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martes, 22 de noviembre de 2016

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (2): Elena, Lidia, Michelle, Milagros, Silvia, Sofía, Julia, Elvira, Amanda, Emilia y Susette


Imagen en el archivo de Dira Martínez Mendoza


ELENA (Tres escenas para comic japonés)
I
No te detengas. Imagina en el instante la espera, la llegada. La impaciencia de sus labios en ti.
Y luego adivina sus pasos: Tres en la escalera, dos al abrir la puerta. Sabes que no olvida la elegancia de sus años de ballet y al fin y al cabo que se ha decidido por el vestido verde, aquel que te deja entrever sus piernas lánguidas, delicadas.
Y saberla culpable de nada porque nada hay detrás, sólo el tiempo que se demora el sueño en alcanzarte, atmósfera y línea pura.

II
Furiosos los cuerpos se sudan recíprocamente en delicada proporción.
El empuje de uno es la búsqueda del otro, la nada interior de uno es la necesidad, la corporeidad del otro.
Sal sobre sal, escurren y transpiran. Se miden en dactilares espaciosos besos, en lacrimales fingidos aullidos, en lamidas manos, dedicadas ajenas espumas.
Es el misterio del amor: Perfectamente desconocido, perfectamente reducible a escenas y sobresaltos.

III
Amanecer juntos o no deja de ser dilema para hacerse una de las líneas en el tramado, la tinta, ya saben.
Páginas más, páginas menos, no hay un instante en que el amor no se nos haga tenue y lejano. Ninguno en que la línea de acontecimientos deje de parecer una madeja de desencuentros y acertijos.
Un beso al azar puede ser el postrero. Cada amorosa lágrima puede bien caer en su pecho, bien en su tumba.
Porque ¿Quién le ha dibujado en sus palabras hasta el hastío? ¿Quién si no la muerte, sedienta de piel hasta sus manos?

LIDIA
Tiene la firme convicción de que antes de hoy le ha visto y sin embargo percibe que igual se hubiese escondido. ¿Adónde y bajo que ahínco? —apunta mentalmente una frase tras otra, aunque sabe que las olvidará antes de llegar a la almohada que al fondo de su día es en realidad, el fin de sus apuntes. Se detiene a contar con los dedos los nombres y los besos, las palabras y los amaneceres, las ocasiones y los olvidos. Para todo le alcanzan sus dos manos y a ratos le sobran dedos, como miserias. Una larga letanía le apesadumbra el saldo restante e inmisericorde. Por el día menos pensado, anótame la angustia. Por las tardes remotas. Por las doncelleces perdidas que te frustró algún retraso. Por la mirada azul de los gatos. Por el espejo y la máscara del cuento de Borges.
Por el amor —jura Lidia— que siempre se escapa.

MICHELLE
Contar los clientes que faltan para un sueño. Mezclar y rebajar el ron y aún así, conservar suficiente amargura para sostenerse toda la noche. Adivinar entre los que llegan al que preferirá sus rizos pelirrojos y sus pecas —mortecinas bajo la luz tenue y el humo, deliciosas y sensuales una vez en la habitación. Hablar sin escucharse, bailar sin sentirse, reír sin adentrarse. Son las tareas sencillas que la rutina va creando y que el oficio impone desde tiempos inmemoriales.
Michelle vive la noche como una tamborileante película muda. Cualquiera percibe a la primera mirada que en sus dedos cortos se adivina un nombre que ya el resto de su piel ha olvidado, aún así, no deja de inquietar el parpadeo del cigarrillo insistente, cuya luz agota la concentración de la mirada.

MILAGROS
I
Viaja de un lado a otro detrás de la ventanilla del banco y la ridícula abertura circular que casi ahoga porque el aliento —la respiración— ni entra ni te palpa ni te siente.
Sólo la ves y sabes que viaja pero siempre inútilmente, atada a mil destinos a los que acaso no llegue con sus lunes fatigados, sus dedos manchados, billetes y números sin más forma que tal vez una, dos casas, la cirugía, tres negocios de su vida. El amor.
Y como un acertijo, la palabra que no adivinarás, el nombre que otro te dice, los sueños en los que se mezcla e irrumpe.
Milagros, tanta culpa.
Escríbela: Es lo único que podrías hacer sin pesadumbre o perjuicio para terceros.

II
Nadie sino tú haría una historia de amor a partir de tanta futilidad. Por Dios, sólo imagina todos los rostros, todas las manos que la buscan y no la saben. Afilado el corazón detrás de su doble cristal, no verá nunca la estrella, la paz en la tierra, mucho menos los hombres de buena voluntad.

III
Un día al salir la verás pasar, escribirás estas líneas que nunca leerá. La verás irse, tal vez tomarlo del brazo.
Imaginarás la culpa de tanta bofetada pero también la inocencia del dolor que no merece a tus ojos y que sin embargo justifica tanta deliciosa palidez
Al final, te consolarás diciendo que es así:
A cada sueño, le llega su pena.

SILVIA
Se esmeraba en el delicado círculo de rocío que había dejado su vaso en el mantel. Cuando levantó el rostro pude ver en su mirada la tristeza más profunda del mundo. Como si en su mirada se hubiesen concentrado todas las heridas, todas las soledades, todos los adioses, todos los silencios, todos los intentos fallidos y los fracasos reintentados, todos los escondites descubiertos, todos los años idos, los recuerdos borrados, los agradecimientos perdidos, los saludos equivocados, las sentencias sin resultado, las preguntas sin respuesta, todos los ojos tristes de todos los rostros tristes de todas las mujeres tristes en todas las noches tristes que puedan contarse en la más triste historia de amor.
Pero eso ya me lo esperaba. Porque desde siempre, Silvia había tenido en su mirada la tristeza más profunda del mundo.

SOFÍA
La carretera implacable fatiga su mirada desde de la ventanilla del autobús, a la manera de una película mexicana de allá de los 40’ o de esas vagas conversaciones de ancianos que se dilatan más que nada en comprobar que los recuerdos —vagos o esmerados, aún siguen en su sitio. A su lado, la niña dormida recupera en su cara tranquila los taciturnos rasgos de su padre, de quien apenas sabe que desgasta sus días y sus noches en un vano esfuerzo por pertenecer, una costumbre que no ha perdido y que es, a estas alturas, una actitud más bien patética y cansina.
Se ajusta ligeramente los lentes sobre la nariz que se humedece en la palabra pertenencia, y vuelve los ojos tristes cafés a la línea blanca que medra como un río al borde de la carretera. Intenta volver al sueño y no puede evitar pensar que viajar es a su vez, un patético y cansino esfuerzo de no pertenecer.

JULIA
Julia abre la puerta delantera del taxi y se asoma cauta al asiento de atrás, adelanta una pierna y se deja caer suavemente en el asiento sin mirar al conductor, que impasible, espera le indiquen el destino o la ruta. Frunce un poco los labios y entre los dientes, casi sin ganas, deja salir una dirección algo ubicua que sin embargo, le basta al rollizo y sudado chofer para arrancar sin demora. «Carmen no debería vivir tan lejos, cada vez me dan menos ganas de visitarla» piensa y se acomoda en la ergonómica butaca, como si en verdad el viaje se fuese a extender más allá de los habituales quince o veinte minutos que separan su calle de la pared adornada de hiedra y las oxidadas y caídas rejas en casa de la maestra jubilada, otrora compañera trabajo y ahora, habitual acompañante a la misa de los lunes en la pequeña capilla de José Gregorio Hernández, Siervo de Dios.
—Qué calor está haciendo hoy ¿verdad, señora?
Julia ni voltea al intento del chofer por mostrarse amable. Piensa que cada lunes, con cada chofer es lo mismo y que una vez le de cuerda, no parará su cháchara, innecesaria y baladí. Decide asentir con un gesto sin apartar la mirada de la calle, a ver si lo desanima.
—A lo mejor llueve esta noche, fíjese, ahora está claro, pero ese calor es de agua; intentó de nuevo el conductor.
—Aja, asintió casi imperturbable la anciana.
Viendo que no conseguirá mayor conversación, el chofer disimula con el radio y aparenta intercambiar frases ininteligibles con algún otro taxista. Julia en silencio sonríe por la salida del gordo y escarba en su monedero buscando los tres billetes enrolladitos de la tarifa.
—Tome señor, aquí es, gracias.
—A su orden señora, a su orden.
Dios lo acompañe dice Julia y cierra no sin alguna violencia la puerta. Escucha un vago amén antes de alejarse hacia la casa de Carmen y piensa por un momento que ha sido más bien insolente con el chofer. La próxima vez le sigo la corriente —se dice sonriendo, y empuja la pesada reja al tiempo que llama en voz alta.

ELVIRA
No me importa que Evaristo haya asegurado con febril vehemencia que Elvira «sonríe y en los espejeantes ojos no hay rastro de pena». Yo que conozco sus amaneceres puedo afirmar, por más alegría que nos haya deparado alguna noche de abril, su mirada llevaba la cuenta de todas las otras noches.

AMANDA
I
No has llegado amor —murmura apenas abriendo los ojos, para comprobar al fin que más que un sueño, es la cuarta o quinta mañana que Mauricio no despierta a su lado en lo que va de mes. Se sienta torvamente a meditar el siguiente minuto en blanco a la orilla de la cama. Las manos crispan los indistintos cuadros de la ajedrezada sábana y de un empujón se lanza al día, amargo y manchado de rabia desde el principio.

II
Mientras el agua para él sin azúcar hierve en la ollita piensa en lo bien que se le vería corriendo rostro abajo a Mauricio, liberándola así de la odiosa faz que llegará al mediodía, olorosa a mujer y a falsedad. Pensamientos libertarios del mismo tenor la embargan sucesivamente al tomar un cuchillo para cortar el pan, al sacudir una bolsa para la basura, estirar la cadena del perro al soltarlo a que haga lo suyo en el pequeño patio.
Hay días que se levanta de un optimismo que ni ella misma se reconoce.

EMILIA
Sabía contar las historias —oscuras como ríos en furia de barro, de leprosos en las ventanas y mujeres robadas con canciones. También rezaba Rosarios y creía ciegamente en las inútiles mitologías del amor.
Me enseñó las palabras duras del olvido y la alegre persistencia del recuerdo.
Me dijo una vez que las películas rancheras son buenas porque sólo hay héroes y villanos, damiselas y meretrices.
Pensaba que el mundo no era distinto porque era una muchacha de mil nueve veintitrés —apenas del 20 de noviembre. No supo nunca que el blanco y negro que le pintaban la voz y la moral a Jorge Negrete, no eran menos artificiales y ficticios que sus cuentos de aparecidos o el minucioso Dios de sus Rosarios.

SUSETTE
I
Dejar hacerse los días, dejar que vengan a ti. Permitir a la tarde otro brillo en tus ojos, abrir la brecha y luego la carne, abrir el pálpito, también la sangre.
Cada historia que intentes contar será entonces una búsqueda de olvido.
Amonedar en tres o cuatro frases una bendición o una desdicha, creer a ciegas que esas palabras han medido tu más anhelado sueño.
Luego sentarse a escribir: Intentar y multiplicar el hastío, falsificar la risa, las palabras ajenas que nunca tendrás, como el beso y la banalidad del tercer lunes de cada mes.
Dejas hacerse los días y vas haciendo un año, tal vez dos
¿Qué haces con ellos?
La semana pasada un libro, el año que viene un par de palabras.
¿Recuerdas aquel par de palabras?

II
Sacas el puñado de monedas y escarbas en busca del manojo de figuras que te permitirán la voz distante.
Detrás la mano contando el tiempo, apretando el destino de la propia mano.
Detrás el ojo arrugado adivinando a lo lejos aquellos besos que van frunciendo el labial que se difumina como las palabras íntimas, las miradas que se inventaron secretas
¿Qué es de ti?
— Nada excepto tiempo perdido.
— Nada después de las manos perdidas.
Preguntarás lo habitual y encontrarás lo que esperas. Intentarás el recuerdo y suspirarás el olvido.

III
Buscas lo que te une a péndulo de su tiempo, tal vez la canción que no has cantadlo.
Sueñera de aire mirarás con espejo la arruga, la pálida caricia ausente.es así, la necesidad del ven acá, el imbécil me voy que siempre busca un retorno a lo perdido.
Como en todos los adioses.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (Narrativa 1994-2008) de Eduardo Mariño, publicado por Monte Ávila Editores Latinoamericana en Caracas (2011)

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (3): Anaís, Elisa, Nancy, Sara, Deibi, Ophelia y Andrea

   
Imagen en el archivo de Ydalis Díaz 

ANAÍS
I
Nada puede ya causarte dolor. Tu cuerpo ha ido olvidando ese lujo. Incluso el pagado y no prometido placer es atisbo de pena, risa mendigada, medida de extrañeza.
Eres a escondidas inocente milagro que un día amanece de violeta, otro en espirales dorados.
Tan igual el encierro o la fruición de un abrazo.
Nada te es perplejidad pues la indiferencia sobresale y asombra cada gesto de tus dedos cortos, el sin fin de pecas, los ojos grises como la ojera, los tres anillos de indistinto material, el olor inconfundible de la tristeza.

II
Él tiene la mirada y el intento.
Fíjate bien: A la certeza del tercer trago dirá «ciertas» palabras y entonces permitirás «ciertas» caricias.
Nada de ello será desconocido ni mucho menos privado, secreto o motivo de angustia.
No es que la suerte sonría o que los dioses sean propicios.
Es cosa de olor o de billetes. Ya lo sabes: La procacidad del mundo, el necesario color local.
Adivina ahora el tiempo que enloquecerá tus olvidos:
Júralo en tu piel por las vírgenes de aquella iglesia donde fuiste todos y cada uno de los setecientos cuarenta y pico de domingos antes del domingo preciso en que tú misma, ya no eras una de ellas. Júralo por el ardor de su ausencia, no por el de la entrepierna la mañana después.
Míralo ir, míralo venir. Después fíjate en mí: Pobre entendido de verdades profanas y mentiras benditas.

III
Disfrutas el oficio: Es una ida y vuelta, un despecho que empieza al besar el primer labio y que se agota en el orto de un cuarto frío cuando lastimas la despedida con el inigualable volverás.
Inocente abril que vives del sueño ajeno, inocente voz que conoces mi pálpito íntimo. Espiral de sueño te iluminarás cada noche hasta agotar la cuota, hasta pagar el amanecer que no termina.
El de la vida.

ELISA
Desde mi sórdido destino puedo verte atisbar dentro de mí como en una mágica revelación de vastas nubes arreboladas al cuerpo.
Sé que eres parte de aquella misteriosa intuición de la ajenitud de la vida desde el inicio de un tiempo en el que mis pasos van atados a la medida de los tuyos.
¿Dónde estriba la pertenencia de todo este amasijo de ideas y ensoñaciones, si no es en mi propia perplejidad de apuntadora de pendejadas?
Este es el diario[1] de ese destino, si es que acaso soy su imagen y semejanza.
Pero también es la espalda de ayer, la contradicción de no ser ni tu ni yo sino un nosotros inventado de domingo a domingo, el esbozo de una historia cuyo argumento, falaz y tembloroso, forma parte de esa otredad constante, perturbadora, ineludible, que esta mañana, como las otras, no es más que el mal sabor de boca, la resaca después de tus besos.

NANCY
I
Todos tenemos una pesadilla pendiente que nos espera tumultuosa al fondo de la calle o al abrir la puerta —ya familiar— de la casa donde amas.
Tal vez sueñes sus detalles en un patio arcano que cuenta los años de un perro viejo, o en la espina que te saluda desde un limón nudoso como el corazón.

II
No es que debas vivir al borde del miedo cada vez que una mujer te olvida. Siempre habrá otra cuyo rostro apenas intuyes, y entonces justo despiertas a esa mirada que ya no es tuya y al dolor amargo la tarde después, en cualquier calle, en cualquier patio con limones.

SARA
Encontrarse con cualquiera que le hubiese conocido otra mirada y tener que rendir cuenta de las cosas perdidas, de las verdades cambiadas, maquillar un poco la mentira del día, o de la semana y seguir caminando aún con las preguntas en la frente.
—¿Sigues con Julio?
—No, ya no.
—¿Y donde andas ahora?
—Por ahí...
Y los pasos acortándose según el día se alarga, hasta hacerse leves, como en la memoria los besos.

DEIBI
I
Un aire frío tornasol amanecido acaricia la levedad del polvo bajo su puerta y ella se entretiene minuciosa en un mazo de cartas y una volátil espiral de recuerdos. Descalza, juega a hacerse nudos de tiempo, a hilar y destejer lo que ya no es.
La fragilidad de ese equilibrio se posa en el día que ya pesa apenas llegar.
Mira sus propias manos: Sus movimientos precisos, sus uñas sin pintar y el tiempo que flota en y desde ellas como proteica evanescencia hecha de días y abrazos distantes.
No sabría explicar desde cuando siente lo mismo ¿Un año, dos? ¿Toda una vida por más que el amanecer indistinto de un jueves?
Sólo tiene por certero augurio la magia de sus pies descalzos jugueteando al borde mismo de la luz tachonada de pasos y un juego de cartas que va desgajándose silencioso y lento y sensual.

II
Pero en su juego hechicero la esperanza nunca imagina que el minuto terminará antes del beso.
O que el tiempo nos despertará sin agua en el río, sin sombra al sol.
Y es que el amor no es oficio de sospechas ni de intuiciones.
Singladura de ave, intentas tocarla en la memoria y en los dedos tan sólo, el polvo de estrellas que flota hasta su puerta.
Tras los párpados crece abrupta esa ceniza y el adusto corazón aprende el olvido.

III
Quizás una mañana olorosa a horizontes descubras el arrebol pintado en la palma de su mano o el signo secreto que dibujaron tus ansias en su espalda, pero nadie ha de creer que alguna vez caminaste en su nombre y de las líneas de su frente
—Todos los árboles
—Todas las espadas
—Todas las copas
—Todas las monedas
de todas las cartas.

IV
Descubres al fin, que soñarla al azar de la baraja busca interpretarla como parte de un misterio cuyo fondo se alcanza mediante la continua evasión de ti mismo, bien por sí o por intervención de formas o percepciones, caricias, intenciones ajenas.
Buscas respuesta en los fragmentos de ella dispersos en otras gentes, en otras manos, labios distantes.
Buscas la figura, el talismán preciso.
Imaginas los detalles, sensaciones, improntas que habitan esas sombras que no van más allá de un rasgo, un gesto en la palidez perdida, que se saborea y se delata atroz como la ausencia.

OPHELIA
I
Esa noche podrían haberse jurado hasta la eternidad, como aquel 22 de enero.
Después de todo, la eternidad es un oficio que sólo se agradece escasos segundos antes de la palabra que en verdad te dolerá o te hará glorioso como una caricia al atardecer.
Le miras la camisita a rayas, el temblor en la mano y asumes que todo sobreviene como hecho o dibujado como en un guión o una secuencia repetida en la memoria, una más de las pesarosas naderías que no impiden el beso que los despide.

II
Ella vive una ilusión cuyo único y delicado sostén es la precariedad de dos o tres palabras cual tácita esperanza, la severidad de una búsqueda lapidaria y solitaria en su propia soledad. Luego François Villon, en una mala versión al viejo inglés de Milton, cuyo patetismo y sequedad se parecen tanto a su propia vida:
        (en voz muy queda)
        Farewell! from you my miseries
        Are more than now may be confessed,
        And most by thee have I been blessed

Y tras dar la vuelta al poema, el adiós breve y comedido no halla culpa ni extrañeza: Sólo el misericordioso sistema del despecho, vale decir, del desamor.

III
Sigue así: Se mira las manos entrando al minúsculo recinto y apenas levanta la tapa del inodoro, le asusta comprobar que por tercera vez en la semana el agua refleja un rostro que quizás no haría enternecer la sonrisa de sus padres.
Quita la tapa del jugo (duraznos, para variar) y vacía en ella el oscuro letal polvo que supone le salvará (creyente al fin) de cualquier herida de este lado del mundo.
Más atrás, un par de pastillas le previenen aquello que algún remordimiento le anuncia.

IV
¿Qué puedes olvidar entonces de sus olores, de los susurros de entrepierna, de la falda nunca vista que quizás al suspiro de la penosa imaginación se agitaba macilenta? ¿Cómo podría olvidar una mano haber bebido un instante de su mano, haber besado segundos en los dedos que fluyen lejos y se van sin conocer el amor, sin esperarlo?

V
Demasiado para una mañana de abril, mucho más para el espíritu y sin embargo ahí estaba: Perfecta de azul y azul casi en la mirada perdida y nada hubiera sido turbador, nada fuera de sitio o deslucido por los días y las malas palabras que siempre agobian las despedidas.
Pero su cadáver lánguido y hermoso parecía flotar como un lirio en el diminuto charco del baño escasas horas después que un antiguo poema le regalase un extraño sentido a todo. Y nada es lo mismo, cuando tanta mirada la ha visto indolente y tú te dispones a hacer apuntes en torno al brillo del agua en los bordes de su aún erizada y turgente piel de semivirgen ahogada.

ANDREA 
Cruza las líneas, abre la pierna al paso que no se dice.
— Usted me dirá, amigo mío, si la parte del Diablo ha sido echada.
Como Andrea, todos esperamos un intenso perfume, ninguno, la aspereza de esta ciudad. Pero al final del día, la tenue brisa del amor nos alcanza y nos arrulla inermes texto tras texto, palabra tras palabra.



[1] Diario de Elisa Martínez, Lunes, 15 de abril de 2006.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (2011) de Eduardo Mariño. Editado en Caracas por Monte Ávila Editores Latinoamericana

viernes, 10 de enero de 2014

EL ENCANTO DE LA REPRESA Y OTROS MUERTOS SIN OFICIO (Leyendas de Tinaquillo 2)

Pueblo y Represa juntos (archivo de Hábleme de Puro Llano, Compa)




EL ENCANTO DE LA REPRESA
.-¡Mira muchacho! Apúrate que ya es tarde. Ya son casi las cuatro y después de las cinco te puede salir el encanto de la represa.-
Todas las tardes iba a buscar agua al jagüey de la represa. Agua dulce, pura y fresca para beber. La vía hacia la represa parecía a esa hora un camino de bachacos cargando; hombres, mujeres y niños, unos iban y otros venían. Todos andaban con cierta prisa para aprovechar la tarde, pero sin esperar la noche, las sombras, que podían traer los espantos de la sabana, o quizás … el espanto de la represa .... Nunca me quedé de último en la cola para llenar la lata. Prefería regresar sin el preciado líquido, alegando que me había caído al tropezar. Pero los muchachos mayores, Cacaceno, Francisco, Tripa de Yegua, Silvino y otros, decían que eran capaces de ir a la represa a cualquier hora; que muchos cazadores lo hacían de noche y nunca los habían asombrado. Bueno ...... decían de una señora que había ido a buscar leña y duró tres días perdida, hasta que casi sin fuerzas, la encontraron unos campesinos que venían de “El Amparo”. Ella contó que se perdió en el camino de la represa, persiguiendo a una gallina con sus pollitos.
Pancho era un muchacho como de dieciséis años, que siempre mañaneaba para ir a recoger pomarrosas y manzanitas, en lugares aledaños a la represa. Esa mañana le pidió la bendición a María Antonia, su mamá, y le dijo que iba a buscar pomarrosas.
-Ten cuidado, a esta hora los caminos están muy solos. Dios me lo bendiga.- Le respondió.
La bolsa venía llena de olorosas y sabrosas frutas sabaneras, y Pancho silbando ya salía de la parte donde la vegetación era más tupida. De repente escuchó un ¡cloc! ¡cloc! de una gallina, y empinándose vio en un claro, a unos veinte metros de distancia a una de estas aves, escarbando para alimentar a unos ocho pollitos. Pancho pretendió llevarse la gallina con sus pollitos para su casa. La persiguió sin darse cuenta de la hora ni del lugar por donde caminaba. Siempre la gallina le llevaba unos diez metros de ventaja. Se detenía a descansar, la gallina se ponía a escarbar. Proseguía la persecución y la gallina se escurría por entre los matorrales y barrancos. Como a las siete de la noche, Pancho sintió por primera vez algo de miedo, rezó el Padre Nuestro y la Magnífica y al fin pudo darse cuenta del sitio donde se encontraba. Había llegado al pie de la subida del cerro “Bella Vista” , más allá de “La Guamita”, persiguiendo a una gallina que de pronto había desaparecido sin dejar rastro alguno.
Ese otro día contaban los muchachos:
.-A Pancho le salió el Encanto de la Represa, se salvó por sus oraciones.-
Yo una vez venía por el camino de la represa y escuché el ¡cloc! ¡cloc! de una gallina. Ese día llegué con la lata vacía.....
.-Mamá me caí en El Paso de la Quebrada. Mañana terminaré de llenar la tinaja.
¡cloc! ¡cloc! ¡cloc!

EL MUERTO DE TRES UNO 
Una de las historias de aparecidos, con entierros incorporados, más originales que he oído en mi pueblo Tinaquillo, es la del alma en pena que le aparecía a los que se aventuraban después de las diez de la noche a pasar por “El Peñusco”, sitio poblado de mangos, jobos y otros árboles que quedaba camino de San Ignacio. El aparecido ofrecía su tesoro, pero con la condición de que fueran tres los que sacaran el entierro, uno de los cuales moriría poco tiempo después de repartirse el dinero, asignándole este indeseable puesto, al más ambicioso. 
Esta condición impidió por mucho tiempo, de acuerdo a la leyenda, que sacaran a esta ánima de pena;  ya  que  nadie quería exponerse a  morir, para satisfacer las pretensiones del muerto. Algunos, valientemente, o quizás por alguna necesidad, trataron de organizar el trío, pero nunca llegaron más allá de un dúo.
Nicasio Lara, Andrés Durango y Juan Paredes, eran tres compadres muy unidos por una afición común (echarse palos). Eran los tres, además, ambiciosos, intrépidos, arriesgados y...de pocos recursos económicos. Una noche, entre la euforia que dan los tragos, Nicasio, quizás en juego, quizás en serio, propuso: 
-Esta limpieza nos está estrechando cada vez más, por qué no vamos esta noche hasta “El Peñusco” a ver si nos sale el muerto de tres uno.
Andrés y Juan respondieron enseguida: Eso es saliendo de una vez compadre, vamos a ver quién se raja primero.
Compraron tres botellas de cocuy y como a las nueve de la noche salieron muy alegres hacia El Peñusco. Serían como las once de la noche, cuando sentados en la pata de la manga criminal, esperaban que apareciera el muerto. De repente los ruidos de la noche cesaron, la brisa se paralizó, la luna se ocultó detrás de una nube, la noche se hizo más oscura y apareció por el camino un hombre vestido totalmente de blanco.
-Buenas noches amigos – saludó muy cortés. - ¿Vienen en busca del entierro? Ya era hora de que aparecieran tres valientes, o acaso....tres ambiciosos.  .-Recuerden las condiciones, de tres uno. Éste  me acompañará muy pronto, después del reparto. Los otros dos... ¡A gozar de mis morocotas! -No tienen que caminar mucho ni hacer tanta excavación; con escarbar donde están sentados conseguirán el cajón. .-Recuerden pagar los gastos del entierro del primero de los tres que muera y mandar a decir las misas. .-Hasta luego. Y el hombre desapareció misteriosamente.
Los tres compadres no tuvieron tiempo ni de asustarse y al quedar de nuevo en silencio se vieron las caras y comenzaron a excavar.
Como a las tres semanas murió Juan Paredes, presa de una terrible fiebre que no pudieron curar médicos ni brujos. Los dos compadres, Nicacio y Andrés, se portaron muy bien con los familiares del difunto y pagaron todos los gastos mortuorios. Pasaron los años y los dos compadres prosperaron; buenos negocios, buenos  trabajos y   mucha suerte.
Un día se reunieron los dos compadres y comentaron discretamente los hechos ocurridos años antes. Nicacio comentó: - ¿Recuerda compadre Andrés que Juan nos dijo antes de morir que nosotros dos moriríamos también de manera trágica?
Andrés murió de una extraña enfermedad. Se desangró totalmente por hemorragias continuas. Nicacio se voló la cabeza de un disparo de escopeta.
¡De tres uno! ...... ¡De tres tres!


¿QUIÉN ES EL MUERTO? 
 Corría el año de 1.936. El país apenas salía de la dictadura del general Juan Vicente Gómez. Un país casi en su totalidad de vida rural, lleno de animales domésticos (cochinos, chivos, gallinas, vacas); y de otros más pequeños, casi minúsculos, pero voraces, fastidiosos y peligrosos para una indefensa población, con pocos hábitos higiénicos y mal alimentada. De este último grupo recordamos, entre otros: Piojos, chinches, coloraditos, rolajas y ladillas. Pueblos en tinieblas al llegar la noche y que se alumbraban con lámparas de carburo o de kerosén que titilaban mortecinamente. Época de espantos y aparecidos, de encantos y de historias donde se confunden la realidad y la fantasía. 
Tinaquillo era un pueblo de los más azotados por el paludismo, la tuberculosis y otras enfermedades … ¡Pero hermoso!. Un pueblo de agua, con quebradas que corrían por algunas de sus calles y lagunas en su perímetro. Pueblo, al que traían los caseríos circundantes sus productos agrícolas y pecuarios, sus enfermos, heridos y muertos. En esa época las cosechas se transportaban en burros guiados por “El Campanero”, que era el más fuerte y rápido al que le colgaban una campana en el pescuezo. Estos burros eran arreados a pie, preferiblemente de noche. Los heridos, enfermos y muertos, eran trasladados en hamacas. La hamaca la hacían colgar de una vara larga que llevaban dos hombres acompañados por varias personas para los correspondientes relevos. Éstas eran cubiertas con una cobija reversible de dos colores: rojo y negro. El rojo se usaba cuando se trasladaban heridos o enfermos, mientras que el negro, se reservaba para el traslado de los muertos. 
Silvino Pérez vivía en el barrio “Perro Seco”, al cual la mayoría ya llamaba “Buenos Aires”. Silvino viajaba semanalmente a “Paso Ancho”, rico caserío productor de caña dulce, papelón y maíz, entre otros rubros. Allí tenía su finca con un gran trapiche. Julián Padrón, el encargado de ésta, era casado con una hermosa trigueña llamada Alejandrina, de la que se enamoró perdidamente Silvino. Éste comenzó a acosarla hasta comprometerla en una cita a media noche en el rancho donde funcionaba el trapiche.
Noche oscura, con llovizna, relámpagos y truenos. Silvino salió a las diez de la noche hacia Paso Ancho. El deseo le puso los pies livianiiitos. Cuando pasaba por la quebrada de La Guamita, se encontró con un grupo de personas que traían una hamaca. Alumbró con una linterna y vio que la cobija venía por el lado negro.
 ¿Quién es el muerto? - Preguntó Silvino en voz alta.
¡Silvino Pérez! Le respondió una voz en el mismo tono.
-¡Se jo… mi tocayo! Pensó y siguió presuroso su camino. Cuando pasaba por Comunibare, se encontró Silvino con otra hamaca. Al alumbrar vio la cobija por el lado negro y preguntó: - ¿Quién es el muerto?. - ¡Silvino Pérez! – Le contestaron.
Silvino se paró y se rascó la cabeza. .- ¡Vacié!, ¿Será que me quieren asustar? Dos muertos y con el mismo nombre: ¡el mío!...-Bueno, lo que me espera no está muerto-, y apuró el paso. Más adelante a la altura de San Juan, vio otro grupo de personas que venían en sentido contrario: ¿Otra hamaca y con cobija negra? Pensó Silvino. Iba a pasar sin preguntar, pero pudo más la curiosidad.
- ¿Quién es el muerto? 
 Silvino Pérez - Le contestaron -.
Silvino sintió un frío intenso recorrerle todo el organismo, cuando reaccionó ya no vio a nadie. La lluvia arreciaba en ese momento y se escuchó un largo trueno. ¡Hasta tres manda gorreto!, Pensó Silvino, y se devolvió presuroso hasta Tinaquillo.
Por la mañana, en la bodega del barrio se consiguió con Nicacio, peón de su finca en Paso Ancho. Ėste al verlo le hizo señas para que se le acercara.
-¿Cómo está patrón ? Me Alegro mucho de verlo. Anoche vine a buscarlo como a las diez y media, quería decirle que no fuera “pal” campo, porque allá lo estaban esperando pa’ “machetealo”. Julián descubrió lo de su cita con Alejandrina y le preparó una emboscada para matarlo. Silvino sintió el mismo frío de la noche anterior y se le aflojaron las rodillas... y las tripas. Quiso averiguar más, pero

¿Quién es el muerto? .... Silvino Pérez


Nota: Estas  narraciones fueron tomadas de "Huellas de Tinaquillo" del desaparecido maestro Félix Monsalve, texto editado por El perro y la rana en Caracas (2006) 

jueves, 9 de enero de 2014

EL CUÑAO Y LA SERPIENTE QUE HACE ESTREMECER LA TIERRA (Leyendas de Tinaquillo 3)

Violinista llanera de joropo (archivo de Ynaldis Aranguren)





“EL CUÑAO”
Aquella mañana se presentaba sumamente lluviosa, desde la madrugada las gotas de agua entonaban su monótona canción al caer sobre las tapas de zinc del rancho, invitando a sus habitantes a seguir durmiendo. No terminaba de aclarar y el sol, tímidamente estiraba sus adormecidos rayos sobre la sabana. Llovía hacía cuatro días sin parar, la plana superficie del plan de “Taguanes” había avivado sus colores: el verde era más oscuro, salpicado de blanco, rosado y rojo por las flores de los lirios sabaneros que emergían por todas partes.
Seguía lloviendo, pero hacía apenas un mes la tierra resquebrajada clamaba por una gota de agua que le diera vida, el pasto y otras plantas languidecían marchitas al igual que las matas de maíz, yuca, quinchoncho y plátanos del conuco de Pedro. El viejo Juancho lo había prevenido sobre la entrada del invierno.
─ Compadre Pedro, no siembre todavía, las Cabrillas se fueron en el cielo y apenas cayó una lloviznita. Hay que esperar hasta el próximo mes para sembrar.
Pero Pedro era testarudo y sembró esperanzado sus semillas. Y la sequía acabó con su conuco. Esa mañana Justina su mujer, seguía tratando de despertar a Pedro.
─ Pedro, levántese, que hoy no amaneció ni papelón para el guarapo ni hay que darle a los muchachos para comer. Y a Roberto no ha querido bajarle la fiebre.
─ Levántese y vaya a hablar con el señor Fonseca a ver si le da un trabajito en la Finca y le adelanta algo de plata para comprar la comida.
Pedro se despertó y se sintió más deprimido que nunca, sin conuco, sin plata y sin comida para sus hijos. Ahora la maldita lluvia lo tenía prisionero en su propia casa, sin poder salir a buscar trabajo. Esa tarde la lluvia había cesado a medias, de repente una tenue llovizna azotaba la sabana y volvía a escapar. Pedro preparó su escopeta “Morocha” y su linterna; se disponía a salir para “El Bajío”, donde había descubierto días atrás unas huellas de lapa, en la manguera de Domingote.
─ Mañana comerás carne, mi amor, le decía Pedro a Justina. Los muchachos podrán matar su hambre.
A las siete de la noche salió Pedro para “El Bajío”. A las nueve preparó su “Garita” y comenzó la vela.
De repente, como a las doce de la noche, cesó la brisa y el silencio se hizo largo tragándose los ruidos de la noche… Pedro dormitaba sobre la garita.
─ Buenas noches, cuñao.
Pedro despertó sobresaltado y vio a una persona de liquilique y sombrero pelo de guama parado al pie del árbol donde estaba la garita.
─ No se asuste, cuñao, que es gente de paz.
─ Vengo a proponerle un negocio que lo sacará de la pobreza. Lo convertiré en un hombre rico, cuñao.
─ No me llame cuñao, que yo no tengo hermanas. Contestó Pedro.
─ Bueno, amigo, si usted no está interesado en las monedas de oro que tengo enterradas, me voy. Ya vendrá alguno que las quiera, le contestó el hombre.
Pedro se quedó helado y sintió que se le aflojaban las piernas.
─ Un muerto. Pensó.
Estuvo tentado de dispararle con la escopeta, pero se dio cuenta de que no podía matar un muerto.
¡Monedas de oro! ¡Monedas de oro!
Estas palabras resonaban en el cerebro de Pedro. Se repuso y preguntó con voz entrecortada:
─ ¿Y ese entierro tiene algunas condiciones?.
─ Si cuñao. Respondió el muerto.
─ Una sola, que me dé uno de sus muchachos para que me acompañe.
─ ¿Pa’que lo acompañe a dónde?
─ La eternidad es muy larga cuñao, tráigalo aquí para que me acompañe.
─ Usted tiene un hijo muy enfermo, ese podría ser, y sus otros hijos vivirán una vida muy feliz; pero si no me cumple iré a buscarlo, cuñao, y me sentaré sobre usted hasta que le acuesten a su hijo, el que me entregará, sobre su pecho para que yo pueda llevármelo como compañero. Sino me acompaña usted, cuñao.
─ Baje del árbol cuñao, ahí mismo escarba y conseguirá la tinaja con las monedas de oro.
Pedro no dijo una palabra más, pero bajó del árbol y comenzó a excavar afanosamente. Allí estaba la tinaja, casi a flor de tierra; al destaparla brillaron las morocotas y los ojos de Pedro se hacían más grandes que el dos de oro
Pedro no llegó esa noche a su casa, como a medio día se presentó con un burro cargado de corotos, sobre todo comida, ropa y algunas medicinas (cafenol, lamedor, etc.) Su mujer se quedó mirándolo extrañada y los niños brincaban llenos de alegría. Al poco rato una columna de tibio humo se escapaba del rancho y la lluvia por fin había cesado.
Pedro le contó lo del entierro a Justina, pero sin decirle lo del compromiso con el muerto.
Pasaron los días. Una noche…
─¡Buenas noches Cuñao, cuándo me va a llevar al muchacho!.
Escuchó Pedro medio dormido, medio despierto. Se sentó en la cama. Todos dormían profundamente, al mirar hacia la puerta vio como una sombra que insistía:
─ Lléveme al muchacho o usted me acompañará.
─ La semana que viene se lo llevo, sin falta, palabra de hombre, respondió Pedro.
La noche volvió a quedar en silencio y Pedro se quedó profundamente dormido.
Paso un mes, todo había mejorado en el rancho y Pedro se olvidó del compromiso. Esa noche el cielo se puso negro, se borraron las estrellas y se escuchaban truenos lejanos; la brisa comenzó a hacerse más fuerte y el techo de zinc se estremecía sonoramente.
─ ¡Justina, Justina! Despiértese, que el ventarrón se quiere llevar el rancho.
El viento tronaba estruendosamente entre los árboles cercanos a la casa, Justina ni se movía, respiraba, pero como si estuviera muerta. De repente…
─ Cuñao prepárese para que me acompañe porque usted no cumplió con el compromiso.
Pedro sintió que se le sentaba en el pecho y comenzaban a hacerle presión, se estremeció y lanzó un largo grito que por fin despertó a Justina. Ésta prendió la luz y trató de socorrer a Pedro, pero éste continuaba gritando y pidiendo que le quitaran al muerto de encima. Como una hora duró la crisis de Pedro, que al fin se alivió y se quedo dormido. Despertó por la mañana sobresaltado y escuchó un suave susurro.
─ Cuñao, cumpla con el pacto, porque me lo llevo. Hasta la noche.
Justina notó muy nervioso a su marido y empezó a interrogarlo:
─ ¿Pedro qué es lo que pasa. Cada día lo veo más nervioso y triste, cuénteme?
Pedro se resolvió y le contó a su mujer lo del entierro y el compromiso con el muerto. Ésta dio un salto y le contestó:
─ Pues, Pedro se irá a morir usted pero yo no permito que le dé a ese muerto ninguno de mis hijos.
Ese día, Pedro se vino al pueblo y hablo con el cura, que dudó de sus palabras, sin embargo le dio un frasco con agua bendita para que lo utilizara en caso de que el muerto lo volviera a molestar.
Esa noche Pedro no quiso acostarse, pero el sueño lo venció y como a la una de la noche se quedó dormido en una silla. Enseguida sintió que se le sentaron encima y le presionaban, y empezó a dar gritos.
─ ¡Justina, Justina! Tráigame al muchacho y póngalo sobre mi pecho.
Así pasó toda la noche. Justina lo bañó con el agua bendita, pero todo fue inútil. Al amanecer el muerto se le quitó de encima y Pedro por fin pudo dormirse. La siguiente noche ni se acercó al cuarto, se sentó en el alero trasero del rancho y allí se quedó dormido como a las dos de la madrugada; enseguida el muerto se le sentó encima y comenzó de nuevo su agonía.
─ ¡Justina póngame el muchacho en el pecho que me estoy muriendo!
Justina rezaba silenciosamente en el cuarto con todos sus hijos. Así pasaron siete días y todas las noches, aun sin dormirse, Pedro sentía que se le sentaban encima y comenzaba su agonía. Ya los vecinos se habían enterado de su rara enfermedad y acompañaban a Justina hasta el amanecer. Pedro estaba cada vez más débil y flaco, el muerto no lo dejaba descansar ni de día. Algunos amigos buscaron al brujo del caserío y lo llevaron a ver a Pedro. Quintín Pérez tenía fama de poseer poderes especiales y comunicarse con los espíritus. Ya se había fumado dos tabacos y el enfermo continuaba sin aliviarse… De repente éste se calmo y todos se disponían a felicitar al brujo, cuando vieron que Quintín daba un terrible grito y caía al suelo exclamando:
─ ¡Quítenme a este carajo de encima que me ahoga!
Como pudo se paró y salió disparado por la puerta del cuarto, diciendo:
─ ¡Ave María Purísima! Busquen a otro brujo, yo no peleo con muertos.
Esa noche, como a las cuatro de la mañana murió Pedro, pidiendo a su mujer, hasta el último momento, que le pusiera el muchacho en el pecho.
A Pedro lo llevaron hasta el cementerio de Tinaquillo en brazos de amigos, como era la costumbre del lugar y todos se preguntaban intrigados, quién sería ese señor de liquilique y sombrero pelo de guama que acompañaba el entierro. De regreso le preguntaron a Justina, quien sorprendida les respondió:
─ ¿Cuál señor?. Yo no vi a nadie de liquilique acompañando al entierro.
Justina no durmió ni una noche más en su rancho, esa misma noche se mudó a Tinaquillo; con el tiempo compró una casa grande y puso una bodega que bautizó con el nombre de “El Cuñao”.

“LA SERPIENTE QUE HACE ESTREMECER  LA TIERRA”
Corría el año de 1943, para entonces yo contaba con siete años; mi padre yacía enfermo con la terrible enfermedad que terminaría con su vida. Esa tarde jugaba con mi hermano Rafael en el solar común de casi todas las viviendas de la manzana. Recuerdo que me cargaba, correteando sobre una carretilla, bajo un frondoso “Caujaro” que cobijaba nuestro juego. De repente el árbol pareció caerse batiendo sus ramas poderosamente; mi hermano muy asustado, se alejó corriendo hacia la casa dejándome solo y aterrorizado; había sentido por primera vez un temblor de tierra. Ese mismo día al salir a la calle y reunirme con los amigos del barrio notamos varias casas con las paredes agrietadas y a los adultos, alborotados haciendo diversos comentarios:
─ ¡Tembló la tierra comadre Justina!
─ ¡En Valencia se cayeron varias casas!.
─ La cochina de María Liberata parió un cochino con dos cabezas.
─ En la casa de los Cancines nació un pollo con cuatro patas.
─ Esta noche hay que dormir en la calle por sí vuelve a temblar.
Nosotros los más pequeños, oíamos asustados y comentábamos impresiones y experiencias:
─ En mi casa se movieron las paredes y el techo.
─ Yo estaba comiendo y de repente se movió la mesa y se cayó el plato con la comida.
─ ¿Por qué se movería la tierra?
Nos escudaba Don Pascual, el viejito abuelo de los Bejaranos, que había nacido y vivido casi toda su vida en la Mesas de Vallecito, al pie de la Teta de Tinaquillo, nos llamó cariñosamente y nos dijo:
─ Eso es culpa de la culebra de “El Cerro” de las Tetas, allí tiene su cola en una pequeña laguna donde nació. Su cuerpo fue creciendo a través de las corrientes de agua que van por dentro de la tierra hasta llegar a la laguna de Valencia, donde tiene su cabeza; cada vez que su cuerpo se mueve estremece la tierra; por eso los temblores se sienten en esta región y en la zona de Valencia.
Las palabras de Don Pascual me dejaron muy asustado y la curiosidad me llevó derechito a la casa de Agapita, quien conocía muchas historias y era la mejor cuenta cuentos del barrio. Nunca he olvidado la hermosa historia que me contó…
En estas tierras donde no hoy está nuestro pueblo y en las extensas sabanas que lo rodean, donde se destaca como un guardián imponente “El Cerro Las Tetas”, habitaron antes de llegar los españoles, varias tribus indígenas Caribes. En una a esas rancherías vivía una india llamada “Namira”, una hermosa mujer que a pesar de tener muchos años se mantenía joven y lozana sin que nadie supiera el secreto de su perenne juventud. Era adorada y respetada por todos los miembros de la tribu, ya que la consideraban una diosa. Esta leyenda llegó a oídos de los blancos españoles, uno de ellos espiaba constantemente al pueblo indígena con la esperanza de conocer a la india de la eterna juventud. Una tarde sintió el leve caminar de una persona que se acercaba a las faldas de “La Teta de Tinaquillo”, donde se encontraba vigilando el movimiento de los indígenas. Se quedó extasiado mirando a la esbelta y bella india que silenciosamente escalaba hacia la cima; la siguió muy discretamente, y aunque la perdió de vista continuó subiendo hasta llegar a la cúspide, allí estaba la india sobre una piedra, mirando el bello paisaje de las laderas y las sabanas que se extendían hacia el naciente; el río “Mapuri”, llamado actualmente Tamanaco, parecía a la distancia un hilo de plata recorriendo la planicie de norte a sur; la brisa peinaba el pajonal y le traía el aroma del mastranto y el palotal floreado. Namira caminó luego hacia la laguna que se encontraba a pocos pasos, se desvistió y entró lentamente en las cristalinas y frías aguas bañándose distraídamente sin que nada la perturbara; cuando el blanco español se le acercó, no lo vio hasta que era demasiado tarde. La atacó y enloquecido quiso poseerla por la fuerza, pero la india era fuerte y ágil, le oponía feroz resistencia, la golpeó despiadadamente con una piedra en la cabeza, dejándola sin sentido. Creyéndola muerta la tiró a la laguna y para su asombro notó que la doncella se movía cadenciosamente y se iba alargando hasta convertirse en una serpiente que crecía cada vez más, despavorido huyó abandonando las alturas.
Al notar la ausencia de su india diosa todos los miembros de la tribu salieron en su búsqueda, pero no pudieron encontrarla. Sólo el anciano Tama, que desde joven amaba y servía a “Namira”, conocía la laguna encantada y de las visitas que ésta le hacía todos los meses en época de luna llena, para mantener su juventud, se dirigió en su búsqueda hacia el pico que dominaba la llanura y al acercarse al estanque, observó la serpiente y le pareció descubrir en su cabeza el rostro de su amada. “Tama”, presintió que habían atentado contra la vida de “Nimira”, ocasionando que las mágicas aguas produjeran su transformación. Por mucho tiempo estuvo visitando la laguna encantada, notando que la serpiente crecía cada vez más y hundía su cuerpo en la tierra en búsqueda de otra fuente mayor de agua.
Cada cierto tiempo la serpiente se estremece, sacudiendo la tierra, como castigo a los blancos que subyugaron su pueblo y ocasionaron en ella la transformación de humana a serpiente.
He sentido durante mi vida muchos temblores en Tinaquillo, mi pueblo natal, pero el ocurrido por los años setenta, y que estremeció fuertemente la tierra y produjo al mismo tiempo un ruido como mugido profundo, me hizo recordar la historia contada por Pascual y Agapita; la serpiente no solo se había movido sino también quejado por la eterna soledad a la que la habían condenado las bajas pasiones de los blancos.
En 1980 la curiosidad por comprobar si en “La Teta de Tinaquillo” existía alguna laguna me impulsó a unirme a una excursión de jóvenes que planificaban subir y pernoctar en el cerro. Fue una experiencia maravillosa, subimos al amanecer por la zona de Caño de Agua, cercana a las mesas de Vallecito, tal vez, según el relato de Agapita, por donde el español curioso vigilaba, en tiempos muy lejanos, las rancherías indígenas donde vivía Namira. A medida que ascendíamos por las laderas pobladas de ganado vacuno, la cuesta se hacía más inclinada y al mirar al este, hacía la población de Tinaquillo, los diferentes verdes del pastizal, el hilo de plata del río Tamanaco, protegido en su curso por frondosos árboles; la tenue llovizna que despertaba los olores silvestres del ambiente y la fresca brisa que refrescaba el intenso calor corporal estimulado por el esfuerzo al caminar, me transportaban a la época en que estos lugares eran habitados por los indígenas donde vivía Namira. La emoción ponía alas a mis pies siguiendo el rápido ritmo de marcha que imponían los jóvenes. Como a las diez de la mañana alcanzamos la cima y aunque el cansancio me impulsaba a relajarme y descansar, la curiosidad pudo más, estuve como una hora explorando los alrededores del pico. No observé ninguna laguna, pero si un pequeño estanque natural. Sin embargo, Luis Antonio, el baquiano que nos acompañaba, natural de Montañita, localidad cercana a este cerro, nos contó que en otros tiempos ese estanque formaba una laguna, y que sus aguas se habían ido deslizando a través de la montaña y que brotan en forma de rico manantial por la zona de las”Laderas”. Mis abuelos, nos decía Luis, contaban que en esa laguna había existido una serpiente. 
Esa noche después de mirar por largo rato las estrellas titilar en el cielo y las pequeñas luces de Tinaquillo y de otras localidades ubicadas abajo, en las colinas y sabanas que rodean al cerro, me refugié en mi carpa. El monótono canto de un ave nocturna y el cansancio contribuyeron a que me durmiera rápidamente, de repente me desperté y noté un silencio profundo que nos rodeaba, no se oía ni el canto de un grillo, ni se sentía la menor corriente de aire. Me levanté y caminé lentamente hasta el estanque de agua y sorprendido vi que éste se había hecho más grande, sentí un leve chapoteo y asombrado noté como de éste salía una hermosa doncella india desnuda, caminó un corto trecho, se sentó silenciosa en una piedra, de sus ojos se desprendían numerosas lágrimas. La luna en el cielo estaba plena y daba una tenue claridad al pico. De repente la india se paró, me miró de frente, me hizo una señal de despedida con la mano y se introdujo en la laguna; su cuerpo se fue alargando hasta convertirse en serpiente. Me metí en el agua tratando de no perderla de vista… Sentí que me llamaban. Cuando me di cuenta de la realidad me encontré al lado del pequeño estanque y extrañamente con la ropa mojada. La brisa soplaba fuertemente y el canto de los insectos alegraba la clara noche. 
Ahora despertaba realmente. Interrogué a mis compañeros de excursión. Nadie había notado nada sólo José el que me llamó, dice haber oído un extraño rumor que lo despertó y al notar que yo no estaba en la carpa salió en mi búsqueda encontrándome mojado al lado del pequeño ojo de agua. Por la mañana al descender del cerro me pareció ver en el pico una tenue silueta que lentamente desaparecía.

Nota: Estas dos narraciones fueron tomadas de "Huellas de Tinaquillo" del desaparecido maestro Félix Monsalve,  libro editado por El perro y la rana en Caracas (2006)