ESCRITO
AL REVÉS
Rezaba un padre nuestro… mientras sus pies
movían el pedal, su mente corría, volaba. Como corría el timón de viejas
máquinas de coser y sufría como la tela perforada con miles de puñaladas hechas
por agujas de acero.
Rezaba
un padre nuestro, de sus labios tristes salía incesantemente esa oración, de
cuando en cuando por el rabito del ojo vislumbrada la puerta de la calle y sus
oídos medios sordos atentos a cualquier sonido al ruido de las llaves en la
cerradura esperando oír ¡bendición vieja!
El
sonido del pedalear parecía contestar la triste letanía de su rosario perpetuo
de oraciones, que se repetían en forma silenciosa en la trémula voz de la
anciana de cabellos tan blancos como la nieve, que caía húmeda, fría, helada,
como copos desconocidos que se anidaron en su cabeza.
Sus
arrugas fueron tempranas, amanecieron
más grandes, al igual que sus ojos más grises como los pozos oscuros de la
laguna en invierno, la casa callada desconsolada… en la cocina una joven
hermosa amargada endulzaba el café como si así se le endulzara el alma. Piensa…
otro día más de fechorías, otro día más de vergüenza, otro día rogando porque
llegue y que Dios lo proteja.
Las
sirenas anuncian el miedo. Se levanta la abuela, tiembla la nieta, al unísono
corren al altar a encender las velas, deseando que sus luces lo guíen, lo
cuiden, lo protejan…Tocan la puerta.
Se
oyen los gritos de la calle, cierra los ojos. La niña abraza con fuerza a su
vieja. Rezan juntas otra oración. De las manos salen al sol inclemente que les
señala el recodo de la calle, donde tendido yace un cuerpo, su sangre roja cae
cual manto, riega la calle, cubre el asfalto.
Se
cumplió el presagio tantas veces temido. Unidas rezan en silencio, con dolor,
con descanso ante el cuerpo tendido. Miran su rostro y con dolor lo bendicen… -
al fin te aquietaste muchacho- y con lágrimas amorosas lavan el rostro, que
escribió su fin con letra torcida y al revés. Cierran sus ojos. Se levanta la
anciana y con la muchacha entra en la casa, se sienta en su máquina y continúa
con el eterno rosario, para pedir por él, por su alma.
LAS
ESPINAS
El
sol inclemente sobre su descubierta espalda, con sus ardientes rayos
reflejándose en los surcos que le cruzan
de costado a costado. Gruesos, como las serpientes del caño, se extendían por
su costado como advertencia perenne… del amo.
La
luz cubría su torso, los músculos se contraían con el esfuerzo de bajar la
pesada carga del carretón, su respiración era entrecortada, casi jadeante…
Cómo
deseaba que un nubarrón misericordioso ocultara al astro rey y refrescara un
poco, pero ninguna nube se atrevía a contrariar la voluntad de la estrella.
Suspiró el negro Manuel. Era inmenso, alto,
fuerte. Con disimulo, con mucho disimulo miró, absorto: parecía una mariposa,
casi transparente, tan tierna, tan lejana… Con esos ojos color cielo, como la
Fuente de la Virgen al amanecer.
Desvía
la mirada y continúa… el día será largo, le ardía la espalda que le servía de
blanco al sol.
Asustada…
trémula, con las manos sobre el bordado, se estremece al sentir su cercanía:
Anhelando lo prohibido, remembrando el recuerdo de las noches robadas, donde una
silueta hermana de la oscuridad rompía esquemas y entra en su vida, a su cama
ahogándola en besos, reprimiendo los gemidos de placer, para no ser escuchados
por oídos indiscretos de los habitantes de la habitación continua, así inicia
el sortilegio pagano desde el remonto del tiempo. Sin más compañía que la luz
de la luna indiscreta, sin prejuicios ante una entrega de sudores, de cuerpos,
de sangre.
Sonríe
y dos hoyuelos juguetones se asoman en sus mejillas… un sonido la devuelve a su
bordado y continúa con la realidad que obliga la mañana.
¿En
qué piensa? La mira, su rostro refleja algo distinto. Es la pregunta que se
hace esa joven mujer sentada al lado de la soñadora. Es quizás un poco mayor a
la de su compañera de bordado, su apariencia plácida… con los ojos fríos y el
rictus de la amargura en su preciosa boca, se balancea pausadamente en la
mecedora. De cuando en cuando su delicado zapato de raso rojo la impulsa,
columpiándose.
Su
mirada se dirige al patio a los negros en su labor, sudorosos, brillantes,
parecían dibujados en un tapiz… a aquel negro imponente. Perfecto, alto cual
Ulises, musculoso como Hércules. ¿Qué se sentirá estar rodeada por sus brazos
como bandas y sentir su fuerza, su empuje? El deseo, la lujuria la hacían
fantasear, pero jamás permitiría que su sudor y su negritud la tocaran, mueve
la cabellera negra, llena de hermosos rizos y destierra los pensamientos.
Pasan
las horas, una figura se escurre por el patio, tragado por la noche, huyendo
por la luz de las antorchas que rodean la casona. Divisa la ventana abierta, lo
esperan, se corren las cortinas, sólo suspiros y murmullos, la fiebre los
devora.
Afuera
en un rincón de la cocina, un viejo esclavo tan anciano como la sabana, movía
triste la cabeza de un lado a otro… mala cosa, dice la negra gorda que está
calentando quimbombó en el fogón, se persignan, presentían la tragedia, eran
testigo mudos de lo imposible.
Otro
día otra aurora, el terror se instala en el alma de la muchacha, una nueva vida
palpita como una alborada dentro de ella. La mirada inquisitiva de su joven
madrastra, la voz de trueno de padre y el miedo que la cubre. Su mano corre a
posarse en su vientre como protegiendo su contenido. En el campo, el amante, el
furtivo de la noche piensa en los tiempos que se avecinan. Una pesadilla lo
aturde, la ve en el poste bañada de sangre y el látigo empuñado en la mano
inefable de su padre, toma una decisión.
La
tarde se hace fría, húmeda, la tormenta se avecina, en los ojos verdes de la
mujer en el rostro crispado se adivina que es noche de sacrificio, de víctimas
en el lecho, del holocausto de esa joven, de esa víctima ofrendada a los
caprichos de su padre.
Llega
la hora de los espantos, en la habitación contigua se desata la pasión sobre la
flor triste, rota, sembrando en ella desolación, sentimientos negros, dolor.
En
la noche del diablo sobre la grupa de un caballo negro corre a golpe el terror.
Un rayo lo ilumina, es la figura unida del férreo abrazo. Son los amantes que
huyen, los llevan el viento, los cuida la noche, la tormenta los apaña. Se
desbocan las bestias perseguidas por fieras que las asechan llenas de odio, la
venganza de sangre.
Y
en la casa reina le dolor. Los oscurecidos pagan el precio atados al poste,
cubiertos de sangre, en la cocina, inertes dos cuerpos tendidos: el taita y la
negra. El terror camina por los pasillos
y ella en su mecedora, vencida, más amargada que nunca, más víctima que nunca,
oyó la voz de rencor, del trueno de ese hombre humillado en su estirpe, en su
casta y ella envidiosa deseando ocupar el lugar de la prófuga que se atrevió a
romper cadenas y a cambiar destinos.
En
una montaña lejana inaccesible, una mujer de apariencia débil pero muy fuerte
ilumina el medio del día, si más
escondite que la pared de bahareque de su rancho, de su castillo, alumbra un
nuevo génesis de tiempo, de sangre y el negro toma en sus brazos un niño aguarapado
con ojos de cielo, en unión definitiva de la raza nueva, sin espejo, con
alegría.
El frío mañanero dejaba entrever la
llegada de la navidad, Demetria metida en sus matas, recogía una rama de
cruceta, otra de caña brava, su rostro da rasgos indígenas y tez blanca era
enigmática.
Tomando un cuchillo filoso, comienza
a cortar las ramas para armar una cruz pequeña, toma el cuchillo y con fuerza
corta una estaca de cañafistola, elaborado otra cruz.
Refunfuña… vamos a ver si esta noche, me viene la sinvergüenza esa a molestar, a
buscar chisme, no jile toda la noche arañando el techo y esos perros aullando.
Cae la tarde, Demetria, toma una
totuma grande, le agrega agua bendita y la cruz de caña brava, en otra camaza
pequeña le coloca un chorro de orine de varios días de la bacinilla de don
Ambrosio su marido, unas ramitas de ruda, otra de alcornoque.
Sus dientes maceran una bola de
chimo, escupiéndola en la extraña pócima junto con una medallita de San
Cristóbal. Su voz declama una oración a San Marcos de León… San Marcos de León, que amansaste a la daga
y al dragón amansa los toros bravos que también del monte son… continuó un
largo rato en su extraño rito. Junto a sus cruces artesanales y sus
recipientes.
Toma dos velas de sebo blancas, les ata una cinta roja la enciende en el piso de tierra de la cocina, debajo de un mesón de adobe, cercanas a la pared de bahareque de su rancho.
Toma dos velas de sebo blancas, les ata una cinta roja la enciende en el piso de tierra de la cocina, debajo de un mesón de adobe, cercanas a la pared de bahareque de su rancho.
Ya entra la noche toma todos sus
pertrechos y se encarama en la mata de tapara, la oscuridad reina, el silencio
es profundo en la hora de los difuntos, de repente una ráfaga de aire frío
golpea su rostro. Para sus adentros dice ahí está. Ya llegó la desvergonzada.
Al frente de su vivaz mirada un
animal, en forma de pavo gris, pequeño, con una cresta entre amaranta y negra
corona su cabeza, se arrellena sobre el techo de el tejado, logra abrirlo… está
atento a lo que pasa en el rancho, de repente siente que es bañado por un
liquido hediondo que lo paraliza, no puede moverse, no puede volar. Grazna de
forma aterradora, intenta zafarse…mas no lo logra. Los perros enloquecidos
aúllan creando un alboroto en toda la cuadra.
Demetria, con una rapidez inusual
para una mujer de su edad y voluminoso peso, se lanzó del táparo, subió a una
escalera maltrecha y ¡zas! Se encarama en el techo, su voz entrecortada increpa
al animal… bandida, sin oficio, chismosa,
malamañosa, golpeando repetidamente al animal, con las cruces que realizó en la mañana, por último rezando un Padre Nuestro inicia un Rosario Doloroso,
baña al bicho emplumado con agua con agua bendita.
Se baja del techo y le grita, ahora si te puedes ir, además le ordena,
mañana temprano ven por un poco de sal,
entra a la casa, toma otra vela la enciende y reza por el alma infortunada de
la pava y se acuesta.
Los gallos cantan, Demetria está en
su fogón, ya tendió las arepas en su budare, está colocando el café en su
manga.
Oye que tocan la puerta y esta se
abre lentamente, dando paso a una mujer ya entrada en años, se ve cansada, esta
moreteada, por los brazos y las piernas, tiene un ojo hinchado.
La mestiza la observa con
detenimiento. Ya me suponía yo que eras
tú… déjese de esas mañas comadre, tan vieja. Mire yo solo la pelé otro… capaz
la mata, venga vamos a rezar y a pedir para que no llame más a la pava y deje
de ser tan chismosa, tómese el café y vayase a confesar a… y porsia las moscas
no me visite más ni de mañana y mucho menos en la noche o la madrugada.
EL CATECÚMENO
La fría neblina golpeaba la nariz de
Agapito Carpio, en su recorrido por el caminito intrincado que lleva a lo
profundo de la montaña, rezongando, jalando a Bartolomé.
No había tenido tiempo de tomar
café… ¡Ay, cómo deseaba una taza de café! estaba oscuro, hasta el gallo estaba
dormido…Bartolomé resoplaba arisco,
dando un profundo rebuzno.
Agapito aprieta la ruana sobre el
esquelético cuerpo. Una rama de taparo
le golpea la cara, refunfuña. Esa visita a media noche… ¡cónchale! ¿Será que
los difuntos no pueden pedir favores a horas más decentes?
Está llegando al zanjón, su pelona
cabeza gira de un lado a otro, arroja un escupitajo negro de chimó, que aterriza en un mogote de
cabritos, el frío arrecia….su estomago gruñe.
Abre los labios, una oración sale de
su boca: ánimas benditas, que me necesitan, ánimas benditas que perdidas están,
busquen redención, que el señor las va
cuidar, como Cristo levantó a Lázaro, como Jesús dio a María como madre,
como José lo hizo su hijo y lo cubijó. Ánimas del purgatorio, ánimas pérdidas,
lleguen a Dios. Aquí está este hermano para consolarlas hoy.
Continuó sus oraciones acompañándolas de Ave Marías y
Padrenuestros.
Molesto,
toma una vara de eucalipto…reprendiendo al espíritu ¡ah no, mijo! Tú me paraste
en medio de la noche. Me pediste agua, no me dejaste descansar, ni tomar miche
en mi café y ahora no te manifiestas, ¡no jorobe la paciencia del ocupao, ña
zipote!, dándose vuelta levanta la vara
y golpea la tierra a sus pies, su pelona cabeza y su ancha nariz aspiran el
aire mañanero, los ojos saltones como paraparas revisan el relieve, su boca de
labios delgados deja entrever una sonrisa al divisar un cuerpo crispado,
escondido por el barro al lado del zanjón. Se lo había traído la creciente.
¡Ay doña Juana, bendito sea Dios!
Era usted la que me requería, me hubiera dicho anoche, me hubiera traído a sus
muchachos a buscarla, que tristeza para los muchachos…mire que usted pesa lo
suyo, bueno esa era su decisión.
Levanta el cuerpo yerto colocándolo
sobre Bartolomé y se enrumba al pueblo, pensando en una taza de café.
Estos cuatro cuentos de de María Georgina Natera se tomaron de Tras la huella de cuentos viejos de viejos nuevos. Publicado por el Sistema Nacional de Imprentas Regionales - Cojedes, en San Carlos (2008)
2 comentarios:
Muy buena selección como siempre nos tienes acostumbrados. Disfruto de todos los relatos y aprendo de las costumbres que me recuerdan mi niñez en Cuba. Abrazos
"la triste letanía de su rosario perpetuo de oraciones..." Excelente frase, así como cuento en general.
Un abrazo, amigo Isaías.
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