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jueves, 17 de enero de 2013

EL ALIMENTO DE LOS DIOSES Y OTROS RELATOS de Francisco Javier Frías Vilera

El gran secreto del alimento de los dioses solamente lo conocía aquella familia. 
Imagen en el archivo de Dani Yasmín Castillo






EL ALIMENTO DE LOS DIOSES
En tiempos de la creación, Dios dio vida e independencia a una gama de animalillos  de una característica general única, la misma era, la de dar a luz durante la noche  y así eliminar para siempre las tinieblas. La forma de su cuerpo era especialísima, ya que disponían de un forro protector en forma de cuero muy fino y de color rosado que al frotarse unos contra otros despedían esa luminosidad que eliminaba la oscuridad, la misma se asemejaba tanto a la del sol que nunca se sabía donde comenzaba uno y terminaba otro. Dichos seres no son ni siquiera familia de los conocidos cocuyos.
Esta virtud tan particular les fue con el tiempo nefasto, a pesar de no ser fácil de encontrarlos, les tocó un destino destructor que aún hoy es lamentable y solo queda el recuerdo.
Cuenta la historia que un día a un Dios pagano le llamaba la atención la virtud de dichos animalillos y de manera más que accidental, durante  una de sus largas y bulliciosas fiestas, no se sabe, si de día o de noche, se comió, en uno de sus bostezos, a una gran cantidad de estos seres generadores de luz  en las tinieblas. El alimento que suministraban estos animalillos incrementaba  dentro del Dios pagano, una particular sensación de felicidad y bienestar que nunca sintió. Al igual que él, otros Dioses se dieron a la tarea de perseguir a los seres de la luz, para sentir iguales momentos de felicidad y bienestar colectivo, de esta manera fueron desapareciendo, quedando sólo con el nombre eterno de “El Alimento de los Dioses”.
Debido a ello, los Dioses paganos también desaparecieron, al faltarles el alimento de su existencia, jamás quisieron probar algo similar o distinto a los seres de la luz.
De esta forma el invento empleado por el Supremo Creador, para liberar al hombre de la noche o penumbra quedó eliminado y así tuvo que conformarse con tener la oscuridad al lado de la luz.   

LA OCTAVA NOTA MUSICAL
En mi afán de explorador de la escritura antigua, llegó a mis manos de la manera más sencilla un diario rico en metáforas que data del siglo XVIII y que fue escrito por un extraordinario compositor húngaro. El diario está escrito con desgarradora frialdad y en él encierra no sé si la visión de un iluminado o la creación de una aventura fantástica. Mi amigo Rafael  Cruces es testigo fiel y auténtico de esta historia que encontramos por casualidad en una librería de Gdask el pasado año y no es hasta hoy que me permito darlo a conocer, sería la ignorancia que a veces me oprime o el que nadie logre creerme.
No podría decir en dos palabras en  el día de ayer. La tarde se mostraba fría y excitante, los árboles que bañaban mi cuarto, hacían un llamado, pensaba y cavilaba  en cosas diferentes  a las expuestas  y rebuscaba extraer la inspiración. Las tarde se convertía en noche, y no sé, por qué inconveniente las hojas del árbol me hablaron, su significado exacto lo ignoro, lleno de mayor de las interrogantes me avancé hasta la ventana de vidrio, sus formas geométricas jugaban con la tenue luz de la luna  que envuelta en un amarillo manto y rodeada de una gran nube, sonreía a mi presencia. Me creía un pez en un árbol en esa noche taciturna y triste?...
Ya en la venta observé el patio en toda su magnitud, la extraña sensación que me invadía se fue transformando en algo místico, hasta convertirse en una extraordinaria sinfonía. El patio se llenaba de una tenue neblina y había anochecido más pronto que otras ocasiones, el reflejo de la luna  en la pequeña fuente  adyacente  al árbol, se deshacía con la llegada de la neblina. El sonido de esa gran sinfonía, que creo, solo mis oídos  lograban capturar  en toda su magnitud, hacíanme un llamado más que embrujador y su mágica presencia me excitaba.
La casa estaba completamente sola, y podía palpar cada una de las cosas que más me llamaban la atención desde que habitaba esa mansión. El reloj de la pared marcaba las seis y treinta de la tarde y sus números romanos parecían jugar con las agujas a su paso, el gran péndulo emanaba en momentos, la luz que reflejaban las velas del candelabro que sobre la mesa del comedor adornaban más ese sitio tan agradable de la misma. El gran sillón de verde color me parecía más repugnante que otros días y sus dos compañeros de color escarlata expulsaban con mayor fuerza su indeseable tinte. Toda la casa me parecía distinta a medida que bajaba las escaleras me sentía en una dimensión desconocida y las paredes surtían un vaivén que electrizaba mis vellos; es como si se me impidieran bajar al encuentro de la sinfonía embrujadora.
Ya postrado en la entrada de la casa trataba de tomar el picaporte, y éste se desvanecía ante mis ojos, pensé que soñaba, pero imposible captar tantas cosas en un sueño y sólo le acredité este pequeño desconcierto al miedo de enfrentarme a esta sinfonía. Solucionado el problema con solo cerrar y abrir los ojos me encontraba fuera de la casa y en contacto directo con  la majestuosa melodía. En el momento de pisar la grama del patio, una lluvia de violines hizo su aparición y los sonidos más graves que jamás mis oídos habían percibido traspasaban mis entrañas, cada nota emitida de la partidura extrasensorial me parecía extraña. Las grandes composiciones universales habían sido mi afición y trabajo durante toda mi vida y esa pieza la conocía. Pensé atribuirla a Hayden  por la versatilidad de las cuerdas, pero cambié de opinión al percibir un majestuoso solo de oboe. Traspasé compositores y melodías, desde Hendel hasta List, sin omitir a Mozart o Beethoven, como el virtuosismo de Mendelson, pero ninguna de ellas podía ser, ni siquiera encajaba en esta belleza sinfónica.
Fui caminando mi humanidad hasta los más internos parajes del gran patio hasta llegar a la fuente de ángeles. Mayor fue mi sorpresa al sentirlo bailar al son de la música, pero la niebla impedía ver la ejecución del baile con mayor esplendor que el apreciado. Pensé en una polka, mas no era cierto y me conformé con sentarme en una roca de mármol cercana a la fuente y embrujarme con tan singulares allegros. En el embrujo de la noche busqué por un momento a la luna, mas ésta se había fugado a otros sitios y de paso se perdía de tan significativo momento, sólo yo presenciaba esta grandeza del más allá. Dormido por las virtuosísimas notas del cello, me estrujé los ojos para observar mejor a los ángeles bailar y uno de ellos me dijo: Acercaos joven lacayo, sentaos  a contemplar  las maravillosas notas que os brindamos. Sólo esta vez podéis escuchar magnificas impresiones musicales y recordé con esas palabras  las experiencias sufrida por un amigo, Nesthor Taching, quien me confió en una oportunidad haber escuchado una melodía parecida y en la misma situación unos treinta años atrás y casi le cuesta la vida por lo misterioso e impredecible de esa ocasión. Me resistía a creer en algo similar, pero los hechos se estaban repitiendo nuevamente en lugares distintos.
Cegado por los altisonantes movimientos tan agresivos, en ese momento me ofusqué al mirar más fijamente la fuente y pude traspasar mi sensibilidad a otras tierras, unas llenas de jazmines con unos olores indescifrables, pero que dejaban su marca  muy hondo de mí. De pronto lo inevitable se hizo presente, lo que no quería se repetía como una novela, una serpiente se presentó arrastrando su baboso cuerpo por la hierba y las hojas secas acompañaba a una Venus hermosa, parecida a una doncella, la misma portaba en su diestra un  reluciente puñal, blandeando la muerte. La cosa no pasaría de un simple adorno, si no impulsara su paso fuerte contra mí, encontrándome en tan grave situación busqué la forma de huir sin escuchar la conclusión de la obra; me topé con la puerta de la casa pero como la anterior  ocasión el picaporte desapareció de mi alcance, siendo en esta oportunidad imposible su aparición. Es como si mi atrevimiento molestara a los dioses creadores  de esta sinfonía hermosa. Acorralado por la Venus y la babosa serpiente no me quedaba más remedio que resignar mi vida, esos momentos me parecieron interminables y los dediqué a recordar las malas acciones que pude haber cometido, pero por más que pensaba no encontraba alguna. Creo que el haber hecho de la música mi vida y ser, no representaba ningún crimen  ante los hombres creadores, entonces ¿Por qué morir de esta forma?... La Venus y la babosa serpiente se acercaban y yo balbuceaba un perdón que no lograba expulsar, las manos me temblaban y a ratos cuando la Venus y la babosa serpiente se colocaron en mi rededor, sonaba la última nota de la sinfonía cuando el puñal de la Venus desgarraba mi pecho, emanando de mis venas y arterias la sangre hirviente de un hombre que jamás pudo concluir su última obra.                     
Este es el relato. Al terminar su lectura pude comprender la trascendencia del mismo, de lo cruel del mismo, no me quedaron fuerzas para conservar el manuscrito, temiendo la herejía se repitiera con mi persona, lo dejé extraviado en la Biblioteca Nacional de Teherán para así despejarme de todo maleficio, mi vida aún es larga para correr riesgos.

 BAJUR
Reencontrando mis viejos libros, esos que adquirí en mi último viaje a la India, di con un pequeño Prometeo de historias de vidas fantásticas. El señor del detal me aseguró que entregaba en mis manos, una verdadera joya de los cuentos del Rey Jassink, quien nunca gobernó su país, motivado a los constantes combates y luchas que lo arrojaron a un exilio perenne, dedicándose a la fecunda e ilustrísima tarea de escritor. Entre los cuentos que recoge esta joya única en el mundo destaca el que les voy a relatar, me disculpan si omito algunos pasajes del mismo, todo esto se debe a la condición en que se encuentra, todo se debe a que fue manuscrito y a las constantes vueltas que daría por el mundo.
Cuenta la historia que en el siglo XIV existió una dependencia del correo Indú que funcionaba en un pueblo desaparecido llamado “Ziur”. En esta dependencia del correo un señor llamado Bajur es el protagonista principal de la historia.
Bajur inconsciente de lo sucedido en el exterior, deja pasar las horas en el constante pensamiento de su antiguo trabajo. No recuerda cuando lo abandonó, así como sólo recordaba que fue por causa de su salud. El endemoniado trabajo de despachador del correo de Ziur la agotaba constantemente y fue mermando sus condiciones físicas, pasando a ser un viejo prematuro. Cuentan los pobladores que a los cuarenta años de edad parecía veinte mayor. Se fue arrugando paulatinamente hasta volverse un amasijo incontable. Solamente la niña Gabish, quien se encargaba de darle alimentación más por misericordia que por obligación, tenía contacto con Bajar en sus últimos  años de vida.
Las horas finales de su trabajo transcurrieron en las más modestas de las acciones, estaba por entrar la navidad, el viento frío se sentía llegar, se translucía una gran temporada de a no que por su jefe inmediato  que desistió de sus servicios, se confundía a cada momento, intercalando la correspondencia y su vista se hizo cada vez más escasa. Todo ese cambio tan repentino le hizo revertir sus ideas sobre la vida y sus maravillas, llegando a pensar que la muerte es el único don que da Dios a sus hijos perder las esperanzas sobre los hombres.
Una dulce ancianita llamada Constand le hizo ver otras cosas, la conoció en la plaza del pueblo, un día que decidió dar rienda suelta a su vida. Desde ese momento comenzó a surtir efecto de la vena poética oculta de Bajur. No había día que su inspiración no expulsara versos de increíble profundidad, y  comenzó a considerar que la vida tiene otras facetas que desconocemos. Bajur se veía en todas partes, dejó su refugió para encontrarse nuevamente con la naturaleza, su semblante fue adquiriendo otro matiz, el de escritor.
La niña Gabish como todos los días se dispuso a llevar la comida del noble anciano, estuvo durante largos minutos tocando la puerta de su chalet sin encontrar respuestas. El viejo no estaba como todos los días a la espera de su comida. ¿Dónde estará Bajur?  Se preguntó asombrada la niña – A lo  mejor en el parque inspirándose con la viejecita Constand.
Es de saber que aunque Bajur se inspiraba en tan dulce señora, jamás le había  dirigido  la palabra,  el miedo lo consumía por dentro y prefería mantener todo en secreto. Sólo su interior lo complacía en sus amores.
Pasaron los días sin saberse de él, nadie conocía su paradero. Su desaparición quedo como una leyenda, luego de revisar su chalet sólo encontraron algunos papeles viejos arrugados sobre el escritorio, tejiéndose una aventura pueblerina con su desaparición y todo el que tenía la dicha, como yo de viajar a Ziur, cualquier persona tenía una manera muy particular de contar la historia de Bajur, el viejo-joven que se enamoró y que jamás apareció.
Como se dijo que era un poeta consumado, por los amores secretos que mantuvo por Constand, aunque no se encontró sino un poema suelto que se dijo que era de su autoría, las personas los creaban diciendo que le pertenecían.
  
Voy en busca de la muerte
más a mi edad
un nuevo amor es:
la muerte misma,
para iniciar una nueva vida

Solo este poema quedó inscrito en la puerta de su chalet para testimoniar su vida única y enigmática que pasó a ser museo nacional, debido a la leyenda tejida a su alrededor…
No puedo hablarles más de la vida de Bajur, hasta aquí llega el texto, como dije al principio, en algunas partes faltan escritos, pero quise ser lo más fiel posible con esta historia increíble de este señor que vivió en el pueblo de Ziur, de quien sólo quedan algunas ruinas dispersas al noroeste de Bangladesh a unos quinientos kilómetros internándose en el desierto. Esta historia es real y si no llegan a creerla pueden preguntar en la Oficina de Correos de Ziur que el pasado año fue reconstruida.

Nota: Francisco Javier Frías Vilera, nació en San Carlos, Cojedes, el 25 de abril de 1959. Es un autor premiado y con obra publicada en narrativa y poesía en ámbitos regionales y nacionales. Comenzó a publicar en 1979, cuando participó como fundador del grupo literario Nuevo Tramo. Editor de textos literarios. Estas piezas narrativas son tomadas de su obra: Crisanto (relatos), publicada por el Fondo Editorial de las Letras Cojedeñas, en San Carlos, 1989. 

La llaneridad (5): Llano adentro; Fantasmas a pleno día


A pleno día el asombro es mucho mayor.  
(Imagen en el archivo de Llano Adentro)


LA CIUDAD MUERTA (José Rafael Pocaterra)
I
De sobremesa hablábamos de aparecidos. Cada quien refirió algo misterioso, horrible o sencillamente espantoso. Las mujeres a ratos se estremecían dirigiendo miradas medrosas hacia las puertas que se abrían sobre alcobas obscuras. Una campana distante doblaba las nueve. En la casa persistía esa atmósfera especial, ese no sé qué de misterioso que parece flotar en las moradas de donde recientemente ha salido un cadáver.
Y la hora, y los trajes negros de Beatriz y Olimpia y la impresión causada por las distintas narraciones preparaban nuestro ánimo para las leyendas macabras en parajes solitarios, en el cauce seco de quebradas o por llanuras llenas de luna o al golpe de medianoche en el pavor de esos “muertos” urbanos, domésticos, que se mecen invisibles en las mecedoras, pasan como leves sombras envueltas en sabanas hacia las habitaciones interiores, vierten jofainas de un agua absurda en los patios o silban o echan a rodar la vajilla de los aparadores sin que un solo objeto se mueva de su sitio.
¡Lo que es Beatriz no me dejará dormir esta noche! – comento medrosamente Olimpia.
¡Es pavoroso! – repuso la menor, siguiendo el recuerdo de la última anécdota, y aproximado el asiento a su hermana.
Yo había guardado silencio. Pero con ese placer morboso que tienen las mujeres de sentir el miedo, comunicarlo, gozarlo, saborearlo, mejor dicho, las dos muchachas a la vez exclamaron:
¿Y a usted? ¿A usted?
A mi….
Luis y José Antonio habían referido ya cosas espeluznantes y también insistieron, pero con el temor pueril de que una narración extraordinaria anulara el efecto causado por las respectivas leyendas que ellos como es costumbre en esta suerte de relaciones, atestiguaban citando nombres, datos exactos y bajo “su palabra de honor”.
Respiraron cuando yo insinué tímidamente:
A mí no me ha ocurrido nada en ese sentido. Nunca de noche ni a ninguna hora vi espectros o sufrí alucinaciones con personas conocidas, ni simples fenómenos telepáticos que ahora están de moda.
Deficiencia de percepción, tus nervios no están afinados para recibir, para plasmar, digamos, las ondas de eso que los ignorantes llaman inexplicables y de lo cual se burlan las gentes superficiales – añadió con alguna pedantería el otro-.
Porque eres materialista – dijo uno – las mujeres oían calladas.
Como quieran ustedes – me limité a responder – pero ni el aparecido sin cabeza que galopó abrazado del jinete; ni la coincidencia de los dos suicidas en la misma casa y en idénticas circunstancias, ni el fantasma que sujeta por los hombros y exhala una frialdad de hielo o espanta en los caminos o salva a saltos gigantescos las paredes del cementerio, ni ninguno de esos cuentos terroríficos es igual al espantoso, al tremendo pavor de las cosas en la soledad, a pleno día, a plena luz…
Los hombres sonrieron. Olimpia y Beatriz, dirigiendo a todos lados la mirada asustada, aproximaron a mí sus butacas. Dudaban, pero no obstante preveía algo terrible su sensibilidad de mujeres, en la cual, para decirlo con la frase enfática de ellos, “plasmaba” mejor la horrible simplicidad de mi relato.
¿Al mediodía? –observó Beatriz mirando hacia la oscuridad- es imposible sentir temor a muertos … sin embargo … añadió pensativa.
Sin embargo… - dije a mi vez – yo he creído morir de terror un día, a toda luz, en el corazón de una ciudad de mas de treinta mi l habitantes donde todo me era más familiar y conocido.
Los hombres protestaron:
¡Es inadmisible!
¡Es absurdo!
Beatriz meneó la cabeza siempre pensativa, con un resto de duda. Olimpia rogó vivamente:
¡Por Dios! ¡Cuente usted,  cuéntenos! Apoyado en un mueble, Luis fumaba indiferentemente. José Antonio sonreía incrédulo. Las muchachas se habían acercado más aun y los ojos grises de Olimpia y las azoradas pupilas de Beatriz se clavaban en mí, brillantes de impaciencia, con una curiosidad que iba en aumento.
II
Hace algunos años, como ustedes saben, era yo empleado de Núñez, Sampayo y compañía. Viajaba con mis muestrarios, recorriendo hasta tres veces al año los estados del centro, y en verano hacia mi jira comercial por Acarigua y Ospino, llano adentro. Durante aquella estación, poco después de la última campaña, habíame internado mucho más al sur que de costumbre, debía hacerme pagar, examinar algunas quiebras, restablecer relaciones, en fin, ese frecuente luchar del crédito y del trabajo contra el perpetuo desorden nuestro. La guerra había devastado los campos y arruinado el incipiente comercio. Las ventas eran malas, los cobros peores; persistían aun el malestar y el temor. Jornadas enteras de marcha monótona sin hallar, en los ranchos abandonados, ni comida para mi ni pasto para las bestias. Una desolación profunda acentuaba más la solitaria naturaleza de aquellas regiones donde el verano, con su sol como plomo derretido, aplasta el paisaje, cristaliza los guijarros, la tierra rojiza, o las lluvias torrenciales forman pantanos inmensos, pegajosos, fétidos, que inutilizan las bestias y atascan las carretas, y que más tarde, en la sequía, son terronales cribados de huellas profundas, barro endurecido y desigual que despega las cabalgaduras y les ensangrienta las patas.
Aquel verano era de los peores. El sol fustigaba como látigo desde un cielo claro, azul, metálico. Solo la perspectiva de sabanas amarillentas donde culebrea el camino carretero, irregular, a trechos cruzados de veredas desconocidas, a ratos perdidos en las montañuelas al paso de los cañadotes en cuya barranca se pierde la huella de la carretera. De jornada en jornada, en apeadero miserable, donde beber un agua fangosa, un rancho cuyos habitantes hábiles habían dejado a la anciana casi invalida junto a las topias del fogón, al niño palúdico, barrigudo y deforme, al cerdo escuálido que gruñía, hozando las gredas del bahareque y que no mereciera ni la codicia de las tropas. A veces en el fondo del rancho, el semblante cadavérico de un enfermo envuelto en ropas astrosas, inmóvil entre el chinchorro deshilachado, o el indio mocetón, derrengado sobre el quicio, los pies hinchados y dos enormes ulceras en las piernas desnudas, llenas de grumos, de barro, de lentas supuraciones bajo el vuelo de las moscas…
Pero aquel día, ni eso hallé. Había dejado atrás el peón con mis cargas para que para que se me reuniera dos o tres días después, no queriendo perder la ocasión de efectuar un cobro de consideración personalmente, y marchaba desde la tarde anterior. Ya, por la sombra, que era apenas una pequeña mancha escondida entre las patas de la mula, debía ser mediodía. Ni una pestaña junto a un ribazo, bajo unos cujíes.  Un descampado. Y resolví seguir adelante, por un camino agrietado, duro, que casi cegaba al reflejo del sol. Baje luego, gradualmente y marche mucho rato por el lecho de un torrente, calcinado, como pavimentado por grandes losas triangulares.
A ratos, una nube ponía su tregua de toldana, pasaba una ráfaga cálida, y mas allá detrás de la zona ensombrecida, el sol recrudecía su fuego a todo el hemiciclo del horizonte.
Ni un sorbo de agua, ni un trago de aguardiente, ni nada… O me habían engañado en el ultimo albergue o estaba perdido. Indudablemente pasaría de largo, dejando a un lado las poblaciones e iba a través de las inmensas sabanas por un antiguo camino de ganados.
Y así por largas horas de un mediodía que me parecía inacabable, torturado por el anhelo terrible de llegar; por la sed que resecaba la garganta. Como única visión de humedad, el sudor de la muía, despeada, con los ijares temblorosos  afirmándose trabajosamente sobre sus patas lastimadas, animada a latigazos que cada vez parecía sentir menos y que de un momento a otro caería, para no levantarse más, en aquella carretera infinita. Comencé entonces a sentir la desolación, el terrible abandono de los desiertos...
A ratos me enderezaba alegremente en la silla, estimulaba la bestia que parecía estimulada también por la ilusión de un techo, allá lejos, y trotaba y trotaba hasta que la sombra mentirosa de una palma o el engaño de una nubecilla defraudaban nuestra esperanza  y cuando aquella ilusión desvanecíase y otra sabana tan árida y tan amarillenta se extendía inacabablemente, mi desfallecimiento era mayor e ideas locas me asaltaban: echarme allí, al sol, a un lado del camino, para morir o para esperar la tarde, el fresco de la noche y continuar la marcha a riesgo de perderme en la oscuridad. ¡Pero la sed! La espantosa garra de la sed, esa obsesión del agua cristalina corriendo entre verdes cañaverales, esa ilusión tenaz de las múcuras, trasudando frescura, perladas de gotas brillantes o de jarros de cristal que empaña el hielo flotante, en grandes trozos que reflejan el iris...
Con un esfuerzo de voluntad, todavía, alcé las riendas para castigar el pobre animal que marchaba, cabeceando, tropezando, con el hocico casi pegado a la tierra.
De pronto dobló la rodillas y cayó. Bajo el azote colérico volvió a erguirse y continuó lentamente, resoplando, caídas las orejas. El sol arrojaba, despiadado, olas de fuego. Los estribos quemábanme las suelas: cada nébula del correaje fulguraba como una brasa. El sudor del animal caía en gruesas gotas sobre el terreno que ahora era calizo, polvoriento. El pobre bruto marchaba con el cuello doblegado y las narices dilatadas, aspirando una atmósfera de horno. Mi cerebro congestionado hacíame pensar vertiginosamente incoherencias; ideas febriles e insensatas de una lucidez extraordinaria…. Muchas veces tropezó la mula doblando los corvejones, para alzarse a mis gritos, bajo el castigo de las riendas, temblando de dolor y de cansancio.
Descendíamos de nuevo a un repliegue del terreno que iba ascendiendo luego hasta una meseta cuyos hierbajos, recortados sobre el cielo, parecían una salida de la sabana hacia la selva. Respiré: allí habría árboles, alguna vegetación, sombra, en fin; e imaginaba un fresco manantial de agua muy fría que bajaba alegremente de un matorral muy verde.
Pero de lo alto de esa meseta o pretil - como le llaman— sólo se extendió a mi vista, hasta el horizonte, una llanura amarillenta, por donde serpeaba, rojizo, el trazo de la carretera  Nubes cercanas diríase que colgaban del cielo, blancas y abullonadas como ropas tendidas a secar. Y el cielo, al fondo, curvá­base sobre un horizonte implacable, azul, lleno de luz...
Una cólera alocada me entró en el alma, y con toda la fuerza que aún me restaba, queriendo cruzar como un relámpago por aquella sabana, hundí las espuelas en la muía deses­peradamente, que en un último esfuerzo se fue de manos y cayó. Apenas tuve tiempo de sacar los pies del estribo y alzarme, lleno de polvo, de odio y de sudor. Desde mi estatura, parecíome  estar todavía más lejos, más empequeñecido en la vasta llanura. La pobre bestia obstinadamente quedóse caída, con el vientre palpitante y las narices enrojecidas, tendida a lo largo. Sus ojos simples, diríase que imploraban al cielo, a la naturaleza terrible, una tregua final. Allí la dejé y resueltamente eché a andar. Y cada vez quedaba más lejos, empequeñecida  hasta que no fue sino un punto oscuro, semioculto en la vuelta del sendero.
Comprendí entonces la verdadera desesperación  Y como loco increpaba al cielo y a la tierra, a los comisarios mayores, al idiota de Noé con su arca, a Dios y al jefe civil, ¡qué caminos!, ¡qué disparate de creación!, ¡hacer un diluvio teatral de cuarenta días para comportarse luego ridículamente con algunos como cualquier hacendado temerario con la acequia de riego!, ¡valía la pena ser rey de una creación estúpida donde algunos hombres mueren de sed, como besugos saltando en la arena!... ¡en qué país vivía!, ¡un camino público y ni un caminante, ni una recua, ni siquiera un vagabundo con un trabuco! ¡Estaba perdido, perdido!, era inútil caminar más.
Y, sin embargo, una energía salvaje sos­teníame, me empujaba, casi ahogado de fatiga, ardido por la sed, con las manos echadas hacia adelante, hundiéndome en la tierra caliente, en los cascajales, sin querer mirar atrás, con los ojos inflamados, enloquecidos, delirante...
¿Cuánto caminé así? No podría decirlo, no lo supe nunca; recuerdo vagamente que caí varias veces, de bruces, alzándome aporreado  con grandes costras de tierra pegadas a la cara por el sudor, que anduve a gatas y que con un esfuerzo final, rodé por una pendiente arenosa hasta caer, con el rostro casi hundido en el agua de una quebrada clarísi­ma, fresca, que corría cantando por entre la greda oscura de los barrancos... Hundí el rostro, las manos, el pecho; bebía insaciable, dando bufidos de satisfacción como un animal en el abrevadero, jugando y chapoteando en el agua...
Después advertí, al otro lado, una cerca. Y lleno de vigor, de la profunda alegría humana que causa la presencia del hombre en el hombre, salté el vallado y caminé algunas cuadras por un terreno labrantío con plátanos  auyamas, frutos menores. En el centro se alzaba un rancho, pero estaba deshabitado; se advertían los pobres útiles del labriego. Llamé a gritos, nadie respondió.
Caminé por un camino ancho, trillado, que parecía llevar al pueblo. La luz meridiana caía sobre el sendero, a través de las hojas inmóviles, de un verde metálico, desde los árboles altísimos que recortaban sus copas sobre un cielo de verano, crudo y azul.
Nadie en el camino. Nadie en las primeras casas de la población. A la puerta de una pulpería llamé; no me contestaron; resolví entrar. Todo estaba en orden: los litros conteniendo el aguardiente de diversos colores, el rollo de tabaco de mascar con su cuchillo al lado, sucio y oscuro, las botellas de carati­llo tapadas con unas hojas de limón, el frasco bocón del guarapo, la batea del adobo, todo como si se hubiese interrumpido de pronto el «despacho», pero ni un alma, y lo que es más extraño aún, ni una mosca.
Admirado, seguí adelante; llamé a algunas puertas... ¡Nada! Un gran silencio. Ni una per­sona, ni un animal; ni un ser vivo en las calles. Las puertas y las ventanas abiertas dejaban ver interiores habitados como si los morado­res acabasen de salir. ¿Se trataba, pues, de una huida en masa, de un pánico que había he­cho escapar al pueblo entero? No había rastro de tal cosa, ni aspecto de fuga y desorden... Como bajo una alucinación recorrí la ciu­dad toda; entré a las iglesias, a los comercios, a las casas particulares yendo hasta los sola­res, resuelto a dar con alguien, a encontrar algún ser —hombre o bestia—, poseído de una extraña inquietud, de una congoja que ya empezaba a invadirme...
Pero en ninguna parte, ni en los templos, ni en las oficinas, ni en las alcobas, hallé un alma... Y todo, sin embargo, hacía constar la reciente presencia de las personas... El orden de las sillas en algunas casas, como de una tertulia de familia, las mesas listas para servirse en todos los comedores. Había casas pobres, casucos, con sus humildes enseres dispuestos, la olla sobre el fogón, el fuego, los taburetes en derredor del banco de la cocina; y había oficinas públicas con su aspecto ordinario y los papeles de trabajo sobre las carpetas, y casas de gente acomodada que desde la sala hasta el baño tenían el aspecto de haber salido de ellas sus habitadores minutos antes, con todos los muebles en su sitio y los lechos tendidos y cada objeto usual en el lugar que le correspondía desde los peines hasta las pantuflas  Era extravagante aquello, de una extravagancia que daba miedo.
Corrí entonces, como loco, hacia la salida del pueblo, con la esperanza de advertir la huella de los habitantes que habrían abandonado el lugar quizás bajo cuál peligro que yo mismo ignoraba y que me infundía, al pensarlo, una idea sorda de amenaza, de infinita desolación.
Pero otra vez la llanura árida se extendió a mi vista.
Desde el sitio alto en que estaba, veía el pueblo desierto entre dos desiertos...
Y ya horrorizado, alucinado, corrí otra vez al poblado, me detuve en el altozano de la iglesia y lancé un grito horrible, de socorro, de locura, de desesperación, en la plaza desierta.
Fue un gran grito de horror que repercutió por las calles, desiertas como bajo una mal­dición de peste, a la claridad meridiana, en la más terrible de las soledades.
Luego no sé lo que pasó... Creo que cami­né a tontas y a locas por algunas calles, que entré a algunas casas, que al fin un miedo cerval, un espanto tremendo me hizo caer, de bruces, en el corredor de un caserón que pa­recía ser la posada y donde estaban los manteles puestos, las habitaciones preparadas en espera de alguno... y la soledad horrible de todo aquello que fue habitado... Hasta los pesebres estaban colmados de pasto; pero ni rastros de bestias. En los solares, las carrete­ras con los timones al aire, parecían pedir misericordia en aquel espantable abandono de una población habitada donde no había habitantes.
Paseé una mirada de extravío a mi alrededor  y entonces, viendo todo bajo la inaudita claridad, «mirando» aquella soledad que no es la de la selva llena de vegetaciones vivas ni la de la montaña cercana a las estrellas  ni la de la oscuridad poblada de rumores o sombras o cosas espantosas pero que se agitan y parecen vivir, sino la soledad del ser entre los seres, entre la pavorosa inmovili­dad de las; cosas que revelan el movimiento  rodeado de los objetos que denuncian la existencia del hombre y donde no hallamos el hombre a plena luz meridiana, en el centro muerto de una ciudad que «estaba viviendo», enloquecí de miedo y perdí el sentido.

III
Inquietos, los dos hombres se habían acerca­do a  Olimpia y Beatriz con los ojos enor­mes de espanto, se apretaban una a la otra. La menor, con un tic nervioso, pasábase una mano temblorosa por los cabellos. Con una an­siedad irrefrenable quería saber el final de aquella horrible historia de miedo sobrenatural a plena luz...
—Nada —concluí—, lo más sencillo: ha­bíanme recogido en el camino unos arrieros, desmayado de sed, junto al cauce seco de una quebrada, ardido por la fiebre de una insola­ción que a poco evita que les cuente esta modesta historia... Mi imaginación calentu­rienta soñó cuanto acabo de referirles. Decididamente  No creo en lo sobrenatural sino en lo natural desnaturalizado por enfermos o por supersticiosos.
 Mohínas, defraudadas en su ilusión de una historia extraordinaria, ellas y sus amigos guardaron silencio. Pero Beatriz, sin poder contenerse, exclamó:
—Sí, tiene usted razón; eso es horrible, pero allí no intervienen los muertos.
—Se equivoca usted o no ha oído bien: todo ese delirio pavoroso es obra de una muerta...
— ¡De una muerta!
Y todos interrogaron vivamente:
— ¿Y quién es la muerta?
—La mula, señores míos.
Y nos echamos a reír porque toda cosa verdaderamente trágica termina con una estupidez desairada. La víctima de un asesinato bellísimo con mala ropa interior, una mujer que en un hermoso rapto de celos se le pone la nariz como un tomate y se destiñe… O lo más espantoso que vi ahora años: en una admirable escena de hospital, la pierna seccionada estaba bajo la mesa operatoria en una vasija de agua fenicada, con su media puesta; y la media era blanca, de algodón, con rayitas.

"José Rafael Pocaterra (1889-1955) ha sido especialmente reconocido como narrador y memorialista; sin embargo cultivó con acierto todos los géneros literarios y el periodismo. Es autor de obras fundamentales del siglo XX venezolano como: Vidas oscuras, Tierra del sol amada, La casa de los Ábila, y -el testimonio histórico excepcional- Memorias de un venezolano en la decadencia"  
Nota: El cuento y la nota biográfica pertenecen al texto de José Rafael Pocaterra: Cuentos grotescos. Tomo I. Publicado por Monte Ávila Editores, en Caracas, 2010. La primera edición data de 1922. 

viernes, 1 de abril de 2011

El Muerto del Molino y otros breves cuentos llaneros de Carlos Muñoz

Pilando maíz, dura faena del Llano (archivo de Videos Criollos Llaneros)


Don Domingo Muñoz



EL CARRO DE LOS PERDOMO
Según el relato de mi padre, el Sr. Domingo Muñoz, se trataba de  tres hermanos que habitaron en la población de Manrique, y eran la autoridad en el pueblo, ya que uno era el prefecto, el otro el secretario y el último el policía. Eran conocidos por los pobladores de la zona como personas de mala reputación, ya que a estos si les gustaba cualquier animal, vamos a suponer un  cochino, un maute, unos pavos,  etc.,  o alguna  bella mujer, lo conseguían utilizando la investidura de autoridad en el pueblo. Le decían al dueño del animal que se los vendiera, si este no estaba dispuesto a hacer el negocio, enviaban al policía a arrestar a esa persona hasta que hiciera el negocio, estos alegaban que no se le podía negar nada a la autoridad, lo mismo hacían con el padre de cualquier joven muchacha que se negara a complacerlos.
Sin recordar fecha exacta, pero entre los años 1940-45, los hermanos Perdomo tenían el primer vehículo que llego a Manrique, un Mercedes Benz, y tuvieron un accidente en la subida de La Hondonada, conocida en la actualidad como la pared, donde murieron los tres.
De allí en adelante, todos los jueves santos, a las doce de la noche, muchos pobladores de la zona, incluyendo a mi padre y un tío de mi madre, Sr. Antonio Méndez, han pasado su susto. Uno de esos jueves santos, iban por la carretera, camino hacia Quebrada Abajo, cuando iban en las bestias pasando por los zanjones de La Hondonada, sintieron la presencia del carro de los Perdomo, incluso vieron las luces del vehículo durante todo el trayecto y nunca el carro los adelanto, ni vieron cuando desapareció.
También el Sr. Domingo López le relató a mi padre que él, un Jueves Santo vio el carro de los Perdomo, lo único que podía verse era la forma de un carro destrozado y no se veía quien lo conducía.

EL MUERTO DEL MERECURE
Se trata de un espanto que aparecía en el lugar denominado La Vuelta Isadera, nombre este que recibía el sitio por ser en la entrada del fundo del Sr. Isaac Rodríguez, a pocos Km. de la UNELLEZ- San Carlos.
 Cuentan quienes conocieron al Sr. Isaac Rodríguez, ya fallecido, que era un hombre que tenía rebaños de ganado en varias localidades del estado Cojedes, además, cuentan que sacó de pena a cuatro muertos al encontrar los entierros, pero este era tan tacaño, que cuando iba para San Carlos se colgaba las alpargatas amarradas en la cintura y se las colocaba en los pies al llegar al pueblo, y lo mismo hacia de regreso a su casa, o si estaba recogiendo los rebaños, salía de la casa únicamente con el guarapo y si lo atacaba el hambre comía concha de chaparro.
Según relata mi padre, Domingo Muñoz, un día que se encontraban en una de las faenas de la agricultura de la época, como es limpiar el conuco, comenzó a caer un fiero aguacero, y  los hombres se refugiaron del agua bajo un árbol copioso, fue cuando uno de los trabajadores comenzó a contar que tenía varias noches que un muerto no lo dejaba dormir, si se arropaba, el muerto le quitaba las sabanas, si se acostaba en la hamaca, comenzaba a mecerlo, si se sentaba en el patio de la casa, escuchaba que tumbaban los corotos de la cocina, le apagaban la lámpara, y  ya no sabía qué hacer, fue cuando don Isaac le dijo que no fuera tonto, que le hablara a ese muerto, que lo que quería era entregarle algún dinero enterrado para que lo sacara de pena y este le respondió que el no se atrevía a hablar con muertos, que por que no le hablaba él y sacaba ese entierro, pero don Isaac le replicó:
–No, mijo, para que voy a sacar ese entierro, que voy a hacer con más plata, si ya he sacado de pena a cuatro, el quinto no lo quise sacar y le dije que le diera esos reales a otro que los necesitara.
Siguiendo con el relato de El Muerto del Merecure, en ese sitio salía un hombre en cualquier época del año, el cual se encontraba en pena. Allí existía un ojo de agua pura, fresca y cristalina al pie de un árbol de merecure, el cual nunca se secaba y mantenía el árbol frondoso, donde los viajeros saciaban su sed cuando transitaban por ese camino, cuando iban de Manrique a San Carlos o al contrario.
Cuentan los moradores de la zona que en ese sitio siempre veía una luz de color amarillo que aparecía todas las noches y, según las costumbres de los viejos del campo, esto significaba que  había dinero enterrado y hubo un hombre del cual quienes me han hecho el relato desconocen su identidad fue quien sacó el entierro, logrando terminar con la pena que estaba pagando aquel hombre.
El misterio más grande de este relato es que después que sacaron el entierro,  se secó el ojo de agua, también el árbol de merecure y de ahí en adelante más nunca se volvió a ver el "Muerto del Merecure", ni aquella luz amarillenta que anunciaba la existencia de un entierro de morocotas en esa zona.

EL MUERTO DEL MOLINO 
Aunque muchos aseguran que con la llegada a los campos, de la luz eléctrica y otros medios de diversión, como la radio y televisión han desaparecido los espantos y aparecidos de las regiones llaneras, me atrevo a asegurar que no es cierto, pues tuve la oportunidad de sentir, aunque no lo vi, la presencia de algo que en esa oportunidad para mí era fuera de lo común.
Vivía con mis padres, desde los once años, en una casa construida de bahareque y cubierta con friso de cemento, en una parcela  situada en los terrenos de la familia Blanco, que son mis abuelos maternos,  en la comunidad de La Palma, vía Manrique, teníamos aproximadamente trece años viviendo en esa zona, hasta que un día mis padres decidieron comprar una casa y mudarnos a Mango Redondo, también en la vía a Manrique.
Como siempre me la pasaba pescando y cazando con mis amigos de La Palma, en los tiempos libres cuando llegaba del liceo o en épocas de vacaciones, o simplemente en las noches nos reuníamos a mascar chimó o tabaco en la casa de alguno de ellos y comenzar a echar cuentos. 
Todavía no me acostumbraba a estar en mi nueva casa y me iba, todos los días en bicicleta desde Mango Redondo hasta La Palma todos los días, ya que siempre era una rutina estar juntos hasta altas horas de la noche, por lo cual mis padres siempre me decían que  era malo tener esas cebas, que cualquier día me podía salir un espanto para asustarme, pero haciendo caso omiso, me iba todas las noches al regresar del trabajo.
Un miércoles antes de la Semana Santa del año 2000, me encontraba jugando dominó y mascando chimó, después de tomar café,  como todas las noches en la casa del Sr. Esteban León, cuando me di cuenta ya eran cerca de las doce de la noche y como no estaba ninguno de mis amigos  de Mango Redondo, que a veces iban conmigo, decidí irme solo a mi casa.
Casi siempre me tardaba entre quince a veinte minutos en llegar a mi casa, pero esa noche, noche de luna clara, al pasar por el sitio del molino, lugar que queda como a trescientos metros después de pasar el club El Campestre,  sentí un peso inmenso en la bicicleta que tenía que hacer un gran esfuerzo para lograr que la bicicleta avanzara, pensando que se me había espichado, me detuve a ver si tenía algún desperfecto mecánico y me percaté que no tenía nada.
En ningún momento sentí temor alguno por lo que estaba pasando, ya que todas las noches al emprender mi regreso a Mango Redondo me encomendaba a la Santísima Virgen y me metía una mascada de chimó que nunca me falta en el bolsillo.
Lo que también pude notar y me parecía aun más extraño, fue que comenzó a hacer una fuerte brisa que me impedía pedalear lo que hizo que  ese día tardara cerca de cuarenta y cinco minutos en llegar a mi casa.
Faltando escasos doscientos metros para llegar a mi casa, sentí que ya no tenía aquel peso en mi bicicleta y dejó de hacer la fuerte brisa, al llegar a la casa le conté lo sucedido a mis padres y éstos me dijeron que no me habían asombrado porque siempre llevo conmigo una cajeta de chimó, que para los viejos de campo es una contra para cualquier mal que pueda aparecerse en el camino y de la cual soy muy creyente,  y cuando salgo de mi casa mis padres me encomiendan a todos los santos.
Recuerdo que esa noche me acosté callaito. Pensaba en el peso, en el muerto del molino, y me dije, jugaré dominó otra vez, ¿quién sabe cuándo?


NOTA: Carlos A. Muñoz L. quien nace en San Carlos, el 20 de diciembre de 1974. Es obrero de la UNELLEZ-San Carlos. Ejecutante del cuatro y la bandola. Maestro de música. Desde hace más de una década se desempeña como director del conjunto de música llanera Los Hijos de Zamora y del Festival de la Voz Universitaria. Sus colaboraciones literarias han sido incluidas en los textos: "Relatos de la Otredad. Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña (2004); El Llano en Voces. Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña y de Otras Soledades (2005 y 2007): Estudio Poético y Cancionero de La Flor de Cojedes (Cancionero y CD, 2007) y Antología de la Décima Popular en el Estado Cojedes (2007). 
Como investigador literario obtuvo el Premio Gilberto Antolinez de Ensayo, en su primera edición (2009) otorgado por el Ministerio del Poder Popular para la Educación Superior y la Universidad Nacional del Yaracuy.
Estos cuentos del camino  recogen sus versiones sobre varias historias de Mango Redondo, zona rural de Cojedes, encajada a medio camino entre San Carlos y Manrique, con especial énfasis en los relatos contados por su padre, el maestro de tradiciones de la religiosidad popular Domingo Antonio Muñoz, nacido en la zona agrícola de Tierra Caliente, Cojedes,  el 4 de agosto de 1931.


Otro enlace relacionado:
LEYENDAS DEL LLANO
http://letrasllaneras.blogspot.com/p/leyendas-del-llano.html