  de este mundo. Salí corriendo y me lancé en la corriente de una madrevieja y me fui. Las aguas se fueron haciendo más profundas y más profundas que me hundí y cuando saqué la cabeza estaba en medio de la Represa del Pao. Agarré la orilla y saben quién me estaba esperando en la barranca, el pobre caballo mío. Me monté y me vine derechito pa El Barbasco. Yo que iba llegando al pueblo y me consigo a Genaro Pumás y ya le iba a contar lo que habían vistos mis ojos, cuando me dice: épale Almario y qué te pasó en la garganta que te vienen naciendo como unas paperas.      



Textos tomados del libro: 100 CACHOS: ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA  FANTÁSTICA ORAL DE COJEDES (Compilación, Prólogo-Estudio, selección  y notas de Isaías Medina López; 2013) Publicado por la  UNELLEZ-VIPI, en San Carlos, Cojedes, Venezuela. 


Estos cuentos están disponibles en la versión electrónica del libro: Escenas Narratoriales de Lagunitas. Ahora te llamarás septiembre. Obra de Duglas Moreno. Edición del autor en San Carlos, Cojedes,  2017- 

viernes, 25 de enero de 2013

Castigo Celestial: un cuento de Danilo Riobueno

Las múltiples tentaciones signaban su vida 
(imagen en el archivo de Anita Mendoza)


¡Tú no vas a trabajar con nosotros, Chichango, porque te has vuelo muy camorrero! Estas fueron las palabras de Marco Dorante, dueño de una pequeña parcela de unas cuatro hectáreas la cual pensaba preparar para sembrar en ella tomate y lechosa, para lo que se encontraba organizando un “chivo”. Un chivo es el nombre que se le da en los campos de la región montañosa entre los municipios Pao y Falcón del estado Cojedes, a una jornada de labor en la cual se invita a varios hombres de la región a trabajar en la tierra, a los que se gratificará con comida y aguardiente, comprometiéndose luego el organizador a participar en otro chivo preparado por alguno de los que ahora colaboraban con él.
Chichango,  por su parte, era vecino de la zona, de mediana edad pero que aparentaba ser mucho mayor debido a su adicción a las bebidas alcohólicas y esto a su vez lo hacía sentirse muy envalentonado y falta de respeto (como muchos borrachos) en donde quiera que se encontrase: una fiesta, una casa de familia, una jornada laboral, o donde fuese, y ya a muchos lugareños no les agradaba la idea de invitarlo a nada, tal como esta vez sucedió con Marco Dorante, porque además, nunca andaba sin una botella, se embriagaba, y siempre terminaba armando jaleos.
Chichango tenía su madre, una hermana casi de su edad y a Gregorito, el bordón de la casa, pero en vista que ellos también le reprochaban su problemática adicción, él decidió hacerse un ranchito y vivir solo, aparte de los demás, donde nadie lo molestara. De verdad nadie lo aguantaba ya.
Era un día de semana, un jueves para ser más exacto, pero en El Venado, que es como se llama el caserío donde ocurrió esta historia, dicen que Chichango andaba ebrio desde días antes, y que casi no podía permanecer en pie.
-Hace días anda bebiendo, ayer lo vieron donde el amigo Lucio Garay- Se atrevió a aseverar algún vecino.
Chichango, viéndose rechazado, optó por seguir de largo de donde se encontraban algunas personas reunidas con Marco Dorante. Quizás pensó en medio de su embriaguez que llevaba otro camino, pero no se dió cuenta que iba saliendo del Venado;  iba hacia otro sector pero deshabitado que llamaban Cribijul, que era por la ruta hacia otro caserío llamado Tierra Blanca. En Cribijul había una subida que llevaba el mismo nombre, extensa e inclinada  y Chichango al llegar a ella, vagamente pudo identificar donde se encontraba.
-¿Cribijul? –Se dijo a sí mismo- ¿Cómo llegué yo pa’ acá? ¡Vacié
Sin embargo fue todo lo que pensó, porque otra cosa llamó su atención. Había un rancho de regulares proporciones que casi se le podía comparar con una gran casa, bien hecho, y con los normales detalles de una residencia campesina: un pilón, un peine abierto en la entrada, un corral pequeño para poco ganado, un tronco clavado con una tabla atravesada utilizada para fijar el molino y otros detalles que la hacían parecer que llevaba tiempo allí, en ese lugar, al pie de la subida de Cribijul. Chichango nunca había visto esa casa allí a pesar que siempre pasaba por el lugar, pero pensó que tal vez sería un nuevo dueño de aquellas tierras y que ahora habitaba allí, o que en un chivo o alguna cayapa habían parado aquella casa de forma rápida, lo cierto es que no prestó mucha importancia a aquel detalle, pero sí se fijó en otra cosa: había gente, igual o más cantidad que la que había visto en casa de Marco Dorante; extrañamente no conoció a nadie. Chichango siguió pensando que sería algún nuevo dueño y que tal vez tendría allí algunos amigos con él, y decidió acercarse y entró al patio.
-¡Epa compa! ¿Qué es lo que hay aquí?- Logró balbucir algunas preguntas a lo que su estado le permitía.
El aludido, que era uno de los que allí estaban, le respondió con mucha amabilidad.
-Buenos días, amigo, ¿Cómo está? Nos estamos preparando para trabajar en un chivo, vamos a halar machete para limpiar y sembrar todo este pedazo de tierra que se ve aquí. Si desea trabajar hable con el señor Rafael, que es el encargado, aquel que está allá- Y señalando con su mano le indicó dónde se encontraba este.
Rafael seria un señor de unos cincuenta años aproximadamente (según días después comentaría Chichango), atento y muy cordial. Él se extrañó que esta vez no lo rechazó nadie sino que por el contrario todos lo trataron “demasiado bien”, incluyendo un par de jovencitas que le ofrecieron café con leche y bizcocho, a lo que Chichango no rechazó a pesar de andar con mucho alcohol en el organismo. Todo era extrañamente bueno.
A Chichango le prestaron un machete para que trabajara, herramienta que él consideró la mejor del mundo: buena cacha, buen tamaño, del peso necesario, en fin muy cómodo. Cuando todos iniciaron, su rendimiento no fue el mejor, lógicamente accionaba con torpeza debido a la embriaguez y a que debido al constante rechazo por los vecinos del Venado, no estaba en forma. Quienes estaban cerca de él, lejos de burlarse como lo habría hecho cualquier otro, más bien lo animaban y lo increpaban a continuar, diciéndole que su trabajo era bueno y que necesitaban de todos, incluso de él. Poco a poco fue sintiendo que la borrachera le iba pasando y pudo observar que aquellos hombres que no tendrían mucho aspecto de campesinos, demostraban ser bastante hábiles para aquel forzoso trabajo, y que todos rendían como nunca había visto a nadie igual, incluyendo a aquel señor llamado Rafael, sobre quien todos profesaban gran respeto.
Finalizó la jornada a eso de las tres de la tarde (Chichango esta vez no tuvo moral para armar camorra alguna porque definitivamente, había sido el peor jornalero de aquella zafra), y posteriormente todos se acercaron a la casa donde unas agradables señoras servían en un mesón “…una buena comida, una excelente comida, un tremendo banquete…” como alguien dijo posteriormente que describió Chichango aquel almuerzo.
No hubo licor, borrachera, mamadera de gallos, ni griterías, como solía suceder en cualquier reunión de aquel tipo, sino que hubieron alegres e interesantes conversaciones de parte de todos aquellos que allí se encontraban, a los que Chichango de vez en cuando les preguntaba que de donde eran o de donde habían venido y ellos por su parte le respondían con algún sano proverbio, algún refrán o simplemente le cambiaban el tema.
Pensó que lo averiguaría por otra parte o que igual lo iba a saber, razón por la cual desistió en su intento por conocer la procedencia de aquellos personajes.
Llegó la noche, y con la misma cordialidad que hasta ahora habían demostrado, ofrecieron a Chichango una pequeña troja donde cabía un hombre, a la que le habían colocado una pequeña colchoneta que la hizo sentir muy cómoda.  Durmió tranquilamente. Durmió toda la noche. Quizás hasta haya tenido apacibles sueños de tan agradable que se sentía en aquella parcela.
A la mañana siguiente despertó con el canto de los pájaros llaneros, en especial de las paraulatas. Pero su despertar no fue como él se esperó.
Ciertamente sí estaba en una troja pero esta era ruda, ordinaria, antigua y lógicamente sin colchoneta. De las personas que antes habían estado compartiendo con él no vio a ninguno, no había nadie ni había rastro de que alguien habría estado en aquellos alrededores en mucho tiempo. La casa había desaparecido con todo lo que había visto el día anterior. Estaba en una parcela sola, enmontada, abandonada al pie de la subida de Cribijul.
Chichango se estaba llevando la mayor sorpresa de su vida, como si hubiese despertado de un agradable y largo sueño, pero no era así; él había trabajado con aquella cómoda herramienta al punto tal que sus extremidades las sentía entumecidas a pesar de ser quien menos trabajó debido al rendimiento de aquellos extraños hombres y mujeres; él además había probado aquella suculenta comida de la cual aun le parecía sentir su inigualable sabor; él recordaba varias de las anécdotas narradas por ellos en especial por lo contado por Rafael, el líder, y sin embargo allí estaba, solo, en una parcela donde parecía que nunca había estado nadie, sorprendido, asombrado.  Al principio pensó no contárselo a nadie por temor a que lo tildaran de loco o borracho, pero Chichango sabía que aquello no había sido ningún sueño ni nada por el estilo y que al contrario era digno de contar con palabras de juramento a sus coterráneos aunque pensaran lo que quisieran o aunque no le creyeran, sin embargo se armó de valor y lo hizo.
Al día de hoy no se sabe a ciencia cierta lo que habría sucedido aquel día, así como tampoco se sabe quienes le creyeron o no a lo descrito por Francisco Montesinos, que era el verdadero nombre de Chichango, pero lo cierto fue que aquel suceso cambio la vida de aquel hombre. Nunca más probó aguardiente, jamás se oyó que iniciara alguna riña o que faltase el respeto a alguien, contrario a esto, se volvió un ser casi ejemplar dentro de su comunidad al tiempo que se hizo devoto de San Rafael  Arcángel, a quien atribuyó aquel “milagro”, si así se le podría llamar.
Sin embargo, hay quienes cuentan que todo aquello lo hacía debido a un miedo a algo que no querría contar a nadie y que de no actuar así sería castigado. Él por su parte decía que si era castigo, estaría dispuesto a recibir todos los que sobre él vinieran pues lo consideraba entonces como un “castigo celestial”.   

Danilo Riobueno,  nació en Tinaco en 1974 y reside en El Pao. Es ganador del Concurso Municipal de Literatura y del Concurso Literario del estado Cojedes, ambos galardones obtenidos en el renglón narrativa, dentro en el certamen "La Gran Explosión Cultural", 2012, organizado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura. Cursó la Licenciatura en Educación en la Mención Castellano y Literatura (UNELLEZ-San Carlos). Este cuento es tomado de Memoralia Nº 9; revista de Humanidades y Educación de la UNELLEZ (San Carlos, 2012)

jueves, 17 de enero de 2013

La llaneridad (5): Llano adentro; Fantasmas a pleno día


A pleno día el asombro es mucho mayor.  
(Imagen en el archivo de Llano Adentro)


LA CIUDAD MUERTA (José Rafael Pocaterra)
I
De sobremesa hablábamos de aparecidos. Cada quien refirió algo misterioso, horrible o sencillamente espantoso. Las mujeres a ratos se estremecían dirigiendo miradas medrosas hacia las puertas que se abrían sobre alcobas obscuras. Una campana distante doblaba las nueve. En la casa persistía esa atmósfera especial, ese no sé qué de misterioso que parece flotar en las moradas de donde recientemente ha salido un cadáver.
Y la hora, y los trajes negros de Beatriz y Olimpia y la impresión causada por las distintas narraciones preparaban nuestro ánimo para las leyendas macabras en parajes solitarios, en el cauce seco de quebradas o por llanuras llenas de luna o al golpe de medianoche en el pavor de esos “muertos” urbanos, domésticos, que se mecen invisibles en las mecedoras, pasan como leves sombras envueltas en sabanas hacia las habitaciones interiores, vierten jofainas de un agua absurda en los patios o silban o echan a rodar la vajilla de los aparadores sin que un solo objeto se mueva de su sitio.
¡Lo que es Beatriz no me dejará dormir esta noche! – comento medrosamente Olimpia.
¡Es pavoroso! – repuso la menor, siguiendo el recuerdo de la última anécdota, y aproximado el asiento a su hermana.
Yo había guardado silencio. Pero con ese placer morboso que tienen las mujeres de sentir el miedo, comunicarlo, gozarlo, saborearlo, mejor dicho, las dos muchachas a la vez exclamaron:
¿Y a usted? ¿A usted?
A mi….
Luis y José Antonio habían referido ya cosas espeluznantes y también insistieron, pero con el temor pueril de que una narración extraordinaria anulara el efecto causado por las respectivas leyendas que ellos como es costumbre en esta suerte de relaciones, atestiguaban citando nombres, datos exactos y bajo “su palabra de honor”.
Respiraron cuando yo insinué tímidamente:
A mí no me ha ocurrido nada en ese sentido. Nunca de noche ni a ninguna hora vi espectros o sufrí alucinaciones con personas conocidas, ni simples fenómenos telepáticos que ahora están de moda.
Deficiencia de percepción, tus nervios no están afinados para recibir, para plasmar, digamos, las ondas de eso que los ignorantes llaman inexplicables y de lo cual se burlan las gentes superficiales – añadió con alguna pedantería el otro-.
Porque eres materialista – dijo uno – las mujeres oían calladas.
Como quieran ustedes – me limité a responder – pero ni el aparecido sin cabeza que galopó abrazado del jinete; ni la coincidencia de los dos suicidas en la misma casa y en idénticas circunstancias, ni el fantasma que sujeta por los hombros y exhala una frialdad de hielo o espanta en los caminos o salva a saltos gigantescos las paredes del cementerio, ni ninguno de esos cuentos terroríficos es igual al espantoso, al tremendo pavor de las cosas en la soledad, a pleno día, a plena luz…
Los hombres sonrieron. Olimpia y Beatriz, dirigiendo a todos lados la mirada asustada, aproximaron a mí sus butacas. Dudaban, pero no obstante preveía algo terrible su sensibilidad de mujeres, en la cual, para decirlo con la frase enfática de ellos, “plasmaba” mejor la horrible simplicidad de mi relato.
¿Al mediodía? –observó Beatriz mirando hacia la oscuridad- es imposible sentir temor a muertos … sin embargo … añadió pensativa.
Sin embargo… - dije a mi vez – yo he creído morir de terror un día, a toda luz, en el corazón de una ciudad de mas de treinta mi l habitantes donde todo me era más familiar y conocido.
Los hombres protestaron:
¡Es inadmisible!
¡Es absurdo!
Beatriz meneó la cabeza siempre pensativa, con un resto de duda. Olimpia rogó vivamente:
¡Por Dios! ¡Cuente usted,  cuéntenos! Apoyado en un mueble, Luis fumaba indiferentemente. José Antonio sonreía incrédulo. Las muchachas se habían acercado más aun y los ojos grises de Olimpia y las azoradas pupilas de Beatriz se clavaban en mí, brillantes de impaciencia, con una curiosidad que iba en aumento.
II
Hace algunos años, como ustedes saben, era yo empleado de Núñez, Sampayo y compañía. Viajaba con mis muestrarios, recorriendo hasta tres veces al año los estados del centro, y en verano hacia mi jira comercial por Acarigua y Ospino, llano adentro. Durante aquella estación, poco después de la última campaña, habíame internado mucho más al sur que de costumbre, debía hacerme pagar, examinar algunas quiebras, restablecer relaciones, en fin, ese frecuente luchar del crédito y del trabajo contra el perpetuo desorden nuestro. La guerra había devastado los campos y arruinado el incipiente comercio. Las ventas eran malas, los cobros peores; persistían aun el malestar y el temor. Jornadas enteras de marcha monótona sin hallar, en los ranchos abandonados, ni comida para mi ni pasto para las bestias. Una desolación profunda acentuaba más la solitaria naturaleza de aquellas regiones donde el verano, con su sol como plomo derretido, aplasta el paisaje, cristaliza los guijarros, la tierra rojiza, o las lluvias torrenciales forman pantanos inmensos, pegajosos, fétidos, que inutilizan las bestias y atascan las carretas, y que más tarde, en la sequía, son terronales cribados de huellas profundas, barro endurecido y desigual que despega las cabalgaduras y les ensangrienta las patas.
Aquel verano era de los peores. El sol fustigaba como látigo desde un cielo claro, azul, metálico. Solo la perspectiva de sabanas amarillentas donde culebrea el camino carretero, irregular, a trechos cruzados de veredas desconocidas, a ratos perdidos en las montañuelas al paso de los cañadotes en cuya barranca se pierde la huella de la carretera. De jornada en jornada, en apeadero miserable, donde beber un agua fangosa, un rancho cuyos habitantes hábiles habían dejado a la anciana casi invalida junto a las topias del fogón, al niño palúdico, barrigudo y deforme, al cerdo escuálido que gruñía, hozando las gredas del bahareque y que no mereciera ni la codicia de las tropas. A veces en el fondo del rancho, el semblante cadavérico de un enfermo envuelto en ropas astrosas, inmóvil entre el chinchorro deshilachado, o el indio mocetón, derrengado sobre el quicio, los pies hinchados y dos enormes ulceras en las piernas desnudas, llenas de grumos, de barro, de lentas supuraciones bajo el vuelo de las moscas…
Pero aquel día, ni eso hallé. Había dejado atrás el peón con mis cargas para que para que se me reuniera dos o tres días después, no queriendo perder la ocasión de efectuar un cobro de consideración personalmente, y marchaba desde la tarde anterior. Ya, por la sombra, que era apenas una pequeña mancha escondida entre las patas de la mula, debía ser mediodía. Ni una pestaña junto a un ribazo, bajo unos cujíes.  Un descampado. Y resolví seguir adelante, por un camino agrietado, duro, que casi cegaba al reflejo del sol. Baje luego, gradualmente y marche mucho rato por el lecho de un torrente, calcinado, como pavimentado por grandes losas triangulares.
A ratos, una nube ponía su tregua de toldana, pasaba una ráfaga cálida, y mas allá detrás de la zona ensombrecida, el sol recrudecía su fuego a todo el hemiciclo del horizonte.
Ni un sorbo de agua, ni un trago de aguardiente, ni nada… O me habían engañado en el ultimo albergue o estaba perdido. Indudablemente pasaría de largo, dejando a un lado las poblaciones e iba a través de las inmensas sabanas por un antiguo camino de ganados.
Y así por largas horas de un mediodía que me parecía inacabable, torturado por el anhelo terrible de llegar; por la sed que resecaba la garganta. Como única visión de humedad, el sudor de la muía, despeada, con los ijares temblorosos  afirmándose trabajosamente sobre sus patas lastimadas, animada a latigazos que cada vez parecía sentir menos y que de un momento a otro caería, para no levantarse más, en aquella carretera infinita. Comencé entonces a sentir la desolación, el terrible abandono de los desiertos...
A ratos me enderezaba alegremente en la silla, estimulaba la bestia que parecía estimulada también por la ilusión de un techo, allá lejos, y trotaba y trotaba hasta que la sombra mentirosa de una palma o el engaño de una nubecilla defraudaban nuestra esperanza  y cuando aquella ilusión desvanecíase y otra sabana tan árida y tan amarillenta se extendía inacabablemente, mi desfallecimiento era mayor e ideas locas me asaltaban: echarme allí, al sol, a un lado del camino, para morir o para esperar la tarde, el fresco de la noche y continuar la marcha a riesgo de perderme en la oscuridad. ¡Pero la sed! La espantosa garra de la sed, esa obsesión del agua cristalina corriendo entre verdes cañaverales, esa ilusión tenaz de las múcuras, trasudando frescura, perladas de gotas brillantes o de jarros de cristal que empaña el hielo flotante, en grandes trozos que reflejan el iris...
Con un esfuerzo de voluntad, todavía, alcé las riendas para castigar el pobre animal que marchaba, cabeceando, tropezando, con el hocico casi pegado a la tierra.
De pronto dobló la rodillas y cayó. Bajo el azote colérico volvió a erguirse y continuó lentamente, resoplando, caídas las orejas. El sol arrojaba, despiadado, olas de fuego. Los estribos quemábanme las suelas: cada nébula del correaje fulguraba como una brasa. El sudor del animal caía en gruesas gotas sobre el terreno que ahora era calizo, polvoriento. El pobre bruto marchaba con el cuello doblegado y las narices dilatadas, aspirando una atmósfera de horno. Mi cerebro congestionado hacíame pensar vertiginosamente incoherencias; ideas febriles e insensatas de una lucidez extraordinaria…. Muchas veces tropezó la mula doblando los corvejones, para alzarse a mis gritos, bajo el castigo de las riendas, temblando de dolor y de cansancio.
Descendíamos de nuevo a un repliegue del terreno que iba ascendiendo luego hasta una meseta cuyos hierbajos, recortados sobre el cielo, parecían una salida de la sabana hacia la selva. Respiré: allí habría árboles, alguna vegetación, sombra, en fin; e imaginaba un fresco manantial de agua muy fría que bajaba alegremente de un matorral muy verde.
Pero de lo alto de esa meseta o pretil - como le llaman— sólo se extendió a mi vista, hasta el horizonte, una llanura amarillenta, por donde serpeaba, rojizo, el trazo de la carretera  Nubes cercanas diríase que colgaban del cielo, blancas y abullonadas como ropas tendidas a secar. Y el cielo, al fondo, curvá­base sobre un horizonte implacable, azul, lleno de luz...
Una cólera alocada me entró en el alma, y con toda la fuerza que aún me restaba, queriendo cruzar como un relámpago por aquella sabana, hundí las espuelas en la muía deses­peradamente, que en un último esfuerzo se fue de manos y cayó. Apenas tuve tiempo de sacar los pies del estribo y alzarme, lleno de polvo, de odio y de sudor. Desde mi estatura, parecíome  estar todavía más lejos, más empequeñecido en la vasta llanura. La pobre bestia obstinadamente quedóse caída, con el vientre palpitante y las narices enrojecidas, tendida a lo largo. Sus ojos simples, diríase que imploraban al cielo, a la naturaleza terrible, una tregua final. Allí la dejé y resueltamente eché a andar. Y cada vez quedaba más lejos, empequeñecida  hasta que no fue sino un punto oscuro, semioculto en la vuelta del sendero.
Comprendí entonces la verdadera desesperación  Y como loco increpaba al cielo y a la tierra, a los comisarios mayores, al idiota de Noé con su arca, a Dios y al jefe civil, ¡qué caminos!, ¡qué disparate de creación!, ¡hacer un diluvio teatral de cuarenta días para comportarse luego ridículamente con algunos como cualquier hacendado temerario con la acequia de riego!, ¡valía la pena ser rey de una creación estúpida donde algunos hombres mueren de sed, como besugos saltando en la arena!... ¡en qué país vivía!, ¡un camino público y ni un caminante, ni una recua, ni siquiera un vagabundo con un trabuco! ¡Estaba perdido, perdido!, era inútil caminar más.
Y, sin embargo, una energía salvaje sos­teníame, me empujaba, casi ahogado de fatiga, ardido por la sed, con las manos echadas hacia adelante, hundiéndome en la tierra caliente, en los cascajales, sin querer mirar atrás, con los ojos inflamados, enloquecidos, delirante...
¿Cuánto caminé así? No podría decirlo, no lo supe nunca; recuerdo vagamente que caí varias veces, de bruces, alzándome aporreado  con grandes costras de tierra pegadas a la cara por el sudor, que anduve a gatas y que con un esfuerzo final, rodé por una pendiente arenosa hasta caer, con el rostro casi hundido en el agua de una quebrada clarísi­ma, fresca, que corría cantando por entre la greda oscura de los barrancos... Hundí el rostro, las manos, el pecho; bebía insaciable, dando bufidos de satisfacción como un animal en el abrevadero, jugando y chapoteando en el agua...
Después advertí, al otro lado, una cerca. Y lleno de vigor, de la profunda alegría humana que causa la presencia del hombre en el hombre, salté el vallado y caminé algunas cuadras por un terreno labrantío con plátanos  auyamas, frutos menores. En el centro se alzaba un rancho, pero estaba deshabitado; se advertían los pobres útiles del labriego. Llamé a gritos, nadie respondió.
Caminé por un camino ancho, trillado, que parecía llevar al pueblo. La luz meridiana caía sobre el sendero, a través de las hojas inmóviles, de un verde metálico, desde los árboles altísimos que recortaban sus copas sobre un cielo de verano, crudo y azul.
Nadie en el camino. Nadie en las primeras casas de la población. A la puerta de una pulpería llamé; no me contestaron; resolví entrar. Todo estaba en orden: los litros conteniendo el aguardiente de diversos colores, el rollo de tabaco de mascar con su cuchillo al lado, sucio y oscuro, las botellas de carati­llo tapadas con unas hojas de limón, el frasco bocón del guarapo, la batea del adobo, todo como si se hubiese interrumpido de pronto el «despacho», pero ni un alma, y lo que es más extraño aún, ni una mosca.
Admirado, seguí adelante; llamé a algunas puertas... ¡Nada! Un gran silencio. Ni una per­sona, ni un animal; ni un ser vivo en las calles. Las puertas y las ventanas abiertas dejaban ver interiores habitados como si los morado­res acabasen de salir. ¿Se trataba, pues, de una huida en masa, de un pánico que había he­cho escapar al pueblo entero? No había rastro de tal cosa, ni aspecto de fuga y desorden... Como bajo una alucinación recorrí la ciu­dad toda; entré a las iglesias, a los comercios, a las casas particulares yendo hasta los sola­res, resuelto a dar con alguien, a encontrar algún ser —hombre o bestia—, poseído de una extraña inquietud, de una congoja que ya empezaba a invadirme...
Pero en ninguna parte, ni en los templos, ni en las oficinas, ni en las alcobas, hallé un alma... Y todo, sin embargo, hacía constar la reciente presencia de las personas... El orden de las sillas en algunas casas, como de una tertulia de familia, las mesas listas para servirse en todos los comedores. Había casas pobres, casucos, con sus humildes enseres dispuestos, la olla sobre el fogón, el fuego, los taburetes en derredor del banco de la cocina; y había oficinas públicas con su aspecto ordinario y los papeles de trabajo sobre las carpetas, y casas de gente acomodada que desde la sala hasta el baño tenían el aspecto de haber salido de ellas sus habitadores minutos antes, con todos los muebles en su sitio y los lechos tendidos y cada objeto usual en el lugar que le correspondía desde los peines hasta las pantuflas  Era extravagante aquello, de una extravagancia que daba miedo.
Corrí entonces, como loco, hacia la salida del pueblo, con la esperanza de advertir la huella de los habitantes que habrían abandonado el lugar quizás bajo cuál peligro que yo mismo ignoraba y que me infundía, al pensarlo, una idea sorda de amenaza, de infinita desolación.
Pero otra vez la llanura árida se extendió a mi vista.
Desde el sitio alto en que estaba, veía el pueblo desierto entre dos desiertos...
Y ya horrorizado, alucinado, corrí otra vez al poblado, me detuve en el altozano de la iglesia y lancé un grito horrible, de socorro, de locura, de desesperación, en la plaza desierta.
Fue un gran grito de horror que repercutió por las calles, desiertas como bajo una mal­dición de peste, a la claridad meridiana, en la más terrible de las soledades.
Luego no sé lo que pasó... Creo que cami­né a tontas y a locas por algunas calles, que entré a algunas casas, que al fin un miedo cerval, un espanto tremendo me hizo caer, de bruces, en el corredor de un caserón que pa­recía ser la posada y donde estaban los manteles puestos, las habitaciones preparadas en espera de alguno... y la soledad horrible de todo aquello que fue habitado... Hasta los pesebres estaban colmados de pasto; pero ni rastros de bestias. En los solares, las carrete­ras con los timones al aire, parecían pedir misericordia en aquel espantable abandono de una población habitada donde no había habitantes.
Paseé una mirada de extravío a mi alrededor  y entonces, viendo todo bajo la inaudita claridad, «mirando» aquella soledad que no es la de la selva llena de vegetaciones vivas ni la de la montaña cercana a las estrellas  ni la de la oscuridad poblada de rumores o sombras o cosas espantosas pero que se agitan y parecen vivir, sino la soledad del ser entre los seres, entre la pavorosa inmovili­dad de las; cosas que revelan el movimiento  rodeado de los objetos que denuncian la existencia del hombre y donde no hallamos el hombre a plena luz meridiana, en el centro muerto de una ciudad que «estaba viviendo», enloquecí de miedo y perdí el sentido.

III
Inquietos, los dos hombres se habían acerca­do a  Olimpia y Beatriz con los ojos enor­mes de espanto, se apretaban una a la otra. La menor, con un tic nervioso, pasábase una mano temblorosa por los cabellos. Con una an­siedad irrefrenable quería saber el final de aquella horrible historia de miedo sobrenatural a plena luz...
—Nada —concluí—, lo más sencillo: ha­bíanme recogido en el camino unos arrieros, desmayado de sed, junto al cauce seco de una quebrada, ardido por la fiebre de una insola­ción que a poco evita que les cuente esta modesta historia... Mi imaginación calentu­rienta soñó cuanto acabo de referirles. Decididamente  No creo en lo sobrenatural sino en lo natural desnaturalizado por enfermos o por supersticiosos.
 Mohínas, defraudadas en su ilusión de una historia extraordinaria, ellas y sus amigos guardaron silencio. Pero Beatriz, sin poder contenerse, exclamó:
—Sí, tiene usted razón; eso es horrible, pero allí no intervienen los muertos.
—Se equivoca usted o no ha oído bien: todo ese delirio pavoroso es obra de una muerta...
— ¡De una muerta!
Y todos interrogaron vivamente:
— ¿Y quién es la muerta?
—La mula, señores míos.
Y nos echamos a reír porque toda cosa verdaderamente trágica termina con una estupidez desairada. La víctima de un asesinato bellísimo con mala ropa interior, una mujer que en un hermoso rapto de celos se le pone la nariz como un tomate y se destiñe… O lo más espantoso que vi ahora años: en una admirable escena de hospital, la pierna seccionada estaba bajo la mesa operatoria en una vasija de agua fenicada, con su media puesta; y la media era blanca, de algodón, con rayitas.

"José Rafael Pocaterra (1889-1955) ha sido especialmente reconocido como narrador y memorialista; sin embargo cultivó con acierto todos los géneros literarios y el periodismo. Es autor de obras fundamentales del siglo XX venezolano como: Vidas oscuras, Tierra del sol amada, La casa de los Ábila, y -el testimonio histórico excepcional- Memorias de un venezolano en la decadencia"  
Nota: El cuento y la nota biográfica pertenecen al texto de José Rafael Pocaterra: Cuentos grotescos. Tomo I. Publicado por Monte Ávila Editores, en Caracas, 2010. La primera edición data de 1922. 

domingo, 27 de mayo de 2012

FANTASMAS (Y) MUJERES. CUENTOS DE SAMUEL OMAR SÁNCHEZ

La hermosa y temida "Sayona" es la fantasma más afamada del Llanp
(archivo del IACEB)

Los cuentos de fantasmas dan esencia a la cultura llanera
(archivo de Prensa -VIPI) 



CUANDO LA LLORONA ASUSTÓ 
A DON BENITO ANTONIO ESPINOSA
Me aclaro la garganta y me persigno para contar esta historia que es la purísima verdad y los santos me iluminen.
Corría el año de 1.972, en la ciudad de San Carlos, ya florecían las calles asfaltadas que le daban belleza a esas casas coloniales testimonios de nuestra Independencia y el aporte de nuestros héroes cojedeños a esa gloriosas lucha por la libertad de Venezuela.
Para mayo, cuentan las personas mayores, que es mes de las flores, pero también de esas apariciones de los caminantes fantasmales de la noche, se les ve recorrer las inmensidades de los Llanos, de los estados, los pueblos y caseríos, asombrando a esas personas que se atreven a salir por esos caminos.
Don Benito Antonio Espinosa, una persona trabajadora, y con mucho esfuerzos y sacrificios levantó una familia, le disfrutaba divertirse con sus amigos, jugando unas partidas de dominó o de bolas criollas, al compás de una canción llanera.
Para un lunes, por cierto; día de las Animas del Purgatorio, Don Benito, se llevó a su hijo Juan Espinosa, este tendría como 7 años de edad, lo acompañó al recordado Club Familiar “Mutuo Auxilio”, ubicado en la calle Sucre, se encontró con su amigo y compadre Ángel Izaguirre conocido con el apodo de “Pollo Maneao”, esa noche jugaron y ganaron varias partidas de dominó y de bolas criollas, Juancito, aprovechó para comer sandwid de jamón y queso amarillo hasta más no poder y refresco.
Son casi las 2 de la mañana, cuando deciden abandonar dicho sitio, Don Benito junto con Juancito, deciden acompañar a su amigo “Pollo Maneao”, hasta su casa, se vienen caminando poco a poco por la calle Sucre, echando cuentos, lo dejan en su casa ubicada en la Av. Ricaurte diagonal a la escuela Básica “Carlos Vilorio”, está más prendido que lámpara de carburo, padre e hijo llegan a la esquina de la calle Democracia, desde ahí son tres cuadras que tienen que caminar hasta la calle Figueredo, donde está su hogar en el sector “El Chuchango”. En ese momento oyen en la lejanía el llanto de una mujer, que la brisa lo trae ¡ummm! En un espabilar de ojos, el llanto estaba más fuerte, los perros ladran asustados y mire ¡Camarita! Se les ve corriendo por esas calles desoladas, dice Juancito ¡Papá! Y ese llanto que es; Don Benito, fruñe las cejas y responde; -hijo no se asuste, eso es el llanto de la Llorona-. Al oír eso ¡ummm! se eriza todo, al verlo así exclamó -!Virgen del Carmen, protégenos de esta aparición!-.  Reza un Padre Nuestro y un Ave María, le dice: -“agárrame bien las manos, no mire para atrás y camine rápido”- En ese momento la luna se asusta y en veloz estampida se va a ocultar en unas nubes, dan varios pasos y oyen el grito del llamado pájaro de mal agüero el "Chupa Hueso”, ahí sienten el celaje de algo que les pasa por un lado y oyen el llanto, Don Benito ahora sí está asustado, siguen caminando rápido y el grito detrás de ellos, nadie se veía por esa calle, Juan, le comenta a su papá: -“Qué raro; tenemos caminando un buen rato y no hemos avanzado nada, parece que la casa quedara a varios kilómetros”-. Los pasos no le rendían a Don Benito, le dice: -“no vea para los lados y siga caminando” seguían escuchando el llanto y están los dos realmente asustados, al fin llegan a la casa Don Benito, no encontraba las llaves y vuelve a pasar el celaje, acompañado con el llanto de la Llorona, tocan la puerta de madera y le abre Doña Ángela María de las Mercedes conocida partera de la ciudad y todos le decían “Mamá Ángela”, la abuela de Juan y dice viejo: “-¿Qué estás haciendo de madrugada por esas calles y con el nieto, no ves que por ahí anda suelta la Llorona?”-. Le responde Don Benito: -“Sí, vieja, nosotros la oímos y nos viene carrereando, desde la esquina de la escuela Carlos Vilorio”-. Doña Ángela, dice: -“Viejo, estamos en el mes de mayo y ahí aprovechan para asustar, tengo rato rezando la oración de La Magnífica para que se aleje"-…y así fue.
Al día siguiente Don Benito le dice a su compadre “Pollo Maneao”, que la Llorona los había asustado y a pie;  más nunca lo acompañaron. 
Cuento de Samuel Omar Sánchez Terán, basado en el relato oral de Juan Espinosa.
San Carlos, 25 de abril de 2011.

LA COSTURERA
Es un relato oral de los tantos de la población de El Baúl, del estado Cojedes, bello pueblo con aires de Llano, para esa época había casas de bahareque y las imponentes casas de altos, sus calles de tierra, sus habitantes vivían en sana armonía.
A una cuadra de la calle principal, en una casa con frondosas matas de mangos y un lindo jardín, vive la señora Josefina Cruces, de oficio costurera, así se gana la vida nunca le faltaba trabajo, se le ve sentada frente a su vieja máquina de pedal conocida como la “Negrita” de marca Singer; se ganó el respeto de la población. Era su costumbre coser de lunes a lunes, en horas de la noche, tarde se quedaba, la gente decía que ella sabía todo lo que sucedía en dicha población.
Cosía cerca de la ventana, la cual tenía abierta; cuando escuchaba algo en la calle, se levantaba para asomarse a ver,  ya que desde ahí tiene una gran visión de todo ese sector. Sus amigas decían: -“Josefina, deja de estar pendiente de los demás, cuidado te asustan por estar de averiguadora”. Ella, se reía diciendo: -“Lo hago de noche porque en el día estoy ocupada en los quehacer del hogar, además me gusta tener la ventana abierta para que entre buena brisa”.
Sucedió que Josefina, pasó todo el día en diligencias. A las 7 de la noche, se sentó a coser, tenía que entregar varios encargos en la mañana, está abierta la ventana, prepara un poco de café porque había algo de frío, varias veces se levantó para mirar, son las 11.30, se asoma porque creyó escuchar gritos lo ve solitario, se extrañó. Vuelve a meterse de lleno a su costura, de repente siente que un pequeño silbido en su oreja estremece todo su cuerpo, en ese instante alguien toca la ventana diciendo: -“Buenas noches señora”- . Le responde: -“Sí, señor, ¿qué se le ofrece a estas horas?”-. El hombre contesta: -“Me la recomendaron; mañana voy a viajar a Carúpano, traje 4 pantalones para que les arregle el ruedo". Ella, se levanta sin ninguna malicia y ve al señor que tiene como 60 años de edad, de piel blanca, lo notó algo delgado y le dice: - “Está bien, pero tengo varios encargos que entregar en la mañana”. El anciano responde: -“No se preocupe, señora, le pago el doble, pero por favor téngalos listo a primera hora”. La mujer dice: -“Está bien démelos por la ventana porque no abriré la puerta”-. El visitante le insiste: -“No se preocupe y le pasa una bolsa de color negro, lo agarra en sus manos y se le cae al suelo levanta la mirada para ver el señor no está, revisa el paquete y para sorpresa en vez de pantalones, contenía unos huesos, pega un grito de asombro, lo agarra y lo lanza por la ventana, cerrándola de inmediato.
De ahí en adelante la señora Josefina, dejo de coser de noche y menos de estar pendiente de la vida ajena de los demás.
Testimonio oral de Nancy Yasdey Cisnero.

LA APARICIÓN EN “EL CHUCHANGO”
Esto es uno de los relatos tradicionales del barrio “El Chuchango”, ubicado en San Carlos Estado Cojedes. Sucedió para el año de 1955, donde aun se respiraba el aire de campo en las barriadas cojedeñas, sus calles de tierras con sus polvaredas en verano y en invierno barrial, los escasos alumbrados, dio a que muchas personas fueran asombradas por esos caminantes nocturnos de las noches.
Don Domingo Garcia, hombre venido de El Baúl, llegó al sector “La Morena”, a una casa ubicada en la calle Federación, entre las esquinas de la Alegría y Madariaga, le gustaba mucho jugar barajas en especial las caídas y el tute. Muchas veces iba a una casa cercana donde vivía la señora Teresa Sánchez y se pasaban horas jugando con otros vecinos.
Les gustaba salir a visitar unos amigos por los lados del Cerro San Juan y sobre todo por donde quedaba el recordado negocio “El Pilón de Juan Bimba” de Marcos Vilera. Una noche, del día miércoles de un mes de abril, salió de su casa como a las 8 en punto, se puso un pantalón de color blanco y una camisa color kaki, unas alpargatas de suela se dirige hacia el sector del Cerro San Juan, al llegar se ponen a jugar unas partidas de barajas en especial de caídas, se entretienen con unos deliciosos jugos de piña, están unas vecinas animando, porque Don Domingo junto a otros compañeros le han puesto varios zapatos al otro equipo, cuando se despiden es la una de la mañana, le dicen: -“Domingo, ten cuidado recuerda que a estas horas sale una mujer que espanta”. Les responde -“Tranquilo; aquí va un llanero con guáramo”. Se ríe y se viene hacia al sector “La Morena”, nota que los perros están ladrando asustados, un viento helado viene bajando desde el cerro, cuando está llegando cerca de la iglesia Santo Domingo, ve una mujer que no sabe de donde salió, la ve vestida con una bata totalmente blanca, un pelo negro que le brilla en la claridad de la noche, siente un escalofrío no le para y sigue su caminata en toda la esquina de la Iglesia esta desaparece, ahí él se pone nervioso se persigna, reza un Padre Nuestro, apura el paso en la cuadra siguiente siente unos pasos detrás,  voltea y ve que es la mujer,  pero ahora esta envuelta en una negrura, él casi se desmaya del susto, se acuerda que dentro del pantalón lleva un caja de chimó, lo saca y toma una pella, como puede camina más rápido siente la brisa de la mujer que lo lleva coleado..., siente que le falta la respiración ya está a media cuadra de su casa, como puede pega una carrera, una fuerte brisa se convierte en ventarrón trata de envolverlo. Ya frente de su hogar como puede abre la puerta y cerca está la imagen de la Virgen del Carmen la abraza y le pide que le aleje esa aparición, en ese momento la mujer pega un grito aterrador que la sangre se la heló del miedo y por obra de Dios, la mujer se fue, como pudo cierra la puerta y se fue acostar del susto lo hizo con todo y ropa.
A la mañana siguiente se supo como a Don Domingo Garcia, por andar jugando cartas en el Barrio San Juan, la Llorona lo asustó.
Cuento  de Samuel Omar Sánchez Terán, basado en el relato oral de mi padre Samuel Elías Sánchez.
San Carlos,  13 de abril de 2011.

LA APARICIÓN EN EL BARRIO PAN DE HORNO
Este relato es uno de los tantos de la tradición oral del barrio Pan de Horno, situado en San Carlos, estado Cojedes. Pan de Horno como es conocido este sector, hace muchos años ahí funcionó el viejo cementerio, quizás por eso está lleno de una aureola de misterios y muchos aparecidos que a más de uno, mire compa, los han asombrado.
Este testimonio es la purita verdad, sucedió que para el año de 1989. Luis Alfredo López, es del caserío El Potrero, pero está viviendo en el sector Pan de Horno, en casa de su tía Teléfora López, para un 30 de diciembre había un espectáculo de música en frente de la Plaza Miranda; son casi las 2 de la mañana Alfredo, decide venirse y cuando va llegando a la casa donde viven actualmente la familia Fazzi; anteriormente ahí estaba una enorme mata de mango era tan grande que casi tapaba la calle, la noche está como asustadiza el aire se empieza a sentir pesado otro detalle no se ve un alma en la calle a pesar de que es diciembre, cuando empieza a sentir unos pasos detrás de él; voltea por curiosidad para ver quien lo sigue y vaya sorpresa distingue la figura de una bella mujer que anda totalmente vestida de blanco, tiene el pelo negro y largo que le llega casi a las caderas que la hace ver misteriosa; Alfredo, se pone remolón y apura el paso y viéndola que cada vez la tiene más cerca al llegar al frente de la casa de la señora Ana García, existe un callejón y cerca la casa de su tía, ahí la mujer está a su lado al sentirla voltea viéndole el rostro totalmente desfigurado y nota que de la boca le brotan dos colmillos muy feos este pega un grito de miedo... que retumbó en la soledad de ese sector y la mujer se esfumó, como puede corre hasta llegar a su casa, no encuentra las llaves y toca la puerta como un desesperado, su tía lo oye que está gritando abre la puerta al hacerlo lo ve pálido, sudando, este quiere hablarle pero no puede;  esta casi ahogado porque le falta el aire, se tiró al suelo enteramente asombrado, casi desmayado, su pulso y corazón laten aceleradamente, su tía se asusta y trata de preguntarle ¿Qué te pasó, muchacho? No le puede responder, ella va rápidamente a su cuarto y trae una botella que contiene agua bendita, le da a beber un poco, ahí este empieza a decir palabras incoherentes, asustado de verdad. Su tía enciende una vela de La Candelaria y le reza unas oraciones. Alfredo, se empieza a recuperar y llorando le cuenta que una mujer de cuerpo bello se le apareció y de golpe su rostro se le transfiguró de una manera horrible y se esfumó en su presencia.
Así se supo como a Luis Alfredo López, tuvo una aparición en el Barrio Pan de Horno, lo más increíble es que esto sucedió un 30 de diciembre del año 1989 y el 4 de enero del año 1990, viniendo con un amigo de la ciudad de Acarigua, falleció en un trágico accidente vial.
Cuento de Samuel Omar Sánchez Terán, basado en el relato oral de Freddy García. San Carlos, 13 de julio de 2011.

LOS PASOS DEL MÁS ALLÁ
Este relato es de la tradición oral de San Carlos. A la comunidad de “Los Malabares”, llegó, hace tantos años que ya no me recuerdo,  una señora matrona que venía de Arismendi, con un cargamento de sueños y de ilusiones de echar para adelante, mujer trabajadora, de unos 45 años de edad, piel blanca y contextura mediana: Doña Nicolasa Martínez conocida como Doña Nico, compró una casa en dicho sector, junto a sus hijas.
Era muy servicial con sus vecinos, empezó por hacer unos ricos dulces para la venta, ni hablar de los famosos pan de horno que elaboraba artesanalmente en su hogar para eso habían hecho un horno de barro en el patio, temprano se agotaban. Igualmente cocinaba para los ángeles; por cierto su nieta Nancy, heredó de ella su sinceridad y amistad al igual que cocina para chuparse los dedos.
Otra faceta de Doña Nico era que tejía unos chinchorros de primera;  lo aprendió de sus abuelos en Arismendi, así le entraba un dinero extra, Se le recuerda en el fondo del patio en su labor de tejer, muchas noches se quedaba haciéndolo, sus hijas le decían, que no trabajara tan tarde porque era malo, ella respondía: -“Tranquila hija, soy una mujer del Llano, además de noche trabajo mejor, así paso el tiempo”.
Una noche, estando tejiendo,  eran como las 11, siente unos pasos cerca, se dijo: -“¿Será una de mis hijas? A lo mejor que se levantó a tomar agua". No reparó en esto y siguió en su labor, pero  volvió a percibir los pasos, pero ahora la acompañó un frío que la heló por unos momentos, la noche se puso asustadiza que hasta la luna se perdió, se extraño y en un parpadear de ojos, de pronto ve la sombra de una persona pasar cerca de ella, se asustó porque no era de la casa, esta sombra se dirigió por un topochal que tenía en el fondo del patio, de golpe una ráfaga de viento le tumbó el chinchorro. Ahora si Doña Nicolasa, tenía miedo y en un dos por tres recogió todo y se metió a la casa.
En la mañana le cuenta a sus hijas lo que le pasó la noche anterior, desde ahí en adelante ya no tejía tarde de la noche. Así se supo como a Doña Nicolasa Martínez, unos pasos en el fondo de la casa la asombraron.

Cuento  de Samuel Omar Sánchez Terán, basado en el relato oral de Francisca Ávila; conocida como Doña Pancha. San Carlos, 16 – 09 – 2011.