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martes, 2 de diciembre de 2014

Cuentos Venezolanos de Navidad (10): "Tres días después, era Nochebuena" (Orlando Araujo)


Navidad y magia. Imagen en el archivo de Diana Ruiz




El 17 de diciembre de 1935, fecha que alude este cuento, muere Juan Vicente Gómez y con su fallecimiento cae una feroz dictadura que duraba ya 27 años. Una Navidad de incertidumbre, de cambio, experimentan todas las familias venezolanas y divide la sociedad. Así reseñó, con humor llanero,  el afamado cuentista Orlando Araujo, tan importante fecha según lo acontecido a su padre: Sebastián Araujo, "Don Sebas".  

Los padres de las familias llanera son garantes activos de la tradición navideña  


1935
Era una misa de aguinaldos, cuando la iglesia todavía estaba en pie, e iluminada. Víctor Chiquito, el hombre que tenía la papera más grande desde las afueras de Escorá hasta Altamira de Cáceres, se daba golpes de pecho a tres reclinatorios del sitio donde Sebastián Araujo no se arrodillaba por andar estrenando flux de casimir azul marino.
Entonces el padre Parra, un cura de leontina y botas de oro, dijo: in unum Deo y todos comenzaron a salir al altozano.
Hacía mucha madrugada y poco frío.
—Salud, Víctor Chiquito.
—Salud, Don.
—Págueme la vaca que me debe.
—Entual no tengo cómo, espéreme un tantico más, don Sebas.
—Son treinta pesos, usted sabe.
—Y yo no cargo sino doce.
—Pues démelos, y no me debe nada.
Tres días después, era Nochebuena. Víctor Chiquito, en la casa de terrones, y antes de que la vela se apagara, se comía una hayaca de caraotas mientras les decía a los hijos, para que siempre recordaran:
—Sepan y entiendan que don Sebas los mantiene a ustedes: si beben lechita y comen cuajada es porque me fíó la vaca y en después apenitas me cobró la mitad.
A entrambas horas, don Sebas, en su casa del pueblo, también comía su hayaca de gallina a luz de lámpara de carburo, y aleccionaba a sus hijos:
—Sepan y entiendan que Víctor Chiquito es hombre cabal: me pagó la vaca y de contado, justo cuando se acaba de morir el general Gómez y nadie paga nada. 

Texto tomado de "Compañero de Viaje y otros relatos" de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Editores Latinoamericana (Caracas, 2004)


lunes, 18 de agosto de 2014

EL DINOSAURIO AZUL. Miguel Vicente Patacaliente (VII cuento) Orlando Araujo

Imagen en el archivo de Angello Jesmy García





- I
Hice mi viaje al fondo de la Tierra y me perdí en un bosque de hojas negras y de lagartos dormidos. Millones y millones de árboles y de gusanos hundidos y quemados por un sol de cien mil años formaban un lago oscuro y un río de aguas lentas y sin luz. Era el petróleo. 
Me monté en un dinosaurio azul y me vine siguiendo el río de aguas lentas. Atravesé llanuras de aguas subterráneas, túneles oscuros y minas de diamantes. Un día me dormí en un campo de esmeraldas, pero me despertó una jirafa roja para decirme que arriba me esperaban el sol, el viento, las flores y los caminos de la Tierra.
Así que seguí por el río de aguas oscuras. Atravesé inmensas rocas, visite laberintos de metales brillantes y conocí árboles y pájaros que tenían veinte mil años. Me hice amigo de un oso de las cavernas y me enamoré de un ave del paraíso.
Querían hacerme una casa de helechos derretidos con un techo de tibias mariposas, pero el dinosaurio azul me convenció del cielo: él quería verlo, y cómo iba yo a ser tan mal amigo que me negara a continuar el viaje hasta la superficie.
Pasamos diez mil años debajo de las montañas que viven en los mares y cuyas cumbres se asoman a la luz para ser islas.
Hasta que un buen día caminamos por el fondo del lago de Maracaibo, donde encontramos la pata de palo de un pirata, nos montamos en ella y salimos a la superficie.
El Dinosaurio Azul se quedó mudo: no conocía la playa, ni el sol, ni el viento, ni el agua azul y ni los cocoteros. ¡Pobre Dinosaurio Azul analfabeto de la Tierra!
Se asustó tanto que se fue corriendo otra vez para el fondo de la tierra y me dejó, náufrago sobre una pata de palo de pirata, en las orillas del lago de Maracaibo, allí precisamente donde desembocan los ríos del petróleo, de aguas lentas y oscuras.

 - II
Náufrago montado en una pata de pirata, recogieron a Miguel Vicente Patacaliente unos obreros petroleros que trabajaban en una inmensa torre de acero levantada sobre las aguas del lago.
Le dieron alimento, y no necesitaron abrigarlo porque el sol de aquella región es el mejor abrigo del hombre. Pero lo cuidaron mucho y, ya en la tarde, cuando suspendieron el trabajo, lo llevaron a tierra.
Uno de los obreros, el que parecía jefe del grupo, lo llevó a su casa, una casita pequeña, rodeada de otras casitas pequeñas, todas igualitas, rodeadas con telas metálicas y construidas en un campo donde unos cujíes lloraban de dolor por la ausencia de otros árboles.
La mujer del obrero se parecía a la mamá de Miguel Vicente y tal vez fue por eso por lo que cuando ella lo tomó en sus brazos, el niño lloró en silencio como lo hacía cada vez que estaba triste.
Durmió dos días con sus noches, y cuando despertó era un domingo de sol por la mañana.
Cuando lo llamaron para desayunar, ya estaban sentados en la mesa el obrero, su mujer y los hijos, mucha gente.
Comenzó lo que tenía que comenzar, y que por tanto dormir no había comenzado:
    -¿Cómo te llamas?
   -Miguel Vicente Patacaliente.
   -¿Patacaliente? ¿Es tu apellido?
   -Bueno, debe ser, todos me llaman así.
   -Cuéntanos qué te pasó. De dónde vienes, quién es tu familia y qué haces por el mundo.
Le dieron cuerda, y a Miguel Vicente quien le pregunta para que hable tiene que escucharlo, porque si hay niños que hablan mucho, Miguel es de los que hablan más.
Contó su infancia en Caracas, su vida de limpiabotas, los viajes en el camión de su hermano y los otros viajes por ríos y por mares y hasta el centro de la Tierra y más allá.
Cuando terminó ya había pasado la hora del almuerzo. El obrero y su mujer se miraron como diciéndose: ¡qué niño tan mentiroso!, pero no le interrumpieron porque los cuentos les gustaban y porque veían a sus hijos encantados escuchando.
    -¿Y por qué venías del mar? –preguntó el obrero.
    -Yo no vengo del mar.
    -¿De dónde venías, entonces?
    -Del fondo de la Tierra.
   -Ah, ah, ah –le dijo el obrero, sonriéndose con picardía–, ¿y cómo están por allá?
  -Muy bien, saludos les mandaron –contestó Patacaliente dándose cuenta que se burlaban de él.
    -¿Y quién me mandó saludos?
    -El Dinosaurio Azul y las culebras del petróleo.
    -Ah, ¿pero es qué también sabes de petróleo?
   -Bueno, sé dónde nace, ¿y tú?
   -Caramba –respondió el obrero sonriendo siempre–, yo no sé donde nace pero sí donde se recoge.
  -Pues yo quiero que me lleve allá porque tengo muchas cosas que preguntarle.
Y lo dijo con tanta seriedad de niño, y había caído tan en la gracia de todos, y era ya tan hora de cenar, que el obrero prometió llevarlo hasta el señor Petróleo al día siguiente, con tal de que por ahora no contara más cuentos y cenara con todos y durmiera tranquilo.
Miguel Vicente lo complació en todo y, al día siguiente, muy temprano, ya estaba listo para acompañar a su protector. Los dos salieron y, mientras caminaban, hablaron:
    -¿Tú conoces el petróleo? –preguntó el niño al obrero.
  -Un poco –respondió el obrero–, al menos lo veo todos los días. Yo perforo la tierra para que el petróleo salga.
    -¿Y para qué quieren que salga?
  -Bueno, pues para muchas cosas, para que mueva las máquinas, los camiones, los carros, los aviones y para que haya luz de noche, para muchas cosas.
Las casitas de los obreros se fueron quedando atrás, y ahora cruzaban un campo con casas muy grandes y con pequeños jardines; había flores y automóviles.
    -¿Quiénes viven aquí?
   -Vive gente que también trabaja con petróleo.
   -¿Son los dueños del petróleo?
   -No, trabajan en la Compañía.
   -¿Y tú también trabajas en la Compañía?
   -También.
   -¿Qué Compañía?
   -Bueno, la dueña del petróleo.
   -¿Y dónde vive?
   -Aquí mismo… y en Caracas, y en muchas partes.
   -¿Tiene tantas casas?
Pero en eso llegó el camión con otros obreros, los recogieron y así el trabajador se vio librado del chaparrón de preguntas de un niño tan preguntón.
El camión pasó cerca de otro grupo de casas más grandes todavía, con jardines más bellos y automóviles más grandes. «¿Será allí donde vive la señora Compañía?», pensó Miguel Vicente. Pero rechazó esta idea. El petróleo sólo tenía un dueño, su amigo el Dinosaurio Azul.
Dejaron atrás las casas, pero no fueron al lago, sino a un campo sin árboles, poblado de torres de acero. Era por allí por donde salía el petróleo desde el fondo de la Tierra.
Los obreros se fueron hacia distintos sitios, y el amigo de Miguel Vicente le dijo: «Quédate por ahí, Miguel, que yo voy a trabajar y después te busco. Querías ver el petróleo y todo esto es petróleo».
Pero todo aquello era un ruido infernal: ¡Tún-taca-tún! Por todas partes, hombres con casco, torres, tanques, máquinas, camiones, jeeps y el ¡Tún-taca-tun!, de unos inmensos pájaros metálicos perforando con sus picos el pecho de la Tierra, los hígados de la Tierra, las tripas de la Tierra. ¡Tún-taca-tún! ¡Tún-taca-tún!
Miguel Vicente comenzó a desesperarse por el ruido y comenzó a asustarse, y antes de echarse a llorar prefirió echar a correr.
Corrió y corrió y corrió. Cuánto corrió Patacaliente, ni él mismo podría decirlo porque era ya bien tarde cuando se detuvo, enredado entre bejucos, en la falda de una pequeña colina de cujíes.
Miró hacía atrás, y ni una torre se veía a lo lejos. Decidió subir a la colina para orientarse y comenzó a ascender, pero tanto bejuco le impedía el paso y sólo así, muy lentamente, logró ir avanzando. Cuando en una de esas, ¡zuás!, un templón entre las hierbas y un ruido violento en la hojarasca. El niño vio, alejándose, un bejuco más oscuro que los otros, no se veía sino una parte pasando entre dos troncos, un lomo interminable, ondulado y ya silencioso.
 La culebra no lo había atacado, y más buen huía del niño. Paralizado por el miedo, le parecía que aquel pasar de lomo de serpiente duraba siglos y siglos. Al fin echó a correr como pudo, y en dirección contraria. La culebra por un lado y él por otro, de tal modo que si seguían corriendo y huyendo uno del otro iban a terminar encontrándose frente a frente en el otro lado del mundo.
Pero Patacaliente cayó y rodó por una laderita hasta un claro sin bejucos allá abajo. Se levantó, se sacudió y miró a su alrededor. La tierra era rojiza, con manchones oscuros. Una vieja rueda de camión por allí tirada era el solitario consuelo de que otros hombres habían pasado antes que él por tan extraño sitio.
De pronto vio a un lado, algo así como un borde de cemento al pie de un cují, justamente donde comenzaba otra vez la pequeña selva de arbustos y bejucos.
Se acercó y vio que era la boca de una excavación profunda. Una vez había visto un pozo para sacar agua, que se parecía bastante a éste. Al asomarse sintió el olor que había sentido cuando navegó los ríos oscuros en el fondo de la Tierra. El olor que había sentido ese mismo día en el campamento, el olor del petróleo. Aquél era,  sin duda, un pozo de petróleo, pero, ¿por qué estaba tan solo, tan lejos y tan sin torre?
    -¡Señor Petróleo, Señor Petróleo!
Nadie respondía. Tiró una piedra, tiró varias, y terrones, y bejucos.
 -¡Señor Petróleo, Señor Petróleo, respondáme, Señor Petróleo!
Desde abajo un aliento, un vaho, un algo así como una voz lejana que se acerca, llegó a la superficie:
   -¿Quién está allá arriba? ¿Quién me despierta?
   -Soy yo, Miguel Vicente Patacaliente.
   -¿Y quién eres tú?
   -El que viajó en el Dinosaurio Azul, allá abajote, donde usted nace y corre debajo de la Tierra. ¿No se acuerda?
   -¡Ay, amigo mío! –dijo la voz con sonidos de ultratumba–, yo hace mucho tiempo perdí contacto con mi gente de allá de más abajo.
   -¿Y por qué, Señor Petróleo? –preguntó Miguel Vicente, muy compadecido.
   -¿Pues por qué va a ser, Miguel Vicente?, porque el petróleo también muere.
    -Pero usted no está muerto. Si estuviera muerto no hablaría.
   -Hay muertos que hablan, hijo mío. Pero bueno, y para no complicar las cosas digamos que no estoy muerto sino seco.
    -¿Seco?
   -Sí, seco: ya no doy más petróleo a los hombres y por eso ellos me abandonaron. Soy un pozo seco y solo.
    -¿Y por qué no llama al Dinosaurio Azul en su ayuda?
   -Ah, cuánto me gusta que lo nombres, él era mi padre, pero hace miles y miles de años que murió.
   -No, no ha muerto, Señor Petróleo, no ha muerto, bien vivo que está, yo lo vi, monté sobre él y me trajo hasta el lago, ayer nomás estaba vivo.
   -Sí, Miguel Vicente, él vuelve a vivir cada mil años, cuando un niño como tú viaja al fondo de la Tierra. Pero está muerto, para mí está muerto.
   -No entiendo.
   -Ya sé que no entiendes por eso. Hay cosas y seres vivos para unos, y muertos para otros. Tú mismo lo sabrás más tarde. Ahora vete, Miguel Vicente, porque me arrastra el sueño al fondo de mi cueva.
  -¡Un momentito, Señor Petróleo, Don Petróleo, un momentito, por favor, so se vaya todavía!
    -¿Qué quieres ahora?
-  -Bueno, pienso que si el Dinosaurio es su papá, la señora Compañía será su mamá, y yo podría ir avisarle…Pero la voz surgió profundamente airada de allá abajo sin dejarlo terminar:
   -No, Miguel Vicente, no me ofendas. Mi madre es la Tierra, y en sus entrañas me concibió, me parió y me oculto durante millones de años. La Compañía es la que me persigue y la que hiere el pecho y el vientre de la Tierra hasta encontrarme en las cuevas donde habito. Allá arriba me someten a torturas en grandes máquinas para arrancarnos a pedazos las fuerzas que me dieron los árboles antiguos y los dinosaurios muertos.
La voz del Señor Petróleo fue dejando de ser triste y poniéndose a vibrar con fuerza de viento rugidor. Parecía contento de contar su historia sobre el haz de la Tierra. Prosiguió:Pero así torturado y descuartizado por los hombres, me vuelvo más fuerte y poderoso todavía, Miguel Vicente. Por mí se mueven las fábricas, los motores de las grandes máquinas. Gracias a mi brazo, el hombre corre a grandes velocidades en camiones, automóviles, ferrocarriles, barcos, aviones y cohetes. –Es con mi ayuda y sólo con mi ayuda –tronaba Don Petróleo– como el hombre en la Tierra venció al venado en su carrera, a los peces en su nado y a las naves en su vuelo. ¡Ah, Patacaliente, qué poder el mío, qué poder el mío!
    -¿Fuiste a la Luna?
    -¡Fui a la Luna, sí señor!
    -¿Y no viste las culebras?
    -¿Cuáles culebras?
   -Las culebras de la Luna.
   -No las vi, ¿dónde están?
-En las espaldas de la Luna, en la noche oscura de la Luna.
   -¿Cómo lo sabes?
   -Un dinosaurio rojo de Marte se lo dijo al Dinosaurio Azul, mi amigo. Y dime, ¿fuiste a Marte?
   -Un par de viajecitos he realizado, pero sin el hombre. Algún día lo acompañaré por Marte y por otros planetas en el cielo infinito. Ah, qué poder el mío, qué poder el mío.
        Sí, ¡qué poder el tuyo, qué poder el tuyo! –dijo a su vez Miguel Vicente, quien ya tuteaba al Señor Petróleo, tal era su entusiasmo.
Y de pronto se quedaron mudos. Parecían mirarse el uno al otro, pero como no se veían era que pensaba uno en el otro.
   -Pero estás seco –dijo al fin Miguel Vicente.
  -Pero estoy seco –respondió como un eco la voz cavernosa del petróleo.
-  -Y la Compañía ya no te quiere.
   -Ya no me necesita.
   -Entonces ya no tienes dueño.
 -Mi dueño será siempre la Tierra, Miguel Vicente, no te olvides: la tierra que caminas, esta misma que ahora me canta una canción de cueva para que me duerma.
   Duerme entonces, petrolito, amigo mío.
Y la Tierra cantaba una canción de cueva, el arco del viento doblaba los cujíes mientras el Sol lloraba porque lo obligaban a ocultarse antes de escuchar el final del cuento de Miguel Vicente Patacaliente y del pozo que quedó sin gente.
Pero la alegría del Sol no tuvo límites cuando al asomarse a la Tierra, al día siguiente, vio que el niño dormía junto a su amigo el pozo seco. Vio también a los hombres que andaban en su búsqueda y, a fin de guiarlos, se puso de acuerdo con una nube para que sólo dejara pasar un caminito de sol que los llevara hasta el cují junto al pozo abandonado a cuya sombra ahora Miguel Vicente despertaba.
Cuando Miguel abrió los ojos y miró hacia arriba, una inmensa iguana le sonreía desde una rama del árbol.
   -¡Hola! –saludó Patacaliente.
   -¡Hola! –respondió la iguana.
   -¿Eres hija del Dinosaurio Azul?
    -Soy su sobrina. Yo soy hija de un dinosaurio verde.
Pero no siguieron conversando porque llegaron los hombres. Entre ellos venía su hermano. Se abrazaron todos y se sintieron felices de que nada le hubiera sucedido al viajero maravilloso.
Y como estaban contentos el obrero quiso burlarse con cariño de Miguel Vicente, y le preguntó:
   -¿Viste al petróleo? ¿Le hablaste?
    -No lo pude ver, pero hablé con él.
    -¿Y qué te dijo?
    -El petróleo sabe muchas cosas.
Y no dijo más el niño. Pero era tan profundo el tono de la voz y tan misteriosa la mirada con que Miguel se despidió del pozo, que el obrero guardó silencio como a en misa.
Fue el hermano quien habló ahora. Se lo llevó aparte, lejos de los otros, le puso una mano sobre el hombro y le dijo:
   -¿Qué vas hacer ahora? ¿Trabajarás conmigo?
   -Te acompañaré, pero voy a seguir caminando, hermano.
Descendieron la colina en busca del camión. Atrás quedaba el pozo seco abandonado. Arriba el Sol, enamorado de la iguana; y por delante, todos los caminos de la Tierra, de la Luna y más allá.

  -Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado. 

domingo, 17 de agosto de 2014

DE CÓMO PATACALIENTE APRENDIÓ A LEER MONTADO EN EL CABALLO DE MARCO POLO. Miguel Vicente Patacaliente (VI cuento) Orlando Araujo

Niño llanero en el archivo de María Vento



Esta vez Miguel Vicente y su hermano volvieron a los Andes. Fueron a un pueblito que no tenía carretera, pero que la iba a tener dentro de poco tiempo.
Con su camión, el hermano de Patacaliente consiguió trabajo en el transporte de materiales para la nueva carretera. Tenía que dormir en el mismo camión o en cualquier parte mientras durara el trabajo, así que decidió llevar a Miguel Vicente a la pensión del pueblo con el fin de que se quedara allí, y pagara comida y habitación con servicios de aseo, de mandados y, en general, con las cosas que un niño pobre puede hacer para ganarse la vida.
La dueña de la pensión, una mujer muy flaca con una verruga muy gorda, se puso de acuerdo con el hermano de Miguel Vicente para que éste viviera en la pensión como muchacho de mandados, es decir, alguien que obedecería sin chistar las órdenes de la patrona.
Como la carretera todavía no había llegado, sino que estaba por llegar, la gente más importante en vez de un carro tenía un caballo; y así, uno de los trabajos de Miguel Vicente consistía en llevar el caballo de uno de los pensionistas hasta el río cercano para que bebiera agua y luego, ya cayendo el sol, llevarlo del cabestro hasta un potrero cercano, adonde iría a buscarlos cuando el sol, al día siguiente, se levantara picándole el ojo a la montaña.
Este era el más bello de los trabajos, mucho más interesante que barrer aquel piso de ladrillos, o que ir por las bodegas del pueblo comprando lo que mandaran a comprar de la pensión.
Tanto fue Miguel Vicente al río y al potrero con aquel caballo, que le fue poniendo cariño y confianza.
El caballo no parecía interesado en la amistad del niño porque cuando lo veía llegar a la caballeriza le enseñaba los dientes pero sin reírse, movía las patas como si pisara piedras calientes, levantaba la cabeza, tiraba del cabestro con que estaba atado y desde muy arriba miraba al niño con unos ojos saltones de salir corriendo.
Miguel fue aprendiendo a decirle palabras suaves y a acercársele con cuidado hasta darle palmadas que terminaban calmando al animal. Con todo y eso, cuando lo llevaba por el camino tenía que seguir con cuidado porque el menor movimiento brusco el caballo se paraba, alzaba las orejas, abría los ojotes y levantaba las patas delanteras.
Cuando un caballo es así le dicen brioso, bravo, esquivo. Y éste del Juez (porque el señor Juez era el pensionista dueño del caballo) tenía de todo eso, y algo más que lo hacía temible ante los campesinos y los habitantes del pueblo: sucede que era un caballote negro con la cola blanca, como si lo hubieran hundido todo en la noche y tan sólo le hubieran dejado la cola en el día.
Lo llamaban «Cometa», tal vez porque al correr iba dejando atrás su cola blanca.
Nadie sino el Juez, un hombre alto y seco, que abría mucho un ojo y cerraba mucho el otro, nadie sino él podía montar a Cometa.
Era fama, y lo contaban por las tardes en la plaza, era fama que tumbaba a cualquier extraño que intentara montarlo, así fuera un buen jinete. Uno de éstos había muerto en el intento.
El juez ponía mucho misterio en el ojo que cerraba y mucha dureza en el que abría, al sonreír diciendo:
   -A ese caballo no lo monto sino yo. No ha nacido otro hombre que monte a Cometa.
Y así debía ser, si lo decía el Juez, un señor que no dice mentiras, y así lo repetían todos los del pueblo con un miedo que se montaba en el lomo de las palabras.
Pero dejemos al Juez y a su caballo para hablar de un encuentro que tuvo Miguel Vicente en los primeros días de su llegada al pueblito andino. Iba por una calle a comprar no sé qué cosa para un pensionista cuando vio un grupo de niños saliendo de una casa; salían poco a poco, pero después echaban a correr empujándose, riendo y armando ruido.
Sabía que era una escuela porque ya las había visto al pie de su cerro natal allá en Caracas. Recordó la antipatía de la gente preguntona, de modo que cuando advirtió que, desde la puerta, la maestra lo observaba, quiso seguir como si no le importara el asunto, pero escuchó que le decían:
   -Miguel Vicente Patacaliente, ven acá.
   -¿Cómo sabes mi nombre? –contestó el niño, acostumbrado a defenderse.
   -Me lo dijo ese caballo que llevas al río.
   -¿Y quién se lo dijo a Cometa?
   -Se lo dijo el río.
   -¿Y quién se lo dijo al río?
   -Se lo dijiste tú.
«Ay, Ay, Miguel Vicente –se dijo sin hablar en voz alta Patacaliente– esta vez sí fue verdad que la perdiste. ¿Si será el mismo río? ¿No será que esta viejita de anteojos claros como el agua me está engañando y todo lo inventa?». Y en voz alta le preguntó:
    -¿Cómo sabes que el río sabe?
   -Porque hablo con él, y él me cuenta la historia de todos los niños del mundo y me dice sus nombres.
Y ya no había nada que hacer, Miguel Vicente preguntando y la viejita respondiéndole todo, así que se hicieron amigos. Miguel entró en la casa, regresó con los bolsillos llenos de caimitos (unas frutas pequeñas y redondas como pepitas de oro); de guayabas negras con la pulpa blanca; y de furuyes, unas guayabitas de potrero tan sabrosas que le gustan a los pájaros, a las culebras de color coral, a los gusanitos más blancos del monte y a los niños que tienen la suerte de conocer los potreros.
Regresó con todo menos con aquello que lo mandaron a comprar, y recibió el primer regaño de la dueña de la pensión, que cada día estaba más flaca y con la verruga más gorda.
Pero Miguel Vicente era feliz.
Tenía dos grandes y buenos amigos, dos amigos que nadie en el mundo entero tenía: una viejita que hablaba con los ríos y sabía todo lo que los ríos sabían; y un caballo negro con la cola blanca, tan grande y fuerte que si levantaba sobre las patas traseras podía darle con la cabeza al mismo cielo y traerse una estrella pegada de la negra frente.
Todas las tardes, al terminar sus trabajos, Miguel Vicente se iba a casa de su amiga; y allí pasaba el tiempo preguntando cosas, escuchando cuentos y a veces ayudando en algo.
Una vez, casi al comienzo de estas visitas, abrió  un librito que estaba sobre la mesa del salón con muchas sillas y violas figuras de una zorra y un conejo, que parecían estar conversando.
   -Cuéntame este cuento –pidió la viejita. Pero ella, sonriendo, le dijo:
    -Apréndelo tú para que me lo cuentes a mí.
   -Pero si yo no sé leer –dijo el niño.
   -Ya lo sé –fue la respuesta–, pero yo te enseñaré.
Y comenzó el tormento de las letras. De aquellas hormiguitas negras y desconocidas sobe cuyos lomos viajaba todavía Marco Polo. Conocerlas, distinguirlas unas de otras, llamarlas desde cerca y desde lejos, consonantes y vocales, vocales y consonantes. Repetirlas, dibujarlas ir cantando con ellas en el potrero, decírselas al río, enseñárselas a Cometa.
Acercarlas unas a otras, enlazarlas, separarlas y volverlas a juntar. Hasta llegar, por fin, a la palabra escrita: esa especial manera de reunirse las hormiguitas negras para decir una cosa, y quedarse allí, en el mismo sitio, diciéndola por siempre.
Pero no había manera de entrarle al cuento de la zorra y el conejo. Las hormigas picaban por dentro a Miguel Vicente, las palabras no se dejaban dominar, costaba mucho mirarlas en el papel para decirlas por la boca.
Aquellas letras mudas, parecían acostadas y dormidas, sin embargo, hablaban, era la voz que Miguel Vicente encontraba y perdía, para volverla a encontrar y volverla a perder.
Lloraba, tenía que llorar, porque era como si agarrara un pájaro en su vuelo, y al abrir la mano para verlo, el pájaro escapara hacia las nubes, y lo volviera a agarrar y de nuevo escapara.
Patacaliente se iba a la caballeriza y lloraba en silencio y a solas, como siempre lo hacía. Bueno, a solas no tanto porque allí estaba acompañándolo su amigo Cometa, que ya no se alarmaba con la presencia de Miguel y hasta lloraba también, como lloran los caballos de ojos grandes y oscuros, simplemente cerrándolos un poco.
Y sucedió que con tantas penas y alegrías metidas en el mismo chinchorro de su pequeña vida, Miguel Vicente fue descuidándose en su trabajo de todos los días. Sólo atendía a Cometa y desatendía lo demás; y como lo demás era la parte que interesaba a doña Verruga Gorda, ésta se fue poniendo cada día más furiosa y regañona.
Una tarde, cuando Patacaliente llevó a Cometa a beber agua al río, éste le preguntó:
   -¿Tanta tristeza viene de dónde?
De muy adentro, señor río. Es por las fulanas letras y las fulanas palabras que vienen y se van, y no quieren nada conmigo. Soy bruto, señor río, soy bruto. –Y a llorar se ha dicho.
   -Ala, no llores pues –dijo el río de voz andina–. Fíjese en esa piedra que está allí, suba en ella y aguarde un tantico que habla con el paisa Cometa.
Miguel subió a la piedra, pero extrañado por la voz del río, que tenía una música distinta de la del otro río con quién el viajó sobre su tronco, no pudo evitar la pregunta:
    -Señor río. ¿Eres el mismo con quien yo viajé la otra vez?
  - No, aquel es demás abajito, pero es primo mío. Y oiga, amiguito, hágame el favor de no preguntar tanto y quédese sobre esa piedra.
Lo que el río habló con el caballo no lo entendió Miguel. Conocía el lenguaje del río y estaba aprendiendo el del caballo, pero nada sabía del idioma que sabían los ríos con los caballos.
La cosa fue que Cometa se acercó a la piedra y arrimó su lomo junto al niño. Y ordenó el río a Miguel Vicente:
  -Ahora móntese, amiguito, el paisa Cometa le va a dar un paseo para que no siga triste.
Y allá va Patacaliente sobre el lomo del mejor caballo del mundo y el más bello de todos los tiempos.
  -Van atravesando arroyos, maizales, sabanitas de capín melao (una hierba con espigas color de mañanita); y van saludando, con la blanca cola del cometa negro, a las mariposas de ojos en las alas y a los pájaros que detienen su vuelo para ver cómo vuela sobre el campo el pájaro terrestre, el caballo, amigo del hombre.
Cuando el caballo y el niño regresaron al amanecer, venían de la montaña y de la noche y de las estrellas.
El sol venía con ellos, en las crines del caballo y en los hombros del niño.
En la plaza todos tenían la boca abierta y los ojos en blanco como los huevos cocidos. Hasta el Juez, por fin, tenía abierto el ojo que cerraba y cerrado el que siempre tenía abierto.
Nadie sonreía. Bueno, nadie menos cuatro amigos: la viejita desde la ventana de la escuela; el río desde su cama siempre fresca; Cometa, que enseñaba los dientes al Juez, y Patacaliente que se había olvidado de las letras.
Por orden del Juez mandaron a buscar al hermano para que se llevara a Miguel Vicente, quien no tuvo tiempo ni de recoger sus peroles. Tan sólo alcanzó a sacar de su bolso el libro de Marco Polo. Salieron del pueblo al atardecer. Tendrían que caminar dos días hasta donde llegaba la carretera.
Cuando pasaban por el río escucharon un relincho al otro lado. Allí estaba Cometa esperando. Empujó a Patacaliente hacia una piedra y agachó su lomo, pero no acepto que el hermano también montara. A cometa no lo podía montar sino un solo hombre y ese hombre era Miguel Vicente.
La luna brillaba como un sol, y como iban al paso Miguel Vicente se acordó del libro de Marco Polo que llevaba metido en la cintura y lo sacó. Quería ver las hormiguitas negras formando las fulanas palabras que no querían y se le escapaban.
Abrió la primera página. Las hormigas eran letras y las palabras no se iban. Sintió por dentro que le decían:«Y todo hombre que leyere y entendiere este libro debe creer en él pues todas estas cosas son verdad…».
¡Dios mío! Allí estaban las palabras. Eran suyas. Abrió más adelante para estar seguro y, en cualquier página, leyó: «En este reino hay magníficos caballos que llevan a vender a la india». Buscó más arriba para ver cuál era el reino de los magníficos caballos y leyó que era uno «que está cerca del árbol solitario».
Miguel Vicente miró entonces a Cometa, el caballo negro con la cola blanca, y le dijo:
  -Cometa, tú naciste en el reino del árbol solitario. Fuiste el caballo de Marco Polo y ahora eres el mío.
Cometa levantó la cabeza hacia la luna y relinchó.
Tan largo fue el relincho, que subió por la montaña, traspaso las nubes, atravesó los mares y llegó hasta el reino que está cerca del árbol solitario.

Nota del Editor: Este cuento pertenece a "Los Viajes de Miguel Vicente Patacaliente", texto de Orlando Araujo, publicado por Monte Ávila Latinoamericana Editores (2007). Transcripción de Olga Zuleta y Mabel Alvarado.