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martes, 22 de noviembre de 2016

Narraciones Líricas de Eduardo Mariño (2): Elena, Lidia, Michelle, Milagros, Silvia, Sofía, Julia, Elvira, Amanda, Emilia y Susette


Imagen en el archivo de Dira Martínez Mendoza


ELENA (Tres escenas para comic japonés)
I
No te detengas. Imagina en el instante la espera, la llegada. La impaciencia de sus labios en ti.
Y luego adivina sus pasos: Tres en la escalera, dos al abrir la puerta. Sabes que no olvida la elegancia de sus años de ballet y al fin y al cabo que se ha decidido por el vestido verde, aquel que te deja entrever sus piernas lánguidas, delicadas.
Y saberla culpable de nada porque nada hay detrás, sólo el tiempo que se demora el sueño en alcanzarte, atmósfera y línea pura.

II
Furiosos los cuerpos se sudan recíprocamente en delicada proporción.
El empuje de uno es la búsqueda del otro, la nada interior de uno es la necesidad, la corporeidad del otro.
Sal sobre sal, escurren y transpiran. Se miden en dactilares espaciosos besos, en lacrimales fingidos aullidos, en lamidas manos, dedicadas ajenas espumas.
Es el misterio del amor: Perfectamente desconocido, perfectamente reducible a escenas y sobresaltos.

III
Amanecer juntos o no deja de ser dilema para hacerse una de las líneas en el tramado, la tinta, ya saben.
Páginas más, páginas menos, no hay un instante en que el amor no se nos haga tenue y lejano. Ninguno en que la línea de acontecimientos deje de parecer una madeja de desencuentros y acertijos.
Un beso al azar puede ser el postrero. Cada amorosa lágrima puede bien caer en su pecho, bien en su tumba.
Porque ¿Quién le ha dibujado en sus palabras hasta el hastío? ¿Quién si no la muerte, sedienta de piel hasta sus manos?

LIDIA
Tiene la firme convicción de que antes de hoy le ha visto y sin embargo percibe que igual se hubiese escondido. ¿Adónde y bajo que ahínco? —apunta mentalmente una frase tras otra, aunque sabe que las olvidará antes de llegar a la almohada que al fondo de su día es en realidad, el fin de sus apuntes. Se detiene a contar con los dedos los nombres y los besos, las palabras y los amaneceres, las ocasiones y los olvidos. Para todo le alcanzan sus dos manos y a ratos le sobran dedos, como miserias. Una larga letanía le apesadumbra el saldo restante e inmisericorde. Por el día menos pensado, anótame la angustia. Por las tardes remotas. Por las doncelleces perdidas que te frustró algún retraso. Por la mirada azul de los gatos. Por el espejo y la máscara del cuento de Borges.
Por el amor —jura Lidia— que siempre se escapa.

MICHELLE
Contar los clientes que faltan para un sueño. Mezclar y rebajar el ron y aún así, conservar suficiente amargura para sostenerse toda la noche. Adivinar entre los que llegan al que preferirá sus rizos pelirrojos y sus pecas —mortecinas bajo la luz tenue y el humo, deliciosas y sensuales una vez en la habitación. Hablar sin escucharse, bailar sin sentirse, reír sin adentrarse. Son las tareas sencillas que la rutina va creando y que el oficio impone desde tiempos inmemoriales.
Michelle vive la noche como una tamborileante película muda. Cualquiera percibe a la primera mirada que en sus dedos cortos se adivina un nombre que ya el resto de su piel ha olvidado, aún así, no deja de inquietar el parpadeo del cigarrillo insistente, cuya luz agota la concentración de la mirada.

MILAGROS
I
Viaja de un lado a otro detrás de la ventanilla del banco y la ridícula abertura circular que casi ahoga porque el aliento —la respiración— ni entra ni te palpa ni te siente.
Sólo la ves y sabes que viaja pero siempre inútilmente, atada a mil destinos a los que acaso no llegue con sus lunes fatigados, sus dedos manchados, billetes y números sin más forma que tal vez una, dos casas, la cirugía, tres negocios de su vida. El amor.
Y como un acertijo, la palabra que no adivinarás, el nombre que otro te dice, los sueños en los que se mezcla e irrumpe.
Milagros, tanta culpa.
Escríbela: Es lo único que podrías hacer sin pesadumbre o perjuicio para terceros.

II
Nadie sino tú haría una historia de amor a partir de tanta futilidad. Por Dios, sólo imagina todos los rostros, todas las manos que la buscan y no la saben. Afilado el corazón detrás de su doble cristal, no verá nunca la estrella, la paz en la tierra, mucho menos los hombres de buena voluntad.

III
Un día al salir la verás pasar, escribirás estas líneas que nunca leerá. La verás irse, tal vez tomarlo del brazo.
Imaginarás la culpa de tanta bofetada pero también la inocencia del dolor que no merece a tus ojos y que sin embargo justifica tanta deliciosa palidez
Al final, te consolarás diciendo que es así:
A cada sueño, le llega su pena.

SILVIA
Se esmeraba en el delicado círculo de rocío que había dejado su vaso en el mantel. Cuando levantó el rostro pude ver en su mirada la tristeza más profunda del mundo. Como si en su mirada se hubiesen concentrado todas las heridas, todas las soledades, todos los adioses, todos los silencios, todos los intentos fallidos y los fracasos reintentados, todos los escondites descubiertos, todos los años idos, los recuerdos borrados, los agradecimientos perdidos, los saludos equivocados, las sentencias sin resultado, las preguntas sin respuesta, todos los ojos tristes de todos los rostros tristes de todas las mujeres tristes en todas las noches tristes que puedan contarse en la más triste historia de amor.
Pero eso ya me lo esperaba. Porque desde siempre, Silvia había tenido en su mirada la tristeza más profunda del mundo.

SOFÍA
La carretera implacable fatiga su mirada desde de la ventanilla del autobús, a la manera de una película mexicana de allá de los 40’ o de esas vagas conversaciones de ancianos que se dilatan más que nada en comprobar que los recuerdos —vagos o esmerados, aún siguen en su sitio. A su lado, la niña dormida recupera en su cara tranquila los taciturnos rasgos de su padre, de quien apenas sabe que desgasta sus días y sus noches en un vano esfuerzo por pertenecer, una costumbre que no ha perdido y que es, a estas alturas, una actitud más bien patética y cansina.
Se ajusta ligeramente los lentes sobre la nariz que se humedece en la palabra pertenencia, y vuelve los ojos tristes cafés a la línea blanca que medra como un río al borde de la carretera. Intenta volver al sueño y no puede evitar pensar que viajar es a su vez, un patético y cansino esfuerzo de no pertenecer.

JULIA
Julia abre la puerta delantera del taxi y se asoma cauta al asiento de atrás, adelanta una pierna y se deja caer suavemente en el asiento sin mirar al conductor, que impasible, espera le indiquen el destino o la ruta. Frunce un poco los labios y entre los dientes, casi sin ganas, deja salir una dirección algo ubicua que sin embargo, le basta al rollizo y sudado chofer para arrancar sin demora. «Carmen no debería vivir tan lejos, cada vez me dan menos ganas de visitarla» piensa y se acomoda en la ergonómica butaca, como si en verdad el viaje se fuese a extender más allá de los habituales quince o veinte minutos que separan su calle de la pared adornada de hiedra y las oxidadas y caídas rejas en casa de la maestra jubilada, otrora compañera trabajo y ahora, habitual acompañante a la misa de los lunes en la pequeña capilla de José Gregorio Hernández, Siervo de Dios.
—Qué calor está haciendo hoy ¿verdad, señora?
Julia ni voltea al intento del chofer por mostrarse amable. Piensa que cada lunes, con cada chofer es lo mismo y que una vez le de cuerda, no parará su cháchara, innecesaria y baladí. Decide asentir con un gesto sin apartar la mirada de la calle, a ver si lo desanima.
—A lo mejor llueve esta noche, fíjese, ahora está claro, pero ese calor es de agua; intentó de nuevo el conductor.
—Aja, asintió casi imperturbable la anciana.
Viendo que no conseguirá mayor conversación, el chofer disimula con el radio y aparenta intercambiar frases ininteligibles con algún otro taxista. Julia en silencio sonríe por la salida del gordo y escarba en su monedero buscando los tres billetes enrolladitos de la tarifa.
—Tome señor, aquí es, gracias.
—A su orden señora, a su orden.
Dios lo acompañe dice Julia y cierra no sin alguna violencia la puerta. Escucha un vago amén antes de alejarse hacia la casa de Carmen y piensa por un momento que ha sido más bien insolente con el chofer. La próxima vez le sigo la corriente —se dice sonriendo, y empuja la pesada reja al tiempo que llama en voz alta.

ELVIRA
No me importa que Evaristo haya asegurado con febril vehemencia que Elvira «sonríe y en los espejeantes ojos no hay rastro de pena». Yo que conozco sus amaneceres puedo afirmar, por más alegría que nos haya deparado alguna noche de abril, su mirada llevaba la cuenta de todas las otras noches.

AMANDA
I
No has llegado amor —murmura apenas abriendo los ojos, para comprobar al fin que más que un sueño, es la cuarta o quinta mañana que Mauricio no despierta a su lado en lo que va de mes. Se sienta torvamente a meditar el siguiente minuto en blanco a la orilla de la cama. Las manos crispan los indistintos cuadros de la ajedrezada sábana y de un empujón se lanza al día, amargo y manchado de rabia desde el principio.

II
Mientras el agua para él sin azúcar hierve en la ollita piensa en lo bien que se le vería corriendo rostro abajo a Mauricio, liberándola así de la odiosa faz que llegará al mediodía, olorosa a mujer y a falsedad. Pensamientos libertarios del mismo tenor la embargan sucesivamente al tomar un cuchillo para cortar el pan, al sacudir una bolsa para la basura, estirar la cadena del perro al soltarlo a que haga lo suyo en el pequeño patio.
Hay días que se levanta de un optimismo que ni ella misma se reconoce.

EMILIA
Sabía contar las historias —oscuras como ríos en furia de barro, de leprosos en las ventanas y mujeres robadas con canciones. También rezaba Rosarios y creía ciegamente en las inútiles mitologías del amor.
Me enseñó las palabras duras del olvido y la alegre persistencia del recuerdo.
Me dijo una vez que las películas rancheras son buenas porque sólo hay héroes y villanos, damiselas y meretrices.
Pensaba que el mundo no era distinto porque era una muchacha de mil nueve veintitrés —apenas del 20 de noviembre. No supo nunca que el blanco y negro que le pintaban la voz y la moral a Jorge Negrete, no eran menos artificiales y ficticios que sus cuentos de aparecidos o el minucioso Dios de sus Rosarios.

SUSETTE
I
Dejar hacerse los días, dejar que vengan a ti. Permitir a la tarde otro brillo en tus ojos, abrir la brecha y luego la carne, abrir el pálpito, también la sangre.
Cada historia que intentes contar será entonces una búsqueda de olvido.
Amonedar en tres o cuatro frases una bendición o una desdicha, creer a ciegas que esas palabras han medido tu más anhelado sueño.
Luego sentarse a escribir: Intentar y multiplicar el hastío, falsificar la risa, las palabras ajenas que nunca tendrás, como el beso y la banalidad del tercer lunes de cada mes.
Dejas hacerse los días y vas haciendo un año, tal vez dos
¿Qué haces con ellos?
La semana pasada un libro, el año que viene un par de palabras.
¿Recuerdas aquel par de palabras?

II
Sacas el puñado de monedas y escarbas en busca del manojo de figuras que te permitirán la voz distante.
Detrás la mano contando el tiempo, apretando el destino de la propia mano.
Detrás el ojo arrugado adivinando a lo lejos aquellos besos que van frunciendo el labial que se difumina como las palabras íntimas, las miradas que se inventaron secretas
¿Qué es de ti?
— Nada excepto tiempo perdido.
— Nada después de las manos perdidas.
Preguntarás lo habitual y encontrarás lo que esperas. Intentarás el recuerdo y suspirarás el olvido.

III
Buscas lo que te une a péndulo de su tiempo, tal vez la canción que no has cantadlo.
Sueñera de aire mirarás con espejo la arruga, la pálida caricia ausente.es así, la necesidad del ven acá, el imbécil me voy que siempre busca un retorno a lo perdido.
Como en todos los adioses.

Textos transcritos de: Aprendizaje del Paraíso Inferior (Narrativa 1994-2008) de Eduardo Mariño, publicado por Monte Ávila Editores Latinoamericana en Caracas (2011)

viernes, 29 de noviembre de 2013

Cuando el Diablo estuvo preso (cuento llanero)

Aunque la pase muy bien, el Diablo, siempre es el Diablo
(archivo de Hábleme de Puro Llano, compa)




EL DIABLO ESTUVO PRESO EN COJEDES (cuento de Juan Esqueda)


Era sábado, como a las 2 de la tarde, estábamos en Tinaquillo. En eso llegó mi compadre Ernesto y me dijo: compadre vamos al patio e' bolas para que juguemos unos tantos y nos echemos unas. Me preció buena la idea pues estaba el calor muy fuerte. En ese momento llegó un vehículo rústico del cual se bajó un señor de sombrero, él preguntó que dónde vivían los Morales, me dijo que era un pariente que venía de lejos. Entonces le dije: yo soy Joaquín Morales, me saludó con un efusivo abrazo y me dijo: primo que bueno encontrarlos. ¿Y usted de dónde viene? le pregunté, me dijo que venía de La Sierra. La Sierra, es un pueblo del estado Cojedes que limita con Yaracuy. Bueno invité al recién conocido primo a pasar, el hombre entró a la casa y al verse él y mi madre se abrazaron. Después de conversar un rato mi madre me encomendó a que le mostrara el pueblo, y yo como ya tenía pensado ir al patio de bolas no tardé en invitarlo. Así nos fuimos, al llegar allá los muchachos se quedaron viendo extrañados al visitante, se los presenté, pero siempre en los pueblos hay uno que otro burlón que al ver las fachas de mi primo comenzó a hacer chistes y burlarse de él con indirectas, transcurrían los minutos y las bromas de aquel hombre no cesaban, hasta que llegaron al límite, mi primo le saltó encima y le dijo: yo te voy a enseñar a respetar a un hombre, eso fue golpe y golpe. 
Yo traté de separarlos pero era imposible, mi primo era una verdadera máquina de lanzar puñetazos. Los hombres que salieron en defensa del fanfarrón quisieron caerle de a montón, pero se veían rodar por el suelo, ya mi compadre y yo no hallábamos qué hacer, mi primo tomaba todo lo que tenía a su alcance, piedras, sillas, palos, las bolas criollas, era increíble cómo hasta 19 hombres no podían contener la furia del pequeño que seguía lanzando puñetazos y patadas a todo el que se atravesaba. 
Llamaron a la policía y cuando intentaron aprehenderlo se repetía la misma historia: puñetazos y patadas, primero al policía raso, luego al distinguido después al cabo. Ya al acercarse al sargento éste desenfundó su pistola y dijo: quieto bellaco o disparo. Fue así que pudieron llevárselo. Mientras se lo llevaban forcejeaba con los policías a los demás los llevaron al hospital. 
El parte médico fue: cinco con fractura de mandíbula, tres con fractura de costillas, dos con fractura de fémur, cinco con fractura de tabique y cuatro con pérdida de dientes. Cuenta un policía que cuando el comandante preguntó al sargento ¿A quién traen ahí? le respondió el sargento: Aquí al que traemos es al Diablo!

Texto transcrito de: 100 Cachos: Antología de la Narrativa Fantástica Oral de Cojedes (compilación de Isaías Medina López). Editado por la UNELLEZ (2013) en San Carlos. 

lunes, 11 de noviembre de 2013

UNA LÁGRIMA EN MI SOPA (Job Jurado)

Todas las miradas eran torbellinos (Archivo de Urbano Aborigen)

TODO ESTABA EN SU SANTO LUGAR. La mesa vestida con su mantel floreado, la sopa, el seco, el jugo, el agua, los panecillos tostados en salsa de ajo, los cubiertos, las servilletas de tela; no podían faltar las dos copas para el vino que ya se hallaba en la hielera… y un par de velas astas, aún vírgenes e inocentes, de una velada romántica entre dos seres buscando amor.
Revisé con el mayor de los cuidados la caja de los discos.
Magistral mi suerte al sacar el primero y le tocó el turno entonces a los “momentos estelares de la música clásica” y en la primera pista comenzó a sonar J. Strauss, con Voces de Primavera, y me tumbé en el sofá a recordar mi pasado reciente.
Marzo de 1982, fiesta de graduación, traje formal, un salón para recepciones finamente decorado, globos, guirnaldas y decenas de adornos florales que servían de centros de mesa. Taciturno contemplaba a las parejas bailando al compás de un vals venezolano.
Decepción, dolor, nostalgia y a la vez deseos infinitos de ver mi figura en el espejo abrazado al cuerpo de ella y toda la gente a mi lado celosa de mi elegancia y destreza al levitar en cada compás, en cada nota de aquella música que, coqueta, transitaba por todo el salón de baile produciendo en los oídos de los presentes las más puras sensaciones de seguir y seguir bailando hasta tomar, hasta el fondo del vaso, el último trago y salir con el sol de frente a posarse en cualquier árbol de la plaza a cantar con los gallos.
Nuevamente miro el reloj y sin percatarme escucho que Bizet precede elegantemente a Strauss, con su Danza Bohemia, inspirada al igual que yo, en una mujer llamada Carmen.
Carmen había modificado mi vida por completo, al igual que yo había modificado la de ella. La velada sería maravillosa, tres meses preparándonos para este encuentro. Citas furtivas en cualquier parque, en la estación del metro, en el cafetín de San Jacinto, en la quinta butaca de la iglesia. Solos ella, Dios y yo. Los tres observándonos y mintiéndonos verdades. La pasión robada en un beso a la salida de un concierto de la Sinfónica Juvenil, diciéndonos Vivaldi, el Verano.
Para nosotros esa pieza que ahora sonaba con mayor volumen, pues me aferré al control llevando las cornetas hasta su máximo decibel, era especial.
Toda la pasión del mundo brotó efervescentemente en aquel instante en que recordé el primer beso suyo. Los violines con notas fúnebres entraron en mi casa. Y en mi pecho comenzó a dar saltos mi corazón.
Los violinistas en actos coreográficos me rodearon con sus cuerdas. Los primeros violines, algo más ligeros en sus notas de reproche, festejaban ante los bajos. Aquellos señores gordos y pestilentes que se burlaban de mi soledad, estallaron en carcajadas al notar la presencia enjuta del contrabajo.
Vino la cuarta pista y como pude tomé La flauta mágica, que furtivamente le arranqué al señor Mozart, y en plena obertura, los violines, el bajo y el contrabajo salieron atemorizados de mi casa.
Hizo acto de presencia Schubert. Chopin entró más tarde compartiendo unas cuantas copas de vino en un fugaz Concierto para piano.
Por su parte asistió como siempre retardado e imprudente, el señor Verdi, tomado de la mano de su señora Aída, que coqueta me insinuaba que me regalaría su ballete. No había transcurrido ni quince minutos y obviamente que Verdi y su mujer se marcharon junto a Schubert y Chopin, dejando sonar a mis espaldas un portazo que produjo el salto de la aguja del tocadiscos de donde brotó ceremonialmente el acorazado Haendel.
En mi rededor cientos de ángeles coreaban entre aleteo y aleteo el Aleluya. No pude contener mis ansias y por mis mejillas corrieron gloriosas sendas lágrimas que fueron directas a depositarse debajo de la nariz, como queriendo, al igual que yo, ocultar la pena.
No hubo remedio y nuevamente llevé el tazón de la sopa a la cocina, obviamente se había enfriado lo mismo que mi ímpetu de regalarle a Carmen una noche de gloria.
Corrí exaltado a levantar la bocina del teléfono que apenas había repicado un par de veces, y un “aló” tras otro “aló” se perdieron a través del cableado del servicio telefónico. Colgué y nuevamente sonó el aparato. Al otro lado no estaba Carmen, no. Era el señor Dvorak, que llamaba para disculparse por no poder asistir a mi velada, pues la motocicleta Harley Davison que conducía se le había quedado accidentada en plena autopista y lo que deseaba era retirarse a su casa para, a la mañana siguiente, muy temprano, llevarla a reparar.
"No importa, amigo" le dije solidario al momento que buscaba la manera de hablarle quedo para que no escuchara que tenía en mi salón su Serenata para cuerda, mostrando sus caderas con ropas que hacían verlas semidesnudas y dispuestas a establecer de un momento a otro una singular orgía, que yo hubiese aprovechado, de no ser por encontrarme en tan difícil y comprometedora situación, esperando a Carmen.
Le dije a las señoras que debían vestirse e irse en metro, que su marido había llamado y al parecer la motocicleta se había accidentado.
Como pudieron tomaron sus ropas y en una estupenda metamorfosis se introdujeron en las cornetas del equipo de sonido asumiendo formas de araña.
“¡Lo van a dañar, viejas locas!” les dije frenético.
Toda la rabia que me produjo la descortesía de las mujeres de Dvorak, que intentaban afanosamente tragarse los bajos de las cornetas, se esfumó al sentir un primer golpe en la puerta. Vino en seguida el segundo golpe y mi corazón en ese instante llevaba más de mil. Bajé el volumen al momento que iba a hacer su aparición Mussorgsky, en una noche en el Monte Pelado.
Miré con atención a la mesa para cerciorarme de que todo permanecía en orden e involuntariamente de mis adentros brotó un seco “¡Un momento, please!”
Corrí a abrir la puerta sin mirar por el ojo mágico y me encontré de frente al señor Mussorgsky, vestido de blanco, una rosa roja en la solapa y una botella de escocés en su mano derecha que me presentó como lo haría un militar al entregar su bastón de mando. Le hice pasar, le pedí que me acompañara a comer, pero él sólo me dijo que había pasado a saludarme y a desearme todo la suerte del mundo al lado de Carmen y que la Providencia Divina llenara nuestra casa de una multitud sagrada de hijos.
“¡Gracias! “ Le dije, y se marchó sin clemencia en dirección directa al Monte Pelado.
Lo vi desaparecer entre las sombras crueles de la noche ya cansada y cerré la puerta, lo mismo que mis ojos para contener la furia hídrica de mis lágrimas queriendo arrancar de raíz mis pestañas.
Fui hasta el tocadiscos, retiré del plato los momentos estelares de la música clásica, y lo guardé de nuevo en el cajón. Apagué la luz de la sala y me introduje en el área de la cocina para calentar la sopa.
Entonces cené como he cenado en los últimos meses desde que Carmen se fue. Llorando solo en la cocina, llevando a mi boca cucharadas del caldo salobre que es mi sopa.

Nota: JOB JURADO GUEVARA. Es un escritor venezolano nacido en Yaracuy (1972) y residenciado en Portuguesa. Editor- fundador de Urua Editorial, tallerista, fotógrafo, poeta, narrador, animador cultural  y dramaturgo con obra premiada. Cursa estudios de Castellano y Literatura en la UNELLEZ-Guanare. Esta obra tiene el siguiente registro: Fundación Editorial el perro y la rana Sistema Nacional de Imprentas; Red Nacional de Escritores de Venezuela. Guanare, estado Portuguesa, Venezuela.

martes, 5 de noviembre de 2013

Era un gigante taciturno y brutal (Enrique Bernardo Núñez)

Detalle de obra en el archivo de Omar Borrero



LA PERLA (Enrique Bernardo Nuñez)

Fucho Carvi salió del rancho llevando de la mano a su hijo Nico, de siete años. Nico trataba de contener su llanto y volvía su rostro hacia el hogar donde columbraba sombras presurosas. Con trabajo seguía a Fucho que marcaba a grandes pasos por aquel arenal cubierto a trechos de cardones. Toda la decoración del mar y el cielo desaparecía rápidamente a sus ojos.
Los tripulantes de la “María Galante” se adormecían mecidos por la brisa del anochecer. Al ver a Fucho se sorprendieron, pero al notar su rostro descompuesto, callaron. Los hombres maniobran maquinalmente. Alzaron las velas y en breve la “María Galante” se deslizó por el mar en calma.
Los hombres fueron tendiéndose sobre lonas, encima de las barricas y sacos de conchas. El más joven, con la cabeza apoyada en las manos canturreaba uno de esos aires simples de leyenda. Nico sollozó largo rato y acabó por dormirse. En tanto, Fucho, tumbado cerca de popa contemplaba el cielo del cual caía un resplandor sereno. Como hacia frío se levantó y abrigó al niño. Era un gigante taciturno y brutal. Cuando les cogía la tormenta su voz era suficiente para inspirar confianza y alivio. Tenía una miseria soberbia de la cual el mismo no se daba cuenta. Habían sacado perlas como para enriquecer a un lugar entero, pero todas pasaban a manos de fabricantes poderosos por un valor irrisorio.  Ahora, después de lo sucedido, ambicionaba hallar una sola, esplendida, que le permitiera descansar y comprarle a Nico un hermoso barco.
Fucho se dirigió a los caños del Orinoco. Allí varó su embarcación, y dijo que volvería a Margarita en el año siguiente. Volvió después de tres años, al abrirse la pesca y se enganchó con su bote en el tren de un comerciante. Durante la estación de pesca pereció su hijo Nico. Acopiaron buena cantidad de perlas, en la cual todos tenían parte. Pero el patrón no halló comprador y tuvieron de irse hasta La Guaira, en Caracas, tampoco pudieron colocar las perlas; el patrón quería venderlas al mejor precio. Tenían un millón y no hallaban como repartirse el dinero. Fue preciso pedir a cuenta con un interés crecido una tarde, en Guanta, encontró a uno de su aldea. Le dio informe de todos.
Su mujer que él dejara por muerta, después de la espantosa escena, la tarde que regresó de Costa Rica, había parido un hijo. En cuanto a Lencho, se había ido el año antes al Ecuador. “algún día nos veremos la cara” ­­–– se limitó a decir Funcho, disimulando su ira.
Siguieron después a Barranquilla. El viaje resultó útil. En Curazao el patrón resolvió empeñar las perlas en un banco para darle dinero y seguir, él a Europa a negociar el resto. Entonces se dispusieron a regresar a Margarita, con otros que volvían del extranjero. Entre estos estaba Lencho, a quien Fucho le ofreció su barco. Eran viejos amigos y lo pasado, pasado, afirma Fucho.
A los tres días de navegación cesó el viento. La “María Galante” permanecía inmóvil, en alta mar, con todas sus velas desplegadas. Los tripulantes soñaban con sus aldeas arenosas, con sus ranchos donde pasaban los días tumbados en la hamaca, evocando las aventuras del mar mientras la mujer tejía cerca de ellos, o iba a buscar agua por tierras tostadas, a mucha distancia.
Jugaban a los dados o referían historias. El mar, si, tenía sus misterios. Alguno aseguraba haber visto cierta noche alejarse una sombra tan vaga que parecía un fantasma. Otro enredado entre las algas había sentido el contacto de una cosa blanda: estaba sobre el cadáver de un buzo, arrastrado tal vez por una manta. En los países submarinos caía una luz sombría. Había bosques petrificados, grutas dibujadas de manera confusa, cubiertas de algas gigantescas, que eran guaridas tétricas. Otras veces sostenían con los monstruos batallas feroces. Ninguno como ellos para sacar lances, desafiar las envestidas y lanzarse desnudos al agua.
Comenzaban a impacientarse, y su inquietud aumentaban al ponerse el sol. Se observaban en silencio, recelando unos de otros. Las provisiones eran escasas.  Imploraba a la Virgen del Valle con plegarias furtivas. Le ofrecían perlas, la primera que hallare. La Virgen tenía para bordar un manto, formar rosarios, collares o hacer una corona de flores contrahecha de perlas.
El mar, para ellos, era únicamente un criadero de perlas, un jardín de gemas en buscas de ellas iban a las costas más lejanas, apiñados en embarcaciones ligeras, a la Guajira, al Ecuador, a Costa Rica. La conocían todas: las redondas de blancura mate que dan de improviso destellos irisados; las menudas que brillan como arenas al sol, transparente, doradas, luminosas; las de forma extrañas y las negras que dan un esplendor tenebroso. La perla era una obsesión. Con los ojos entornados pensaban en las más bellas que habían visto alguna vez, en sus manos, semejantes a una sonrisa de mujer.
La noche aquella jugaban Fucho y Lencho. El primero había ganado una gruesa suma. De pronto Lencho manifestó indignado. ¿Acaso le engañaba Fucho?
Carvi le miró fijamente obedientes a un mismo impulso, sacaron sus cuchillos. Al primer momento Lencho quiso arrepentirse:
-Tengo dinero, Fucho, podemos arreglar esto –dijo en voz  baja.
Fucho le atacó sin responder. Forcejearon y estuvieron a punto de caer al agua. Lencho logró desasirse, saltaba con agilidad increíble. Con el ruido los demás comenzaron a despertarse y adormilados presenciaban la lucha. Cerca de la popa, Fucho le dio alcance, clavándole el cuchillo. Lencho dio un gemido y se desplomó a estribor. Se revolvía con desesperación. Después fue aquietándose y el estertor terminó por extinguirse. El resto de la noche la pasaron silenciosos. Al amanecer la “María Galante” se estremeció. Una brisa fuerte hinchaba sus velas. Amarraron al cadáver sacos repletos de cosas pesadas y le arrojaron al agua. Fucho les tiró un pañuelo de dinero y les ordenó repartirse el de Lencho.
–Ea, muchachos, a lavar esto –les gritó batiendo las manos. Limpiaron las manchas de sangre. La “María Galante” resplandecía y se secaba al sol como un pájaro. Iban con viento magnifico. Una mañana después de cinco días, aparecieron a sus ojos las playas todavía indecisas de Margarita. Nadie se acordaba de lo sucedido y la vista de la isla les hacía olvidar todo.
Fucho se fue a Río Hacha donde se estableció. Los años pasaban y al fin determino su regreso para la fiesta del Valle.
La multitud, cubierta de sombrero de paja semejaba una procesión de antiguos suplicantes. Al templo era imposible la entrada. A ratos había un movimiento a la puerta para dar pasos a un penitente. Entraban de rodillas o braceando como si nadaran. Los altos pendones azules barrían el polvo de la plaza. Salieron las cruces de plata y, por fin, en medio de un grito de alegría, la Virgen entre mil Hachones, abrumada por la corona que el sol convertía en un reflejo del poniente. El obispo iba con su mitra resplandeciente y su áureo cayado. A su paso se alzaba un rumor hostil, amenazantes, porque se aseguraba que se pretendía llevarse la imagen a su Catedral. La procesión dio la vuelta a la plaza, donde llameaban centenares de antorchas. Delante de la Virgen iba un cuadro bordado en perlas, en el cual cada una refiere un portento. Cuando la procesión regresaba, los vitrales encendidos daban un aspecto fantástico al templo que resonaba con los cánticos y las plegarias. Entonces un hombre manco hendió la muchedumbre y con trabajo fue a depositar al pie de la imagen una perla maravillosa. Toda su vida. Al punto fue reconocido:
–Es Fucho Carvi, de Boca del Río– afirmaban.
Cuando salió, la plaza ardía como un ascua. La muchedumbre ebria, loca, bebía y danzaba junto a otros peregrinos arrodillados.
En todas las cantinas hubo de beber con muchos que deseaban festejar su regreso. Encanecido, con una manga vacía, era un ejemplar de vejez magnifica. Un tiburón le había arrancado el brazo izquierdo: cuando le participaban que la pesca se abriría próximamente y que en esto tenía parte la alegría del pueblo, movía la cabeza con cierta amargura. Ya no volvería más a las expediciones.
Se retiró a Boca del Río.  Después de comer su pescado se tendía en la plaza a dormir plácidamente y por encima de su cuerpo pasaban los cangrejos y los caracoles. Rápidamente  fue haciéndose viejísimo. Permanecía inmóvil horas enteras, contemplando el mar. Una tarde se quedó muerto viendo una estrella parecida a una perla enorme que rodaba por el horizonte. La gente vio con asombro que el gigante taciturno sonreía por primera vez.

(*)Transcripción del texto publicado en: Relatos venezolanos del siglo XX (1989), compilación de Gabriel Jiménez Emán que publicara la Biblioteca Ayacucho en la ciudad de Caracas.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Arrastra mi cuerpo doblando la tristeza (poemas de Isaías Medina López)

Imagen en el archivo de Santos Quiroga


JUAN TODO TENÍA  QUE CAMBIARLO DE LUGAR

A Marieta le dolía que Juan le llamara Carmen
Carmen odiaba oírse Marieta después de amarlo

Juan un día les anudó los caminos y sonrió
Nosotros sospechamos lo peor

Marieta se aferraba al cuello de Carmen
Carmen abría la boca para devorar a Marieta

Marieta hizo costumbre el calor de la Carmucha
Carmen renunció a Juan por su Marié

Ellas conocieron el otro lado del universo

Juan dejó de cambiar el nombre de sus mujeres

Con el tiempo
Juan se cambio  de sexo.


MUJER
El cielo tampoco sabe
qué grande
qué intenso
qué bello es

Ni le preocupa

Escapa de la incertidumbre

Hazte mía


BOHEMIO SOBRE TUS SENOS
Me conduzco en el oficio rapaz de la noche
y giro ave hechizada
tras la gravitación exacta
de dos hemisferios incansables
hastiado del aire
desciendo vertiginoso hacia tus colinas
y me rompo.


AHORA QUE PUEDO DECIR MI HISTORIA
Todos los domingos pertenecen a su sexo
-pobre del templo-
y ese olor suyo irrepetible
arrastra mi cuerpo doblando la tristeza
ajeno yo del dios de mis padres
Es cierto que la amo
soy ese que ustedes señalan
y calzado a ella reverente
me olvido de culpas en su cadera
No ambiciono hacerla cambiar
ni al modo esclavo
que su posesión me obliga
pretendo hacerlo diferente
Bajare de sitial en sitial
según dicte su capricho
pero nunca por causa ajena
retornaré al riesgo del desamor

Lo siento por ti dios de mis padres
no quiero escapar de esta perdición.  

sábado, 2 de noviembre de 2013

El Sol, Un Gavilán y Un Jugador (Tres fabulaciones de Ramón Palomares)



Duendes en el archivo de Anita Mendoza





EL SOL
 A Elisa Lerner
Andaba el sol muy alto como un gallo
brillando, brillando
y caminando sobre nosotros.
Echaba sus plumas a un lado, mordía con sus espuelas al cielo.
Corrí y estuve con él
allá donde están las cabras, donde está la gran casa.
Yo estaba muy alto entre unas telas rojas
con el sol que hablaba conmigo
y nos estuvimos sobre un río
y con el sol tomé agua mientras andábamos
y veíamos campos y montañas y tierras sembradas
y flores
cantando y riéndonos.
Allí andaba el sol
entre aquellas casas, entre aquellos naranjos,
como una enorme gallina azul, como un gran patio de rosas;
caminando, caminando, saludaba a uno y a otro lado;
hasta que me dijo:
Mi amigo que has venido de tan abajo
vamos a beber
y cayó dulce del cielo, cayó leche hasta la boca del sol.


UN GAVILÁN

Se paró el gavilán y se quedó pegado en las nubes
y ya no pudo dar más vueltas
y le dijeron:
Ya no podés hacer más hilo, ya no vas a poder tejer el cielo,
entonces todas las flores que estaban se pusieron tristes
y comenzaron a secarse
y entraron caminando en una cueva
y se veía una fila de gladiolas que iban rezando
y cuatro coronas de orquídeas y rosas
y así se estaba quieto el gavilán allá arriba
viendo que las montañas se habían puesto negras
y que los ríos parecían urnas;
cuando llegó un gran viento y dijo a resoplar
y estremecía los árboles como si fueran ropa colgada
y bajaron todas las estrellas y se pusieron a hablar
y salieron volando las nubes y dando vueltas
brincando por las colinas
y las praderas estaban muy contentas y les brillaban los dientes de risa.
Entonces se desató el gavilán y se sentó en una silla a beber
y se emborrachó y dijo a cantar
y nombró a todos los que habían venido para ayudarlo
y le parecían las alas como lunas
y los ojos que tenía era el sol que se le había metido en la cabeza
y a él se le llamaba el gran tejedor
porque anudó todo lo que había y puso en el cielo un barco
que va nadando, nadando
enseñando todos los sueños.


EL JUGADOR 

Yo soy como aquel hombre que estaba sentado en una mesa de juego
Y al promediar la tarde ya estaba bien basado
Y dio y dio hasta que estuvo rodeado de montones de plata
Y ya en la tardecita era puro de oro
Y le llegaban mujeres y le ponían los brazos al cuello
y él se reía
Y estaba lleno de joyas, lleno de prendas
y los ojos y las orejas eran de fina joyería
y los bigotes y la barba eran de verdad piedras! Y muy
Muy preciosas!
Y a las nueve ya estaba en su apogeo
Y la mesa y los jugadores y los que estaban en lo alrededor
brillaban
Y aquello eran nomás soles Y un gran sol que era él
Y esa casa era un solo resplandecer y resplandecer
Y mientras más entraba la noche
más y más claro se hacía
Y el tiempo iba y venía y así
hasta que todo era una gran montaña
Y el hombre estaba en el centro y en lo más alto del monte
Y se veía como una enorme piedra roja y en lo alrededor
todos eran de oro y todos de monedas
riéndose con aquellos dientes que chispeaban
y hablando con sus lenguas de porcelana y rubíes.

Entonces eran como las doce Y el reloj
dijo a dar las doce
Y al ratico nomás quedaba la casa
Y al ratico
nomás quedaba la sala con la gente brillando y brillando
Y ya no quedaba sino la mesa y los montoncitos de oro
Y el hombre miraba a todos lados
Y abría la boca y miraba
Y desaparecieron las mujeres Y vio los montoncitos de
ceniza
Y se quedó desnudo
Y se puso a llorar
Ai se dio cuenta Que todo se le había vuelto noche
Y resplandores Nada!
Todo de luto y hosco
Y esos ojos de él vieron una luz
y volvieron en sí
Y volvieron a mirarse como era él
Y tendió la mano sobre los montoncitos de ceniza
sonriendo
Ya me voy —dijo
Me voy como me vine —dijo
"Adiós"
Y se fue por lo oscuro.

Textos tomados de Antología Poética de Ramón Palomares. Editado en Caracas por Monte Ávila Editores (2004).