“Domino esa magia superior a toda ciencia que me permite hablar con los muertos y recorrer largas distancias en fracción de segundos mediante el acto sencillamente religioso de oler una fruta, morder una hierba, desgajar una rama y masticar una flor. Ciertos barros podridos en los albañales me estremecen con el amor de una madre campesina; el sudor de un caballo reúne en su fatiga sensaciones y aventuras que me llevaría toda una vida describir, y hay en el tacto de una crin o de una rienda, y hasta en el temblor dirigido contra el tábano, todo este amor fundido de hombre, tierra y bestia que perdura mas allá de la muerte y que alimenta las conversaciones nocturnas con mi compañero de viaje".
SACAPÁN
Sacapán es un cerro abrupto con siete aguas
de por medio y mordiendo, arriba, el frailejón. Como no es tan frío, la papa y
el trigo no se dan, el café se da poco y apenas se cosecha el maíz cariaco.
Sacapán, sin embargo, era mejor que el valle y que todas las montañas. Allí
vivía Aura Briceño, y como se murió tan joven, sólo diré que a nadie quise tanto.
TAN
FUERTES ERAN LAS MANOS
Eran pocos los que tenían instrumentos de
labranza, así que las manos deshierbaron y las púas abrieron el surco para la
yuca, el maíz, la caña y el café. Las manos exprimieron la cocuiza y sacaron la
fibra y la tejieron, levantaron casas y muros y sacaron del lecho del río
piedras y lajas para el templo y para las calles y se hicieron manos fuertes
como las rocas que arrancaban.
Cuando las rocas eran muy grandes barrenaban
para ayudarse con la dinamita y una vez volaron por los aires brazo y mano y
piedra juntos. «Recojan los pedazos, muchachos —ordenaba tranquilamente el
mentado Luís Terán agarrándose el muñón— recójanlos que no ha pasado nada, aquí
está la otra mano y ya se amañará a trabajar un poco más».
Tan fuertes eran las manos que aquellos
hombres temían golpear con el puño cerrado y castigaban con la mano abierta
como saludaban y como acostumbraban a entregar su lealtad. Toscamente, esas
manos daban el amor y a veces también la
muerte, ambas cosas con violencia y casi
siempre en silencio.
LAS
LAGUNAS TIENEN EL COLOR PUÑAL
Las lagunas tienen el color puñal; las
lagunetas son lagunas donde el Arco Iris bebió hasta que fueron quedando los
juncos erizados. Quedaron también los colores, que se fueron apagando hacia la
greda con un velo turbio de yema descolgante. Del fondo salieron los ojos de
Luis Sáez, piches, viscosos, sin pupilas. Salieron las manos casi desmembradas
por los machetazos; y salió todito él, nuevamente vivo, después de que lo
echaron cadáver de veinte tajos para rematarlo con el barro por si le sobraba
un tris de vida. Y le sobraba. Tres días más tarde llegó arrastrándose hasta un
rancho de leprosos y fueron cicatrizando las heridas y enrollándose como
serpientes bajo la piel. Después huyó hasta el lugar de refugio.
No quiso quedarse en las cercanías del pueblo,
así que se abrió paso diez leguas monte adentro y puso un río entre él y los
otros. Llamó Quebrada del Medio a las aguas de la separación y La Laguna al
campo que comenzó a talar. Nombró las cosas y fue venciendo a la montaña.
Vivió íngrimo y solo durante muchos años;
conversaba algunas veces con los bueyes, generalmente en las tardes mientras
desenyugaba. Silbaba siempre, con distraída gravedad. Monologaba silbando.
Sacaba el café páramo arriba hacia Boconó,
sin pasar por el pueblo. Nadie supo cuándo trajo mujer ni cuándo fueron
naciendo los hijos, que llegaron a veinte.
Un día bajaron los hijos, hombres y mujeres
ya formados, entraron a la iglesia y allí depositaron una urna de cedro. Los
hombres llevaban grandes malabares prendidos con alfiler de gancho en la
solapa, las mujeres los llevaban con rizadores sobre el pelo negrísimo.
Después del agua bendita lo enterraron y
regresaron, por un camino angosto y empinado, hasta La Laguna, un campo preñado
de cafetales, sombrío de guamos, donde el Arco Iris se dobla para meter su
hocico de caballo en las lagunas y dejar su baba de colores enredada en los
juncos de las lagunetas.
NEVADO
Yo sí es verdad que no aguanto eso y dijo al
darle pescozadas. Marcial salió de correndilla, se trompicó, cayó y cogió a llorar.
Más que te peguen no llorés. Cómo no va a llorar si don Chico pega tan duro, y
el Marcial, un niño.
Dijo a correr y se perdió en el monte.
Llevaba el cráneo abierto de una pedrada. Buen tiro, don Chico.
Lo recogió Barbas de Oro, ya con gusanos, y
estuvo echándole creolina. El pelo ralo y duro como junco de laguna se le
enmogotó sobre la cicatriz en un peñuzco blanco. Le quitaron el Marcial y le
pusieron el Nevado.
Como no bebía aguardiente, no se obligaba a
conversar con nadie y estuvo muchos años sin bajar al pueblo. Entre Sacapán y
Las Bonitas recogió café, aliñó chimó, cortó mapora y cazó un salvaje a machetazo limpio.
Un buen día bajó por don Chico.
LA NIÑA
MORA
Desde La Loma de San José hasta el Alto de
las Cruces, Rosita Mora extendía la jefatura de su pelo negro, de sus ojos
verdes y sus ganas locas. Don Chico la guardaba detrás de siete puertas y de
siete llaves, la acompañaba a la misa y le había prohibido el río. Sólo Marcial
llegaba hasta ella: para los mandados, y, a veces, para las cartas de amor,
dobladas como barquitos de papel con doblez de corazón. Allá en el aposento,
ella las leía, él la miraba, echado en un rincón, rascándose las niguas. Había
un olor, una
humedad y un susto en el cuarto, en el aire y
en la barriga de Marcial después de cada carta, a la hora de los juegos de
sacar piojitos, de montar a caballo para aguantar maldades y amañarse a tanto
sudar, el escapulario empapado y a la niña Mora corcoveando y él con susto
grande con ganas de salir corriendo, pero quedándose por la locha, por la
curiosidad y por eso que aprendió de los arrieros, el amor.
SIEMPRE HAY UN RÍO
Mi casa mira hacia
una quebrada que nace al pie del páramo y atraviesa el pueblo bajo la sombra de
árboles familiares.
Me acostumbré a
dormir con su rumor y fui creciendo a su lado, junto al puente de madera. Desde
hace muchos años el puente y la casa ya no están. Anoche, sin embargo, volví a
ellos: la luna brillaba como un sol, pero en silencio.
Miré correr las aguas
bajo la sombras del puente y vi pasar un pez inmenso y solitario.
Fui al otro lado del
puente, la luna dejaba ver la arena y se volcaba sobre rocas pálidas y mudas.
Vi una vieja maleta de cuero en mitad de la corriente, estaba entreabierta y en
su interior: botas, espuelas y papeles. La reconocí por la tosca labor del
artesano y por el desgaste de sus esquinas.
Era el equipaje de mi
padre. Iba solo, aguas abajo.
ALITAS DE CARTÓN
Compartía con Ligia una infancia de rezos y de
lutos porque en aquel rincón de casas pobres, y después del viaje de Isolina,
parece que la muerte detestando a los viejos se hubiera dedicado a los niños.
Montada en su caballo negro la muerte de color ceniza recorría los campos y de
allá bajaban las urnitas pintadas de blanco; comenzó a llevarse también niños
del pueblo en una onda pavorosa que poblaba de gritos las noches y las
madrugadas.
Teníamos, sin embargo, mañanas de sol después
de lluvia y salíamos a recoger gallitos de bucare, desprendidos por el viento
de la noche, para echarlos a pelear hasta descopetarlos. Ligia era rubia y
menuda con ojitos de azul sin fondo y una risa de carcajadas pequeñas y
cristalinas como agua de torrente ladera abajo. La sentía tan frágil que no la
dejaba caminar sino agarrada de mi mano, así fuéramos por el camino más ancho y
por la acera más segura.
No recuerdo su voz sino su risa y cómo sus
ojos chispeaban cuando escuchaba mis cuentos. Era la hermana menor y yo la
protegía de todo y contra todo. Tengo en mis
recuerdos la vaga sensación de que me fue penetrando
un miedo ante las cosas y las rutinas más simples como era caminar hasta el
río, correr por los solares, treparse a un árbol, meternos descalzos en las
acequias cuando llovía y, en general, cualquier acto en el cual yo presintiera
la posibilidad de un daño para ella. Llegué a un aislamiento casi total de la
naturaleza y me iba restringiendo a los paseos por las calles del pueblo y a
las veladas de cuentos y juegos en el corredor y en la sala de la casa. Aun los
paseos disminuyeron desde el día en que Ligia resbaló sobre un ladrillo
cubierto de musgo y cayó de espaldas, a pesar de que la llevaba tomada de la
mano. El golpe de la cabeza en el piso, la espalda mojada y el llanto
prolongado se me volvieron un solo y continuo remordimiento y quedarían por
siempre atormentándome y culpándome ya que sucedió poco antes de su muerte.
No fue una enfermedad larga, ni la vi irse
poniendo pálida o flaca, ni siquiera me dejaron verla antes de morir. Todo fue
violento y comenzó una tarde. Cuando regresé de la escuela había gravedad en la
cara de las mujeres y un movimiento inusitado de vecinos corriendo en
diligencias diversas. Era el trote negro y las ceremonias iniciales de la
muerte, bien conocidas ya por mí.
Luché desesperadamente para entrar y
terminaron encerrándome en uno de los cuartos del otro extremo de la casa.
Cuando vinieron a buscarme era ya de madrugada
y el llanto se me había convertido en un fluir casi apacible. Vi el amanecer
por primera vez en mi vida, vi cómo fueron aclarándose las sombras, el surgimiento
neto de los árboles, el detalle iluminado de las cosas y vi también a Ligia, ya
en la sala, en una cajita de cedro menuda como ella. Por la boca entreabierta
miré los dientes pequeñitos y separados. Dobladas, siguiendo la estrechez de la
madera, emergían unas alitas de cartón brillante y ciñendo el pelo rubio le
habían puesto una corona con flores de cera.
PALABRAS MÁS…
“La muerte es una tabla de cedro, y el amor
de todos los tiempos sabe a yaraguá, huele a potrero. Basta sencillamente una
campánula azul a las once del día en un camino con sol después de lluvia para
que yo pueda hablar con Dios.”
Trascripción de María López Orellana toma de Compañero de Viaje y
otros relatos de Orlando Araujo, edición de Monte Ávila Editores
Latinoamericana, Caracas, 2004
4 comentarios:
Siempre es tan enriquecedor leerte amigo Isaías, tienes una sensibilidad especial para la literatura! Un abrazo.
Por algo no me pude ir a dormir antes y ahora lo hago agradecido por tan hermosos relatos. Todos ellos llenos de sensibilidad, ricos en imágenes y dotados de palabras y metáforas hermosas. Incluso algunas desconocidas para mí por ser mexicano pero ellas caracterizadas por su musicalidad y su belleza.
Me conmovió sobre manera “Con alitas de cartón” y me quede maravillado con “La niña mora”. Mil gracias por acercarme a la literatura de Venezuela y a la magia de este estupendo narrador: Orlando Araujo.
Cordiales saludos Isaías.
Me ha gustado especialmente "La niña mora". Muchas gracias por este esfuerzo y todo este aporte tan rico como es la literatura venezolana.
Un abrazo.
Todas las historias son preciosas, pero "alitas de cartón" me ha llegado al alma. Cuánta belleza en las palabras y las imágenes, cuántos colores, olores y sabores en estos textos. Gracias por reunirlos para nosotros!!
Un abrazo.
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