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lunes, 19 de noviembre de 2018

Cuentos Venezolanos de Navidad (17) El Morrocoy y El Ratón (Carlos Reyes)

Niño llanero comiendo uva de playa. 
Imagen en el archivo de Elkin Cardozo.



El MORROCOY Y EL RATÓN
El morrocoy y el ratón eran amigos desde los tiempos del internado sancarleño. Al morrocoy también lo llamaban "el morroco", o el "care' tragedia", o simplemente, "tragedia", porque siempre andaba con la cara seria.
En cambio. el ratón era un roedor de cola larga. ¡Rabo!, querrás decir. "Ratón de muelle", así lo apodaban. No se incomodaba cuando amigos y conocidos le gritaban, desde la acera opuesta: "¡Hola, ratón de muelle!" Y mire que era gracioso escuchar aquello: "¡Allá va el ratón de muelle!", ¡mira, va con el morroco, el care' tragedia!, ¿a dónde irán?
Estábamos en navidad, la gente estaba alegre y el ambiente también. El morrocoy y el ratón caminaban por las calles animadas del pueblo. No sé cómo, pero hicieron amistad con un muchacho de estos de una asociación de exploradores, parecido a los de "siempre listos", o boys scouts. El muchacho andaba uniformado, un verdadero rover scout. El muchacho era delgado, estatura regular, piel morena y buen conversador.
El explorador se integró al grupo y el trío siguió caminando por las calles del pueblo. El muchacho uniformado llevaba un lorito en su hombro izquierdo. Por donde pasaban los miraban con curiosidad. El ratón correteaba alrededor de los amigos; el morrocoy caminando, lento y aparatoso. El ratón y el explorador tenían varias veces que detener la marcha para esperarlo.
Aquello era todo un espectáculo ver al morrocoy, carapacho oscilante, cabeza de culebrón, paticas de tequeteque y con un cuerpo de tablitas sobre tablitas, sobre tablitas tablón, que se movía como una oruga militar.
En verdad que era un grupo muy heterogéneo; el ratón, color gris, diminuto, nariz con pelos parados, orejas alargadas y levantadas: humeante el hociquito, ojos negros, vivaces, atentos; cabe-cita que se mueve nerviosamente; roedor escurridizo.
Por su parte, el muchacho explorador: postura erguida, parada militar, ¡porque realmente se sentía un cadete!, hablando sin parar, cuadrándose militarmente para saludar a un oficial del ejército, porque esto y que lo impone el reglamento de no sé qué disciplina castrense.
En cambio, el morrocoy, con el cuello arrugado que parece una toalla mal puesta; patas cortas que casi arrastra; cara de vieja, que parece sudar.
Pero, al fin y al cabo, caminando por la ciudad, ganada por la alegría navideña, ¡y las hallacas!, y el pan de jamón, el dulce de lechosa, las nueces, las avellanas, el turrón, el panetón, los licores. ¡Y qué me dices de las gaitas!, ¡y los aguinaldos!, ¡y las parrandas' que ya no escuchamos, porque se fueron; y los villancicos, que no se escuchar»; y los pesebres, que son escasos ahora; y los arbolitos de navidad cuyas luces intermitentes dejan ver, en la noche, sus mágicos calores; y las casitas de cartón con sus farolitos amarillos, cerca de las cascadas de papel aluminio, y en el centro del nacimiento, el Niño Jesús, San José y la Virgen María; la mula y el buey, rodeados por cerritos verdecitos y lomas marrón, mientras la luna asoma su plateado brillo en el cielo insondable.
Entonces, si estamos en navidad ¿por qué no decir con alegría? "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad", mientras vemos la hilera de luceros que señalan el camino por donde arribarán los Reyes Magos, guiados también, por la estrella mayor.
Nuestros amigos, ahora, se encuentran en una casa; allí, les brindan chicha andina, dulce de lechosa y les ponen una suculenta hallaca navideña. En la reunión familiar que hubo, conocieron a un joven que vivía en Caracas. Era delgado, pero delgadísimo, de baja estatura y buen conversador. Pero, sobre todo, muy chistoso.
Con la familia hablaron bastante, degustando la chicha, el dulce, y... sobre todo... ¡la hallaca! Bueno, de más está decir que el muchacho de la capital también se integró al grupo, así que ya eran cuatro los aventureros en la noche navideña.
El joven de la capital contó el chiste más gafo de cuantos habían oído. Refiérese así: "¡Pobrecito!, le habló un hombre al gusanito; después le preguntó: ¿Tiene frío?, y éste contesto: ¡Sí, mucho frío! Y el hombre, que tenía el gusanito entre sus dedos, le dijo, con suma ternura: ¡Muérase, pues! y lo entripó".
Chiste malo y cruel, pero los presentes se reían a mandíbula batiente; era navidad, había que festejar de alguna manera, ¡reírse!, ¡alegrarse!; y qué se puede esperar de muchachos traviesos...
Se morían de la risa con los chistes balurdos, pero siguieron, a minando, conversando, deteniéndose en las esquinas iluminabas, mientras el viento helado de la noche les enfriaba las narices.  ¡La noche de las narices frías!
¡Y dieron las doce!; hora de tomar el aguacola, el ponchecrema, el miche, hora de beber la cerveza helada; campanear el whisky, el vino, el ron y el brandy, ¿y por qué no? El cocuy y la caña clara. Hora de alegrarse de veras porque ya es navidad; ¡ha nacido el niño de Belén!
El grupo se dispersó, cada uno se fue a su respectiva casa, a la mesa familiar; ¡fíjate en el pavo relleno!, y qué me dices del jamón de pierna, y el pernil y el estofado: ¡feliz navidad!
Días después de la navidad, en el mundo cristiano se celebra la llegada del nuevo año; entonces, comemos las uvas del tiempo, un racimo de doce uvas sostenemos en la mano que vamos masticando, lentamente...Y el joven de la capital y la cena servida, que en la festividad de año nuevo congrega a la familia en la intimidad; y la ensalada de gallina y el pan de banquete; y el turrón y el panetón.
Y mamá ratona, y papá ratón, y los ratoncitos; un pedazote de queso, porque si hay ratón hay queso; "amigo, el ratón del queso"; y si hay queso, merodea un ratón. Y, ¿qué es lo que queda después del año nuevo: ¡el ratón!
Y mamá morrocoya, y papá morrocoy; y los hijos, los morrocoyitos. La mesa está servida, hay cambures y mangos. Si hay cambures uno puede encontrar una cabeza de culebrón.
Y el muchacho explorador, y mamá exploradora, y papá explorador; y los hijitos, futuros exploradores; y la mesa está servida: el pernil, la hallaca, los callos a la madrileña, la paella a la valenciana y el antipasto.
Se encienden las estrellitas, explotan los triquitraques, rampán los buscapiés, atronan los tumba-ranchos, aturden los matasuegras, los recamarones revientan los tímpanos y los cohetes iluminan el cielo, ¡jiji!, ¡así celebramos la entrada del año en Venezuela.
La música hilvana un ambiente de baile; la radio, los reproductores, la televisión alegran la noche del año nuevo. ¡A mover el esqueleto!, ¡todo el mundo a bailar, caballero! Y dan las doce campanadas, y desde La Planicie, dan los cañonazos; ¡dije cañonazos!, por si acaso no pronuncie esta palabra cuando esté borracho, por favor.
Todos nos abrazamos fraternalmente, sentimos —como lo dijo el poeta Andrés Eloy Blanco— que somos hormigas de la misma cueva. Hay alegría, gracias Padre, gracias Dios mío, ¡hoy comienza un nuevo año! ¡Feliz Año!
Hemos tomado, bailado, comido, pero la madrugada nos vence, cerramos los ojos. Duerme el muchacho explorador, lo mismo hace el joven de la capital; duerme el morrocoy, también lo hace el ratón. Todos duermen, menos yo, que escribo este relato. Y es que la noche es de amor. El amanecer traerá burbujas de colores, que nos han sostenido en el más dulce de los sueños.
Amanece, el sol levanta sus rayos luminosos y las horas avanzan con el matiz del tiempo. Las calles lucen desiertas, puertas ventanas están cerradas, se diría que ya no hay vida; pero sí la hay también, cansancio, sueño, dejadez.
Cuatro días después de la gran fiesta, el joven de la capital y el muchacho explorador se encuentran con el morrocoy y el ratón de muelle en la Plaza Bolívar, aquéllos deben partir, reportarse a sus sitios de trabajo. Se despiden de sus amigos, el culebrón y el roedor, volverán a verse en la próxima navidad.
La amistad, el tiempo, la alegría, la noche, en verdad, ¿qué son? Solo el morrocoy y el ratón permanecen pegados a la tierra.

miércoles, 8 de junio de 2016

Cuentos fantásticos del Llano (8). Varios autores, versos y audio musical

Amazona llanera (archivo de Canal Llanero)

CACHOS LLANEROS 

Personajes y temas del cacho llanero 
Cuando se ausculta al llanero –en tanto, protagonista eje de su propia literatura-  surge la duda de saber si es más franco que receloso, o la inversa, o si ambos a la vez. Su etnicidad mestiza y la amplitud espiritual de la cultura llanera le ceden el lujo  de ocupar dichos roles y aún más. En el cacho  apreciamos que el personaje ajusta el tema según su carácter. Recuérdese que en la narrativa tradicional: “El personaje es el tema o viceversa…El personaje y el tema son el estilo” (Britto García, 2006, p. 15).
El personaje cachero no es el héroe ideal de otros temas literarios; su forja es muy humana, con defectos y virtudes, que nacen en los moldes, puros o mezclados, de los Juanes sabaneros: Juan Sin Miedo el eterno joven; Juan La Garza el sanador; Juan Machete el maldito; Juan Hilario el terco; Juan Gabino el salao; Juan Bimba el trabajador; Juan Solito el ocurrente;  Juan Primito el misterioso; Juan Topocho el hambriento; Juan Gallino el feo; Juan Chiquito el cuentero; Juan Bobo el ingenuo;  Juan Palomo el seductor. Del Diablo Juan Payara. Del indómito Juan Parao: “Al que lo buscan pa´ un lao / cuando pal otro se jue”. Estos Juanes integran el panteón mitológico del cacho llanero y, son renuevos de San Juan el Bautista, nacidos en la fiesta bautismal de las aguas el 24 de junio, día “libre” de la peonada llanera siglos atrás y de la Batalla de Carabobo, que sella la independencia venezolana, la cual toman los llaneros con jerarquía ancestral y torna, así,  al personaje del cacho en un ente simbólico.   


Tener la astucia del zorro es pretensión del llanero

LA MOTO SIN LUZ
(Heriberto Pérez)
Este caso me ocurrió, no viniendo de El Baúl, sino de El Tinaco. Ya estaba llegando a San Miguel cuando se me presentó una alcabala. Yo iba tan corriendo y por la hora, que eran como las siete y media de la noche, que no me di cuenta que allí estaban los funcionarios, uno de ellos, el más joven, se me acerca y me dice: -Ciudadano, ¿y esa moto sin luz? -Con su respeto, señor funcionario y permítame lo que le voy a decir: ¡No tiene luz el pueblo de El Baúl y va tené esa loca ´e moto¡


Niñas llaneras cumpliendo con sus labores 


EL PERRO QUE CASI HABLA 
(Jesús “Chuy” Sandoval)
Yo les voy a contar lo que me pasó con un perro que yo tenía. Un perro muy bueno para la cacería, tan bueno que cazaba mariposas volando. Resulta que un día me lo llevé a buscar el salao, como lo hacía cada vez, pero ese día pasamos por el lugar que llamamos “La Cascabelera”, con la mala suerte que una de esas bichas que miden como quince metros de largo me lo mordió y se me murió. Ahí mismo le mandé  una carta a mi compadre Filemón, allá en Caracas, quien fue quien me lo regaló, le mandé a decir “Compadre, el perro que usted me regaló me lo mató una culebra de veinte metros, quiero que me haga el favor de auxiliarme”. A los quince días de enviada la carta, estaba una tarde, barriendo el patio de mi casa, allá en el campo, de repente veo un helicóptero en lo alto, lo miro y del helicóptero lanzan una caja en paracaídas, me quedé ahí parado, justamente aquella caja cayó a mis pies, la agarré, traía una tarjeta con un lazo azul que decía: “Compadre Goyo, ahí le mando ese perrito para que reponga el que le mató la culebra, pero tenga mucho cuidado, que ese perrito casi habla”. Abrí la caja, allí estaba un hermoso perrito que al verme se lanzó en mis brazos sacando la lengüita, me lo llevé para adentro y durante un año lo alimenté hasta que se  convirtió en un perrote, hasta que un día le dije: “Bueno, perrito, vamos a ver si valió la pena todo lo que gasté en usted”. El primer día salimos hacia el lugar de los venaos: en medio del monte vi que el perro salió corriendo hacia una mata y latió de una forma muy rara; en vez de latir como los otros perros él latía de esta así: “Jaunao, jaunao, jaunao”. Este perro sí que late bien raro, salí corriendo hacia donde estaba el perro, cuando llegué allí vi lo quería decir el perro; ese jaunao quería decir “venao, venao, venao”. Saqué la escopeta y le di en pleno codillo al venao.
Otro día nos fuimos por las ruinas de Pueblo Viejo, ya nos habíamos alejado bastante de la casa, cuando el perro comenzó a latir, pero esta vez decía: -“Jaullete, jaullete, jaullete”. Me acerqué donde estaba el perro,  lo veo escarbando una cueva: “seguramente que es un cachicamo”, me acerqué con un barretón y comencé a escarbar, pero noté algo y cuando me fijé bien, miré que era una caja, la saqué, le metí el barretón y la abrí. Cuál sería mi sorpresa: la caja estaba llena de  morocotas y prendas de oro. El perro cuando decía “jaullete” me estaba diciendo era “billete, billete, billete”. Con ese tesoro me compré una finca, una camioneta y unos animalitos.
   Una tarde me fui al pueblo, para unos toros coleados, llegué con mi camioneta y mi perro a uno de los kioscos. Allí estaba un tipo apodado “el Cabezón”, ya pasado de tragos, al pasar por mi lado el tipo se atrevió a agarrarme una nalga, ahí me subieron y me bajaron, lo agarré por la pechuga y el individuo me dio por la cara, pero lo lancé al suelo y le caí encima, saqué mi cuchillo; cuando el perro vio esto se lanzó sobre mí, me puso las cuatro patas en el pecho y decía: -“Jauyito, jauyito, jauyito”, lo que quería decirme era: “Tocuyito, te van a llevar a Tocuyito”. Me levanté y me fui, pues, mi perro, me salvó de Tocuyito. ¡Eso fue verdad!, aunque, ustedes, no lo crean.
   -Bueno, ahora, vamos a interrumpir: parece que va a llover, porque el relámpago está apuraito. Pero, no se preocupen, lo que pasa es que mi hijo, Carlitos, me está prendiendo la linterna de cuarenta tacos que yo fabriqué con bambú, cuando allá, en mi pueblo, en Tinaco, se fue la luz. La gente agitada por la oscuridad me pidió que  remediara ese problema. Ahí tuve la idea de fabricar esta linterna y la coloqué en el cerro Tiramuto, mire eso alumbró tanto que parecía que había salido el sol, porque el sol sale, precisamente, por encima del cerro Tiramuto. Fue tanta la claridad que la gente en vez de irse a dormir lo que hizo fue ponerse a trabajar y no les estoy diciendo mentira.
           
   EL PÁJARO DESEADO
(Deyssi Elizabeth Silva Fuentes)
Una mañana llanera, salí con rumbo al pueblo vecino a buscar unos noventa cochinos para matarlos con motivo de un torneo que teníamos en el patio de bolas criollas en mi casa.  Para llegar a mi destino, tenía que pasar por un  antiguo sendero por el que casi nadie circulaba, enjalmé el caballo, tomé los bastimentos y salí hacia mi objetivo. Yo tenía que recorrer un día de camino a caballo, y para regresar, dos o tres, por tener que arrear los cochinos.
Muchas veces, cuando el caballo anda una trocha muy larga y cansona, se dice que se resisten y dejan de caminar ya había hecho una buena jornada de andanza cuando eso fue lo que sucedió. El caballo amugaba las orejas y en vez de seguir adelante, sus pasos retrocedían y yo no sabía qué hacer, me bajé y apenas lo hice, salió corriendo y me dejó el pelero.
No me quedó de otra que caminar, tenía que llevarme  los cochinos que estaban del otro lado de la montaña. Muy cerca del allegadero vi un hermoso pájaro de colores jamás vistos y brillantes; lo primero que pensé fue en atraparlo para llevárselo a mi esposa que había quedado en casa un poco molesta.
El animal se fue dando saltitos, uno aquí, uno allá y otro más allá. Llegamos a un pozo del río que tendría que cruzar; era enorme y cristalino y dentro, en el fondo, había un racimo de cambur “pintaitos” como quien dice; el pájaro abrió sus alas y se lanzó a comer algunos de esos frutos y como yo llevaba algo de hambre, lo seguí.
No sé cuánto tiempo pasó, pero lo atrapé y me dispuse a regresar a casa. No sé por qué presentí que algo malo había sucedido. Caminé un pedazo, pero lo sentí corto, no me cansé. Llegué y aunque había mucha gente, nadie me vio llegar, entre a la casa y busqué a mi esposa, estaba en la sala, allí, tan bella como siempre; pero triste, muy triste. Se sostenía sobre una urna; me acerqué para consolarla y preguntar quién había muerto. Llevaba aun el pájaro en las manos… en ese momento llegó mi madre y también lloraba desesperada, empezó a preguntar, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Y Lucía le contestó, yo sólo lo vi cuando venía por el río. El pájaro se zafó de mis manos, todos lo vieron salir…
Pero a mí… a mí…a mí no.

UN PASEO POR EL MERCAO
(Robins Sánchez)
  Llega una viejita el mercao, con las paticas sequitas, sequitas como una garza, de tanto camino andao. En su hombro una marusa negrita como el petróleo, polvosa y acabaita de tantos años de uso.
    Paseando por los estantes, veía y veía a cada instante lo enorme que era el recinto, que parecía un laberinto de tantas cosas que habían, sin decidí lo que hacía agarró un desodorante pa mata el violín andante que la acompañaba hace días. También un desinfectante pa limpia su rancho viejo. Caminando y caminando llegó frente al cajero, el cual le peló el muelero y tomó to a la mercancía sacando lo que valía cada cosa que llevaba y la suma resultada fueron cuarenta y siete bolos. La viejita sin pensarlo, pagó con seguridad, con un  bolívar na más. 
    Sorprendido aquel cajero, pega un grito estrepitoso, ¡Qué vieja tan descará, cómo me vas a pagá con ese piche boliva, no vez que tu cuenta arriba a casi cincuenta bolos!
   La viejita le responde, entre pena y recelo y le dice al cajero que si se puede esperá. En eso abre la marusa de onde saca una bolsa, de la bolsa una mochila onde guardaba el monedero envuelto en un pañuelo.
    La anciana saca el dinero y se lo entrega al cajero, quien molesto le responde: ¡Doña, todavía hace falta dinero!
Pasaron varios minutos y la cola más se alargaba, pues mientras más se tardaban se llenaba to a la sala.   La señora despavoría  por los gritos de la gente, le pregunta nuevamente al cajero del mercao: ¿Y cuánto es pué? 
   Lentamente el cajero le responde: ¡Son cuarenta y siete bolos! ¿Tiene o no pa paga, lo lleva o no lo lleva?
La doñita asustaíta brota las paraparas del  ojo y otra vez le dice: ¡Ya va mijo, esperece ay, claro que si tengo!
     En ese justo momento revisó la fea marusa y saca una moneda que basta y sobra: una morocota de oro, que valía  cien veces más que ese pobre abasto; abriendo el cajero la boca como un mono chimpancé.  Eso es pa´ que vea usted lo que siempre hace la gente, lo ven a uno de repente, solamente por lo físico sin dase cuenta naita de lo que vale el viviente.

Textos tomados del libro: 100 CACHOS: ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA  FANTÁSTICA ORAL DE COJEDES (Isaías Medina López; 2013) San Carlos: UNELLEZ-VIPI.


EL COMEGENTE Y EL SALVAJE
(Sergio Cuba)
Una vez en el Tinaco,
pasó algo muy sorprendente
en la panificadora
se apareció el Comegente
pidió que le despacharan
medio litro de aguardiente
se lo echó de  un solo trago
igualito a un indulgente,
igualito a un indulgente
y se echó una carcajá
salió soplao de repente
se detuvo en Las Galeras
viendo a quién podía comerse
venía pasando el Salvaje
y nos vimos frente a frente
me dijo: “ Vine a comerte
los muslos y los cachetes ”
como cargaba una lanza
me aguanté pa´ sorprenderle
en un descuido que tuvo
le di una patá en la frente
cuando cayó al pavimento
se le partieron los dientes
llegué  y me  le  monté arriba
casi no podía moverse
pero tenía mucha fuerza
ese tragón comegente
rodamos como cien metros
esperen que se los cuente
y se apartaban los tigres
ciempiés  vienen, y serpientes
se alborotaron los pájaros
pensaban que era un torrente
y le di con mi garrocha
pa´ que le diera corrente
y se quedó muy tranquilo
de un modo muy complaciente
ya no come carne humana
pues le gusta el majarete.

Voy a seguirles contando
que pasó con el demente
lo amarré con una soga
y se lo llevé al Presidente
enseguida dio una orden
a todos sus concurrentes
que vengan los generales,
coroneles y tenientes,
coroneles y tenientes
condecoren a este hombre
que ha atrapado al Comegente,
con una estrella dorada
revienten muchos cohetes
y que su fama se riegue
por todito el continente
el Salvaje ´e  Las Galeras
ha atrapado al Comegente
Yo voy a recomendarle
oiga, señor Presidente,
no torturen a este hombre
que siga comiendo gente
que se coma a Montesino
viejo malvado y zoquete
por llevarse del Perú
casi todos los billetes
que le coma la barriga,
las manos y los cachetes
pa´ cuando vaya pal baño
casi no pueda moverse
y se parezca una rana
montado en un taburete
así quiero que le pase
a los otros presidentes
que dejaron al país
viviendo su propia suerte
yo si quiero a mi país
oiga, señor Presidente,
si no cumple a Venezuela
lo agarrará el Comegente.

Este poema es tomado de “ANÁLISIS DE FIGURAS ESPECTRALES EN EL CORRÍO Y LEYENDAS DEL   CANTO LLANERO TRADICIONAL” de Isaías Medina López, Duglas Moreno y Carlos Muñoz. UNELLEZ-San Carlos (2008)

Disfrute de este audio de un joropo fantástico llanero:

ME SALIÓ LA MUERTA (Domingo García)


https://www.youtube.com/watch?v=NJLsbTMit1Y



sábado, 19 de julio de 2014

El Ruido (cuento premiado de Arnaldo Jiménez)

Aunque cambien las vestiduras la vida llaneras sigue regida por peligrosos animales,
ruidos y sombras gigantes (archivo de Hábleme de Puro Llano, compa)


El siguiente texto fue ganador del Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura "Ramón Villegas Izquiel", organizado por la UNELLEZ-San Carlos.


El anciano se quita de una de las ventanas y cerrándola comenta: “es mejor que se vayan a dormí, una cosa es el llano bajo el sol y otra bajo la luna, por aquí se oyen cosas muy raras que trasnochan al que no está acostumbrado”. Arrastra sus pasos por el piso derruido y se va hacia su cuarto apoyando sus manos en las paredes blancas y aún calientes por el sol de la sequía. El ambiente es sombrío, un candelabro de hierro sostiene la cabellera de la vela, temblorosa e íntima, la brisa externa ulula entre rendijas y ramajes. La lejanía suena sus cascos.

Los que escuchan al anciano son dos muchachos casi entrados en la adolescencia y una mujer con vestimentas pálidas y ralas de entecas musculaturas y ojos vivaces. Los muchachos se acuestan y al poco tiempo extrañan sus costumbres citadinas, sienten lo absurdo que es querer repetir allí sus ritos nocturnos en los que las almohadas y el ventilador forman parte del escenario. El abuelo ha pasado mucho tiempo solo desde que murió su esposa, la hija y los nietos lo visitan tratando de disipar su huraña vida y de cortar la fascinación que lo embarga por la melancolía y la nostalgia.

A todas estas, los nietos quienes apenas son remecidos por sus propios pesos en las hamacas, duran unos minutos zambucados en el sopor de la media noche, moviéndose de uno a otro lado, observando la huida del sueño. Así permanecen, comiéndose las vigilias, escuchando sin querer los ruidos que pernoctan en el llano. De entre toda la algazara comienza a ganar relieve un sonido que parece ir y venir aumentando y perdiendo intensidad. Ellos se quedan tranquilos, esperando que sólo sea un ruido ocasional, pero éste insiste, va y viene, estridente y firme tramonta y cabriola sobre las matas. Uno de los muchachos llama infructuosamente a la madre. El otro hermano se sienta en la hamaca y dice:

- ¡Escuchaste ese ruido Toño!

- Sí, sí lo escuché. ¿Qué será eso, qué puede sonar así tan feo?

- La verdad es que no lo sé, pero es mejor que estemos atentos.

- A mí no me gusta nada esto, ojalá y nos fuéramos pronto.

El cuchicheo de la conversación fue venciendo el sueño de la señora Carolina quien con voz adormilada les pregunta por lo que pasa. Toño, con gacha expresión se lleva un dedo a la boca: ¡schhh! Cállese para que oiga. El ruido parece estar más de la casa, la nitidez cala en los huesos y les irisa la piel, no tienen ninguna referencia, a menos que lo comparen con el propio silencio de sus miedos. La madre abre los ojos en un gesto de asombro y de temor, luego cobra la compostura y se dirige a ellos:

- ¡Háganle caso al abuelo! Cobíjense bien y duerman. Persígnense y olvídense de esos ruidos.

Da media vuelta en su catre y dice a rezar quedamente. Juanchito espera un rato y luego camina a hurtadilas hasta el cuarto el abuelo, se asoma por la hendija de la puerta y la voz ronca del viejo emerge desde la oscuridad:

- ¿Qué quiere Juancito?

-Nada abuelo. Lo que es que estoy asustado.

-¿Y eso a qué se deberá?

-No sé, es un ruido que está por allá afuera.

-No se me preocupe más por eso mijo, seguramente son los animales que anda en celo y se ponen a llamarse unos a otros.

-¡Todavía uté no ha visto ná! Vaya y duérmase tranquilo.

-Esta bien abuelo, debe ser eso. Buenas noches.

-Juanchito no aguata la curiosidad y abre la ventana para buscar entre la maleza lo que está causando el ruido que parece un batir de maracas de cascabeles con un silbo intermitente que desgarra la penumbra. Pasea los ojos y siente la oscuridad quedarse en ellos, un murciélago raya en el espacio sus veloces esguinces y burla las ramas de los cujiés. El ruido no ha cesado, viene como un látigo desde el otro lado de la maleza. Va y encuentra una pequeña linterna sobre la silla, la trae y alzándola por encima de su cabeza con los brazos colocados fuera de la ventana, alumbra y recorre con la lenta mirada la cercanía. Pasea los ojos y el olor de la vida no se oculta, la tierra guarda al hombre en su opacidad. Pasea los ojos y columbra una carrera de bachacos que acarrean trizas de hojas hacia la espesura. Entretanto, el ruido se hace más fuerte y su expectativa queda suspendida en el misterio de los montes, de pronto, el hermano deja caer sobre los hombros de Juanchito un abrazo frío que lo espanta y lo hace gritar horrorizado, cierra la ventana y se recuesta de ella. El zaino corazón se encabrita. Traga un golpe de saliva y abre la boca tomando aliento. Después de disculparse y bromear un poco, Toño se dirige hacia la mesa y rodando sus manos sobre el mantel tropieza con la jarra llena de agua y le da de beber a Juanchito, éste sorbe un poco y sonríe calmo y sosegado. Es entonces cuando se percatan de que con el susto la linterna habíase caído entre las matas del jardín.

El ruido cesó. Afuera la luna redonda y amarilla sobre los matorrales. A destiempo, la lejanía canta como un gallo y unos perros ladran obsesivos. El ruido sigue sin aparecer. La madre duerme imperturbable. Toño la mira fijamente y comprende que ya no vale la pena levantarla. Luego camina hacia el cuarto del abuelo, Juanchito quiere detenerlo, pero tanto su voz como sus ademanes de apremio se pierden en el vano esfuerzo. Llega cerquita del abuelo, éste parece estar muy ocupado reventando las capas de sus sueños, un chorrito de chimó se desliza desde la boca. Unos mosquitos revolotean. “El abuelo no es”. Piensa Toño y abandona el cuarto.

Los dos hermanos se animan para volver a mirar por la ventana. El ruido aparece. Juanchito especula sobre la posibilidad de que la abuela haya quedado en pena y esté buscando la manera de correrlos. Toño asienta un poco inseguro e invita a Juanchito a dejar las cosas así y tratar de dormir otra vez. En lo que abramos los ojos ya será de mañana, dice, cuando están cayendo en las hamacas. El ruido irrumpe imprevisto como un temblor de tierra, tan cerca como sus propios corazones suenan en el jardín un sin fin de cornamentas de venados reventándose unas contra otras en un duelo inverosímil y ensordecedor. Todos se han levantados despavoridos. Se llevan las manos a los oídos, insoportable, el ruido cruza por el centro de sus temores, el abuelo busca torpemente un rosario y recorta las palabras, la casita se estremece, los muchachos lloriquean ovillados en la saya de su madre, delante de la puerta hay presencia, no tienen dudas, algo está ahí con una fuerza inusitada que vacila en expresarse, los goznes de la puerta están cediendo, los retazos de oraciones nada han logrado, por fin, la inmovilidad da paso a la acción y escapan corriendo por la puerta trasera, en ese momento la otra puerta cae trepidante.

*Arnaldo Jiménez: Autor de esta pieza literaria es nativo de La Guaira, estado Vargas y reside en Puerto Cabello, estado Carabobo. Licenciado en Educación, investigador de nuestra oralidad, colaborador permanente de las actividades y publicaciones literarias de la Universidad de Carabobo. 

Nota del editor: El presente texto fue publicado en: El Llano en voces. Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades, editado por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales "Ezequiel Zamora" (San Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Dios y El Diablo (cuento de María Gabriela León Hernández)

Imagen en el archivo de Anita Mendoza


Dios y El Diablo

I

Al ingresar en el patio de la propiedad, los dos ladrones se enojaron al ver que era imposible colarse hacia el interior; las rejas de hierro de las ventanas  y las puertas de entrada estaban blindadas con alarmas de seguridad;  inútil era la hazaña de tratar de violentarlas sin hacer ruido.  Sus miradas se cruzaron como titanes en duelo.  Habían tenido fuertes discusiones sobre la escasa posibilidad de que  existieran controles. No había vuelta atrás; no podían marcharse con las manos vacías.

La oscuridad de la noche sin luna los obligaba a alumbrarse con pequeñas linternas de cabeza. Vestían pantalones y abrigos negros y llevaban la cara cubierta con pasamontañas para no ser reconocidos.  El silencio se convirtió en un delator de sus movimientos. Cada vez que pisaban una hoja seca, el crujido rompía la tranquilidad al retumbar entre los árboles. La brisa paseaba el eco de las carcajadas de unos hombres apostados en la plaza.

En la terraza, bajo la penumbra de una tenue luz, juguetes rotos, regados por el suelo, corroboraban que había sido en vano planificar el robo de ese lugar. Botellas vacías y un saco de mangos que emanaba un delicioso aroma a fruta fresca llenaban la despensa situada en una de las esquinas.

- En este sitio solo hay basura. Lo único que nos puede servir es ese saco de mangos, lo podemos vender en el mercado – murmuró enojado uno de los ladrones.

- Vamos al cementerio que está a tres cuadras de acá y allí los repartimos. Es un sitio seguro; nadie se atreve a entrar en la noche.  – respondió el otro ladrón.

Se escabulleron entre la oscura noche solapados por los ropajes negros. Cuando llegaron al cementerio, que estaba detrás de la iglesia ubicada frente a la plaza,  treparon un árbol que los llevó hasta el techo de un mausoleo.  Dos mangos cayeron en la acera; acordaron en recogerlos al salir. Se instalaron en una tumba cercana a un farol que los iluminaba desde la calle. El ajetreo los tenía acalorados y uno de ellos se quitó el abrigo; debajo tenía una camisa de algodón blanco.  El resplandor del farol era difuso, apenas si podían ver las sombras de sus cuerpos. Encendieron las luces rojas de las linternas de cabeza para alumbrarse y a repartir los mangos.

- Uno para ti y otro para mí; uno para ti y otro para mí – repetía sin cesar uno de los ladrones.

 

II

Sentados en los bancos de la plaza, un grupo de hombres reunidos,  contaban historias sobre espantos mientras bebían ron.                                                                                                          

- En las noches sin luna, como la de hoy, el mismísimo Demonio pasea por el cementerio  vestido todo de negro, de pies a cabeza, dicen que es porque anda buscando ánimas para llevárselas al infierno – relataba con voz grave uno de los hombres.

Reían a carcajadas para simular el miedo que se había apoderado de ellos. Negaban la veracidad de las historias burlándose de ellas. La sangre que corría por sus venas estaba colmada de alcohol.  Era medianoche y las calles permanecían solitarias.

- Compadre, tengo que irme a mi casa. Mi mujer me espera y si no llego temprano va a pelear – balbuceó uno de los hombres.

- A mí me parece que usted no se va porque su mujer lo espera, usted se va porque tiene pavor de que le salga el diablo. – respondió el otro con ironía.

- No diga tonterías, compadre, yo no le temo al diablo. Ese bicho no existe.

Se despidió de sus otros amigos; al caminar tropezaba con las aceras y los árboles de la plaza. La noción que tenía de la realidad era ambigua, la embriaguez no le permitía pensar con claridad, sin embargo, sabía que para llegar a su casa tenía que recorrer la fachada del cementerio y darle la vuelta hasta la manzana siguiente.  Estaba atemorizado, pero se llenó de coraje para poder continuar su camino. Al pasar frente al camposanto escuchó la voz de un hombre que decía:

- Uno para ti, otro para mí; uno para ti, otro para mí.Se quedó paralizado del miedo, no sabía qué hacer. Por fin reaccionó, y al asomarse por una pequeña rendija de la pared, vio que sobre una tumba estaban sentados dos hombres, uno de ellos vestido de blanco y el otro de negro, en sus rostros no había facciones, solo una masa negra que botaba fuego por la frente. Asustado corrió hacia la plaza.

- ¡Compadre!, ¡Compadre! – dijo con voz entrecortada.

- ¿Qué le pasa mi amigo? Parece que acaba de ver al diablo.

- ¡Así es, compadre! ¡En el cementerio están Dios y El Diablo repartiéndose los muertos!

- ¿Cómo es eso?

- Bueno, como le digo. Los acabo de ver. Venga conmigo para que lo compruebe con sus ojos.

El compadre, se burlaba de lo que decía el amigo, sin embargo, lo acompañó. Trataban de ir con paso apurado, pero la ebriedad no se los permitía. Llegaron al cementerio y el sonido de una voz los atrajo. Al acercarse a la pared escucharon:

- Uno para ti, otro para mí.

Los rostros de los hombres palidecieron.  Se abrazaron recostándose en la pared para no caer al piso. En ese instante la voz exclamó:

- Falta repartirnos los dos que están afuera.

Los compadres se miraron aterrorizados ante lo que acaban de escuchar  y con la voz quebrada uno le dijo al otro:


- ¡Huyamos, compa, que esos somos nosotros!


*Nota: María Gabriela León Hernández es una joven escritora y poeta venezolana, nacida en Maracaibo, estado Zulia. Reside en Buenos Aires, Argentina. 

lunes, 12 de agosto de 2013

DIENTE DE ORO: Cuento de Barinas (Alirio Liscano)

Era muy hábil, pero inocente de la suerte que le aguardaba

I- Cuando “La Negra” Caridad descargó furiosa el vigésimo machetazo, la cabeza voló por los aires y después de dar unas piruetas cayó sobre los sacos. El piso de la habitación, siempre cubierto de harina, se transformó en un horrendo barrizal sangriento. Durante los minutos que siguieron, en varias manzanas a la redonda, solo se escuchó la histeria esquizofrénica que tronaba en aquel cuarto. 
La testa de Prudencia, a quien tampoco servía de mucho el nombre de pila que llevaba, curiosamente, quedó erguida entre los fardos, sin echar una gota de sangre, con el bucle dorado entre las cejas y el diente de oro entre los labios. Más sorprendente era que, en medio de la tragedia, conservaba la cara seductora, aunque los hilillos que cruzaban su frente y las canas furtivas, ya revelaban el avance de los años.
Caridad lo hizo por amor, sólo por amor, por más nada. Esa era la verdad. Porque, según ella pensaba, todo lo que amamos es de nuestra propiedad. Y Casto (que no tenía nada de santo) era de ella, únicamente suyo, aunque nunca la hubiese tocado. Se enamoró del joven tan pronto la conoció, sin mediar palabra ni contacto. No podía imaginar la vida sin sus pasos. Cuando el muchacho salía al trabajo o a clases, ella corría a la ventana para verlo, saludarlo y aspirar el aroma que dejaba al cruzar. En esa forma comenzó a amarlo. Sin pronunciar palabra. En silencio. Pero llegó Prudencia y se acabó todo. 
Caridad le dijo que se quedara. Era como una hermana menor que estaba de regreso; que además, por amable y festiva, resultaba entretenida. Pronto se convirtió en la flor del vecindario. Empezó su faena, haciéndose notar de Casto, preparándole galletas por las tardes. Y sobre todo, exhibiéndole su diente de oro, el mayor de sus encantos. Así consiguió que Casto cayera en sus redes. 
Al caer aquella tarde, Caridad cantó a capella para todos, pero con la mirada puesta fijamente sobre Casto. Y así quedó confirmado en la letra de una de las estrofas que entonó: 
“De noche cuando me acuesto 
a Dios le pido olvidarte 
y al amanecer despierto 
tan sólo para adorarte.”

II- El horno, una estructura arcillosa de fabricación doméstica, estaba en el centro de aquella vivienda cuyo techo era de palma. Sus elementos constitutivos era una cúpula rústica de barro, montada sobre un pedestal de adobes, en cuyo cono superior aparecía un hueco por donde escapaba el humo renegrido. En el vientre de este domo, se encontraba un fogón con una parrilla tejida de cabillas ya tiznada por el uso. Hornear el pan era un ritual del amanecer. Luego de preparar la masa y hacer la cantidad fijada, se procedía a encender la candela hasta lograr que las llamas se uniformaran y dieran paso a un “fuego lento”, tras lo cual se introducían las bandejas en el asador. Así comenzaba la faena cotidiana. El resto del trabajo consistía en permanecer vigilante para que los bizcochos no se quemaran, atizar las brasas para evitar que el fuego decayera y al final, colocar las unidades horneadas en cestas y canastos. 
En estas jornadas de panadería, Prudencia vivió situaciones sorprendentes. Una vez, luego de prender el horno y cuando introducía la primera bandeja de pan de ese día cayó a sus pies, desprendida de la techumbre pajiza de la casa, una enorme mapanare que retorcía las rayas negras y amarillas del lomo, lo que hizo correr alocada, hasta que Caridad con sus gritos la detuvo, diciéndole que pondría a dormir a la víbora, lo que en efecto hizo. 
La madrugada fatal, Prudencia se encontraba preparando la masa. Altagracia, en puntillas, se acerco por detrás y le propinó el primer golpetazo en la nuca. La desgraciada mujer, que no tuvo tiempo de voltear, cayó al suelo y Altagracia siguió pegando. Después, en estampida, se acercaron los vecinos, por cuyas cabezas pasaba el final de aquel drama. La Escena del crimen era espantosa. Con los ojos convertidos en llamas, “La Negra” condenaba el diente de oro…

III- Caridad, después de poner en orden las numerosas biblias que durante su vida había coleccionado, se acostó en el catre. Su mente seguía maldiciendo obsesivamente el diente de oro. Sin duda, sufría una fijación sicótica. Cuando sintió que estaba lista, respiró profundo y apuró la poción que había preparado previamente. 
“La Negra” Caridad ¿falleció por locura, celos o amor?
 Solo se supo que murió.

Nota del editor: Transcripción de Jhoan Salas tomada de Viento Barinés de Alirio Liscano, editado en Caracas por la Fundación El perro y la rana (2011)