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sábado, 22 de agosto de 2020

Navil Naime. Bendito el sorbo que ignoró tu sed (poesía y prosa)

 

Nuestra bienvenida llanera  a Navil Naime a Letras de Cojedes (http://letrasllaneras.blogspot.com/)

.



AUTOLISIS

Benditas las manos

que vuelven a ser tuyas,

la mueca de tus párpados

en la convulsión de sus verdades,

cada instante que ya no te acontece,

tus ojos que persiguen

algún lugar sin mundo.

Esa migraña rota en la niebla

de marcharse.

Bendito el sorbo que ignoró tu sed,

el coágulo de miedo

usurpando el encéfalo,

la burbuja intrusa en medio de la sangre.

Me acomodo al sesgo de tu herida,

a la pócima que traiciona

la ruta de encontrarte.

¿Existirá un atajo más firme que tu ausencia,

algo que nos acerque a la frase sin tiempo

donde sigues perdido?


 

OLVIDO

Mientras se alejaba persistía en él  la sensación de haber olvidado algo. Revisaba minuciosamente sus bolsillos, se quitaba aquel escombro de sombrero y lo agitaba absurdamente como intentando aclarar la tarde. Levantaba el polvo menudo de aquel camino como el que solo anda de paso. Hizo un rápido inventario de lo que tenía: la ropa desteñida, los zapatos desgastados, aquel desgarbado sombrero con orificios de tormentas. Nada más. Su angustia fue en aumento en la medida que la noche se acercaba. Se detuvo un instante; el crepúsculo crecía en su mirada. Posó sus manos sobre la tierra, se arrodilló de espaldas a la tarde y así estuvo hasta que oscureció. Se levantó para proseguir, dispersó la niebla del paisaje, sacudió el polvo que ocultaba su nombre y regresó a la cruz que también lo olvidó.


 

ROCA TARPEYA

Intentamos balbucear una renuncia.

Alguna frase herida

de ilusión.

Sobre una piedra

el gesto de la sangre

deshabitaba el tiempo

y pudimos sentir

en otros huesos

el crujido de nuestra propia

redención.

No sé en cuál desmemoria

urdimos la mentira.

¿Qué forma tiene un alma sin perdón?

¿En qué instante

del aire

la vida fue un error?


 

PIEDAD

          Muy cerca del extinto mercado exhiben una olla enorme con una sopa humeante que sabe a cenizas. Dos ancianas y un soldado la custodian con esmero y la reparten con impaciencia.

          La madre convence al niño. Bendice el humo de la sopa para que Dios los mire con indulgencia.

          La mirada del niño desciende a sus zapatos. No sabe lo que busca.

          Dos horas después mojaron su tazón con tres cucharadas de una mezcla insulsa, menos que suficiente para  el hambre de un imberbe.

        En la línea de espera la gente no se mira. Los ojos detallan el piso. Las manos desaparecen en los bolsillos. Los cuellos se meten en las solapas y arrastran sus cabezas.

           La sopa no es eterna. Se agota mucho antes que la fe y de que los últimos de la fila puedan conjeturar sobre su origen.

          Cuando finaliza, todos juntos, incluso los que alcanzaron a probarla, vuelven resignados a sus hambres.

          Los que no comieron se quedarán rastreando la noche en procura del sueño.

     Regresarán silenciosos a sus miedos, con los ojos enfocados en el último recuerdo. Un poco más mustios, todavía.


 

ORIGEN

Cuando abrió los ojos no supo en dónde estaba. Respiró profundamente y un aire gélido le cortó la respiración. Trató de incorporarse pero sus extremidades se negaron a obedecer. No entró en pánico. Hizo el esfuerzo por regresar a los hechos de la noche anterior y entonces se percató de que ni siquiera recordaba su nombre. A su alrededor, ni ruido ni presencia alguna. Intentó gritar y solo el vaho de un lamento deformó sus labios. Cerró los ojos para mantener la calma y poco después  un vértigo de rostros extraños desfilaba en desorden en su repentina oscuridad. Quiso orar pero las palabras retumbaban hueras y caóticas formando un extraño canto de resignación. Justo en el momento de la improvisada música percibió una mano afectuosa acariciando sus párpados caídos y una menuda llovizna mojándole la frente. Otra vez intentó erguir sus manos pero la fuerza de un súbito río lo arrastró precipitadamente hacia un coro de risas y llantos. Una firme tracción lo separó de su nicho. Recordó a su madre muerta. Vio a su familia agitando los brazos en la niebla para rescatarlo. Pronunció  la frase que guardaba para ese olvido y lloró profundamente su primer sorbo de vida.


 

RECUERDO

A mi querida Ángela Desirée Palacios, 

constante  inspiración.


Es mi materia gris la que te nombra.

El vestigio humoral de la tristeza

asciende como el humo a mi cabeza

a perseguir las huellas de tu sombra.

 

Es la luz clausurada de una alcoba

y la alcabala cruel de sus postigos.

Es la palabra simple que no digo

perdida en el ardid de la memoria.

 

Es este dirimir donde me toca

recuperar las frases de tu historia

hasta el final, por mí desconocido.

 

Es tu recuerdo muerto el que me asombra:

cada fibra senil de mi memoria

sólo recuerda lo que amé contigo.



SUEÑO

El niño sonríe dormido

en su caja de cartón

va ascendiendo en un avión

sin color y sin sentido;

sueña que vuela perdido

sobre un sol de telaraña

y que una llovizna extraña

le humedece el pensamiento

con la dulzura del viento

de una canción de montaña.

 

Él sueña que la mañana

cabe toda en una nube

y en la medida que sube

es más prístina y cercana;

que el cielo es una campana

que tañe sobre una noria;

que Dios guarda en la memoria

las notas de un verso santo

para salvar con su canto

las brechas de sus historias.

 

En su sueño las bandadas

de pájaros se detienen

para ver de dónde vienen

las furtivas madrugadas

y las tormentas heladas

con su misterio profundo

y el rugido tremebundo

del mar cuando se enfurece

y con su fuerza estremece

los basamentos del mundo.

 

Atraviesa el mar bravío

sobre una regia goleta

y de una vieja saeta

lanza ilusiones a un rio;

hace una pausa en el frio

de la noche del desierto

y con los ojos abiertos

bendice la buena estrella

que en la hora oscura y bella

le muestra el camino cierto.

 

En un tren de lejanías

atraviesa mil ciudades,

el humo de sus saudades

la voz de sus elegías;

va dispersando los días

en la oquedad de un bostezo,

convierte en amor el peso

de toda la incertidumbre

y en el brillo de su lumbre

va gestando su regreso.

 

Regresará de su sueño

y volverá a comenzar,

la ilusión es el lugar

donde todos son pequeños;

 en la ruta de su empeño

nos debemos concentrar

para juntos intentar

con acciones imposibles

y palabras invencibles

que no deje de soñar.


 

DIMAS

Abdico en la cruz

sin nada que me nombre.

Extraño el agua

de mi antigua sed.

 

A mi lado

un ser inhiesto

ostenta una palabra

de sangre

y me increpa

desde algún lugar

de su dolor.

 

Yo  irrumpí

en su certeza

con el tal vez de mi asombro.

 

Desde entonces

lo busco

en todas mis muertes.

Navil Naime, Todas Mis Muertes, Avant Editorial

 

EL RELOJ

El reloj marca las tres de la mañana. El hombre atiza su insomnio girando en la última palabra del día. Respira el silencio, pero uno que no le pertenece, algo que usurpa el peso de la noche. Se hunde en la cama. Las paredes intentan parecerse al sueño. Se levanta y toma un sorbo de agua aunque no siente sed. Descorre la cortina y una luna intacta deshace la penumbra. Vuelve a la cama y saca de su cómoda una carta inconclusa y un pastillero. Retoma el papel y con pulso nervioso garabatea unas pocas palabras y al fin estampa una fecha. Deja la hoja sobre la cama y recoge  el pastillero. Piensa que una sola es suficiente para retomar el sueño, dos para profundizarlo. ¿Cuántas necesitaría para eternizarlo?  Vuelve a la ventana. La noche es propicia para el miedo de un insomne. Quisiera desgarrar la oscuridad y rescatar de algún modo la voz de sus ausentes. Tiende ingenuamente una mano hacia el vacío y recuerda una oración de su infancia. Busca  la frase adecuada para pedir perdón. Las manos se orientan presurosas hacia el vaso. Tiemblan en el frio de su desconcierto. Separa y cuenta las píldoras, las lleva una por una a su boca con gran ceremonia. Vuelve a cama un poco desorientado. Solo una mueca lo separa del llanto. Se imbuye en la oquedad de la penumbra. Mira impulsivamente el reloj. Se asombra: continuaban siendo las tres de la mañana. Aún le quedaba tiempo para emprender la vida.


 

CORAZÓN ACORRALADO

A mi amiga Ana Rita Tiberi porque su alma está hecha de música

Andar y andar, ¿hacia dónde?

Seguir andando, ¿hasta cuándo?

Lo que busco se me esconde

y mis pies están cansados.

 

Continuar hacia mi norte

por caminos ignorados:

Que quizás nunca se encuentre

lo que tanto se ha buscado.

 

Y siempre por nuevas rutas

tu clamor que nadie escucha,

corazón acorralado.

 

A tus anchas y a tu suerte

hasta el amor o la muerte,

¡sin llegar a ningún lado!

Navil Naime, Sonidos Para La Intemperie, NSB Editores.

 

DIOS

         Habían transcurrido siete meses desde los sucesos. Las cosas buscaban volver a ocupar sus desplazados lugares, desempeñar nuevamente el rol para lo que fueron creadas, y así fue como todo tornó lentamente a una normalidad relativa.

          Los diversos ambientes de la casa continuaban siendo parcelas desoladas, habitadas por la tristeza de sus tres ocupantes.

          Aquel día, Raquel tomó a sus hijos y se decidió a dar un paseo por los alrededores de la ciudad. Respirar el aire dulce que satura las mañanas en los parques. Experimentar otra vez la sensación de que la vida continúa.  Era un domingo estival de inicios de septiembre. Un cielo de pájaros brillaba intensamente en el verdor del bosque. Vieron aproximarse a un hombre algo corvo, de cabellos canos y gruesos lentes. Llevaba un par de tenis blancos para la ocasión. El doctor Gómez reconoció a Raquel de inmediato y en un simpático gesto le extendió su brazo para continuar juntos el paseo. Hablaron, al principio, de las cosas triviales de las que suelen conversar las personas que poco se conocen, pero que mutuamente se aprecian. Casi al final del paseo, Raquel miró a los ojos del médico con la misma pesadumbre con que lo había hecho el día en que se conocieron. El doctor Gómez reconoció esa mirada que precede a las preguntas trascendentales. Vislumbró en la tristeza de la mujer ese pensamiento que largamente carcome la tranquilidad de un ser hasta convertirse en duda obsesiva, y que  suele estallar en su debido momento. Entonces sucedió; Raquel se armó de valor y usó el tono de voz más sincero del que fue capaz para interrogar al médico:

« ¿Usted aprobaría la eutanasia en un ser querido?», espetó la mujer, atenta a todas las expresiones del doctor Gómez. Este dudó un poco antes de responder. Se detuvo, tomó una profunda bocanada de aire que luego convirtió en largo suspiro y finalmente dijo: «No soy capaz de profesar algo que esté divorciado de mis convicciones. Cada paciente agonizando tiene el rostro de los míos. Mis hijos, mis padres, mi esposa, sobreviven y mueren en otros, cada día. Es una batalla que jamás culmina. Todos los días alguien se aferra a su precaria esperanza  y duerme abrazado a ese pálpito de vida que le resta. Nosotros estamos aquí, como instrumentos de Dios, para hacer menos difíciles esos momentos y socorrerlos hasta donde nuestros recursos lo permitan. Su esposo aún tenía signos vitales después de la intervención quirúrgica, pero créame, su funcionamiento cerebral había cesado. No existía posibilidad alguna de recuperación. Cualquier decisión que hubiera asumido ya estaba bendecida por todo una vida de entrega sincera y  de amor sin condiciones. Esto es lo que convierte en auténticas las posturas que en situaciones tan especiales nos vemos forzados a asumir. Dondequiera que el devenir nos conduzca nos encontraremos con seres destinados a activar o desactivar nuestros interruptores de esperanza. Y sobre ellos, un Dios sabio custodiando amorosamente nuestras vidas».

      Como quien ha logrado dilucidar una antigua duda, Raquel sintió cómo se desprendía de su cuerpo la fatigosa carga de la culpa. Por primera vez en meses se sintió libre del recelo pertinaz que la enfrentaba a la vida y le restaba serenidad y sosiego. Entonces, enfocándose hacia algún sitio del cielo, izó el brazo derecho, agitó su mano en el viento y sonrió.

          La tarde ya se posaba en las copas de los árboles. Una llovizna menuda se derramaba como signo inequívoco del otoño incipiente. De regreso a casa, contemplaban un cielo escarlata cayendo sobre el horizonte.


 

PADRE

Hoy vengo a dejarte

este llanto noble de palabras lisas;

de cosas ingenuas que nunca escuchaste,

sumido en la niebla de nuestra rutina.

Y cierro los ojos para ver tu cara,

aquel dulce rostro que colmó mis días

de palabras tiernas, de lenguas extrañas,

de la enorme fuerza que marcó mi vida.

 

En este silencio siento tus palabras

nadar en las ondas que arrastra la brisa,

mordiendo tristezas de largas distancias,

luciendo fragancias que desconocía.

Padre, si lograra destemplar el aire

y abordar el humo del sueño que habitas.

Si mis torpes manos tocaran tu sangre

y se aproximaran a tu humor sin vida.

 

Padre si pudiera

derrotar la historia duramente escrita,

contemplar tus ojos, como el niño triste

que creció admirando tu pasión sencilla;

volvería a besarte convertido en nube

con la voz deshecha entre frases vacías.

Me desprendería del dolor que tuve

para dibujarte mi mejor sonrisa.

Y tus manos buenas asirían mis manos

con esa ternura de cosas perdidas;

y desde el silencio de tu sueño arcano

a mi sueño triste tal vez volverías.

 

Hoy quiero contarte

que entre tus raíces sepulté las mías;

me sembré de lleno sobre tus zapatos

y el color de humo de tus diez camisas.

Que tus gestos giran sobre mis recuerdos

en mi afán de henchirme de lo que me inspiras:

y no me contento, y no me consuelo

con esta mentira de usurpar tu vida,

porque el mismo golpe que cegó tus ansias

me arrolló en silencio y apagó las mías. 



Muchas gracias por su visita 

Isaías Medina López (Coordinador)



martes, 12 de enero de 2016

El Jinete y otros cuentos breves de Ednodio Quintero

Imagen de Manuel Abrizo en archivo de Argenis Aguero




***Motivos de gran admiración son para el llanero los  cuentos de caballos y de gallos de pelea. Bajo tal premisa les dejamos varias narraciones del afamado cuentista venezolano Ednodio Quintero.

JINETE
En mi pueblo vivía un loco que montaba un caballo de palo. Una noche, por encima de los tejados alumbrados por la luna, pasó una bruja encaramada en una escoba. El loco la vio pasar, y sin pensarlo dos veces clavó las espuelas al caballo. Nunca más supimos del jinete.

AMPUTACIÓN
Los médicos decidieron amputarle la pierna, pero el paciente se opuso. Dijo que conocía un remedio eficaz que lo sanaría en un par de semanas. Los médicos le advirtieron que la infección podría invadirle otros órganos. El enfermo mantuvo su posición y se aplicó el remedio con esmero... y ceguera, pues mientras la pierna mejoraba, el mal se ramificaba en todas las direcciones. La pierna sanó por completo, lo que no dejó de asombrar a los médicos. Sin embargo, considerando el triste estado del paciente, decidieron amputarle el resto del cuerpo.

MUÑECAS
Cuando murió mi hermanita la enterramos junto con sus muñecas para que le hicieran compañía. Transcurridos noventa años de aquel triste suceso, he llegado a convencerme que las muertas fueron las muñecas, y enterramos también a mi hermanita para que les hiciera compañía. 

EL CABALLO AMARILLO 
Si yo soñara que soy algo más que un caballo amarillo: despojado de resabios y relinchos, reducido a la infeliz condición de bípedo pensante, enfilaría mis pasos rumbo a la ciudad más cercana, aquella que se vislumbra allá en el extremo sur de la llanura, y en la cual afloran altas chimeneas oscuras manchando de hollín el cielo sin nubes de esta mañana de septiembre.
Me confundo entre la multitud sudorosa que sale del estadio. A empujones y codazos logro abordar un destartalado autobús repleto de escolares macilentos y ancianas desdentadas. A través de la ventanilla contemplo el desfile de árboles raquíticos que bordean la avenida. Un desconocido de rostro patibulario se me acerca sonriendo y me da una feroz patada en la espinilla. En silencio lo maldigo mientras me retuerzo como un gusano fulminado por un rayo de sol.
Desciendo en la esquina del mercado y me envuelve el olor a pescado podrido mezclado al vaho que asciende del fondo de las alcantarillas. Las moscas oscurecen el aire, y una rata asoma el hocico desde el bolsillo del saco de un mendigo ciego. Más allá, sentada en el umbral de una puerta rosada, una anciana prostituta se asolea las rodillas. Siento hambre, escarbo inútilmente en mi faltriquera, y me alejo poco a poco sin darme cuenta del sosegado ritmo de mis pasos.
Por un rato ando extraviado entre el humo de las fábricas, el ruido de los autos, el bullicio de los chicos que juegan al fútbol, las piernas rollizas de una mujer alta y rubia que arrastra un perro de pelaje oscuro. Y un viejo amigo que me saluda llorando. Otra vez escapo y creo refugiarme en la silenciosa intimidad de una iglesia. Me aturde la voz afeminada e irritante de un joven sacerdote, ojos azules y mejillas recién rasuradas, que agita un Cristo con cara de perro regañado y vocifera en un idioma extraño, mezcla de latín; sánscrito y arekuna. Me escurro sigilosamente y vomito en la acera.
Casi sin interrupción me veo ahora sentado en un sofá, en la sala de unos parientes idiotas. Celebran mi visita con cuchicheos y sonrisas sesgadas. Me ofrecen café o té o limonada. Revolotean a mi alrededor como pájaros bobos. Recuerdan a la abuela asesinada durante una fiesta de carnaval de los años cincuenta y a la tía Margarita atacada de sarna perruna. Asqueado me despido, y con el golpe de la puerta comienzan, por tumo, torpemente, a enterrarme en la espalda los puñales que ocultaban entre sus vestiduras.
Afuera la tarde es una flor anaranjada desgajándose lentamente. Las puntas de mis zapatos mellados señalan el camino de regreso. Me resisto a pensar. Mi cerebro es una cueva blanquecina, limpia y desolada, en la que, a intervalos muy breves, se desliza una sombra. Apenas una sombra y el obstinado revolcarse del viento entre los árboles. Tarareo una melodía triste y desafinada, y desciendo por el callejón pateando una lata de cerveza.
Al llegar a mi casa me aguardan los gritos de mi mujer y el llanto de nuestros hijos. Mi mujer ha enflaquecido y los senos le cuelgan como una piltrafa. Los chicos tienen hambre. Patalean y me saltan encima y se me suben por todas partes como hormigas. Me derriban, aúllan y pisotean mi cuerpo fatigado. Entonces me despierto y libre ya de pesadillas me afinco en mis patas traseras, de un salto me levanto, relincho de contento, galopo y el viento sacude mis crines amarillas.

*LA MUERTE VIAJA A CABALLO
Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró en la sala. Y con gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo, desde su mirador, reconoció la silueta del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre ese momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un acuerdo previo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Entonces vimos, alumbrado por los reflejos ceniza del atardecer, el rostro sereno y sin vida del abuelo.

*EL GALLO PINTO
Mi tío tenía un gallo pinto que se alimentaba de alacranes vivos, Un domingo de Ramos el gallo amaneció cantando y aleteando, eufórico, alborozado, como si celebrara algún sueño grato. Mi tío se contagió con la alegría del gallo. Le tanteó las patas que le transmitieron una oleada de calor, y mirando el cielo sin nubes decidió que el día era propicio para poner a prueba la capacidad guerrera de aquel soberbio animal de alas negras, pecho atigrado y espuelas de marfil.
En la gallera bulliciosa la estampa del pinto impresionó a los apostadores, que se movían inquietos en sus asientos de madera mientras mi tío aguardaba desafiante en el centro del ruedo. De la primera fila se levantó un viejo patilludo, ojos como brasas, sombre­ro ladeado, que sostenía entre sus manos un hermoso gallo pareci­do a un águila. Con voz ronca, atronadora, se dirigió a mi tío: “Mi marañón contra su pinto, don Marcos, al bulto y sin igualar espuelas”.
El combate fue breve y habría de prolongarse para siempre en la memoria de los espectadores, pues, a los primeros aletazos del cuerpo del gallo pinto comenzaron a brotar alacranes que en un instante devoraron al marañón. En la confusión que antecedió a la desbandada salieron a relucir puñales, garrotes y algún revólver de cañón ahumado. Se escuchó el ruido seco de un disparo, y mi tío se desplomó, largo y pesado como un cedro de las montañas. Gritos, resoplidos, maldiciones. Luego el silencio. Y del pico y de las alas Y de la cola reluciente del gallo pinto continuaron brotando alacranes, que se comían los portones y las vigas, los árboles de la plaza, el puente colgante, las estatuas.

***Textos transcritos de: Cuarenta cuentos de Ednodio Quintero (Caracas, 2007), publicados por Monte Ávila Editores Latinoamericana. 

jueves, 27 de noviembre de 2014

Cuentos Venezolanos de Navidad (5): La Bicicleta Roja (Ramiro Moreno Calvete)

El cuento de la Bicicleta Roja siempre genera risas
(archivo de Rosa Isturiz)

                                  

Amanecía cuando abrí los ojos y la vi quietecita junto a la pared, sus rines niquelados despedían destellos y la enorme luna trasnochadora correteaba entre nubes en los estertores de la noche. Emocionado me incorporé de la cama, me aproximé al obsequio del Niño Jesús. Palpé el suave asiento, constante lo elevado que estaba respecto a mi estatura; sentí en la frigidez del metal latidos acompasados o tal vez los míos penetraban aquella estructura metálica. Después de grandes esfuerzos me senté en aquel indómito artefacto. Estrepitosamente caí al suelo, con lagrimas en los ojos pensé más en el daño que puede causar a la bicicleta que en mi dolor… No me atrevía a encender la luz; mis hermanos lo hicieron y entonces pude verla claramente: ¡era roja!. Con ese rojo tan hermoso que había visto en los labios de las mujeres, roja como la bandera de mi patria.
-Tienes fiebre de 40 grados- dijo Luis Alberto con un tono de voz sarcástico y burlón.
Alirio observaba en silencio el deplorable espectáculo que brindaba gracias a mi impericia; avergonzado me incorporé del suelo y de uno de ellos levantó la bicicleta que había salido ilesa del accidente.
Haciendo caso omiso a las burlas, me dirigí a ellos;
-¡Mira, el Niño Jesús me lo trajo porque me porté bien!
Me la arrebataron de las manos, zigzaguearon raudamente por la casa sin tropezar con ningún obstáculo; el rache sonaba con mil campanitas de Navidad incrustadas en los acerados dientes. Me imaginé surcando los alrededores en mi flamante bicicleta, tal vez mi magia infantil la hiciese volar sobre el techo de la casa o quizás un país enemigo invadiera el país y yo tendría que atravesar las líneas enemigas hasta encontrar las propias  libertadoras.
-¡Vamos a la calle, quiero aprender a conducirla!
-¡Estás loco, todavía no ha amanecido, a las ocho de la mañana te llevaremos al solar del catire Ricardo para que practiques!.
Apagaron las luces ante el llamado de mi padre que seguramente se acababa de acostar, dejaron la bicicleta cerca de la puerta de la habitación, pero mil pensamientos cruzaban por mi mente. Tuve miedo de que alguien penetrase a la casa y se la robara: la introduje al cuarto y la acosté en la cama, la cubrí con mis sábanas para protegerla del frio y me recosté contra la pared aguardando el amanecer.
La bicicleta roja relumbraba bajo la tenue luz de la aurora, sentí el suave olor de metal nuevo, sus cauchos vírgenes pedían a gritos caminos para recorrer, el olor a grasa nueva penetraba mis fosas nasales y hasta podría afirmar que logré interpretar en la estructura de aquel artefacto los más escondidos pensamientos del obrero que contribuyó a su forja. El tiempo parecía detenido, el péndulo del viejo reloj a torturarme; sentí miedo de que no amaneciera nunca. El sol podía negarse a salir, decían que por el poniente tenía una novia de hermosa cabellera y que el día menos pensando podría irse con ella y recorrer caminos. Tuve miedo de que eso fuese cierto. Me imaginé el firmamento con un enorme hueco en el espacio y la negritud de una noche eterna; recé un padrenuestro para que eso no fuese posible. La maestra nos había hablado de un lugar muy lejano donde la noche duraba seis meses. Sentí pena por los niños de ese país: tendrían que aguardar medio año para jugar con sus bicicletas, zarandas y pistolas; menos mal que aquí pronto amanecería…
De pronto el pataruco que no pudieron matar el día anterior dejó escapar su grotesco canto, me incorporé y lo vi con su hermosa cresta roja saludar el día. Salí a la calle con la bicicleta, fui a la casa de Darío, logré levantarlo de la cama y nos dirigimos al solar donde por vez primera monté ese potro indómito. Luego de numerosas caídas logramos doblegar la voluntad del artefacto metálico, pedaleábamos con cierta seguridad y entonces nos atrevimos salir a la calle. Una anciana venía de misa y no pudo esquivar mi embestida, lancé un grito de rabia y miedo cuando surqué los aires; el misal y el rosario de la señora se hundieron en el lodazal formado en medio de la calle de tierra, con varios raspones en los brazos me incorporé lo más rápido que pude e ignorando las maldiciones de la vieja me alejé en mi bicicleta roja calle abajo.