Representación del Dr. José Gregorio Hernández, en la capilla que le honra, sector Los Malabares, San Carlos, Cojedes. Imagen en el archivo de Samuel Omar Sánchez
(Publicado en el El Cojo Ilustrado, año XXI, Nº 497, Caracas
1 de Septiembre de 1912)
Para mi distinguido el R.P. Benjamín Honoré Profesor
de Filosofía en el Colegio Francés.
La campana interrumpe el profundo silencio
del desierto. La densa noche cubre implacablemente el bosque de la negra
caliginosa sombra; pero en aquella completa soledad la Cartuja recibe de lo
alto una lluvia de serenidad y de paz. Entre ratos percíbense los ruidos
innominados del desierto, el azaroso canto de las aves nocturnas o el ulular de
los desolados animales silvestres. Cabe el vecino riachuelo las ranas entonan
el triste canto, su sola protesta contra aquella espera medianoche sin luna.
Destínguense los objetos de una manera
extraña y las visiones se suceden tan numerosas como los objetos. La cruz que
se levanta triunfante en medio del cementerio, como símbolo cierto de futura
resurrección, toma en medio de aquella inundación de tinieblas gigantes
proporciones. Las tumbas de los que un tiempo fueron víctimas voluntarias del
amor divino se juntan en fraternal abrazo de unión sin fin. Y los cipreses y
los mirtos se levantan orgullosos hasta el nivel de la torre del convento, y se
entremezclan con las columnas del silencioso claustro.
Los hombres duermen o corren al placer
olvidados de Dios. Más la campana vibra fuerte y pausadamente su voz metálica,
que recorre el ámbito espacioso y es reflejada en las colinas cercanas. Todo se
estremece en la oscuridad. Las puertas de las celdas se van abriendo una a una
y dando salida a los religiosos con sus blancas vestiduras, los cuales marchan
reposadamente en la oscuridad como sombras vagas que se dirigen al coro.
En la capilla brilla apenas la luz de la
pequeña lámpara que arde ante el tabernáculo. Reina un silencio total, no
interrumpido ni siquiera por los blandos pasos de los religiosos, que van
colocándose en sus puestos en el coro y quedan allí inmóviles como estatuas y
sumidos en profunda oración.
Transcurridos breves instantes calla la
campana. A la escasa luz de la lámpara se inventan también en la nave visiones
fantásticas. Los libros corales proyectan sombras que semejan las ruinas de
algún templo pagano y sobre las losas del pavimento aparecen como calaveras y
osamentas, como las grandes tibias de esqueletos descomunales. Sobre el ara, el
Cristo abre los brazos a la humanidad redimida como promesa inviolable de
definitivo perdón.
Una señal que parte del fondo del coro
interrumpe aquel recogimiento profundo y se da comienzo al canto. En primer
lugar se dice el Inventario, la invitación fraternal, el llamamiento a cantar
las glorias de Dios, en tono de alegría y esperanza. "Venid, ensalcemos al
Señor, alegrémonos en Dios nuestro Salvador...
Nosotros somos su pueblo... Al oír hoy su voz
no queráis endurecer vuestros corazones... Venid, adoremos al Rey...".
Largo rato continúa el himno, haciéndose cada
vez más instante, como si quisiera convocar y congregar al mundo entero para
aquella cándida fiesta del puro amor.
Después empiezan los nocturnos. Al través de
las notas musicales se adivina la ardiente pasión de los corazones que palpitan
bajo aquellos sudarios por la gloria de Dios y por la mísera humanidad. Los
coros alternan en animado y vehemente diálogo y los versos de David brotan de
aquellos labios inmaculados como centellas viajeras de la tierra al cielo.
Señor Dios nuestro: ¡Cuán admirable es tu nombre en el universo entero!...
¡Cuán elevada es tu grandeza sobre los cielos!... ¡Los cielos narran la gloria
del Señor y el firmamento anuncia la obra de sus manos!
La petición se hace inflamada por todos los
hombres; nadie tema quedar excluido de aquella intercesión poderosa; y porque
aquellos inmolados saben bien que Dios hace salir su sol sobre los buenos y
sobre los malos, y que no hay faltas aisladas a causa del terrible contagio del
mal, por eso cantan al cielo con tranquila confianza: ¿Quién podrá comprender
lo que es el pecado? Limpiarme de las culpas escondidas y de las ajenas...
¡Señor, mi favorecedor y mi redentor!
Las horas pasan como una ilusión, finalizan
los Nocturnos para dar comienzo a las Lecciones. En evocación espléndida se
cantan entonces las glorias de la creación. Las criaturas van apareciendo una a
una, obedientes a la voz omnipotente que de la nada les da ser. La luz empieza
desde aquel instante su viaje fantástico por los indefinidos espacios del
universo. La materia en estado caótico, la tierra informe y vacía, el sol, la
luna y las estrellas. Luego se canta la maravillosa aparición de la vida en la
tierra y en el fondo del mar, y al fin, en una frase musical anunciadora del
gran suceso, se publica al mundo atónito la grandiosa aparición del hombre y su
origen divino.
Terminada aquella narración incomparable, la
comunidad entera, conmovida, entona el grandioso himno triunfal: ¡A Ti, los
Querubines y los Serafines a una voz te aclaman sin cesar Santo!...
La tierra y los demás astros continúan su
incesante revolución en el espacio. Los hombres duermen o corren al placer por
el ancho mundo. Las aves nocturnas ensayan su dulce canto. En el coro el oficio
divino se sigue desarrollando en toda su belleza; pidiéndose en él la
misericordia y el perdón para los malos y para los buenos, para los que gozan y
para los que sufren, principalmente para los dichosos, porque a los que son
desgraciados les sirve de crisol el sañudo dolor.
Tomado de: "José Gregorio Hernández Obras Completas" Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE Caracas 1.968, por Alfredo Gómez Bolívar
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