(Publicado en "El Cojo Ilustrado". Año XXI,
número 491, págs. 198-300 Caracas 1º de Junio 1.912, El Universal, Caracas)
A mi respetado amigo el señor Pbro. Dr.
Rafael Lovera, Teniente Provisor: Y Pro. Vicario General del Arzobispado.
Tome la pluma y escribí con desencanto: Capitulo
segundo. El Arte
La tarde esta cálida, tempestuosa y cargada
de fluido eléctrico, que obraba implacablemente sobre mis nervios,
comunicándonos como unas corrientes no interrumpidas de malestar. Había tenido
durante el día un trabajo fuerte y emocionante, y me sentía con cansancio
físico muy pronunciado.
Traté de coordinar mis ideas para comenzar a
escribir, confiando en que el movimiento producido por la composición
intelectual me haría olvidar el cansancio del cuerpo y los trastornos nerviosos
de causa meteorológica. ¡Vano intento! Mis esfuerzos en este sentido fueron
inútiles; por lo contrario, lejos de armonizarse las ideas se me empezaron a
confundir lamentablemente. A mí alrededor los objetos tomaban formas
fantásticas, moviéndose caprichosamente y agitándose en un baile siniestro y
lúgubre. En particular, un ramo de viejas flores que estaba olvidado sobre la
mesa en que me había puesto a escribir me producía la ilusión de que estaba
haciendo toda suerte de contorsiones; se inclinaba a la derecha y a la
izquierda con cierto aire de burla, y, por último, creí verlo que se doblaba
más profundamente como si me hiciera una cortesía, hasta que, tomando vuelo, se
desprendió de la mesa y fue a colocarse sobre la puerta entre abierta de la
habitación. ¡Puras ilusiones visuales!
En medio de las tinieblas que cada vez más
ofuscaban mi mente pude pensar que todo lo que me acontecía eran obras de mi
imaginación cansada y estropeada por el trabajo de aquel día y por la enorme
tensión eléctrica de la atmósfera. Comprendí también que en vano trataría de
luchar contra ese estado de cosas y decidí someterme a la fatalidad. Un ruido
sordo, como de un trueno lejano que me pareció oír, acabó de ofuscarme y
hacerme perder el sentido de la realidad.
Tuve todavía bastante conciencia para más
convencerme de que era incapaz de recobrar mi autonomía y miré desoladamente
alrededor de la habitación, como quien busca auxilio. Al cabo de un rato, con
gran sorpresa, vi o creí ver junto a mí un ser indefinido, semejante a una
aparición que me estaba mirando con ironía. Su vestido blanco era como una
amplia túnica que se movía como si fuera a impulsos del viento, y de tal manera
disimulaba sus formas que me era imposible distinguir si ese ente que estaba en
mi presencia era hombre o mujer.
Largo tiempo estuvo mirándome
despreciativamente. Su mirada inquisidora penetraba hasta el fondo de mi vacía
imaginación y la registraba minuciosamente como quien ojea un libro. Aquel
análisis frío y sostenido de mí ser interior, semejante a una disección
anatómica, me producía una especie de congelación interna. Después de haber
prolongado ese registro todo lo que quiso, sacudiendo la cabeza con un aire no
sé si de conmiseración o de hastío, concluyó por decirme:
--Nada has podido producir. Tu inteligencia
está como un papel en blanco; pero tengo lástima de ti y quiero trabajar por tu
cuenta.
Extendió, luego que acabó de hablar, su brazo
escultural y con la mano abierta señaló el fondo casi oscuro de la estancia. Yo
seguí con la vista aquel ademán, lleno de imperio, y miré a lo lejos. Primero
vi una espléndida llanura en la cima de un monte, como si fuera una meseta,
iluminada por una suave y deliciosa luz. Parecía que nos acercábamos a ella con
rapidez. En seguida se fueron delineando claramente los contornos de un palacio
suntuoso de construcción antigua, con las paredes de mármol tan fino que casi
tenía la transparencia del vidrio y con el techo de un metal semejante al oro.
Me parecía que, sin movernos, nos acercábamos
a la espléndida mansión nunca vista por mí y ni siquiera imaginada. Tuve la
sensación de que habíamos penetrado en el interior de una sala de deslumbradora
riqueza, en la cual se hallaban numerosos personajes rodeados de incomparable
gloria. Tenían aquel aire lleno de majestad de los que están habituados a
dominar las inteligencias de los demás hombres, y, en realidad, parecían reyes
que estaban sentados sobre tronos. En el mismo instante en que pasábamos junto
a ellos se levantó de su asiento el más glorioso de todos, y con seguridad era
el que presidía aquel senado resplandeciente, y con voz no terrenal comenzó a
recitar los sublimes versos: "Canta, oh diosa!, la cólera de Aquiles, hijo
de Peleo".
Entonces pude ver en el dosel del trono en
que se hallaba el recitante esta inscripción en letras refulgentes:
"¡Poesía! ¡Eres de todas las bellas artes la más excelsa!¡Eres el arte
divino".
Comprendí que íbamos a salir de aquel
encantado recinto, y, una vez fuera de él, continuamos nuestro aéreo viaje con
rapidez. Muy distante debíamos encontrarnos, a juzgar por lo largo del tiempo,
cuando empecé a sentir como el ambiente perfumado del bosque y a notar el
silencio inapreciable del desierto, apenas interrumpido por el ruido de las
corrientes de aire que levantábamos a nuestro paso. Era evidente que entrábamos
en un lugar solitario y silencioso. La aparición me habló diciéndome:
"Cierra bien los ojos y apresta los oídos". Obedecí al punto y puse
todo mi esfuerzo en oír.
De aquella ignorada región de la tierra, de
aquel rincón bendecido del mundo, se elevaba un canto celestial. No parecía
formado de voces humanas, y hubiérase creído que alguno de los coros angélicos
lo entonaba. Compuesto solamente de voces, sin ningún acompañamiento de
orquesta, la frase musical estaba formada por una melodía grave y pausada que
en algunos momentos parecía un lamento, un sollozo o una súplica, pero que en
otros instantes tomaba los grandiosos acentos de un himno triunfal. En mi alma
se despertaban emociones del todo semejantes a la expresión sensible de aquel
canto, que me traía el recuerdo de dulces días, de días serenos y apacibles de
mi vida, quizá pasados para siempre. La aparición me habló con voz emocionada y
me dijo: "Es el himno cartujano que noche y día sube al cielo a pedir
misericordia por el pobre mundo. En el desierto viven esos seres como ángeles
formando el jardín privilegiado de la Iglesia".
Poco a poco fuimos perdiendo la audición del
himno, conforme nos alejábamos del desierto y entrábamos en la llanura. De
repente llegamos a un espacio lleno de primorosas flores. En medio de él se
levantaba una escala de singular belleza de la cual se irradiaba una brillante
luz en todos los ámbitos de aquel dilatado espacio. Estaba formada por siete
gradas talladas en una piedra riquísima y preciosa como el diamante. Sus
pasamanos eran como de esmeralda cubiertos de facetas, y toda ella parecía
suspendida en el aire y rodeada de gran esplendor.
En la tercera grada de aquella inimitable
escala estaba de pie una bellísima mujer ligeramente reclinada en la verde
esmeralda. Llevaba una ondulada túnica escarlata y sobre los hombros descansaba
un manto de imperial armiño. En la mano derecha tenía el cetro. Luego que nos
hubo visto hizo un ademán con la mano izquierda enseñándonos hacia el Oriente.
En aquella dirección apareció un campo
irregular y quebrado en el que venían algunas palmeras torcidas y casi secas,
agitadas por el viento; hacia la izquierda, y en dirección de las palmeras, se
notaba la bella ensenada de un lago de plomizas aguas; a orillas del lago unas
colinas cubiertas de hierbas y de no muy grande elevación, y, por fin, más allá
y por encima de las colinas el cielo azul con nubes acumuladas, mensajeras de
próximas borrascas. Una gran multitud de hombres, mujeres y niños se encontraba
en aquel sitio y le daba el aspecto de un campamento. Toda aquella muchedumbre
parecía presa de un entusiasmo indescriptible, como si hubieran sido testigos
de un acontecimiento nunca visto en el mundo; como que lo comentaban y
discutían con vehemencia, y a veces llagaba a mis oídos el ruido de una inmensa
aclamación semejante al ruido del mar durante una tempestad. Unos cuantos de
los actores de aquella escena estaban afanados recogiendo unos objetos que,
ciertamente, eran pedazos de pan y restos de pescado, los cuales iban colocando
cuidadosamente en cestos. De pie sobre una pequeña elevación del terreno y
dominando aquel espectáculo estaba Él, resplandeciente en su divinidad y con
las manos omnipotentes levantadas al cielo en actitud de dar gracias.
Un frío producido por la emoción circuló por
todo mi cuerpo; pensé que me iba a morir. Entonces hice un violento esfuerzo
sobre mí mismo, tratando de recobrar mi libre personalidad, como quien procura
despertar encontrándose en medio de una pesadilla. Casi recobré el uso de mis
sentidos, de tal suerte que empecé a distinguir los objetos de la habitación y
hasta oí claramente la voz de un granuja que gritaba en la calle: "Para el
miércoles. ¡El cuatro mil trescientos cincuenta y nueve!".
No pude luchar por más tiempo y volví a caer
en mi letargo. A mi lado estaba todavía la aparición, que me dijo con aire de
comprimida cólera: "Estás bajo mi autoridad; aunque no quieras has de
prestarme atención hasta el fin". Y, agarrándome con fuerza por un brazo
me condujo velozmente y como si fuera llevado por una ráfaga de naciente
huracán. Llegamos al cabo de un largo tiempo a un silencioso y dilatado
recinto, que al principio creí había de ser como un recinto mortuorio, pero
luego pude convencerme de que era un espacio cerrado en el cual se distinguían
grandes masas de jaspeado de mármol que custodiaban la entrada y se extendía a
lo lejos. Por dentro de ellas se encontraban lujosas columnas, preciosos
molinos de mármol de raros colores que contribuían con matices a dar belleza y
armonía al conjunto.
En el centro de aquel recinto se levantaba,
esbelta, la figura de una mujer de blanco mármol. Parecía acabada de salir de
la onda líquida y por ello cubría castamente su desnudez con tela abundante de
profusos pliegues. Su rostro ovalado y de una deslumbradora dulzura estaba
iluminado por una sonrisa celestial, y su mirada, rica de inmortalidad, se
dirigía vagamente a lo lejos, como si estuviera mirando el desfile de las
generaciones seculares que habrían de venir a contemplarla sin saciarse jamás
de admirar su belleza. Me sentí como poseído de un verdadero éxtasis producido
por aquel esplendor, y hubiera deseado nunca más salir de ese recinto
encantado, hasta que una voz me sacó de aquel arrobamiento, la cual,
descendiendo de lo alto, exclamaba: "¡Oh hombre! ¡Admira el poder creador
de que disponen los de tu raza! ¡Pueden ellos transformar, la fría piedra en un
ser como éste que ves palpitante de vida, el cual representa el ideal perfecto
de la belleza!".
Pero, sin dejarme oír más, la aparición me
obligó a continuar nuestra marcha. Corrimos sin descanso y pasábamos como una
exhalación por los aires, absolutamente como si atravesáramos los continentes y
los mares. Después me dijo de nuevo: "Mira en frente de ti; no tienes
tiempo que perder".
Vi un caudaloso río azul de dormidas aguas
sobre las cuales se habían debido cantar las baladas antiguas. A su orilla
izquierda estaba extendida amorosamente una gran ciudad, una ciudad antigua, es
verdad, pero tanto en los pasados como en los presentes tiempos gloriosa y
heroica. Como iluminando la ciudad, se levantaba majestuoso el edificio
espléndido de la Catedral, cuyos contornos se dibujaban maravillosamente en las
aguas del río. En la fachada se levantaban dos altísimas torres rematadas en
atrevidas agujas, y toda aquella construcción era una verdadera filigrana de
piedra, monumento acabado de belleza y ejemplar perfecto del estilo ojival, el mayor
invento arquitectónico de la inteligencia humana. Sobresalían en ella la
potencia y la magnificencia ordenadas y armónicas, engendradas por la artística
disposición de las formas geométricas. Al entrar oímos claramente los sagrados
cánticos de la oración vespertina, los cuales produjeron honda conmoción en
todo mí ser.
Traté de ver si la aparición estaba a mi lado
como antes y nada pude distinguir. Hice un esfuerzo mayor para abrir los ojos y
mirar a mí alrededor, y entonces fue cuando empecé a volver a la realidad. Tan
luego pude coordinar mis ideas me puse a recordar lo que me había sucedido,
pronto comprendí que era todo aquello una simple visión imaginaria producida
por el cansancio y el estado atmosférico.
En el suelo estaban unas cuartillas caídas de
la mesa: en una de las cuales había un renglón medio borrado en el que pude
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Tomado de: "José Gregorio Hernández
Obras Completas" Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE
Caracas 1.968, por Alfredo Gómez Bolívar
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