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viernes, 18 de diciembre de 2020

LA NAVIDAD CRIOLLA EN UN CUENTO DE ÓSCAR GUARAMATO (Presentación de Maritza Torres Cedeño)

 

Conjunto artesanal en el archivo de Glenys Pérez



La Natividad del hijo de Dios, para la tradición cristiana, está próxima a celebrarse y junto a  ella, añejos rituales aparecen para recordarnos la placidez y la alegría de la Noche Buena familiar;  el asombro  ante un regalo; el bullicio infantil al ver los juguetes anhelados y el disfrute de los cantos parranderos dedicados a la Sagrada Familia. Sin duda, en nuestro país, la Navidad es una de las celebraciones más importantes y su peculiaridad se manifiesta en diversas expresiones folclóricas, artísticas y literarias, conformando así, un extraordinario legado. Los creadores han plasmado  en pinturas, aguinaldos, poemas y cuentos una variada y prodigiosa  narrativa  de  los relatos bíblicos, que aprendimos gracias, a las santas voces, de  Lucas y Mateo.

 La literatura venezolana, por ejemplo, conserva un amplio registro bibliográfico basado en la liturgia de la Navidad. La investigadora, María Elena Maggi, señala que ese repertorio literario, está marcado por la  tradición heredada de España y por ello, son característicos: los pesebres, la misa de gallo, los villancicos y la celebración del día de Reyes; sin embargo, advierte que aparecen cargados, de nuevas representaciones al fusionarse con  la cultura indígena y la  africana. 

 De acuerdo a esta autora, en el género ensayístico, resaltan escritores como: Gonzalo Picón Febres,  Mario Briceño Iragorry, Rafael Olivares Figueroa,  Luis Arturo Domínguez, Isabel Aretz, Tulio Febres Cordero, Pedro Emilio Coll, Alfredo Armas Alfonso y José Rosas Marcano. Estos realizaron estudios para difundir aspectos folclóricos practicados, durante la época decembrina, en diversos espacios geográficos del país.

En la poesía, sobresalen, a su juicio, los poetas: Manuel Felipe Rugeles, Aquiles Nazoa, Andrés Eloy Blanco, Enriqueta Árvelo Larriva, Pablo Rojas Guardia,  Jesús Rosas Marcano y Ramón Palomares quienes nos legaron un rico testimonio en los versos dedicados a resaltar la figura del Niño Jesús y de las costumbres y tradiciones relacionadas con su nacimiento

Por otro lado,  en la ficción narrativa, destacan las figuras de: José Rafael Pocaterra, Antonio Arráiz, Andrés Eloy Blanco, Arturo Úslar Pietri, Óscar Guaramato, Adriano González León, Oswaldo Trejo y Laura Antillano. Todos ellos, han tejido una serie de historias que conforman un corpus literario imprescindible para  afianzar nuestra identidad cultural.

Por todo lo antes expuesto, se hace referencia al cuento Jesús José y María del escritor Óscar Guaramato (Maracay, 1916- Caracas, 1987); obra  publicada en 1969. Su argumento gira en torno al tránsito de María y José  buscando posada.

 Estudiosos de su obra cuentística como Liscano (1973), Maggi (1985) y Jiménez (2007) coinciden en afirmar que la obra está estructurada por un discurso poético, sencillo, espontáneo, con frases cortas que buscan descubrir al lector la pureza y sencillez de la vida  a través de una simbología de fácil interpretación y disfrute del texto. Los personajes, tan humanamente cercanos a nosotros, cautivan la atención del lector quien los acompaña en  su alegórico viaje y lo vincula, una vez más como cada veinticinco de diciembre, con el prodigio del nacimiento del Mesías.

Maritza Torres Cedeño

 

María embarazada. Detalle de una imagen en el archivo de Glenys Pérez


JESÚS, JOSÉ Y MARÍA

Óscar Guaramato

Al llegar a la cuesta, el asno apresuró la marcha. María buscó acomodo en la montura y miró hacia el hombre. El polvo y el sudor pintaban duros rasgos en el rostro de José. La barba ensortijada parecía ahora un atado de hierbas resecas. María bostezó y el ruido leve al aspirar hizo que el hombre la mirase.

        - ¿Cansada?

        - No.

        - ¿Sueño, entonces?

        - No. No siento sueño.

        El hombre cambió de una a otra mano el rugoso bordón. El asno había terminado de subir y ya en la meseta condicionó el trotecillo al hilo del camino.

        - Sí -murmuró el hombre-. Debes estar cansada. Hemos dejado atrás un pueblo y tres aldeas. También un río. María comentó:

        - Suerte tuvimos en encontrar el río. Estaba sedienta. También tú. Y éste -palmoteó sobre el lomo del asno- éste no hubiera resistido mi carga, así como estaba... ¿Observaste cuánta agua bebió? Bueno, ahora es noche y el aire es fresco. Esta mañana casi me ahogo con tanto polvo y tanto sol.

        - El pueblo no está lejos.

        En los ojos de María hubo un parpadear de inquietud:

        - ¿Encontraremos posada? En el otro pueblo y en las aldeas por donde pasamos, no encontramos.

        José no respondió. Registró el interior de una bolsa de fibras y sacó un trozo de pan. Mordió un pedazo. Miró a María -blanda de luna, húmeda de frío. Ella sintió el masticar del hombre y preguntó, sin mirarle:

        - ¿Qué comes? Parece que comieras hojas secas, o cortezas de árboles, ¿qué comes, José?

        - Estoy comiendo pan. ¿Recuerdas, cuando salimos, al hombre que cargaba la ovejita?

        - ¿La ovejita con la pata quebrada?

        - Sí. Ese. El mismo que me dijo: "¡Qué bonita correa, señor! ¿La cortó usted?".

        - Ah...

        - Comprendí que sería feliz llevándosela y se la di. Al despedirnos, él me dijo: "¿Quiere una de mis ovejas?".

          Pero no podíamos llevar también una oveja con nosotros al lugar donde vamos, y le respondí: "Mucho le agradezco, señor, su ofrecimiento, pero he aquí a María, mi mujer, que pronto tendrá un hijo, y piénsela cuidando a un tiempo a su niño y al asno y a la oveja". Y él sin desmayar en su empeño por retribuirme el regalo, respondió: "Entonces les daré un pedazo de queso y un pan". Queso de oveja y pan de pastor, ¿quieres?

        En ese instante el asno tropezó un pedrusco  y María estuvo a punto de caer. José alzó el bordón para castigar al animal, pero María -plumón de brisa, rama de rocío- le había mirado y el hombre apagó su ira y solo fustigó con palabras:

        - ¡Vamos, burrito, vamos!.

        Adelante, bajo la claridad lunar, emergían las primeras casuchas del pueblo.

        Y por todas las callejas deambuló José en busca de albergue. Y en todos los sitios le negaron posada. Y sucedió que en la casa del viejo Tobías, había festejos por la boda de su hija. Y cuando llegó José y suplicó cobijo, el viejo se enterneció y ofreció a los forasteros la parte trasera de la casa. Y era aquel lugar donde amontonaban los toneles inútiles, las sillas rotas y el pienso de las bestias. Y en el pesebre nació el niño. Y el niño se llamó Jesús.

        Era ya neblina de madrugada cuando uno de los invitados  salió al patio y oyó el llanto del niño. Y llevó la nueva a los que festejaban. Y todos desfilaron ante el niño. Y todos preguntaban su nombre. Y hubo una mujer que obsequió a María con un racimo de uvas y otra que trajo carne de cabra asada para José. Y cuando todos regresaron a la fiesta y María quiso dormir, llegaron tres hombres: rubio uno; moreno el otro y negro el tercero.

        Y dijo el negro:

        - Toma, para tu niño.

        Y dio a María un pomo de ungüentos olorosos.

        Y dijo el moreno:

        - Toma, para tu niño.

        Y dio a María un pájaro de siete colores.

        Y entonces el blanco llamó aparte a José y le dijo:

        - Tú vienes de un pueblo lejano. Yo voy hacia un pueblo lejano.

          Tú no posees ni una mísera pieza de plata para dar lecho limpio a tu mujer. Yo te daré oro.

        - ¿Oro? -balbuceó José-. ¿Me darás oro?

        - Sí. Te daré oro reluciente. Oro que nunca has tocado  con tus manos.

        José miraba al blanco -los ojos de añil, el cabello amarillo, el pecho de gladiador-.

        - ¿En verdad me darás oro? -preguntó de nuevo-.

        - Ya lo has oído.

        Jesús, el niño, lloraba junto a la lumbre del amanecer.

El hombre blanco sonreía en la bruma. José preguntó, una vez más:

        - Y... ¿a cambio de qué me darás tu oro?

        La sonrisa del blanco llenaba toda su faz.

        - He dicho que voy hacia un pueblo lejano. He caminado durante días. Mis pies ya no resisten. Yo te doy mi oro y tú me das tu asno...

        En los brazos de María goteaba el llanto del niño. "Es el frío del amanecer" -pensó José. El hombre blanco se impacientaba. José miró a María -gacela de ámbar, tamborín de miel- y dijo de repente:

        - Trato hecho.

        - Toma tu oro.

        La pieza brillaba en sus manos como un pequeño sol. Y en una de sus caras había un ave con el cuello torcido. Y José observó: "Es un ave de presa".

        El blanco montó sobre el asno y los otros le siguieron. Sobre el pesebre correteaba el alba.

      Una semana después, José Calcurián y María Cumare llegaron a Cabimas. Y era Cabimas lugar donde reuníanse mercaderes de extrañas latitudes. Y uno de ellos, un sirio jorobado, trocó el dólar de oro por monedas de plata. Y, en las manos de José y de María, eran las piezas como pequeñas lunas, donde un potrillo blanco corría sin descansar. Y entraron en la tienda de un mercader árabe y compraron a Jesús un venado de estambre y cuatro camisitas de seda artificial…

 

REFERENCIAS

         Guaramato, O.  (1989). Cuentos en Tono Menor.  Caracas: Monte Ávila Latinoamericana C.A.

                 Jiménez Turco, M. (2007). Las “pocas salvedades” de Óscar Guaramato. Revista de Investigaciones Literarias;  1(15) 58-59.  Recuperado desde: http://saber.ucv.ve/ojs/index.php/rev_il/article/view/3897/3727

         Liscano, J. (1973) Panorama de la Literatura Venezolana actual. Caracas: Publicaciones Españolas, S.A.

                 Maggi, M. (1985). Nuestros cuentos de Navidad. Antología de cuentos navideños venezolanos. Caracas: Editorial Binev C.A.


lunes, 19 de noviembre de 2018

Cuentos Venezolanos de Navidad (17) El Morrocoy y El Ratón (Carlos Reyes)

Niño llanero comiendo uva de playa. 
Imagen en el archivo de Elkin Cardozo.



El MORROCOY Y EL RATÓN
El morrocoy y el ratón eran amigos desde los tiempos del internado sancarleño. Al morrocoy también lo llamaban "el morroco", o el "care' tragedia", o simplemente, "tragedia", porque siempre andaba con la cara seria.
En cambio. el ratón era un roedor de cola larga. ¡Rabo!, querrás decir. "Ratón de muelle", así lo apodaban. No se incomodaba cuando amigos y conocidos le gritaban, desde la acera opuesta: "¡Hola, ratón de muelle!" Y mire que era gracioso escuchar aquello: "¡Allá va el ratón de muelle!", ¡mira, va con el morroco, el care' tragedia!, ¿a dónde irán?
Estábamos en navidad, la gente estaba alegre y el ambiente también. El morrocoy y el ratón caminaban por las calles animadas del pueblo. No sé cómo, pero hicieron amistad con un muchacho de estos de una asociación de exploradores, parecido a los de "siempre listos", o boys scouts. El muchacho andaba uniformado, un verdadero rover scout. El muchacho era delgado, estatura regular, piel morena y buen conversador.
El explorador se integró al grupo y el trío siguió caminando por las calles del pueblo. El muchacho uniformado llevaba un lorito en su hombro izquierdo. Por donde pasaban los miraban con curiosidad. El ratón correteaba alrededor de los amigos; el morrocoy caminando, lento y aparatoso. El ratón y el explorador tenían varias veces que detener la marcha para esperarlo.
Aquello era todo un espectáculo ver al morrocoy, carapacho oscilante, cabeza de culebrón, paticas de tequeteque y con un cuerpo de tablitas sobre tablitas, sobre tablitas tablón, que se movía como una oruga militar.
En verdad que era un grupo muy heterogéneo; el ratón, color gris, diminuto, nariz con pelos parados, orejas alargadas y levantadas: humeante el hociquito, ojos negros, vivaces, atentos; cabe-cita que se mueve nerviosamente; roedor escurridizo.
Por su parte, el muchacho explorador: postura erguida, parada militar, ¡porque realmente se sentía un cadete!, hablando sin parar, cuadrándose militarmente para saludar a un oficial del ejército, porque esto y que lo impone el reglamento de no sé qué disciplina castrense.
En cambio, el morrocoy, con el cuello arrugado que parece una toalla mal puesta; patas cortas que casi arrastra; cara de vieja, que parece sudar.
Pero, al fin y al cabo, caminando por la ciudad, ganada por la alegría navideña, ¡y las hallacas!, y el pan de jamón, el dulce de lechosa, las nueces, las avellanas, el turrón, el panetón, los licores. ¡Y qué me dices de las gaitas!, ¡y los aguinaldos!, ¡y las parrandas' que ya no escuchamos, porque se fueron; y los villancicos, que no se escuchar»; y los pesebres, que son escasos ahora; y los arbolitos de navidad cuyas luces intermitentes dejan ver, en la noche, sus mágicos calores; y las casitas de cartón con sus farolitos amarillos, cerca de las cascadas de papel aluminio, y en el centro del nacimiento, el Niño Jesús, San José y la Virgen María; la mula y el buey, rodeados por cerritos verdecitos y lomas marrón, mientras la luna asoma su plateado brillo en el cielo insondable.
Entonces, si estamos en navidad ¿por qué no decir con alegría? "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad", mientras vemos la hilera de luceros que señalan el camino por donde arribarán los Reyes Magos, guiados también, por la estrella mayor.
Nuestros amigos, ahora, se encuentran en una casa; allí, les brindan chicha andina, dulce de lechosa y les ponen una suculenta hallaca navideña. En la reunión familiar que hubo, conocieron a un joven que vivía en Caracas. Era delgado, pero delgadísimo, de baja estatura y buen conversador. Pero, sobre todo, muy chistoso.
Con la familia hablaron bastante, degustando la chicha, el dulce, y... sobre todo... ¡la hallaca! Bueno, de más está decir que el muchacho de la capital también se integró al grupo, así que ya eran cuatro los aventureros en la noche navideña.
El joven de la capital contó el chiste más gafo de cuantos habían oído. Refiérese así: "¡Pobrecito!, le habló un hombre al gusanito; después le preguntó: ¿Tiene frío?, y éste contesto: ¡Sí, mucho frío! Y el hombre, que tenía el gusanito entre sus dedos, le dijo, con suma ternura: ¡Muérase, pues! y lo entripó".
Chiste malo y cruel, pero los presentes se reían a mandíbula batiente; era navidad, había que festejar de alguna manera, ¡reírse!, ¡alegrarse!; y qué se puede esperar de muchachos traviesos...
Se morían de la risa con los chistes balurdos, pero siguieron, a minando, conversando, deteniéndose en las esquinas iluminabas, mientras el viento helado de la noche les enfriaba las narices.  ¡La noche de las narices frías!
¡Y dieron las doce!; hora de tomar el aguacola, el ponchecrema, el miche, hora de beber la cerveza helada; campanear el whisky, el vino, el ron y el brandy, ¿y por qué no? El cocuy y la caña clara. Hora de alegrarse de veras porque ya es navidad; ¡ha nacido el niño de Belén!
El grupo se dispersó, cada uno se fue a su respectiva casa, a la mesa familiar; ¡fíjate en el pavo relleno!, y qué me dices del jamón de pierna, y el pernil y el estofado: ¡feliz navidad!
Días después de la navidad, en el mundo cristiano se celebra la llegada del nuevo año; entonces, comemos las uvas del tiempo, un racimo de doce uvas sostenemos en la mano que vamos masticando, lentamente...Y el joven de la capital y la cena servida, que en la festividad de año nuevo congrega a la familia en la intimidad; y la ensalada de gallina y el pan de banquete; y el turrón y el panetón.
Y mamá ratona, y papá ratón, y los ratoncitos; un pedazote de queso, porque si hay ratón hay queso; "amigo, el ratón del queso"; y si hay queso, merodea un ratón. Y, ¿qué es lo que queda después del año nuevo: ¡el ratón!
Y mamá morrocoya, y papá morrocoy; y los hijos, los morrocoyitos. La mesa está servida, hay cambures y mangos. Si hay cambures uno puede encontrar una cabeza de culebrón.
Y el muchacho explorador, y mamá exploradora, y papá explorador; y los hijitos, futuros exploradores; y la mesa está servida: el pernil, la hallaca, los callos a la madrileña, la paella a la valenciana y el antipasto.
Se encienden las estrellitas, explotan los triquitraques, rampán los buscapiés, atronan los tumba-ranchos, aturden los matasuegras, los recamarones revientan los tímpanos y los cohetes iluminan el cielo, ¡jiji!, ¡así celebramos la entrada del año en Venezuela.
La música hilvana un ambiente de baile; la radio, los reproductores, la televisión alegran la noche del año nuevo. ¡A mover el esqueleto!, ¡todo el mundo a bailar, caballero! Y dan las doce campanadas, y desde La Planicie, dan los cañonazos; ¡dije cañonazos!, por si acaso no pronuncie esta palabra cuando esté borracho, por favor.
Todos nos abrazamos fraternalmente, sentimos —como lo dijo el poeta Andrés Eloy Blanco— que somos hormigas de la misma cueva. Hay alegría, gracias Padre, gracias Dios mío, ¡hoy comienza un nuevo año! ¡Feliz Año!
Hemos tomado, bailado, comido, pero la madrugada nos vence, cerramos los ojos. Duerme el muchacho explorador, lo mismo hace el joven de la capital; duerme el morrocoy, también lo hace el ratón. Todos duermen, menos yo, que escribo este relato. Y es que la noche es de amor. El amanecer traerá burbujas de colores, que nos han sostenido en el más dulce de los sueños.
Amanece, el sol levanta sus rayos luminosos y las horas avanzan con el matiz del tiempo. Las calles lucen desiertas, puertas ventanas están cerradas, se diría que ya no hay vida; pero sí la hay también, cansancio, sueño, dejadez.
Cuatro días después de la gran fiesta, el joven de la capital y el muchacho explorador se encuentran con el morrocoy y el ratón de muelle en la Plaza Bolívar, aquéllos deben partir, reportarse a sus sitios de trabajo. Se despiden de sus amigos, el culebrón y el roedor, volverán a verse en la próxima navidad.
La amistad, el tiempo, la alegría, la noche, en verdad, ¿qué son? Solo el morrocoy y el ratón permanecen pegados a la tierra.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Cuentos de Navidad: dos relatos encontrados (Carlos Mujica y Salvador Jiménez Segura)

Un hallazgo, un cambio de vida, una sorpresa latente: esa es la Navidad



NAVIDAD NEGRA (Carlos Mujica)
Los potros de la tarde, como “hasta luego” de siempre, saltan en mil colores de la luz al ataque de las manadas grises de los últimos momentos del día.
La brisa es fresca, hinchada de roció, casi blanca diríase; como un velo de huidizas nubes que, por oleadas intimidantes, roza envolvente y sensual los cuerpos que a su paso tropieza.
Ahora, él está allí una raída camisita y unos pantalones incoloros que caen un poco más abajo de la rodilla cubren su negra piel; calza alpargatas. Contra su costado, debajo del brazo derecho, por el cuello, sujeta un cuadro. De la ciudad, del más allá, el viento trae teñidos de campanas.
La alegría de los niños que vinieron a pasar la Navidad en la casa grande de la finca, le atrajo. En sus largos y anchos corredores de sólidos horcones y piso relucientes de cemento juegan animosos mientras la música de discos, las golosinas y el árbol de Navidad hacen el ambiente. Esperan, como de costumbre, que sus papás saquen del escondrijo los paquetes de regalos que en nombre del Niño del Dios darán a cada uno. Un extraño influjo lo detuvo.  
De su choza de bahareque y de palma ubicada en lo alto de la giba de una loma cubierta por la colcha verde de pajar sabanero, cuyo espacio adornan vibrátiles y multicolores mariposas viajantes, suspensas como prendedores que movieran invisibles hilos; por el camino oro rojizo que se descuelga al encuentro de otros para desguazar la verde uniformidad de Rincón Hondo, había bajado para llegarse a la choza del amigo campesino con quien gustaba reunirse para cantar.
Es Navidad y en los hijos se renueva la costumbre de los padres de llevar improvisados cantos a las chozas de la vecindad.
Es de gusto ver cómo, cuando el cielo de la noche navideña se posa sobre la sabana, macilentas llamitas, como luceros enclenques desde las dispersas casas rutilan acá y allá. En ellas viven los hombres y las mujeres más laboriosas, sencillas y sanas que campo alguno pueda tener.
En ellas, al compás de música y cánticos, de cuatros y de maracas y el embriagante criollo, sin ostentación, se celebra otra Navidad. Es una, que de generación, aprendida por comunicación oral renueva el recuerdo de las ideas que impusieron los conquistadores y que hoy revenida por la amalgama de las sangres la han hecho tan suya que parece como si festejaran más bien el hecho real que a cada instante en los 365 días de Navidad del año, las chozas, convidadas de piedra, como pesebres, acunasen el alumbramiento de las Marías en el campo; el advenimiento admonitorio de niños “Jesús” que denuncian diariamente la arbitrariedad de los empadronadores y caseros de todos los tiempos transcurridos.
Pedrito Firpo es uno de ellos; viene de una choza y va hacia las chozas del camino, estrecho como su vida, que dejan las huellas. Con la luna, amiga de la cercana lejanía que le habla un lenguaje de sombras, Pedrito suele jugar. Rueda de sombra negra, negativo de luna sobre zenit, duendecillo deforme, sombra de luna blanca, ondulante silueta al capricho de la hierba sabanera; larga sombra de negro perdida en las ondulaciones del terreno; Guliver al capricho de sus rayos al ras del horizonte.
Hasta hoy, para él la Navidad había sido otra cosa. Ahora palpaba la comercializada de la gente de las ciudades. Los niños de la casa de la hacienda en su inocente alegría la enseñaron a conocerla. Ahora él también quiere un regalo. Pretende que ese Dios que hace el milagro a través de los gustos de los padres cumpla con él. Pero prefiere callar.
El viento acariciante, la alegría de los niños, el anhelo que lo invade, el frio de la tarde le van provocando el sueño hasta que busca acomodarse recostado a un tallo bifurcado, de una mata del patio. Imágenes, confusas configuran su sueño; una espalda doblada, un sol lacerante, un machete que desguaza malezas, un pequeño claro en el bosque, una cosa que se desplaza, unas matas que emergen, una escarda que limpia, una mano que aporca, unos frutos hermosos, un pequeño montón, unos cascos que avanzan, unos sacos que andan, un rebuzno de pronto, una tarde que pasa, una noche que llega, un troje que espera, una cara de joven, un hembra marchita, unas parcas palabras, un dolor que se siente, la cintura que aguanta, unos ayes que emergen, una tarea que acaba.
Un tractor de repente, que va y viene en el campo y una tierra que se hace despejada e inmensa; confusión que se extiende y no entiende y que palpa. Un rincón donde duermen el machete y la escarda y una choza que se hace de repente, una casa y una madre que asoma sano y joven su rostro y un hombre que se mira nuevo, rehabilitado.
Un brusco despertar y un papel que a su lado estas letras contienen:
Pedrito, Firpo.
Rincón Hondo.
Recibí tu mansaje, el tractor que me pides como regalo de Navidad para tu papá Juan es imposible dártelo porque su peso me dañaría el trineo.


CRÓNICA DE AÑO NUEVO. Media Noche
(Salvador Jiménez Segura)

-¿Por qué ese afán, amigo, mío. De vestir nuestra alma con un traje nuevo para recibir al año? ¿Por qué vestirla con cascabeles y mentirle regocijos?
Era la Nochebuena de año nuevo, y probablemente por un capricho de mi temperamento, el buen humor habitual en mí había huido de este mi rostro de Bilìquin.
Todo en la ciudad palpitaba con ritmo de fiesta, como un gran corazón henchido de alegría. Y mientras la multitud galante llenaba de entusiasmos las avenidas de la plaza, otra muchedumbre gozadora esperaba en el café que el reloj de la Catedral cantara los doce versos de la media noche. Los mozos iban de un lado a otro, tras el rumbo de las palmadas que sonaban de todas las mesas, repletas de copas y rodeadas de caballeros.
Mi amigo me miró sorprendido, como admirado de mi pregunta y de mí.
-¿Por qué se afán de mentirle al alma regocijos, cada vez que nace un año? ¿Por qué no vamos  a estar hoy, como cualquier otro día, normalmente alegres o normalmente tristes, para que decir al oído de la vida que aquel que llega le trae rico presente de venturas, cuando esas venturas acaso no llegan nunca? ¿ No te parece que es algo parecido al dolor de los niños, cuando en el curso de sus años van aprendiendo que los reyes no les traen juguetes para sus zapatos y que personajes de “Las mil y una noche” apenas son bellos tipos de ilusión?.
-Sencillamente –replicó mi amigo, alzando su bok de cerveza sencillamente porque no existe nada más innoble que asesinar la vida. Todos los  hombres llevamos enclavados en el pecho el puñal de los más grandes dolores. La corona de espinas no sólo se hizo para Jesús, y sería singular el caso de alguno que en el vino de la vida no hubiese advertido la gota de amargura. Pero, dime, amigo mío, ¿Qué ganaríamos con arraigar en nuestro cerebro la convicción de nuestra miseria, de que estamos condenados a reír una vez, por cada mil sollozos?. Más humanamente bello que en turbia copa de angustia, es recibir la sangre de nuestra herida en azul cáliz de ilusión… ¿verdad que tú nunca dirías a esos niños de que hablaste ahora, que no son reyes, magos de ilusión, quienes depositan por las noches es sus zapatos pequeños, los juguetes y las golosinas?
-En esta noche no hacemos otra cosa que echar rosas sobre las penas muertas y aromar con ellas las penas -¡quién sabe si más amargas!- que nos reserva el provenir…
-Quiere decir –interrúmpele- que nuestras almas son esta noche los zapatos que los hombres colgamos de nuestros lechos para recibir lo que nos traiga el mago Rey año… Esta noche alquilamos esperanzas, más o menos...
-¿Y por qué vamos a negarle una noche a la Esperanza?. Ella ha puesto muchas veces acordes nuevos en la lira, afán de besos en nuestros labios y perfume exquisito en nuestra humana podredumbre…
-Mal haces tú, querido, en recibir esta noche en tu espíritu a la vieja amiga melancolía. Di a tu alma que en el año que llega -¡Oye las doce!- es mensajero y ángel de amor, de bien y de ventura… Alcemos estas copas y brindemos por la vida, por este huésped, príncipe azul que es señor de esperanza!... No seas nunca el verdugo de tus propios sueños y de tu propia juventud…
El entusiasmo se colma en aquellos instantes. La multitud entraba y salía del café, y la alegría volaba, triunfante y soberana.
En la plaza se ejecutaba el Himno de la Patria. Mi amigo y yo alzamos las copas y nos abrazamos con efusión y regocijo. Mi rostro de Biliquin sonreía…
Y el reloj cantaba los últimos versos de la media noche. 

martes, 6 de noviembre de 2018

Cuentos Venezolanos de Navidad: LAS HOJAS SECAS DE AQUEL ÁRBOL (Juan Emilio Rodríguez)


La esposa del poeta poco comprendió de este curioso póema


Una mañana de sol picante, un hombre, luego de mucho pensar, empezó a escribir en su hora de almuerzo un poema de navidad. Y aunque él hubiera preferido que la  inspiración le llegara bajo el cielo estrellado, fue debajo de una mata de aguacate donde consiguió desarrollar la mayor parte del poema.

Este poema hablaba- a pesar de haber surgido en una zona donde abundaban las fábricas y talleres- de madrugadas friolentas, de pastores y de todas esas particularidades que abundan en los poemas de navidad.

Pero aquel poema de navidad, no obstante las numerosas correcciones practicadas por el autor, sólo gustó, tras ser publicado por el periódico de la parroquia, a contados lectores. Lectores que, después de unas semanas, nunca más se volvieron acordar de un poema, como lo constataba al saludarlos después de la misa de los domingos.

Esto causó tristeza en el hombre pues había imaginado para su obra no la imprecisa cita de algún lector ebrio, sino una difusión semejante a la del villancico Noche de Paz.

A manera de consuelo, y pensando también que de esta forma le rendía tributo a quien le había prestado sombra y discreción para que él escribiera aquel poema, el hombre trepó un día al árbol, e hizo una ranura en una rama gruesa. Luego, cuando hubo suficiente espacio, metió dentro de ella una copia del poema de navidad.

Desde esa ocasión el follaje del árbol le pareció más verde. Igualmente, por esos días sin saber motivo, pero presintiendo que el acto tenía cierta magia, el hombre empezó con el ritual de recoger una hoja de aguacate cada vez que pasaba cerca del árbol acogedor.

Hojas de Trina Josefa, la mujer del autor del poema fue echando- después de saber su marido que eran parte de una promesa- en una bolsa de cuero. Bolsa donde guardaba los guantes de goma que usaba para lavar.

Pasaron dos navidades, y se acercó la tercera hasta el día veinticuatro del mes doce. Todo eso, sin que su poema de navidad saliera a relucir ni siquiera en los largos sermones del cura de la parroquia. Se podría decir que también el religioso lo había borrado de su mente.

Ese comportamiento le parecía inconcebible al hombre, ya que él nomás al estar delante de cualquier Pesebre, recordaba de inmediato su poema de navidad.

Qué iluso he sido- pensó decepcionado justo cuando marcaba la salida en el reloj de la empresa donde trabajaba-, creí que había escrito una obra imperecedera y ni Trina Josefa lo menciona.

Con ese desencanto, le nació el deseo de acercarse al lugar donde se alzaba la mata de aguacate.

Caminó por las calles que ya empezaban a quedar desiertas rumbo al arbusto, reconfortado por la certeza de que su poema se estaría volviendo savia de un árbol que daba frutos.

Si la Noche Buena hubiera estado más distante del hombre habría soltado una blasfemia. Del árbol, de su reverdecido árbol, únicamente quedaba un corto tronco aserrado.

Una nube negra se desató a llover tristeza dentro de su mente, salpicando las numerosas ramas, astillas y hojas esparcidas en rededor. El hombre se alejó, con el corazón tan maltratado como el árbol, entre sus dedos llevaba dos trocitos de madera.

Aún no desaparecía de sus manos el olor a resina, cuando decidió no irse con su familia, como en años anteriores, a festejar la navidad en la casa de su suegra. Quizás vaya más tarde, dijo por salir del paso.

Aunque interiormente lo que pensó fue: Subiré a la terraza y le preguntaré a las estrellas dónde está la falla de mi poema.

Y así lo hizo. Apenas se marchó su familia, el hombre tomó una garrafa de vino y se instaló en la terraza. Cuatro tragos le dejaron en disposición de quedar absorto ante la noche estrellada. ¿Es posible que el mundo ignores un trabajo, en el que puse todo mi interés? ¿Qué le falta para ser una obra inmortal? ¿Tendrá éxito si prosigo escribiendo?

Estas y otras preguntas similares, se hacía el hombre guardando un breve espacio de tiempo entre una y otra, mientras miraba con atención el cielo.

Por alguna causa, él esperaba que una estrella o luz le diera una señal aclaratoria. Pero como arriba no se veía ningún indicador celeste, el hombre durante esas pausas llevaba la garrafa de vino  a su boca y bebía un gran trago. ¿Qué se me quiso decir con la tala del aguacate? ¿Qué debo hacer para saber si tengo talento como escritor?

Hasta que llegó el momento en que se terminó el vino... Y las preguntas fueron encaramándose en sus párpados, los cuales adquirieron de repente el peso de dos encerados de camión. Entonces decidió irse a dormir.

¡Malhaya! El viento como siguiendo una orden secreta cerró la puerta de la terraza con el estruendo de una granada. La puerta, que únicamente tenía picaporte del lado interior de la casa.

El hombre olvidó el poema, navidad y ahora sí; soltó una maldición. Debido al asunto del poema, había omitido aquella elemental medida de precaución, impuesta dentro de la casa por él mismo: trabar la puerta de la terraza, cuando se dejaba la llave de la cerradura, con el ladrillo que estaba ahí para ese fin.

Ya no había nadie del otro lado de la puerta que acudiera abrirla o que al menos le encendiera la luz. No obstante, lo que realmente le hacía desearse la muerte, era no haberle instalado en tanto tiempo, a la condenada puerta que se cerraba incluso con un estornudo, un picaporte para ambos lados.

El hombre no quiso reprimir una mirada venenosa hacia el cielo estrellado. Por andar creyendo en respuestas celestes tendría que chuparse una noche a la intemperie... a escasos metros de su cama.

Resopló sobre la oleada de furor que le calentaba las orejas, y empezó a rastrear la terraza en busca de un lugar para dormir.

En la oscuridad se detuvo y escrutó la esfera de su reloj. Le pareció que las agujas marcaban la 1:45. Al menos es más de medianoche, pensó ligeramente animado. Dio algunos pasos y se enredó con un objeto que le golpeó un  tobillo.

En medio de la mentaba de madre, recordó que arriba sólo había cachivaches, entre ellos un cuadro oxidado de bicicleta. El hombre soltó su décima maldición de la noche, dirigida esta vez contra las bicicletas viejas que son arrumadas en los lavanderos.

¡Lavandero! En la mente del hombre alumbró una esperanza. Improvisar una cama con alguna sábana, que no muy sucia, estuviera aguardando compás de la lavadora.

Lamentablemente, la esperanza pronto se le derrumbó. Trina Josefa había impuesto en la casa, tan tradicional como las hallacas y el pesebre, la costumbre de lavar toda la ropa sucia antes de la navidad.

Aunque interiormente maltrecho, el hombre siguió caminando a tientas hasta donde estaba la batea. Para su sorpresa el hombre consiguió una bolsa casi llena de algo, pero no se atrevió en la oscuridad a averiguar qué era, pero que bien podría servirle de almohada.

Donde creyó que el frío era menor se acostó, y reclinó la cabeza sobre la bolsa. Esta crujió igual que si tuviera hojuelas de maíz. Dobló el brazo derecho y metió la mano por detrás del cuello.

Sus dedos tropezaron con la frialdad de los guantes de goma. Rápidamente retiró la mano, ante el recuerdo del golpe en el tobillo.  Pasaron pocos segundos y se aventuró de nuevo, con el cuidado del que trasiega polvo de oro cerca de un ventilador. Sacó un guante y varias de las hojas salieron también. Levantó sobre él, teniendo el cielo como fondo. ¡Carajo! ¿No era aquello un milagro?

Observó atento las estrellas, con la certeza de que alguna soltaría un guiño revelador. Aparentemente no se trataba de ningún portento porque el cielo permaneció inalterable, ajeno al papel de oráculo.

Es curioso- reflexionó el escritor dejando caer la mano, y ya con los ojos cerrados- el cielo asoma sus estrellas y nada le importa lo que piense o diga el que las ve... Trina Josefa lava su ropa, y nadie le pregunta si quedó limpia o no... Igual que el gallo...

A lo lejos... o cerca, oyó el canto de un gallo con cabeza de estrella.


viernes, 24 de noviembre de 2017

Cuentos Venezolanos de Navidad (16) "El Duende en Navidad" Relato de Samuel Omar Sánchez Terán


Imagen en el archivo de Walyely Pignataro, La Vegas, Cojedes.

Sucedió para tiempos de navidad en Bejuma, sitio de un clima fresco y su gente muy servicial.
En casa de César Arteaga, sin razón conocida empezaron a suceder cosas extrañas. De la  noche a la mañana en su cuarto se escuchaban ruidos. Siempre al caer la noche, no lo dejaban dormir, le movían la cama, le jalaban de los pies, le prendían y  apagaban la luz, se caen los objetos. César es un hombre creyente en Dios, pero estas cosas no la s entendía y le estaba preocupando, ya no duerme, un día llega un amigo a su casa y le comenta lo que le está sucediendo. Le dice: “Conozco al señor Juan del Campo, que es un médico chamarrero como se dice conocedor de las yerbas y cosas esotéricas.
César, lo ubica en las afueras del pueblo y le comenta lo que está pasándole y le dice no se preocupe que al día siguiente iré a su casa.
Así pasó y por cierto es un día 24 de diciembre, llegó y conversa con César, que es antesala del nacimiento de Niño Jesús, con el regalo para la familia, y muchas  bendiciones de salud y amor para todos. Con una sonrisa de alegría comenta César: “El mejor regalo que don Juan me dará, es que saque esa mala visión de mi hogar y el Niño Dios, nos traiga mucha paz”.
Le responde: “Así será mi amigo y pondré todo lo que sé, para que tenga unas navidades alegres”. Toma su bolso, extrae unas ramas y ensalma todo el cuarto y roció  con mucha agua bendita la casa  y reza unas oraciones solo conocidas por él, en ese momento  caen cosas al suelo, se oyen unos gruñidos de bravura,  ven la sombra de una persona pequeña, la cual está parada en una esquina del cuarto y desaparece ahí Don Juan, dice: “Salgamos de aquí”.
Estando afuera dice: “Es un duende y no se va a mover de aquí, él quiere este cuarto para el”.  Dice Cesar: No me iré esta es mi casa”.
Don Juan le recomienda que se mude unos días a casa de su hermano Rivaldo, pero antes has como si vas a tumbarla, empieza quitando la puerta y ventana del cuarto y das unas mandarrias a la pared, eso disgustará al duende, cuando el vea que no hay cama, que está vacío y  está cubierto de sucio y todo desordenado se irá porque no le gusta la suciedad.
Tal como  dijeron se aseguró de hacerlo, se fue para casa de su hermano Rivaldo, con él  pasó las navidades, a los tres días regresó a su casa y se encontró allí a Don Juan, el cual estaba ensalmando y tratando de conversar con el duende para que abandonara esa actitud y Cesar de una manera jocosa le dice: Me vengo de nuevo prefiero estar acompañado con el duende que mi hermano, este llega todas las noches más prendido que fogón ardiendo y de ñapa no deja dormir a nadie porque pasa toda la noche hablando más que un radio loco y es desordenado  por eso, Don Juan,  me regreso”, así se supo del duende del cuarto que molestó a César en tiempos de Navidad.

Informante: El Cultor José Baute. Compilador. Samuel Omar Sánchez Terán