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martes, 30 de abril de 2013

El Pirómano y El Color Sepia (cuentos de Pedro José Pisanu)


Imagen en el archivo de Fernando Parra 




EL PIRÓMANO
A mí mismo, el ser más ardiente
que he conocido, el único capaz
de comprender mis ansias de fuego

Inspirado fuertemente por películas de tendencias incendiarias como Lo Que El Viento se Llevó, Al Rojo Vivo, Infierno en La Torre y Fahrenheint 451, salí con grandes deseos de imitar todo lo visto en la pantalla. Nadie imaginaría el delirio gozoso que me produjo ver arder y destruirse la biblioteca medieval de una abadía en El Nombre de la Rosa.
Mis ansias de pirómano disoluto se desataron de una manera incontenible. Empecé por quemar los pocos libros que tenía, porque yo odiaba los libros y en especial la literatura por encontrarla sosa, aburrida, meningítica y en algunos casos hasta oligofrénica. 
Mi historial clínico como pirómano se remontaba a una infancia llena de fuegos inocentes. Conocí la existencia del fuego por intermedio de un tío degenerado que tuve, llamado Prometeo. Me regaló un encendedor con el cual me inicié quemándole un vestido a una muñeca de mi hermana. Posteriormente incendié la muñeca como ritual de sacrificio a uno de esos dioses infantiles que inventé.
El odio que le tomé a las letras tuvo raíces distintas. Ya a los cinco años fumaba cigarrillos, con ellos quemaba libros, juguetes y hasta un hábito de monja. La  maestra como típica neurótica me regañaba constantemente por no distinguir la “o” de la “i”, eso duró hasta el día en que cansado de su mal carácter decidí quemarla en presencia de los demás niños.
Desde ese día la Educación cambió sus concepciones dictatoriales y pasó a ser liberadora para sonrisa de Paulo Freire.
A pesar de esos cambios mis notas seguían estancadas en cero, por lo que mi primer acto de lucidez fue quemar el boletín de calificaciones. Después de ese acto patriótico de mi parte quemé los libros de primeras lecturas por considerarlas decadentes y poco imaginativas. Mi mal tenía sus raíces en sus antepasados, de eso no tenía la mejor duda. Mi madre tenía por costumbre dejar quemar los alimentos. Mi padre en sus días de revolucionario quemaba cauchos y  de vez en cuando uno que otro autobús. Más tarde le dio por quemar taxis y taxistas por el desmesurado rencor que les tenía debido a sus abusivos cobros. Entró en una fase internacionalista, en ese entonces comenzó a robar banderas a las embajadas y quemarlas en actos de protesta.
Mis antepasados eran terribles, cuentan que ellos fueron quienes quemaron la Biblioteca de Alejandría por no saber leer. Dicen que Atila también pertenece al tronco de nuestra familia. Quemó ciudades enteras con la excusa de tener frío o que detestaba ciertos diseños arquitectónicos. La familia es grande. Muchos miembros participaron dentro de las juventudes hitlerianas haciendo piras públicas de libros. Luego les dio por quemar judíos, ellos eran así, se entusiasmaban con algo y luego se aburrían y buscaban otras cosas que quemar. Mi tío Juan ignitólogo, se dedicó al atletismo con la intención de llevar la antorcha olímpica hasta un reactor atómico para ver lo que pasaba. Pero jamás le dieron la oportunidad de hacerlo por lo que en venganza quemó una delegación deportiva completa en los juegos interterroristas llevados a cabo en Libia.
Mi niñez fue una etapa de grandes incendios. A los diez entre en mi fase experimentalista, achicharrando vivas gallinas de la casa con gruesas lupas. Luego fue la cola del gato. Mi primer trabajo contra los libros fue quemar Don Quijote de la Mancha, página por página, a la vez que lo iba leyendo y haciéndome la firme idea de lo mediocre que fue Cervantes como escritor. Después incendié La Divina Comedia. Transcurrió bastante tiempo y el número de libros incinerados aumento. Por mis manos de incendiario pasaron El Decamerón, El Discurso del Método, las obras completas de Shakespeare, las de Lope de Vega, de Moliere, de Corneille, de Sor Juana Inés de la Cruz y otros tantos que chamuscan mi débil memoria.
Ahorré durante meses, trabajando como incinerador de basura del Aseo Urbano. El trabajo no me parecía nada interesante, sobre todo porque el quemar la basura no tiene mérito, no así quemar artefactos nuevos y muy caros. Con los ahorros de este cruel trabajo me compré un lanzallamas de segunda mano y me dediqué a quemar cines con todo y espectadores, desde ese día veía películas solo Fahrenheint 451 me inspiró para utilizar mi lanzallamas quemando todas las bibliotecas del mundo, una a una fui incendiándolas hasta que solo quedó una. Esta noche se reunirán para un taller mecánico de versos y de prosas descompuestas o algo así por el estilo. Entraré disfrazado como el director de la biblioteca de pirómano confundido.

EL COLOR SEPIA
El viento se pasea por la calle, azotando con furia las ventanas y las puertas de madera roídas por el tiempo. Una de las puertas se abre violentamente y una marea de polvo se levanta del suelo y de los viejos muebles de cuero. El recinto está invadido de telarañas y larvas que conviven entre las ranuras del piso. Sobre el desvencijado escritorio se halla un álbum grueso.
Aquí tenía apenas seis meses, Posaba desnudo con el pompi hacia arriba, tenía la gracia natural de cualquier niño de mi edad. La fotografía en cuestión no poseía gran estilo ni calidad. No podía esperarse mayor cosa en un pueblo donde el fotógrafo era carpintero, sepulturero, barbero y trombonista. Luiggi Mastrosapius comenzó a visitar frecuentemente nuestra casa. Parece que fue ayer nada más. Luiggi se apareció por la fonda de papá. Llevaba un par de baúles verde perico que resaltaban con el negro de su traje de pana lisa y su también sombrero negro de ala ancha. De su rostro siempre pálido colgaba un par de grandes orejas y una sonrisa sardónica imperturbable.
Desde el primer momento en que me vio quiso fotografiarme. Sabía mi edad exacta: diez años y ochenta y un días de existencia – afirmó secamente sin mirarme. Luego me hizo posar en harapos frente a su cámara con trípode y sin hacerse esperar introdujo su rostro bajo el trapo negro de aquel fantástico aparato. Escuche un sonido y Mastrosapius dijo que ya estaba listo. Pasaron varios meses y no recibimos noticias del extraño fotógrafo, pero en carnavales el cartero trajo un pequeño sobre para mí. La abrí con premura y descubrí atónito mi fotografía con el aspecto de un príncipe en lujosas vestiduras; no salía de mi asombroso, pues yo no tenía trajes tan lujosos.
Debieron pasar diez años, seis meses, seis días y seis horas para que Luiggi Mastrosapius se presentara de nuevo. No había envejecido en absoluto y ahora se le notaba más contento debido a que tenía nuevos clientes, en todo ese tiempo se le habían multiplicado. Sólo me dijo que yo era la persona elegida para ser su fotógrafo auxiliar. “Ha llegado el momento de que actúes”. Me enseñó el arte de tomar fotografías. La cámara era bastante complicada, pero con el tiempo le tomé confianza y fue como una amante inseparable para mí. Tenía la rara particularidad de incluirme en todas las fotografías que tomaba, sin necesidad de exponerme frente al lente. Comencé por tomar fotos a los naranjales de mi vecino, Hermenegildo Pomparrosa. Al revelar las fotos me hallé en todas las tomas. Al poco tiempo los naranjales se secaron a pesar de los seguidos aguaceros de la época. Después fue Bobby, el perro de la casa, a quien le tomé una foto mientras dormía. El animal murió antes del anochecer. Varios ancianos buscaban un fotógrafo y yo solícito y diligente no me hice esperar; los resultados se vieron en la página de obituarios, la cual se vio aumentada de súbito.
Comencé a sentir extrañas sensaciones, cada vez que fotografiaba a alguien, mis energías aumentaban e incluso me encontraba más lúcido y lleno de experiencias.
Emilio Gayman, un pintor al cual detestaba con odio inimaginable, fue el primer homicidio que realizaba adrede. Lo fotografié mientras trataba de golpearme con sus manos. El flash lo dejo ciego instantáneamente y pronto empezó a perder peso hasta morir a los veintiún días, pesaba menos de veintinueve kilos. Su cuerpo estaba invadido por gusanillos multicolores que como cosa curiosa llevaban la firma de Gayman. Después fue Monolo Hacha Tongue, quien no me había hecho nada, simplemente no me caía bien. De complexión amorfa y desmedidas ansias por la comida, fue una de las victimas más fáciles. Lo invité a comer gratis en la fonda de papá y allí lo retrate mientras se hartaba de mondongo, parrilla, cochino en salsa y toda una mesa llena de postres. Esa fue su última comida, a los tres días murió afectado por una terrible indigestión.
Aunque el asunto no era solamente con la cámara, sino con cuanta foto me tomaban. Mis acompañantes duraban muy poco, después que se revelaba la foto. En unos cuantos meses los habitantes de mi pequeño pueblo había disminuido notablemente. Tres de mis amantes murieron al insistir en que les tomara una foto. Las personas comenzaron a sospechar e incluso a temer a las fotografías. Las tres cuartas partes del periódico del pueblo se iban en reseñar obituarios y funerales. Existía cierta inquietud entre los pobladores, excepto en los dueños de funerarias y en los sepultureros, quienes vieron aumentar sus ingresos considerablemente.
La gente no se fotografiaba por temor a morirse. Mis energías disminuyeron y comencé a enflaquecer terriblemente. Llegué a creer que no pasaría de la medianoche. Apareció Luiggi Mastrosapius con mi retrato entre sus manos. No sonrió y se mostró furioso conmigo. Dijo que él negocio andaba mal porque yo no estaba tomando fotos. Si no tomas más fotografías morirás, dijo mostrándome mi retrato en un ataúd.
Comprendí que hora tomar fotos era un problema de vida o muerte para mí. Tuve que irme a otras ciudades y comenzar a tomarles fotos a personas desprevenidas, de esa forma mi existencia estaba asegurada por algún tiempo. Hice varias tomas al estadio de futbol que se hallaba repleto con más de veinte mil espectadores. Luego fui a las iglesias, allí al lente de mi cámara actuó de nuevo. Culminé en la tarde, fingiéndome reportero gráfico y haciéndole tomas a un gigantesco mitin político con más de setenta mil personas. Al día siguiente los diarios publicaban que en el partido de fútbol las estructuras del estadio se vinieron abajo y no hubo ningún sobreviviente. Algo similar pasó con varias iglesias atestadas de feligreses, las columnas y vigas de estas se derrumbaron sepultándolo todo. Lo del mitin fue algo dramático, pues la tierra se abrió en violento cataclismo y se tragó a las setenta mil personas presentes, incluyendo el candidato.
Mastrosapius estaba tan contento que abandonó sus preparativos para fotografías la Tierra desde una nave espacial y vino a felicitarme. Me condecoró con una extraña medalla y un diploma en negativo como el fotógrafo del mes.
La felicidad duró poco, se corrió el rumor de que todas las desgracias ocurridas eran por causa de un fotógrafo. Se desató una caza de fotógrafos sólo comparada a la de Salem en 1692. Las policías del Estado se encargaron de decomisar cuanta cámara fotográfica había y en una pira pública efectuada en la plaza Bolívar las quemaron. En cuanto a los fotógrafos, la mayoría de estos fueron linchados (gesto que aplaudo, pues siempre me tomaron fotos muy malas). Estos hechos me hicieron huir. Antes del alba tomé una foto en gran angular de la ciudad, situándome en un cerro desde el cual divisaba la populosa metrópoli. A los pocos minutos ocurría un sismo descomunal. Las calles se abrieron atragantándose de casa y edificios. No hubo sobreviviente alguno. La tragedia fue tal, que la destrucción de Pompeya y Herculano quedó como algo insignificante.
Entonces, Mastrosapius me concedió el honor de que fotografiara a la Tierra desde la nave espacial. Me negué rotundamente y, tal como había pensado, Mastrosapius me mostro de nuevo la foto del ataúd. El no esperaba la que yo lo tenía guardada, una instantánea que le había tomado tiempo atrás sin que se diera cuenta. Empezó a morir lentamente mientras contemplaba su horrenda figura plasmada allí. Nadie creería que el mismísimo Lucifer, dueño y señor de las tinieblas y los claroscuros, en la apariencia de Luiggi Mastrosapius se retorcía en el piso. Adoptó un color morado y entre violentas convulsiones vomitó azufre. Pidió clemencia y hasta un pacto me ofreció. Rompí en primer lugar mi retrato y luego el de él. En premio me llenó de riquezas y liberó de la muerte eternamente.
Entre polvo y las mareas del tiempo imperturbable contemplo mi última foto en grupo. Pronto comenzaré a tachar rostros hasta quedarme entre matices claros y sombras sonámbulas de seres que existieron, y que gracias a mí son libres de mísero destino.

* Estos cuentos pertenecen al texto EL DIARIO DE BROM (1998) publicado en San Cristóbal, Táchira, por el Fondo Editorial Toituna y el Consejo Nacional de la Cultura.
** El autor de estas obras es Pedro José Pisanu. Escritor nacido en Tovar, estado Mérida (1962). Licenciado en Letras por la Universidad de Los Andes, se ha desempeñado como articulista y colaborador de diarios y revistas. Reconocido organizador del Encuentro Internacional de  Escritores de Colombia y Venezuela desde el pasado siglo.
***La transcripción de estas piezas es una colaboración de  María López Ortuño. 

jueves, 31 de enero de 2013

Antropozoo: fábulas de "Vestigio Animal" (cuentos de Carlos León Mejías)


La formas y las figuras son imaginación (imagen en el archivo de Anita Mendoza)

Contenido: El Hombre Zamuro. El Hombre Gato. El Hombre Báquiro. El Hombre Mono. El Hombre Lobo. El Hombre Araña. El Hombre Pez. El Hombre Alacrán.  El Hombre Bachaco. El Hombre Camaleón. El Hombre Tiburón. El Hombre Comején. El Hombre Morrocoy. El Hombre Caballo. El Hombre Turpial. El Hombre Cerdo. El Hombre Perro.


EL HOMBRE ZAMURO
El hombre Zamuro despertó sobresaltado y en la oscuridad de su habitación descubrió  que miles de ojos lo observaban. Estático sintió como las miradas desprendían poco a poco sus órganos. Por su mente pasaron los miles de cadáveres que le sirvieron de bastimento en su larga vida. Un extraño cosquilleo estremecía lo que le quedaba de cuerpo, sin embargo, sonrió. El ser devorado por sus víctimas le liberaba de culpas.  Así que pensó que lo mejor era volverse a dormir.

EL HOMBRE GATO
El hombre gato presuntuoso, dedicaba su vida a la conquista de jóvenes muchachas, creía estar destinado a cumplir una misión divina: orientar  con la experiencia adquirida por su sabiduría erótica. “El saber entra por el sexo” era su tesis. Eran diversos los temas contemplados en su escuela y al ritmo del amor penetraban los más hondos saberes. Hoy se le considera el único hombre gato canonizado en vida y sus sermones invaden las editoriales especializadas en temas educativos.

EL HOMBRE BÁQUIRO
El hombre Báquiro hizo del odio una doctrina. Cultivó la rabia inventando guerras fratricidas. Desafió el poder de los imperios. Fue declarado enemigo público y se le persiguió. No encontró más escapatoria que huir hacia el mismo.

EL HOMBRE MONO
El hombre Mono quiso ser presidente. Sació sus deseos y se convirtió en autócrata. Conminó al pueblo a pervertir la libertad. Al poco tiempo, la candidez de una lágrima infantil sepultó su imperio.

EL HOMBRE LOBO
El hombre Lobo se creía el poeta más grande su país. Su vanidad crecía al ritmo de su fama. Sus libros recorrían el mundo y se creía inmortal. Sin embargo vivió siempre en la duda de que sus libros jamás fuesen leídos.

EL HOMBRE ARAÑA
El hombre Araña tejió sus redes y esperó el momento oportuno. Atrapó el olvido que por largos años deambulaba en el corazón del poeta.

EL HOMBRE PEZ
Al hombre Pez se  le acusaba de haber vendido su libertad. Había cambiado su largo y hermoso mar, por unas migajas de pan que diariamente le lanzaban en su hermosa pecera de cristal.

EL HOMBRE ALACRÁN
El hombre Alacrán pensó que era un hombre. Analizó. Pensó. Analizó. Se tomó de las manos y revisó el silencio, las noches y las despedidas. Revisó los días, las heridas y las palabras. Se miró a sí mismo y escudriñó sus ojos. Descubrió que podía ser un HOMBRE. Sintió miedo. Quiso dormir todo el día para olvidar tan fatal descubrimiento y esa misma noche se enterró su propia ponzoña.

EL HOMBRE BACHACO
No es justo –dijo el hombre Bachaco- toda la vida trabajando para morir pobre. Esa noche una estrella alumbró su cueva. Había nacido en su conciencia la voz de la razón.

EL HOMBRE CAMALEÓN
El hombre Camaleón atrapó con larga lengua pegajosa a los pequeños hombres distraídos, cultivados por la habilidad circense del cambio de color. No pudo percatarse que entre ellos iba uno, que a pesar de su tamaño diminuto, le fue abriendo heridas en su cuerpo con ideas geniales.

EL HOMBRE TIBURÓN
El hombre Tiburón, se le tenía por extraordinario cocinero. Con esmero inventaba cada día exquisitas fórmulas culinarias que degustaban el paladar de sus clientes. Mas,  hoy,  sólo por el exótico plato que preparó con el cadáver de su esposa.

EL HOMBRE COMEJÉN
El hombre Comején se asomó a su ventana y pensó: Todavía queda mucho territorio por conquistar.  Alistó a sus ejércitos y se lanzó a la ofensiva, Por largos años su país se enriqueció  a fuerza de la miseria de los pueblos derrotados.
Un día de invierno oyó una voz que decía: tu justicia vulnera la libertad y la paz de las demás naciones, tu imperio será destruido.  Asustado llamó a sus adivinos. Ellos interpretaron la voz como el clamor de sus víctimas. Desde entonces lo persiguieron voces suplicantes  que atormentaban su conciencia. Se dice de él que vivió solo  y abandonado en algún lugar de la ciudad recordando el esplendor que alga vez tuvo su nación.

EL HOMBRE MORROCOY
El hombre Morrocoy miró hacia el infinito. Pensó en la oscuridad  de la noche, observó las estrellas y se extasió con su brillo. Boca arriba con su concha sobre la paja musitó: Gracias,  Dios mío, por haberme creado hombre Morrocoy; ahora entiendo la lentitud de mis pasos y lo pesado de mi concha. Si vuelvo a nacer quiero ser hombre morrocoy. Al levantarse se sintió tan liviano y caminó tan veloz que nadie pudo detenerlo.

EL HOMBRE CABALLO
El hombre Caballo que el éxito está ligado a la rapidez con que se actúa. Hizo de la velocidad un valor irremplazable y así vivió en una agitación permanente, por eso nadie se sorprendió  de su temprana muerte, lo extraño fue la larga agonía que tuvo que soportar.

EL HOMBRE TURPIAL
Un verso basta para mover el mundo –dijo el hombre Turpial- y se dedicó a escribir poesías. Metáforas tras metáforas construía un mundo mágico, único, perfecto. Al tiempo contaba con miles de seguidores que transformaron sus poemas en una nueva teoría política. La esperanza se alojó de la mente de hombres y mujeres, y la poesía penetró el corazón de los más humildes. El reino de la poesía estaba por venir.
Un día vieron al hombre Turpial ascender a los cielos. Lo interpretaron como una señal. A pesar que esto ocurrió hace miles de años todavía esperan su regreso.

EL HOMBRE CERDO
El hombre Cerdo se aseó,  lustró sus zapatos y elegantemente vestido salió a buscar empleo. Por varios días regresó a la casa tarde en la noche cansado y frustrado. Un día cuando la angustia comenzaba a comerle las esperanzas se le ocurrió una extraordinaria idea, vender chicharrones fritos, Así fue como poco a poco fue desprendiendo de su cuerpo su apetitoso pellejo y a buen precio lo ofrecía convertido en ricos chicharrones. Sus amigos se enojaron porque se estaba lucrando a costa de venderse a sí mismo. Para el hombre Cerdo era un problema ético superable y pronto lo entenderían; lo cierto es que se convirtió en millonario y de su pellejo solo queda lo que le cubre sus patas.

EL HOMBRE PERRO
El hombre Perro se creía perseguido por fantasmas. En las noches sus sueños se transformaban en pesadillas. El sonido de sus pasos diurnos semejaban un tropel de monstruos acosándolo.
Visitó sacerdotes, brujos y psiquiatras, y no encontró explicación alguna para su mal.  Al tiempo comprendió que eran visiones que produce los estragos del hambre; entonces se dejó morir inventando sueños placenteros de exquisitos manjares.

EL HOMBRE LEÓN
El hombre León hacía su recorrido habitual recogiendo el rumor de la ciudad. “Habladurías”,  decía ante el consejo de sus amigos. Ya estaba viejo, tenía que cuidarse, su visión no era la misma, su oído defectuoso, su voz imperceptible, y su andar lento y desprevenido. “Habladurías”,  repetía el hombre León, “todavía tengo un espíritu joven” y con gran lentitud a travesaba la ciudad. Un día dejó de verse y sus amigos desconocen su paradero. Un niño aseguraba haber visto a unos obreros lanzar un muñeco, muy parecido al hombre León, al camión de transportar basura.  


Nota: Carlos León Mejías. Tallerista e investigador en títeres, narración oral y dramaturgia. Profesor de Artes Escénicas de la UNELLEZ-Barinas. Personalidad artística que goza de un merecido prestigio en la zona de los Llanos y el Centro-Occidente venezolano. De su obra literaria se han publicado estudios sobre el teatro en Barinas y los poemarios: Glorimetrías (1984) e Itinerario común (1998). Las fábulas aquí publicadas (Antropozoo) forman parte de Vestigio Animal, texto publicado por la UNELLEZ, en la ciudad de Barinas (2003). 

miércoles, 30 de enero de 2013

De la más reciente poesía falconiana (César Seco)

Poesía, paisaje y tiempo se derraman en Falcón.
(archivo de Tulio Torres)



ECOS Y PASOS ALLÁ Y AQUÍ -César Seco 
Me fui de esas calles pero ahora las encuentro por donde voy. Escucho el eco de voces que llegan de allá a hoy sin mediar tiempo y distancia. Sin obviar el tono particular de cada voz, las escucho y paladeo en la mía que enmudece. Imagino el rostro de los que las dicen y las escriben, mientras aparto el polvo para ver, mientras hago oído para escuchar.  No disocian los muros de silencio que les salen al paso en la ciudad, de la hoja en blanco donde vacían sus súbitos y aprehensiones, algunos en la soledad de una habitación, otros  en la libación de sus angustias y placeres, otros caminando esas calles por donde ya no ando, pero que aún reconozco en la memoria como si fueran líneas de la palma de mi mano.
 Degusto esas voces que prolongan a  otras ya ausentes, habitando por fin el reino de lo invisible a donde iban y llegaron por la palabra, la misma que los hace presencia letrada entre nosotros. Con unas y otras en el oído camino por esta otra ciudad, iluminado por la vastedad de su cielo siempre encendido por la llama alta del oro negro que mueve al país. Aquí las evoco e invoco para que vengan a asistirme en mi mudez de flaneur, para que me lleven de vuelta a la ciudad de arena, para que me depositen en sus solariegas calles y avenidas y despierten en mí todos los ecos con los que la escritura posibilita allí el sueño y  abre los ojos a la perplejidad, esa que llamamos realidad por no tener otra palabra con la cual nombrar al súbito, la intensa resolana o la muda noche que precede las apariciones súbitas, el trasgo o el duende.
Me fui de esas calles pero ahora las encuentro por donde voy. Escucho el eco de voces que llegan de allá a hoy sin mediar tiempo y distancia. Sin obviar el tono particular de cada voz, las escucho y paladeo en la mía que enmudece. Imagino el rostro de los que las dicen y las escriben, mientras aparto el polvo para ver, mientras hago oído para escuchar.  No disocian los muros de silencio que les salen al paso en la ciudad, de la hoja en blanco donde vacían sus súbitos y aprehensiones, algunos en la soledad de una habitación, otros  en la libación de sus angustias y placeres, otros caminando esas calles por donde ya no ando, pero que aún reconozco en la memoria como si fueran líneas de la palma de mi mano.
**** 
Me detengo en una plaza de aquí y ya llega de una calle de allá la voz de Antonio Robles, el poeta que se demora en sus pasos mientras se abisma en la sobrerealidad; flaco y desgarbado en su torre de huesos, bajando por el paseo Talavera. Es él (me digo aquí, leyéndolo) quien marca la ruptura, quien fue más allá del amago nuestro. Antonio Robles sí, me gustaría llamarlo Helímenes, que fue el nombre que le conocí cuando era liiceísta y enfrentamos la policía represiva de los años del disimulo. Lo alcanzo en su escritura de filiación beat, pero sólo hasta allí porque lo que logra decirme en la página siguiente, ya adentrado en su libro Callejón X (2007), es muy suyo: un decir por el que anda como vivo y desanda como fantasma, en esa ajenitud que mira a otro lugar y otro tiempo. La suya es una poesía que siempre nos va a esperar más adelante, una poesía que leída hoy nos dirá mañana tanto o más de lo que su eco nos devuelve en el preciso momento en que viramos de esquina:

SIN TIEMPO
 Entonces he aquí que un muerto salió a la calle
entró en un taller literario
y el bahareque silencioso fue danza de palabras
“no descanséis en paz criatura mía
dadme a beber tu piel y me aliviareis
este delirio psicótico”

Entonces he aquí que un fantasma jíbaro se puso
a caminar por la ciudad
y diseñó símbolos figuras plegarias naturaleza
elementos físicos alados
“nuestro reino no es de este mundo “apoteósico le
diría a otro espantapájaros para no aburrirnos y
recuerdo a JACK NICHOLSON atrapado sin salida
y en los años 50 JAMES DEAN se fue en busca
del paraíso.

Estoy desubicado fuera de tiempo fuera de contexto
vacía metáfora decir hoja seca en el viento
entonces ave negra
¿me entregarás tu carne o me negarás tres veces antes
de que canten los cuervos? 
me inscribiré en el gran “hall” porque se me arrebató
el espíritu

 Me voy de ese paseo allá mientras aquí en Punto Fijo me dirijo al centro y decididamente lo hago en esta hora solar de otro día en que el ruido de los autos y el movimiento de sus gentes entrando y saliendo por las vidrieras del desmesurado consumo, me hace pensar en la posibilidad de desplegar alas (si las tuviera) y volar desde esta calle céntrica y concurrida de compradores compulsivos hasta el pie de los médanos y dejarme ir entre las dunas con mi sombra a cuestas para llegar a ese centro que siempre parece dormir y que bien ha sabido pintar en  cuerpo de mujer Nicasio Duno.  Se trata de una posibilidad que sólo el arte y la poesía, como la fe, nos hacen detentar como el sueño que es. Es el claro instante en que a mí llegan como traídas por la ventisca unas palabras en que reconozco la voz de Anthony Alvarado, llegando de Pueblo Nuevo a leerme unos textos que ha concebido en su paciencia de avisor casado con los ecos del simbolismo,  atento a las aprehensiones que lo revelan como animal urbano en las abiertas páginas de su libro inédito:

EN LA VÍA PÚBLICA 
 Andaba como un cráneo, sujeto de vértebras, tendones, tejidos.
Andaba como un hueso, pendiendo, oscilando, siempre
como péndulo de mármol y concreto.
Andaba como un crucifijo, una línea que desgarra la carne
y un travesaño que secciona el alma.
Andaba en fragmentos, propios e impropios, sin sujeciones
o bisagras que concentraran este cuerpo desecho.
Desarmado por los pasillos, en la estación de buses.
Desmembrado como hormiguero zigzagueante,
a punto de putrefacción y huesos,
sustituido por prótesis que robaban mis movimientos.
Cosido por los músculos blandos y los tendones frágiles.
Descosido entre las junturas y los pliegues del asco,
entre cabillas y tuberías improvistas. Trastocado por los latidos
y el recorrido de la sangre que escapa por las heridas practicadas
a este occiso apuñaleado entre la noche y el alba,
entrecortado y desmembrado como una flor sin pétalos.
Después de oírlo ya no soy el mismo. 

Me adentraré unas cuadras más adelante allá, haré un zigzag antes de llegar a La Alameda donde Ennio Tucci y Jennifer Gugliota junto al Grupo Musaraña levantan un tendedero de poemas. Me sentaré a verlos compartir esa, su emoción, tan recatada  como febril, por la difusión del poema, mientras envestidos de dignidad y pureza pergeñan esa escritura suya que apunta por el ojo del desenfado y la denuncia.  La ciudad se ha cocido la boca ante sus disparos verbales, pero ellos no cesan de lanzar dardos poéticos y servir de editores de los más jóvenes que les siguen hasta su Madriguera. El primero que viene a mi encuentro es Ennio Tucci con su voz de niño reclamando de inmediato mi atención:

SINCERO PÉSAME A LOS DÍAS HIPÓCRITAS
 Sombríos días de gente y marketing
monedas y billetes prometen acabar con todos
vomitando la comida sobre-condimentada
días hipócritas de saludos plásticos con tallas B-36
y súper eses y una que otra bata pa’ la abuela
cantando la canción de moda
pregonando en el tráfico con párrocos y políticos y estudiantes
y no olvide regresar lo atenderemos como siempre
días bambalinas de colores arbolitos santas y pesebres
de Querido Niño Jesús que no se vaya la luz y no llueva
que no he comprado el juguetito pa’ comenzar a matar gente

EL POEMA DE LA FLACA
 Flaca Córtame una pierna
Hoy quiero faltar al trabajo
Y hacerte desayuno
Me quedaré contigo
Y el sonido del día al otro lado de la ventana
Córtame la pierna por hoy
Mañana regresaré al trabajo y al mundo

Sabes que no puedo pasar tanto tiempo fuera del mundo
Sabes que necesito estar sin piernas para pensar en ti
Saber que me traiciono cada vez que puedo

Por eso te digo flaca
Córtame una pierna y deja el cepillo donde está
Hoy no me lavaré la cara
No cepillaré mis dientes
Sólo te prepararé el desayuno

Córtame una pierna y regresa a la cama
No la prepares para el almuerzo
Quédate conmigo y ayunemos juntos
Yo un nuevo mocho y tu mi despeinada
sólo por hoy hazlo
córtame una pierna y regresa a la cama

Antes de dar un paso de regreso debo mirar a donde estoy. Este es el omphalos de la ciudad de las tunas. Si aquí el silencio te coloca tu propia lápida antes que te borres, estos jóvenes se resisten a ser sepultados en el vocerío inconcluso que los persigue sin darles tregua por calles y aceras. Ahora llega a mi oído la palabra de Jennifer Gugliota. Ya Ennio me la ha dibujado con precisión en su poema antes que ella se pose a nuestro lado como paloma. La escucho antes musitar la timidez que leo en sus ojos, pero no en su poesía donde la encuentro recía, cierto látigo para azotar la mentira histórica, incluso la apariencia que suele cubrir el rostro de las gentes y la verdadera piel de las cosas a la que ofrece su visión particular, critica y criptica, de mujer lúcida:

Ya éramos y andábamos en guayuco,
Unos tantos desnudos.
Y no hacía falta este idioma
y sus teorías simbolistas, semánticas y religiosas.
Nos bastaba el signo para ser y éramos en verdad.
Del instrumento, naturaleza, vibraba en nosotros
y así nos multiplicábamos.
Nos contábamos con los dedos de los pies y las manos,
con cada grano cosechado y las lunas y los soles
conjugaban esta poesía espiritual.
Nos llamábamos y la lengua se hacía rio,
se hacía mar, montaña y desierto.
Palpitábamos en la tierra, manteníamos
la respiración de los arboles.
Ya éramos cuando su dios se posó en esta orilla.
Ya vivíamos al son de nuestra sangre,
de nuestras luchas y cotidianidades.
Éramos pues un pueblo libre, descubierto,
nos conocíamos. La ciudad está perimetrada.
Hoy prometí llevar a los niños al cine, hace ya un año.
Los tomo de la mano, hago cotufas en la cocina de la vecina.
Tiene en su tele una porno.
Tapo los ojos de los niños y los llevo al gallinero.
Nos sentamos y vemos desde la cima de esta tierra
como el gallo picotea el suelo, como surge el gusano
que logra huir de la gallina pero no de la paloma
que salió desde el tejado y en picada tropieza con el árbol
y arremete contra la vida del gusano,
que yace feliz en el suelo burlándose del gallo y sus gallinas.

 Antes de irme me llevaré esta resonancia para no perder el hilo en la fugacidad de esas nubes que miré pasar hace un momento. Un rato después, más adelante, camino ya sosegado por un trago de cocuy que me di sin mirar atrás. Enseguida recuerdo a José Paredes, quien como yo ha abandonado los muros de barro y lo imagino caminar a mi lado, desbordado por su risa pantagruélica. El delgado hilillo de sus versos me alcanza antes que me hunda calle abajo con todo y sombra. Hay en su voz como una reminiscencia de la dicción memoriosa y precisa que nos legó el entrañable poeta Álvarez, pero su tono se agiliza como sus pasos y va al encuentro de un rostro aletargado en la resolana, rostro que ya he visto en el cúmulo de nubes pasajeras que zurcen la inmensidad celeste del cielo coriano a cierta hora de la tarde, o bien, he avistado ya tras un postigo tan remoto como presente, sorteando la ferocidad del clima con la gracia de un movimiento parecido al aire que apenas si mueve una hoja en el patio de su infancia, tal como el poeta lo ha dejado escrito en la página blanca ante la que se inclina risueño:

A Cruz Medina, Maíta

Besa el agua
la harina
que la moldeará
en bendito sustento

Una nube la aleja
de esta terredad

Su voz entrecortada
pregunta por un lunes
que ha bajado
unas cuantas horas atrás

Los recuerdos la pueblan
la desvanecen
en el vaivén

Ya sus largos pasos
parecen inexistentes

Aquellas manos
hermosas
que pararían al rayo
titubean en su monologo

Ya no habla con los números

Sus manos se agitan
en el vuelo
que deja absorto
al abanico.

 Es el instante cuando estando aquí estoy allá y no lo puedo evitar porque esa es la piel de mi estadía y la llevo a todas partes. Siento que ando perdido en los recovecos de la vieja ciudad, pero un verso desentendido de tanto polvo, de tanto silencio me hará volver a la alegría pueblerina que aún se respira en Carirubana donde me espera Inti Clark cerca de la piedra donde dicen que Alí Primera se sentaba a oír el dictado de su canción necesaria demandante de justicia. Allí mismo, el poeta me pide que nos sentemos porque ha de leerme unos poemas de su libro Tu cuerpo es una patria en vértigo(2008). Encuentro en sus versos un amor y una militancia solidaria que figura su compromiso asumido con la palabra y con la esencia toda de ese pueblo que lo vio nacer. Encuentro esa ternura que dialoga con la voz mayor de Guillermo De León Calles:

Y VOLVER, VOLVER
 Mi único tiempo es descubrir contigo la alegría
de goma que tienes agazapada
Todo tu llanto también es esta ciudad
la calle tiene ese olor
ese sudor
inventado por la cama
Busco tu pelo
pero es la boca
la que se atraviesa en la soledad
como si fuera una bailarina
Me voy pronto y puedo ver
todo el mar arruinando mi tristeza,
cada quien busca el punto exacto
del país suyo, imbatible, eterno
entonces queda decirte
que soy tambor y Venezuela
caribeño y que cree en un proceso político
dentro, tengo otro pasaporte
y es el abrazo con toda su ebriedad
Tantas cosas pero sólo las palabras
guardan el cofre sagrado
la otra música
Se van bajando los días
en el resto de la Internet
no ven cómo alumbro yo
relampagueando desde el ombligo
hasta la fiesta
gritando a los cuatro vientos que me moldeaste

 Ya es tarde, si he de volver a casa lo haré seguramente, pero antes entraré en una tasca del centro a llamar los alcoholes que Camilo Morón transpira y respira cuando anda de fiesta en Coro y nos llama a oír lo que dicen las piedras pintadas de la Sierra y a probarnos en el conocimiento de los fósiles por los que se va al origen, aun estando sentado a las puertas de un bar a punto de que lo visite el poema donde arremete contra la ciudad y la desnuda en sus taras y miserias para mejor ver el limpio hueso de donde viene, de donde venimos todos, como lo aseveró Cruxent:

I
 Un bar en cálida penumbra
y la suave aromática carne de madera.
La oscuridad como un traje viejo pegada a la piel,
y de piedra y ámbar la conciencia navegando saudades
en un vaso de cerveza.
Perfila la noche canciones ausentes.
Trasiego en silencio círculos concéntricos.

II
 Esta ciudad amarilla
enrejada en su silenciosa lluvia de arena y de tiempo
Esta ciudad apergaminada colonial
y vulgar y lamentablemente pantallera
a la vuelta desordenada de todas sus esquinas
que consagran sus instintos de canalla de puta y de beata
Esta ciudad desmemoriada
y milenaria abre las piernas e invita a ultrajarla
en un acto de entrega infinita
Esta ciudad de casas de fango seco y cuentos tuertos
me ha dado a beber barro desde su pecho de adobe
y ha criado en mi cabeza
una pajarera de sueños bravos
Esta ciudad de amos impotentes y esclavos sublevados
canta sus llagas
con una canción de guijarros impostores
Y sus paredes caen manchadas por la lepra de los años
Y abre sus puertas en la noche a una jauría de sombras
Y yo voy encendiendo las luces
en las cuencas vacías de las olvidadas calaveras
una a una

 El bar entonces se habrá convertido en una conversación de vivos y muertos como la suponía el poeta de la Cabra sin ojos cruza el viento. Será el momento de tener presente de la magnífica factura del poemario de Yariza Rincón, La mujer Caballo (2008) de donde extraigo de memoria este poema donde ocurre el desdoble, la alucinación más pura del desierto:

Conozco a una mujer llamada Caballo
lavaba su pelo cobrizo en los charcos
quedados de la última llovizna
Construyó una casa
vigilada por caballitos de mar
No niego que podría ser Nefertitis
desdoblada en su espíritu perdido
para ser adorada
por el último sol y mar abierto
Un día me prestó su casa
no hubo duda
era la mujer Caballo

 En ese instante impreciso vendrá a los intersticios que pueblan mi recuerdo la voz nicótica de Gregorio Meléndez a darme noticia de su Peor es nada (2010), libro donde da continuidad a sus desamores y borrascas a medianoche en hoteles de mala muerte con la elegida de turno. Escucharé atento esa dicción suya que manca y espina como abrojo y salpica de ironía las sábanas que le encandilan como le exige esa sencillez suya, que no simpleza, para darse a la poesía:

Es lastimoso

Dios me dio
        los pases
y creyéndote libre
        quedas
        condenada

Quizá interceda
         (si estoy de buenas)
hago la segunda
tal vez
permita
entres a mi cielo

*
Eres un chance
“Tu peor es nada, Poeta”
-palabras de Carlos Miranda-

Un contento de estrellas,
                           fugaz,
Resignación para el abandono
          culpable y sentenciado

El compromiso para salvarte.

 No me iré del bar de allá si antes no vuelvo aquí por donde vine. Estaré llegando cuando la voz del caracol venga con su espiral a dejarme en casa aquietando mis pasos. Me hablará ella, la mujer que tiene mi llave. Me abrirá la puerta y los sentidos. Se llama Argelia Malaver  y mientras de sus manos salen ramos y ofrendas de rosas como si fueran prolongación de su piel, me recuerda que ella escribe en esas horas en que el silencio le devuelve el habla y que debe ella volcarlo en escritura con la misma diligencia en que se conoce y vive. Será el momento en que acerque a mi oído un poema de su libro Rosa Diligente (2006):

II
 Solicito un minuto del tiempo para saberme
Cuando el silencio no me toca
rompo la barrera del tiempo
en escucharme

No se está donde se quiere
se está donde se debe,
escogí lo que sabía mío
No me aguarda el que quiero
sino al que me debo

Siento nostalgia por lo que dejé en el árbol
cuando tuve que desprenderme

Aquietar mi ser, lo que anhelo
encontrarme lo que debo

Llegó lo que un día
supe sería mío,
este tiempo vivido se repite
en línea recta

No entiendo nada, estoy
donde no debo, donde quise,
donde merezco

Si me escondo me encontrarán
los buscadores de agua

Qué sucede en mí cuando
me tengo por completo

sensación o éxtasis
lo que ocurre

Llegó el momento esperado
el que aguardaba en mis cajones
y ahora qué

taciturna por la llegada del que me toca la puerta
y me dice ya es hora

dónde tendré el santo lugar para poner
la manta roja que guardé hasta ahora

Escucha mi latir incesante por salir de aquí
desata los nudos que una vez hicieron otros

ya no hay lugar para la espera
todo concluye en un segundo

estoy de vuelta
quiero montarme en el árbol
atrapar mariposas,
en verdad es lo que quiero
quietud del alma
reposo – sosiego – paz
para ver los ángeles que me aguardan

ya es hora
no hay otro tiempo
juré seguir creciendo

Se es Grande cuando se es pequeño

Entonces habré llegado a donde ya no puedo devolverme y recordaré a otras voces: Flor Smith, Manuel Bolívar, José Barroso, José Gotopo, Gilmer Contín, Emilis González, Mayleen Sosa, Oscar Chirinos, Néstor Rángel y otros que ahora escapan de mi memoria. Llegaré sí, envuelto por esa diversa resonancia que me pide que otro día esté atento porque sus tonos e inflexiones poéticas vendrán a encontrarme mientras vaya o venga, antes que el olvido o el falso progreso los borre definitivamente.

Nota: CÉSAR SECO: En Afinidades Electivas Venezuela leemos la siguiente ficha de César Seco: “Poeta, ensayista y editor, Coro, 1959. Fundador de la Casa de la Poesía "Rafael José Álvarez" y de la Bienal Internacional de Literatura "Elías David Curiel". Director de la Revista OIKOS (Premio Nacional del Libro, 2005). Uno de los principales poetas de la generación que comenzó a publicar durante los años 90. Integró la redacción de la Revista Poesía y fue colaborador del suplemento literario Verbigracia, de El Universal. Ha sido galardonado dos veces con el Premio Municipal de Literatura de la Alcaldía de Miranda del Estado Falcón (1993 y 2000). Con el libro El viaje de los Argonautas y otros poemas obtuvo el Premio de Poesía Bienal de Literatura «Ramón Palomares» (Trujillo, 2005). Ha publicado los libros: El laurel y la piedra, 1991; Árbol sorprendido, 1995; Oscuro ilumina, 1999, Mantis, 2004, El Viaje de los Argonautas y otros poemas (2006), Lámpara y Silencio (Antología poética, Monte Ávila Editores, 2007), y Transpoética (Ensayos, 2009)…”