(Publicado en El Cojo Ilustrado, año 493,
Caracas, 1º de Junio de 1912)
A mi respetado amigo el señor Jesús María Herrera Irigoyen
Una mañana fría y nublada caminaba yo de prisa para llegar a tiempo a la estación ferrocarrilera antes de la salida del tren. Cinco minutos justamente antes de la partida tomé el vagón que se hallaba desocupado aún, y traté de elegir un buen asiento para hacer más cómodamente mi pequeño viaje, pues, como de ordinario soy muy propenso al mareo, lo evito a veces situándome bien (El Cojo Ilustrado, año 493, Caracas, 1º de Junio de 1912)
Una mañana fría y nublada caminaba yo de
prisa para llegar a tiempo a la estación ferrocarrilera antes de la salida del
tren.
Instantes después acariciaba yo la halagadora
idea de hacer mi camino sin compañía alguna, cuando entraron tres pasajeros
más, de distinguido aspecto: un caballero al parecer de cincuenta años, tipo
del perfecto gentleman, quien se tocó cortésmente el sombrero al pasar junto a
mí; una señora que, al ponerme de pie para darle libre paso, me hizo una ligera
cortesía, y un joven como de diecisiete años, de tan noble parecido con el
caballero que semejaban una misma persona vista a los diecisiete y a los
cincuenta años, de tez pálida, cabellos y ojos negros, con la mirada profunda
del que nace pensador. Vino a situarse a mi lado, y, sin prestar atención a los
movimientos precursores de la salida, abrió un libro y se entregó a la lectura.
El caballero y la dama tomaron asiento a mi
frente. La señora vestía traje y sombrero negros de gran lujo y elegancia, y la
dulzura de su fisonomía, al propio tiempo que todo el continente de su persona,
revelaban la distinción peculiar a las personas bien nacidas.
Respiré con satisfacción pensando que, si la
compañía no aumentaba, haríamos un viaje bastante agradable, y mayor placer
experimenté al ver que, en el instante de partir el tren, la señora hizo
piadosamente la señal de la cruz.
Entonces mi compañero arregló su libro lo más
cómodamente que pudo para continuar su lectura, que, por lo visto, le
interesaba sobremanera. Movido de curiosidad, traté de ver en su libro con
discreción, mirando por encima del hombro, y leí lo siguiente:
"El hombre naturalmente desea saber: la
presencia de lo desconocido le molesta; todo lo que es misterio le inquieta y
estimula, y, en tanto que le dura su ignorancia, experimenta él un tormento que
cede su sitio al placer cuando aquélla llega a ilustrarse".
La señora, viéndole absorto en la lectura,
dirigió la palabra a su acompañante con voz intencionalmente fuerte, como para
hacerse oír del joven.
-No me gusta que Carlos se entregue tanto a
esas lecturas, las cuales me parece que le pervierten sus buenos sentimientos.
El caballero sonrió con bondad, fijando su
mirada en Carlos con el mismo agrado con que se viera en el espejo ahora
treinta años. Carlos levantó los inteligentes ojos y, mirando a la dama y al
caballero con ternura dijo:
-Mamá no quiere que haga mis repasos,
sabiendo que tengo que presentarme al examen de bachiller muy pronto.
-No es el repaso lo que me desagrada -
replicó- sino que te veo con una ideas raras y muy distintas a las que tenemos
en casa.
El caballero fijó de nuevo su mirada
indagadora en el joven, y éste levantó un poco la voz como quien trata de
expresar un profundo y firme deseo del alma:
-Tío Felipe, es que yo quiero saber.
La locomotora producía un gran estruendo en
las vueltas del camino, los arboles del bosque huían velozmente y los pájaros
se levantaban en bandadas, mientras que el penacho de humo quedaba como señal
efímera de nuestro paseo.
Yo pensaba que este otro penacho de humo -el
hombre- vive atormentado por el mismo deseo de Carlos de saberlo todo, sólo
que, al buscar la vida en la ciencia, no pocas veces encuentra sino la muerte.
-Mira Felipe, -dijo la dama-ayer no más me
aseguraba que las buenas obras que hacemos no nos sirven de nada, porque
nosotros obramos siempre a impulsos del motivo más fuerte y sin ningún mérito
de nuestra parte.
Su tío guardó un rato de silencio, al cabo
del cual le dijo:
-Te has vuelto determinista a lo que veo, mi
querido Carlos, y eso te perturba considerablemente porque encuentras que tu
filosofía pugna contra tu religión.
Carlos Contestó:
-Yo desearía que alguien me pusiera de
acuerdo esas cosas. Sin Embargo, me parece claro lo que nos enseña la
estadística. ¿No vemos que hay casi todos los años un número igual de
matrimonios? Lo mismo acontece con los robos y con los homicidios. Un buen estadista
calcula sin errar que dentro de dos años habrá un determinado número de estos
sucesos, de la misma manera que un astrónomo indica los eclipses del Sol y de
la Luna que se verificarán de aquí a diez años.
La señora miró a Felipe con zozobra y como suplicándole
que ilustrara al adolescente.
Don Felipe repuso: -Analicemos bien ese
argumento. Por ejemplo, todos comemos generalmente las siete; si tú vas a la
mesa con nosotros a esa hora, ¿lo haces de una manera necesaria, o te consta,
por el contrario, que tendrías la libertad de no ir?
- Es claro que puedo no ir si me place.
-¿Aunque tuvieras mucho apetito pudieras
dejar tu puesto vacío en la mesa?
- Si, por cierto.
- Ya ves, Carlos, que eres libre, puesto que
no te dejas dominar por tu apetito y puedes triunfar de él. Y de todos los
móviles humanos, los más poderosos son las inclinaciones físicas, que impulsan
casi como instintos.
-Si- dijo la madre con gozo- los santos
adquirieron la perfección en grado heroico porque lucharon contra todos sus
apetitos corporales y triunfaron de ellos.
Por mi imaginación pasó el recuerdo de aquel
dulcísimo Francisco de Asís despedazando su carne virginal con las espinas de
unas zarzas en una terrible noche de invierno, luchando violentamente contra la
tentación y venciéndola.
La máquina detuvo su marcha por breves
instantes. Todos nos asomamos a las ventanillas. En el corredor de la pequeña
estación estaban dos granujas vestidos de harapos. Uno de ellos, dirigiéndose a
su compañero, le dijo:
-Vale, ahora me gano, cuando menos, tres
reales con los pasajeros que vienen.
El otro, levantando la mano derecha hasta el
nivel de los ojos y cerrando unos después de otros los dedos, le respondió:
-¡Veo!...
El vagón continuó su interrumpida marcha y
los pasajeros nos colocamos de nuevo en nuestros respectivos puestos.
Don Felipe continuó:
-Oye, pues, Carlos; la estadística nos enseña
solamente los meses en que se verifican esos actos de que tú hablas, pero nada
nos puede decir del estado sicológico de sus autores, el cual sólo puede ser
conocido por la conciencia.
-Concedo que los argumentos en favor del
determinismo dados por la estadística sean bien débiles - replicó Carlos-, pero
es que los hay más poderosos. Si se le sugiere un acto cualquiera a un
histérico durante el sueño hipnótico lo realizará al despertarse. Preguntémosle
en seguida si lo ha hecho con entera libertad y nos afirmará que así lo hizo.
-Y así lo ha hecho, en efecto, porque la
sugestión no obra sobre la voluntad, sino indirectamente por el intermedio de
la memoria y de la inteligencia. Los actos se verifican así: al producirse la
reviviscencia del hecho sugerido la inteligencia lo considera y ofrece a la
voluntad, la cual lo acepta si es de su agrado, o lo rechaza en el caso
contrario; de suerte que, aun aquel que está influido por la sugestión puede
obrar libremente. Recuerdo haber leído la observación de un notable neurologista. Se trataba de una histérica a quien se le sugirió que en la tarde
del día siguiente saliera a paseo con su sombrero puesto al revés. En llegando
la hora sugerida todos oyeron que la enferma decía:
-¡Que cosas tan raras se me ocurren!
Solamente que estuviera loca me pondría el sombrero al revés!
Y salió vestida correctamente. Ya ves tú que
los histéricos, al aceptar la sugestión, lo hacen tan libremente que pueden
rechazarla y practicar lo contrario.
Carlos repuso: -Y si admitimos la libertad
humana, ¿no nos ponemos en contradicción con la ley de la conservación de la
fuerza? ¿Tendríamos que admitir que un acto voluntario podría crear de la nada
un movimiento intercurrente, cuando está demostrado que todo movimiento resulta
siempre de un movimiento anterior?
-La voluntad libre- respondió Felipe
reposadamente- no crea ningún movimiento de la nada; lo que hace es servirse,
poniéndolas en libertad, de las fuerzas almacenadas en los elementos
musculares.
Además de que la ley de la conservación de
las fuerzas está demostrada por un sistema cerrado e inerte y no lo está
respecto de los seres vivos.
Conforme Carlos se iba poniendo pensativo, la
dama manifestaba ostensiblemente su alegría.
-Pero es lo cierto- volvió a decir Carlos-
que nos decidimos siempre por el motivo más poderoso.
-No siempre- dijo don Felipe- por ejemplo,
una persona obediente a los mandamientos de la Iglesia no tomará el alimento antes
las doce en un día de ayuno, aunque tenga mucho apetito; mientras que el
falderillo de tu casa, al presentársele el alimento, se lo comerá
irremisiblemente si tiene hambre.
-En ese caso- dijo Carlos con aire de
triunfo-, el motivo más fuerte es la decisión de cumplir la ley del ayuno.
-Estás en la plenitud del error, mi sobrino,
porque, como acabo de decir, es un hecho demostrado por la experiencia que de
todos los móviles humanos los más poderosos son los apetitos corporales, por lo
cual la lucha contra ellos constituye el lado doloroso de la vida. Además,
podemos verificar todos estos actos experimentalmente y siempre la conciencia
nos atestiguará la existencia de la libertad.
Yo observaba al joven y experimentaba una
verdadera delicia al ver que en su clara inteligencia había entrado la buena
doctrina. En aquel momento la máquina empezó a disminuir de velocidad y Carlos,
levantándose de repente y dirigiéndose a la puerta, exclamó: -Ya llegamos.
Después que hubo salido dijo la señora:
-¿Crees tú, Felipe, que Carlos irá
abandonando todas esas malas ideas y que podré verlo volver para siempre a su
Catecismo, que con tanto desvelo le he enseñado?
Tranquilízate, querida hermana- le respondió
don Felipe levantándose para salir- todos, unos más y otros menos, nos hemos
divorciado del Catecismo en esa época de la vida y hemos dado acogida a la
novedad de esas ideas tan cónsonas con el estado psicológico producido por el
cambio de la edad. Pero después, poco a poco, vamos despojándonos de ellas, y
entonces florece espléndidamente la primera siembra, sobre todo cuando el
sembrador fue una madre como tú.
Yo me quedé con el corazón entristecido al
pensar cuántos hay que permanecen definitivamente divorciados del Catecismo por
carecer de una mano amiga y amante que les haga fácil la vuelta.
Texto tomado de: "José Gregorio Hernández
Obras Completas". Compilación y notas Dr. Fermín Vélez Boza. Ediciones OBE
Caracas 1.968 por Alfredo Gómez Bolívar
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