Luces y sombras: destino y designio de la vida
A las noches de insomnio,
cerca y lejos de Ella, aferrado en dar muerte
a los fantasmas del amor, el sexo y otras mentiras
que envidiosos nos separan, dedico.
que envidiosos nos separan, dedico.
LA
NIÑA DE LAS ROSAS
TOMÉ DE LA CINTURA la quinta botella de cerveza. Su espuma me insinuaba que algo bueno iba a pasar aquella noche.
Miraba distraído la libreta donde apuntaba mis recuerdos, que serían el punto final de mi última novela, mis setenta años a cuesta me enseñaron que la soledad, como la que me ofrecía el Bar la Escalera, era el sitio indicado para producir mis trabajos. Sentí por vez primera el corazón desprendiendo sangre, torrencialmente, por mis venas y fui pasando hojas y más hojas con la fluidez que otorga la sensación de llevar de la mano un buen tema.
El cantinero conocía poco de mi vida pues, jamás tuve un tema de conversación digno para compartir con él; pero sí lo suficiente como para saber que tan pronto quedaba el poso en la botella, llegaba presuroso con su paño y un nuevo servicio sin interrumpir la tríada perfecta entre la pluma, el papel y yo.
Miraba distraído la libreta donde apuntaba mis recuerdos, que serían el punto final de mi última novela, mis setenta años a cuesta me enseñaron que la soledad, como la que me ofrecía el Bar la Escalera, era el sitio indicado para producir mis trabajos. Sentí por vez primera el corazón desprendiendo sangre, torrencialmente, por mis venas y fui pasando hojas y más hojas con la fluidez que otorga la sensación de llevar de la mano un buen tema.
El cantinero conocía poco de mi vida pues, jamás tuve un tema de conversación digno para compartir con él; pero sí lo suficiente como para saber que tan pronto quedaba el poso en la botella, llegaba presuroso con su paño y un nuevo servicio sin interrumpir la tríada perfecta entre la pluma, el papel y yo.
El
final de mi historia había llegado, clandestino, a mi mente, como minucioso
delatador de mis fantasmas vaciaba sin vacilar sus secretos en las hojas de la
libreta.
Me
encontraba en ese momento a punto de llegar a la línea final de mi historia,
cuando una mano tocó mi hombro vulnerando mi soledad. Estuve presto a voltear
para recriminarle al
cantinero su desafuero y al girar mi cuerpo vi a una niña que primorosa me
decía con su voz blanda que le comprara una
rosa.
—Para
que se la lleve a su amada— me dijo.
No
pude ocultar una carcajada vil que involuntariamente salió de mis pulmones,
como queriendo matarla. Me avergoncé
al
ver su mirada perdida y su cuerpo marchito por el hambre, saqué mi billetera y
acordamos para mí un justo precio.
La
niña, coqueta, agradeció mi gesto, y se retiró grabando en mi mente la ilusión
ajena de nunca haber tenido nietos.
El
final estaba cerca y de nuevo retomé el tema leyendo el párrafo anterior, pero
la mirada furiosa se alejaba del papel para ver la flor cuyo tallo introduje en
la botella. Me quedé contemplando la rosa que en ese instante parecía querer
hablarme,
o
quizás que la llevara en mi solapa hasta mi casa, o que le tocara sus pétalos
con ternura.
Vi
en ella la pureza que santigua, los años que la adornan, el color que viste y
la desnudez en la tristeza de saber tenerla como amante hasta que muera.
A
mi lado llegó la señora de mis sueños vestida de azabache.
Ni
una sola palabra pronunció en aquel instante, giré mi vista en toda dirección,
buscando el consuelo en los ausentes y la esperanza de la llegada del cantinero
a mi mesa.
La
dama giró dos veces y la vi perderse hasta la salida del bar. Sacudí mi melena,
estrujé con fuerzas mis ojos, libé con ansias la cebada y retomé mi trabajo de
escribir la última escena.
La
brisa de la calle rompió el silencio para abrir la puerta que quedó de par en
par frente a mi mesa. Y en la acera del frente estaba sentada la niña de las
rosas y a su lado la mujer de bata negra.
LUTO EN EL VIÑEDO
EL
RUIDO DEL TUBO DE ESCAPE aumentó la adrenalina de Mónica y la mía. El
velocímetro marcaba más de ciento sesenta kilómetros por hora, y hasta ese
momento todo era perfecto. Nos iríamos lejos del suburbio donde vivíamos, para
evitar todo comentario impropio por parte de la gente de mi pueblo.
Con
mis treinta y cinco años a cuesta y ella con sus dieciséis, éramos presa fácil
del ataque de la gente de nuestro pueblo que jamás entendería que el amor es
simplemente un mal necesario. El plan era perfecto para que ella me entregara
su virginal inocencia, y yo a cambio le regalara mi promesa de casarme con
ella.
Mónica
se aferraba cada vez más a mi cintura. Por mi parte, empuñaba más el acelerador
de la Yamaha que rugía con fuerza a lo largo de la carretera.
Cerramos
los ojos y la motocicleta se convirtió en un caballo alado que danzaba en vuelo
acrobático por los cielos. Le dije que observara la libertad y ella me
respondió que tenía miedo, bajamos la vista y vimos lo grande de los sembradíos
de
cerezos que tenía nuestro pueblo.
Luego
pasamos sobrevolando el viñedo de donde extraíamos en Navidades las uvas más
dulces, y más adelante tocamos con los pies descalzos los trigales del que
obteníamos a diario nuestro pan.
Al
fin llegamos y nos posamos en la nube escogida para consumar los sueños.
Lentamente la nube se fue abriendo, sentimos nuestros cuerpos abismados,
bañados de un calor que casi calcinaba. Había llegado la hora tan ansiada,
nuestras pieles se juntaron y se perdió en la nube un grito virginal pidiendo
auxilio.
Con
piedad me pedía que sacara sus huesos rasgados y partidos debajo del camión,
mientras yo, sudoroso, buscaba afanosamente retirar de mi pecho el manubrio que
candente se apagaba en la ruedas de la máquina.
Los
viñedos se secaron, los cerezos jamás retoñaron y el oro del trigo, en luto
despertaba recordando su muerte y mi cambio vespertino. De mi cuerpo, vestido
de negro, sólo queda el recuerdo de su amor entre mis venas y en el pantalón que
ahora llevo, la ausencia de mis dos piernas.
CHICA
NÚMERO 41 ANUNCIA SALIDA
AQUELLA
MAÑANA, Amanda se demoró más de lo previsto dentro de la sala de baño del
hotel. Me tumbé en la cama, para ver en el televisor el noticiero matutino que
anunciaban una decena de asesinatos ocurridos en la capital en tan sólo un fin
de semana.
Era
una costumbre envenenarse la mente con aquellos excesos pornográficos. Me
aferré al control del televisor buscando la esperanza de encontrar un canal de
deportes y paré el cursor en un canal de variedades, al ver en la pantalla,
chicas en bikini que mostraban una clase de gimnasia. Me detuve, porque al fin
y al cabo se trataba de deportes.
La
moderadora del programa mostraba una figura de revista.
Su
imagen de princesa despertada a simple vista una pasión indescriptible.
La
imaginé tirada en mi cama con sus movimientos oscilatorios aplicando un ungüento
destinado farmacéuticamente para reducir los pliegues que se agregan al costado
del abdomen.
Y
uno, y dos… y uno y dos…! Imposible ocultar la satisfacción de aquella hembra
que coreográficamente mostraba sus virtudes cognoscitivas en el arte de producir
la sensación de perder peso a pasos acalorados.
La
profesora penetró por mis pupilas abriéndose paso con las piernas ante las
persianas de mis ojos; su vestimenta ceñida al cuerpo permitió un mejor
desplazamiento hasta que la tuve toda en mis entrañas. Coqueta transitó por mis
fosas nasales produciendo una extraña sensación de alergia que me generó
simultáneos estornudos.
Luego
descendió hasta mis costillas y con sus manos las fue apartando cada una a su
tiempo, una por una para internarse, como era su propósito, en mi corazón;
luego no dudó en diluirse hasta convertir sus carnes en líquidos que comenzaron
a ser atraídos y expulsados a través de las venas. Así se estuvo por bastante
tiempo, produciendo erupciones de placer sobre mi piel y el sudor de todo mi
cuerpo aferrado a las sábanas que de inmediato se empaparon a pesar del frío de
la habitación producido por el aire acondicionado. Ella, tan atrevida se
dispuso con acierto a navegar hecha sangre hacia mis intimidades y vi mi
esencia masculina ardiendo en la ferocidad de la fuerza de sus propios
músculos. —Ha llegado demasiado lejos— pensé. Y tomé con la diestra aquel
exceso que emanó desde mis adentros y froté queriendo que su cuerpo saliera
expulsado nuevamente.
Al
fin, Amanda, salió con una toalla que cubría sólo su cabeza, su cuerpo estaba
completamente desnudo, y aún emanaba agua con algo de jabón. Acostumbrada
estaba a verme en aquellas acciones, pero igual me sentía sorprendido en el
acto y por vez primera ruborizado.
Se
echó a mi lado y quitó de su cabeza la única prenda que le cubría.
Difícil
era suponer que encontrara en el baño del hotel una tolla tan grande como para
cubrir su cuerpo.
Y
como mi eterna y fiel amante, una vez más, extrajo con su enorme cuerpo una
doncella más de mis impetuosas fantasías amatorias.
LUNA
DE MIEL INOLVIDABLE
EL
SERMÓN DEL PADRE ANASTASIO SERRADA transcurría sin pena ni gloria. La frente me
sudada desmesuradamente, pero nadie podía en ese momento notarlo, porque en
primer lugar estaba de espaldas a las butacas de la iglesia y segundo, porque
la única persona que tenía frente a mí era Anastasio, y desde que había
comenzado la ceremonia, no hacía otra cosa que entornar los ojos cuando no los
tenía clavados en el púlpito donde se abría iluminada las páginas de la Sagrada
Biblia.
Discretamente
giré mi cabeza hacia la derecha, por encima del hombro de mi amor eterno donde
se suponía y en efecto estaban todos sus familiares, y vi al costado de la
butaca a la señora Rosaura, bien emperifollada mostrando su recién estiramiento
facial, al lado de su marido que exhibía una cara mezcla de orgullo y
ridiculez, pues traía consigo un traje que había comprado en no sé dónde, de
una tela de no sé qué… pero costosísimo.
Comencé
a matizar pensamientos en cuanto a lo que resultaría mi vida a partir de ese
momento. Se pasearon por mi mente media docena de amantes en mis días de
estudiante en el internado militar femenino.
El
primero de ellos, Jorge, un cadete que saltó durante varias noches la cerca que
dividía el área para damas de la de los hombres. Con él perdí mi honra y mi
consideración con el sexo masculino.
Luego
vino mi experiencia con el sargento Xavier, lo que generaba celos en el resto
de mis compañeras que veían cómo yo iba ascendiendo de novio en novio, es
decir, de amante en amante, cada vez de mayor rango.
Más
tarde ligué con Marcos, una especie de dulzura, manos suaves que desprendían de
mi piel ese calor ajeno que toda mujer desea sentir en todos los momentos de su
vida. No el simple acto que a veces se manifiesta brutal, cuando el hombre que
te pretende lo hace como un cazador detrás de la presa, montando primeramente
una celada que dura a veces una eternidad y en el momento que tienen frente
afrente a su víctima, basta con levantar el cañón y de un solo disparo exterminar
sus posibilidades de seguir viviendo. No importa que la herida dejada sea leve
o mortal, no; lo que le importa es la forma como luego se lo contará al resto
de los cazadores, diciendo que fue una lucha cuerpo a cuerpo en donde su presa
hizo de las suyas por tratar de zafarse de su eminente muerte. Así la haya
dejado sólo herida dirá siempre con orgullo que la mató de un solo tiro y luego
tuvo necesariamente que dejarla tirada en medio del bosque entre un montón de
hojas marchitas, porque la presa era muy pequeña para lo que él andaba
buscando.
No
pasó mucho tiempo para enamorarme perdidamente de él, que era totalmente
diferente a todos los demás, nuestras salidas los días sábados, las
aprovechábamos para internarnos, desde muy temprano, en el Hotel San Lorenzo,
en dónde pasábamos horas y horas conversando cosas que más tarde comprendí,
sólo las conversan dos amigas que se conocen desde hace bastante tiempo.
NOCHES
DE AMOR Y DOLOR
LAS
LUCES ESTROBOSCÓPICAS hacían de aquel ambiente algo verdaderamente satánico. Un
cortejo de mujeres de vida loca iban y venían al compás de una música
extravagante.
Todas
eran hermosas; una de ellas, creo, más que todas las demás. Sus rostros
dibujaban ciertamente un rubor fingido a la vez que demostraban una capacidad
impresionante de sobreactuación.
Llegué
directamente a la barra donde me atendió de inmediato un hombrecito de modos
afeminados que me preguntó, qué se me ofrecía.
—Una
cerveza, por favor— le dije con voz varonil, tratando de enderezar mi boca,
para lograr contener la sustancia blanquecina. Además pretendía no dejar ningún
tipo de dudas sobre mis preferencias sexuales ante aquel muchachito de ademanes
afeminados, pese a la dificultad motriz de toda mi estructura ósea.
El
jovencito inmediatamente sacó una botella y vertió su contenido en un vaso en
forma de jarra. Dejé escapar una carcajada al oírle decir a un mesonero que un
sobrino de éste sufría lo mismo que yo: hemiplejia.
No
dejé ni un instante de observar la manera como aquel muchacho servía un trago.
Miré con detenimiento sus manos y supe que eran suaves y que sus uñas pintadas
eran la decoración de sus dedos.
Sorbí
por vez primera e inmediatamente fui abordado por una morena de mediana
estatura, pero con postura voluptuosa.
—¡Hola
bebé!— Me saludó clavándome los ojos, a lo que respondí con un simple ademán
ofreciéndole que se sentara a mi lado. Vencí mi temor a hablar, tomé una
cantidad considerable de aire que llevé hasta mis pulmones y le pregunté si
quería una cerveza; ella se acercó un poco más para oírme, pues, no había
entendido mi pregunta, no me quedó otro recurso que repetir y ella sin ninguna
pausa me dijo que la propuesta era aceptada; pero que me costaría una ficha.
Llegamos
al hotel con el poco equipaje que cargábamos, subimos al ascensor que nos llevó
directamente al penthouse donde pasaríamos los dieciséis días programados para
empalagarnos con el néctar de nuestra luna de miel.
Nos
sentamos a la orilla de la cama y comenzamos al mismo tiempo a desprendernos de
nuestras ropas hasta quedar como habíamos llegado al mundo.
Recordé
el rostro del padre Anastasio Serrada, lo mismo que sus palabras finales de la
ceremonia —Vayan con Dios.
Desperté exaltada, entonces abracé a Sofía y con el beso más
profundo juntamos nuevamente nuestros senos. —No
hay problemas— le dije lleno de falsa galantería.
Inmediatamente
la joven golpeó dos veces con ambas manos indicándole al barman que le sirviera
un trago.
A
partir de ese momento había comenzado su tarea, su oficio estaba comenzando a
dar frutos y su objetivo terminal, de seguro era llevar a la cama a su cliente,
previo justo mercadeo y convenimiento de precio, versus placeres sexuales
evidentemente fingidos, pero lascivos. En fin, comenzaba en ese instante para
la dama de compañía, poner en práctica toda su experiencia en falsos deseos de
seducción.
La
jovencita, que aparentaba unos veinte años, vestía una minifalda y fue poco lo
que había dejado a mi imaginación. Un minúsculo triángulo formado debajo de un
vientre que se conservaba intacto, ya que jamás se había permitido cobijar en
él un ser por más de cuatro semanas.
Mis
pensamientos lascivos iban tomando nuevas dimensiones y en aquel instante me
sentí víctima de sus insinuaciones sexuales. En lo profundo de mi imaginación
medité, asociando en las lagunas de mi mente y espíritu, la fascinación de mi
cuerpo maltrecho junto al suyo.
Mis
manos se encorvaron aún más producto de los nervios, parecían querer meterse en
mi pecho para apartar mis costillas como queriendo arrancarme el corazón o
quizás ir en busca de mi alma. Ante el estímulo sexual que me proporcionaba la
joven se incrementó mi salivación y sentí terror de que involuntariamente se
escapara tan sólo una gota de mi boca que quería, en ese instante, juntarse con
la suya.
Al
poco tiempo me había posesionado de su cintura, la miré directamente a los
ojos. Ojos que me suplicaban placer hasta morir. Nos fuimos a la habitación y
desabotoné su blusa. Me permití verla ya casi desnuda, sólo sus zapatos de tacón
alto, su falda y el sostén, de la misma tonalidad de su pantaleta, conteniendo
un par de senos tiernos a punto de explotar.
Volví
a abrazarla y en esta ocasión comenzaron a manifestarse consecutivos gemidos,
que una vez desprendido totalmente el sujetador, dejaron en libertad un par de
palomas que inmediatamente alzaron su vuelo.
La
tumbé en la cama y mi lengua incontrolable hizo las veces de manos diestras,
acariciando desde el lóbulo de las orejas, pasando por el cuello hasta
internarse entre las dos aves que no dejé escapar... Sus pezones comenzaron a
hincharse precipitadamente y más aún cuando mi boca comenzó a descender
lentamente. La despojé de la falda ceñida al cuerpo y entonces le miré hecha
amor y fantasía, con su minúscula prenda geométrica excitante. Lentamente fui
corriendo lo único que la vestía a través de sus muslos prestos como dos
columnas de mármol.
Me
detuve al oír que no sólo gemía más fuerte, sino que también había cerrado la
ventana de sus ojos color café... continué corriendo la prenda, atravesé sus
rodillas, luego las pantorrillas y finalmente sus tobillos. Mis pulmones se
ensancharon como si vieran la luz del sol después de un encierro en la
oscuridad. Le había desprendido ya la última prenda.
Nuevamente
inicié el juego de caricias bucales hacia ella; pero esta vez de manera
ascendente. No tuve reparo en comenzar lamiendo sus pies. Seguían una y otra
vez las caricias, lenta... pero lentamente. Desde los pies, hasta el lóbulo de
las orejas.
Mis
ojos retornaron desde la inconsciencia al filo de la barra.
Cayó
mi jarra en el piso, derramando debajo de la barra todo su contenido. Sentí el
corazón preso de vergüenza ante la mirada de las chicas ebrias que contemplaban
sin clemencia mis manos torpes. Sentí como el sudor corría desenfrenadamente por
mi frente, ella dibujó una cara de inconformidad espectacular. Yo, por mi
parte, sonreí al juego de miradas pícaras que ella me propiciaba. Me levanté de
la silla, en ella se notó una astucia felina al querer retenerme nuevamente
sentado quizás para continuar la vaga negociación, el regateo, la pornografía
de su postura al sentarse, el contrato despreciable por querer despojarme del
poco dinero que traía conmigo, por manejar el arte de limpiar penas producto de
mis evidentes frustraciones.
Por mi parte continué de pie, le clavé una mirada como dos
puñales, luego llamé al jovencito de la barra. —¡Mesonero...!, la cuenta, por favor. Nos vamos— Salí con mis
pasos torpes, pero seguros. A mi espalda quedó la barra de la cantina con el
jovencito que con sus manos me hacía señales de adiós.
En
la calle estaba ella aún fiel, esperándome, me miró como preguntándome: qué tal
la faena. Supe que estaba pronta la llegada de una nueva convulsión, como pude
llevé mi mano hasta la chaqueta y tomé el medicamento de las once. Ella se
engrifó al sentir la llegada de un perro que quería cortejarla y lo hizo
retroceder hasta verlo perderse en la densidad de la noche.
Tras
mis pasos cojos, marchó como mi sombra, escoltándome hasta nuestra casa,
meneando sutilmente su cola, dejando colgar su lengua jadeante en el hocico.
Agachando su cabeza para evitar la pena de ver mis mejillas transpirando
lágrimas por mis noches de dolor en búsqueda de mi muerte en algún lecho de
amor.
Nota: JOB JURADO GUEVARA. Es un
escritor venezolano nacido en Yaracuy (1972) y residenciado en Portuguesa.
Editor- fundador de Urua Editorial, tallerista, fotógrafo, poeta, narrador,
animador cultural y dramaturgo con obra
premiada. Cursa estudios de Castellano y Literatura en la UNELLEZ-Guanare. Esta
obra tiene el siguiente registro: Fundación Editorial el perro y la rana Sistema Nacional de
Imprentas; Red Nacional de Escritores de Venezuela. ISBN: 978-980-14-0470-5.
Guanare, estado Portuguesa, Venezuela.
4 comentarios:
Me encantaron todas estas bonitas historias. Muchas gracias por compartirlas. Un cordial saludo.
Maravilhosos contos !
Lo maravilloso de la literatura es que en en un acto mágico nos transporta sin cortapisas sobre la teoría de la relatividad de Einstein, sin los enunciados y aplicaciones de una matemática y física complicadisima. Se puede ser lo que sea que quieras ser, sin ser. La temporalidad no existe y la forma material de las cosas se funden o no en la velocidad de los eventos. La vida del protagonista en cada uno de sus relatos, van en cada caso, dejando una estela agónica de salpicaduras y espumas, cada vez mas ancha sobre una mar inmensa de vivencias compartidas con otras historias y de otros personajes, que aunque no contadas, se manifiestan y que termina engullendo a todos en la cotidianidad de la existencia de la sociedad no de hoy, si no de siempre. El amigo, el catedrático, el narrador nos lleva de la mano sobre esa linea de tiempo y de sucesos que nos permiten en una lectura muy fluida y agradable inmiscuirnos sin rubor en la vivencias de estas gentes. Gracias maestro.
La magia del cuento....
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