jueves, 17 de enero de 2013

La llaneridad (5): Llano adentro; Fantasmas a pleno día


A pleno día el asombro es mucho mayor.  
(Imagen en el archivo de Llano Adentro)


LA CIUDAD MUERTA (José Rafael Pocaterra)
I
De sobremesa hablábamos de aparecidos. Cada quien refirió algo misterioso, horrible o sencillamente espantoso. Las mujeres a ratos se estremecían dirigiendo miradas medrosas hacia las puertas que se abrían sobre alcobas obscuras. Una campana distante doblaba las nueve. En la casa persistía esa atmósfera especial, ese no sé qué de misterioso que parece flotar en las moradas de donde recientemente ha salido un cadáver.
Y la hora, y los trajes negros de Beatriz y Olimpia y la impresión causada por las distintas narraciones preparaban nuestro ánimo para las leyendas macabras en parajes solitarios, en el cauce seco de quebradas o por llanuras llenas de luna o al golpe de medianoche en el pavor de esos “muertos” urbanos, domésticos, que se mecen invisibles en las mecedoras, pasan como leves sombras envueltas en sabanas hacia las habitaciones interiores, vierten jofainas de un agua absurda en los patios o silban o echan a rodar la vajilla de los aparadores sin que un solo objeto se mueva de su sitio.
¡Lo que es Beatriz no me dejará dormir esta noche! – comento medrosamente Olimpia.
¡Es pavoroso! – repuso la menor, siguiendo el recuerdo de la última anécdota, y aproximado el asiento a su hermana.
Yo había guardado silencio. Pero con ese placer morboso que tienen las mujeres de sentir el miedo, comunicarlo, gozarlo, saborearlo, mejor dicho, las dos muchachas a la vez exclamaron:
¿Y a usted? ¿A usted?
A mi….
Luis y José Antonio habían referido ya cosas espeluznantes y también insistieron, pero con el temor pueril de que una narración extraordinaria anulara el efecto causado por las respectivas leyendas que ellos como es costumbre en esta suerte de relaciones, atestiguaban citando nombres, datos exactos y bajo “su palabra de honor”.
Respiraron cuando yo insinué tímidamente:
A mí no me ha ocurrido nada en ese sentido. Nunca de noche ni a ninguna hora vi espectros o sufrí alucinaciones con personas conocidas, ni simples fenómenos telepáticos que ahora están de moda.
Deficiencia de percepción, tus nervios no están afinados para recibir, para plasmar, digamos, las ondas de eso que los ignorantes llaman inexplicables y de lo cual se burlan las gentes superficiales – añadió con alguna pedantería el otro-.
Porque eres materialista – dijo uno – las mujeres oían calladas.
Como quieran ustedes – me limité a responder – pero ni el aparecido sin cabeza que galopó abrazado del jinete; ni la coincidencia de los dos suicidas en la misma casa y en idénticas circunstancias, ni el fantasma que sujeta por los hombros y exhala una frialdad de hielo o espanta en los caminos o salva a saltos gigantescos las paredes del cementerio, ni ninguno de esos cuentos terroríficos es igual al espantoso, al tremendo pavor de las cosas en la soledad, a pleno día, a plena luz…
Los hombres sonrieron. Olimpia y Beatriz, dirigiendo a todos lados la mirada asustada, aproximaron a mí sus butacas. Dudaban, pero no obstante preveía algo terrible su sensibilidad de mujeres, en la cual, para decirlo con la frase enfática de ellos, “plasmaba” mejor la horrible simplicidad de mi relato.
¿Al mediodía? –observó Beatriz mirando hacia la oscuridad- es imposible sentir temor a muertos … sin embargo … añadió pensativa.
Sin embargo… - dije a mi vez – yo he creído morir de terror un día, a toda luz, en el corazón de una ciudad de mas de treinta mi l habitantes donde todo me era más familiar y conocido.
Los hombres protestaron:
¡Es inadmisible!
¡Es absurdo!
Beatriz meneó la cabeza siempre pensativa, con un resto de duda. Olimpia rogó vivamente:
¡Por Dios! ¡Cuente usted,  cuéntenos! Apoyado en un mueble, Luis fumaba indiferentemente. José Antonio sonreía incrédulo. Las muchachas se habían acercado más aun y los ojos grises de Olimpia y las azoradas pupilas de Beatriz se clavaban en mí, brillantes de impaciencia, con una curiosidad que iba en aumento.
II
Hace algunos años, como ustedes saben, era yo empleado de Núñez, Sampayo y compañía. Viajaba con mis muestrarios, recorriendo hasta tres veces al año los estados del centro, y en verano hacia mi jira comercial por Acarigua y Ospino, llano adentro. Durante aquella estación, poco después de la última campaña, habíame internado mucho más al sur que de costumbre, debía hacerme pagar, examinar algunas quiebras, restablecer relaciones, en fin, ese frecuente luchar del crédito y del trabajo contra el perpetuo desorden nuestro. La guerra había devastado los campos y arruinado el incipiente comercio. Las ventas eran malas, los cobros peores; persistían aun el malestar y el temor. Jornadas enteras de marcha monótona sin hallar, en los ranchos abandonados, ni comida para mi ni pasto para las bestias. Una desolación profunda acentuaba más la solitaria naturaleza de aquellas regiones donde el verano, con su sol como plomo derretido, aplasta el paisaje, cristaliza los guijarros, la tierra rojiza, o las lluvias torrenciales forman pantanos inmensos, pegajosos, fétidos, que inutilizan las bestias y atascan las carretas, y que más tarde, en la sequía, son terronales cribados de huellas profundas, barro endurecido y desigual que despega las cabalgaduras y les ensangrienta las patas.
Aquel verano era de los peores. El sol fustigaba como látigo desde un cielo claro, azul, metálico. Solo la perspectiva de sabanas amarillentas donde culebrea el camino carretero, irregular, a trechos cruzados de veredas desconocidas, a ratos perdidos en las montañuelas al paso de los cañadotes en cuya barranca se pierde la huella de la carretera. De jornada en jornada, en apeadero miserable, donde beber un agua fangosa, un rancho cuyos habitantes hábiles habían dejado a la anciana casi invalida junto a las topias del fogón, al niño palúdico, barrigudo y deforme, al cerdo escuálido que gruñía, hozando las gredas del bahareque y que no mereciera ni la codicia de las tropas. A veces en el fondo del rancho, el semblante cadavérico de un enfermo envuelto en ropas astrosas, inmóvil entre el chinchorro deshilachado, o el indio mocetón, derrengado sobre el quicio, los pies hinchados y dos enormes ulceras en las piernas desnudas, llenas de grumos, de barro, de lentas supuraciones bajo el vuelo de las moscas…
Pero aquel día, ni eso hallé. Había dejado atrás el peón con mis cargas para que para que se me reuniera dos o tres días después, no queriendo perder la ocasión de efectuar un cobro de consideración personalmente, y marchaba desde la tarde anterior. Ya, por la sombra, que era apenas una pequeña mancha escondida entre las patas de la mula, debía ser mediodía. Ni una pestaña junto a un ribazo, bajo unos cujíes.  Un descampado. Y resolví seguir adelante, por un camino agrietado, duro, que casi cegaba al reflejo del sol. Baje luego, gradualmente y marche mucho rato por el lecho de un torrente, calcinado, como pavimentado por grandes losas triangulares.
A ratos, una nube ponía su tregua de toldana, pasaba una ráfaga cálida, y mas allá detrás de la zona ensombrecida, el sol recrudecía su fuego a todo el hemiciclo del horizonte.
Ni un sorbo de agua, ni un trago de aguardiente, ni nada… O me habían engañado en el ultimo albergue o estaba perdido. Indudablemente pasaría de largo, dejando a un lado las poblaciones e iba a través de las inmensas sabanas por un antiguo camino de ganados.
Y así por largas horas de un mediodía que me parecía inacabable, torturado por el anhelo terrible de llegar; por la sed que resecaba la garganta. Como única visión de humedad, el sudor de la muía, despeada, con los ijares temblorosos  afirmándose trabajosamente sobre sus patas lastimadas, animada a latigazos que cada vez parecía sentir menos y que de un momento a otro caería, para no levantarse más, en aquella carretera infinita. Comencé entonces a sentir la desolación, el terrible abandono de los desiertos...
A ratos me enderezaba alegremente en la silla, estimulaba la bestia que parecía estimulada también por la ilusión de un techo, allá lejos, y trotaba y trotaba hasta que la sombra mentirosa de una palma o el engaño de una nubecilla defraudaban nuestra esperanza  y cuando aquella ilusión desvanecíase y otra sabana tan árida y tan amarillenta se extendía inacabablemente, mi desfallecimiento era mayor e ideas locas me asaltaban: echarme allí, al sol, a un lado del camino, para morir o para esperar la tarde, el fresco de la noche y continuar la marcha a riesgo de perderme en la oscuridad. ¡Pero la sed! La espantosa garra de la sed, esa obsesión del agua cristalina corriendo entre verdes cañaverales, esa ilusión tenaz de las múcuras, trasudando frescura, perladas de gotas brillantes o de jarros de cristal que empaña el hielo flotante, en grandes trozos que reflejan el iris...
Con un esfuerzo de voluntad, todavía, alcé las riendas para castigar el pobre animal que marchaba, cabeceando, tropezando, con el hocico casi pegado a la tierra.
De pronto dobló la rodillas y cayó. Bajo el azote colérico volvió a erguirse y continuó lentamente, resoplando, caídas las orejas. El sol arrojaba, despiadado, olas de fuego. Los estribos quemábanme las suelas: cada nébula del correaje fulguraba como una brasa. El sudor del animal caía en gruesas gotas sobre el terreno que ahora era calizo, polvoriento. El pobre bruto marchaba con el cuello doblegado y las narices dilatadas, aspirando una atmósfera de horno. Mi cerebro congestionado hacíame pensar vertiginosamente incoherencias; ideas febriles e insensatas de una lucidez extraordinaria…. Muchas veces tropezó la mula doblando los corvejones, para alzarse a mis gritos, bajo el castigo de las riendas, temblando de dolor y de cansancio.
Descendíamos de nuevo a un repliegue del terreno que iba ascendiendo luego hasta una meseta cuyos hierbajos, recortados sobre el cielo, parecían una salida de la sabana hacia la selva. Respiré: allí habría árboles, alguna vegetación, sombra, en fin; e imaginaba un fresco manantial de agua muy fría que bajaba alegremente de un matorral muy verde.
Pero de lo alto de esa meseta o pretil - como le llaman— sólo se extendió a mi vista, hasta el horizonte, una llanura amarillenta, por donde serpeaba, rojizo, el trazo de la carretera  Nubes cercanas diríase que colgaban del cielo, blancas y abullonadas como ropas tendidas a secar. Y el cielo, al fondo, curvá­base sobre un horizonte implacable, azul, lleno de luz...
Una cólera alocada me entró en el alma, y con toda la fuerza que aún me restaba, queriendo cruzar como un relámpago por aquella sabana, hundí las espuelas en la muía deses­peradamente, que en un último esfuerzo se fue de manos y cayó. Apenas tuve tiempo de sacar los pies del estribo y alzarme, lleno de polvo, de odio y de sudor. Desde mi estatura, parecíome  estar todavía más lejos, más empequeñecido en la vasta llanura. La pobre bestia obstinadamente quedóse caída, con el vientre palpitante y las narices enrojecidas, tendida a lo largo. Sus ojos simples, diríase que imploraban al cielo, a la naturaleza terrible, una tregua final. Allí la dejé y resueltamente eché a andar. Y cada vez quedaba más lejos, empequeñecida  hasta que no fue sino un punto oscuro, semioculto en la vuelta del sendero.
Comprendí entonces la verdadera desesperación  Y como loco increpaba al cielo y a la tierra, a los comisarios mayores, al idiota de Noé con su arca, a Dios y al jefe civil, ¡qué caminos!, ¡qué disparate de creación!, ¡hacer un diluvio teatral de cuarenta días para comportarse luego ridículamente con algunos como cualquier hacendado temerario con la acequia de riego!, ¡valía la pena ser rey de una creación estúpida donde algunos hombres mueren de sed, como besugos saltando en la arena!... ¡en qué país vivía!, ¡un camino público y ni un caminante, ni una recua, ni siquiera un vagabundo con un trabuco! ¡Estaba perdido, perdido!, era inútil caminar más.
Y, sin embargo, una energía salvaje sos­teníame, me empujaba, casi ahogado de fatiga, ardido por la sed, con las manos echadas hacia adelante, hundiéndome en la tierra caliente, en los cascajales, sin querer mirar atrás, con los ojos inflamados, enloquecidos, delirante...
¿Cuánto caminé así? No podría decirlo, no lo supe nunca; recuerdo vagamente que caí varias veces, de bruces, alzándome aporreado  con grandes costras de tierra pegadas a la cara por el sudor, que anduve a gatas y que con un esfuerzo final, rodé por una pendiente arenosa hasta caer, con el rostro casi hundido en el agua de una quebrada clarísi­ma, fresca, que corría cantando por entre la greda oscura de los barrancos... Hundí el rostro, las manos, el pecho; bebía insaciable, dando bufidos de satisfacción como un animal en el abrevadero, jugando y chapoteando en el agua...
Después advertí, al otro lado, una cerca. Y lleno de vigor, de la profunda alegría humana que causa la presencia del hombre en el hombre, salté el vallado y caminé algunas cuadras por un terreno labrantío con plátanos  auyamas, frutos menores. En el centro se alzaba un rancho, pero estaba deshabitado; se advertían los pobres útiles del labriego. Llamé a gritos, nadie respondió.
Caminé por un camino ancho, trillado, que parecía llevar al pueblo. La luz meridiana caía sobre el sendero, a través de las hojas inmóviles, de un verde metálico, desde los árboles altísimos que recortaban sus copas sobre un cielo de verano, crudo y azul.
Nadie en el camino. Nadie en las primeras casas de la población. A la puerta de una pulpería llamé; no me contestaron; resolví entrar. Todo estaba en orden: los litros conteniendo el aguardiente de diversos colores, el rollo de tabaco de mascar con su cuchillo al lado, sucio y oscuro, las botellas de carati­llo tapadas con unas hojas de limón, el frasco bocón del guarapo, la batea del adobo, todo como si se hubiese interrumpido de pronto el «despacho», pero ni un alma, y lo que es más extraño aún, ni una mosca.
Admirado, seguí adelante; llamé a algunas puertas... ¡Nada! Un gran silencio. Ni una per­sona, ni un animal; ni un ser vivo en las calles. Las puertas y las ventanas abiertas dejaban ver interiores habitados como si los morado­res acabasen de salir. ¿Se trataba, pues, de una huida en masa, de un pánico que había he­cho escapar al pueblo entero? No había rastro de tal cosa, ni aspecto de fuga y desorden... Como bajo una alucinación recorrí la ciu­dad toda; entré a las iglesias, a los comercios, a las casas particulares yendo hasta los sola­res, resuelto a dar con alguien, a encontrar algún ser —hombre o bestia—, poseído de una extraña inquietud, de una congoja que ya empezaba a invadirme...
Pero en ninguna parte, ni en los templos, ni en las oficinas, ni en las alcobas, hallé un alma... Y todo, sin embargo, hacía constar la reciente presencia de las personas... El orden de las sillas en algunas casas, como de una tertulia de familia, las mesas listas para servirse en todos los comedores. Había casas pobres, casucos, con sus humildes enseres dispuestos, la olla sobre el fogón, el fuego, los taburetes en derredor del banco de la cocina; y había oficinas públicas con su aspecto ordinario y los papeles de trabajo sobre las carpetas, y casas de gente acomodada que desde la sala hasta el baño tenían el aspecto de haber salido de ellas sus habitadores minutos antes, con todos los muebles en su sitio y los lechos tendidos y cada objeto usual en el lugar que le correspondía desde los peines hasta las pantuflas  Era extravagante aquello, de una extravagancia que daba miedo.
Corrí entonces, como loco, hacia la salida del pueblo, con la esperanza de advertir la huella de los habitantes que habrían abandonado el lugar quizás bajo cuál peligro que yo mismo ignoraba y que me infundía, al pensarlo, una idea sorda de amenaza, de infinita desolación.
Pero otra vez la llanura árida se extendió a mi vista.
Desde el sitio alto en que estaba, veía el pueblo desierto entre dos desiertos...
Y ya horrorizado, alucinado, corrí otra vez al poblado, me detuve en el altozano de la iglesia y lancé un grito horrible, de socorro, de locura, de desesperación, en la plaza desierta.
Fue un gran grito de horror que repercutió por las calles, desiertas como bajo una mal­dición de peste, a la claridad meridiana, en la más terrible de las soledades.
Luego no sé lo que pasó... Creo que cami­né a tontas y a locas por algunas calles, que entré a algunas casas, que al fin un miedo cerval, un espanto tremendo me hizo caer, de bruces, en el corredor de un caserón que pa­recía ser la posada y donde estaban los manteles puestos, las habitaciones preparadas en espera de alguno... y la soledad horrible de todo aquello que fue habitado... Hasta los pesebres estaban colmados de pasto; pero ni rastros de bestias. En los solares, las carrete­ras con los timones al aire, parecían pedir misericordia en aquel espantable abandono de una población habitada donde no había habitantes.
Paseé una mirada de extravío a mi alrededor  y entonces, viendo todo bajo la inaudita claridad, «mirando» aquella soledad que no es la de la selva llena de vegetaciones vivas ni la de la montaña cercana a las estrellas  ni la de la oscuridad poblada de rumores o sombras o cosas espantosas pero que se agitan y parecen vivir, sino la soledad del ser entre los seres, entre la pavorosa inmovili­dad de las; cosas que revelan el movimiento  rodeado de los objetos que denuncian la existencia del hombre y donde no hallamos el hombre a plena luz meridiana, en el centro muerto de una ciudad que «estaba viviendo», enloquecí de miedo y perdí el sentido.

III
Inquietos, los dos hombres se habían acerca­do a  Olimpia y Beatriz con los ojos enor­mes de espanto, se apretaban una a la otra. La menor, con un tic nervioso, pasábase una mano temblorosa por los cabellos. Con una an­siedad irrefrenable quería saber el final de aquella horrible historia de miedo sobrenatural a plena luz...
—Nada —concluí—, lo más sencillo: ha­bíanme recogido en el camino unos arrieros, desmayado de sed, junto al cauce seco de una quebrada, ardido por la fiebre de una insola­ción que a poco evita que les cuente esta modesta historia... Mi imaginación calentu­rienta soñó cuanto acabo de referirles. Decididamente  No creo en lo sobrenatural sino en lo natural desnaturalizado por enfermos o por supersticiosos.
 Mohínas, defraudadas en su ilusión de una historia extraordinaria, ellas y sus amigos guardaron silencio. Pero Beatriz, sin poder contenerse, exclamó:
—Sí, tiene usted razón; eso es horrible, pero allí no intervienen los muertos.
—Se equivoca usted o no ha oído bien: todo ese delirio pavoroso es obra de una muerta...
— ¡De una muerta!
Y todos interrogaron vivamente:
— ¿Y quién es la muerta?
—La mula, señores míos.
Y nos echamos a reír porque toda cosa verdaderamente trágica termina con una estupidez desairada. La víctima de un asesinato bellísimo con mala ropa interior, una mujer que en un hermoso rapto de celos se le pone la nariz como un tomate y se destiñe… O lo más espantoso que vi ahora años: en una admirable escena de hospital, la pierna seccionada estaba bajo la mesa operatoria en una vasija de agua fenicada, con su media puesta; y la media era blanca, de algodón, con rayitas.

"José Rafael Pocaterra (1889-1955) ha sido especialmente reconocido como narrador y memorialista; sin embargo cultivó con acierto todos los géneros literarios y el periodismo. Es autor de obras fundamentales del siglo XX venezolano como: Vidas oscuras, Tierra del sol amada, La casa de los Ábila, y -el testimonio histórico excepcional- Memorias de un venezolano en la decadencia"  
Nota: El cuento y la nota biográfica pertenecen al texto de José Rafael Pocaterra: Cuentos grotescos. Tomo I. Publicado por Monte Ávila Editores, en Caracas, 2010. La primera edición data de 1922. 

3 comentarios:

Unknown dijo...

Buena narrativa descriptiva, es hilada en el tiempo y hace del tiempo de lectura un momento agradable; buena gramática y ortógrafia.
Tienes el don de la palabra.

amar la poesia es amar la vida dijo...

Simpatico este cuento de "espantos". La verdadd es que de José Rafael Pocaterra sólo habia leido Panchito Mandefuá, era una de mis historias preferidas en navidad, conmovedora. Gracias Isaías por compartir esta lectura. Un abrazo.

Pilar Alberdi dijo...

Gracias por acercarnos los cuentos de la gente de su tierra.
Siempre un placer de lectura.