Desde niño su estatura le hacía resaltar entre la gente del Llano
(Archivo de Daniel El Apureño de Hoy)
Obra galardonada en el Concurso Nacional de
Cuentos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (UNELLEZ
–San Carlos, Cojedes)
El último botiquín que en el pueblo
permanecía abierto, situado en la esquina de la avenida Bolívar, cruce con
calle Flores, estaba a punto de cerrar por lo avanzado de la hora. Eran casi las
once de la noche. La mayoría de los pobladores dormían. Los amplios portones
hacían las veces de celosos guardianes, mudos e imperturbables, reforzados en
el cuido de sus dueños por la tranca segura y aldaba inseparable.
Las ventanas, mostrando sus alegóricas
mamparas, dejaban entrever, a la luz de encendidos velones, ofrecidos al santo
de la devoción, una pequeña cuota de la intimidad de la casa.
Los tejados rojos, unos, pajizos, otros,
tejidos por las manos de albañiles, o alarifes antañosos, eran graciosos
corredores de noctámbulos gatos y pensión de sempiternos murciélagos que
agitaban el aire con sus grandes alas.
Las aceras, sobre las que la brisa pasa su
escoba recogiendo lo que otros han dejado atrás, eran hilos de cemento y piedra
por donde se van los pasos de los pobladores, en los días, con perfiles de sol,
y en las noches con luces de luna, o ligero alumbrar de luceros, extendidas
bajo el zócalo de la casa, eran cintas plateadas como si la calzada de la calle
se prolongara buscando subirse a los techos por las paredes del poblado.
La brisa, paralítica las más de las veces,
muy poca se sentía. Sin embargo, de vez en vez, una escuálida racha se colaba y
apenas movía las hojas de los árboles, llevando consigo un grato olor de
mastranto lejano o el ácido aroma de los orines de la vacada que en la calle
tenían sus lechos tan igual al potrero que les era común.
El dueño del botiquín, quien a la vez era el
dependiente, atendía a la clientela de acuerdo, a cómo se lo permitía, el
carácter bilioso que le configuraban sus funciones hepáticas, había corrido la
voz de cierre a los pocos parroquianos que se encontraban en el interior del
negocio.
Las luces del pueblo se habían apagado desde
hacía rato, a la hora nona de la noche. Esas no volverían hasta el siguiente
atardecer, ya casi pasaditas las seis de la tarde, cuando unos tambores,
empujados por manos laboriosas, preñaran de combustible y lubricante la panza
del motor que debía generar la luz al pueblo, encendiendo muy tímidamente unas
cuantas bombillas de muy poco voltaje. Luz que cotidianamente era lánguida,
mortecina, triste, era como apenas un cocuyo en la noche.
- Amigos míos, es hora que se vayan- dijo el
hombre del bar, un negrito de mediana estatura, pelo ensortijado, ojos
agrizados, lucía una camisa marrón manga corta, pantalones que una vez fueron
blancos y viejos zapatos de dos tonos.
Luego, con voz ácida les espetó:
- Mi negocio es vendé y vendé... -guardó un
mínimo de silencio y agregó... pero no aguanto más.
Seguidamente se pasó las manos por la cara,
estrujándose los ojos, en señal de tener mucho sueño. Después, las dejó correr
de la cabeza hasta la cintura, dándose una fuerte frotada con la que quiso
indicar que el cansancio, también, lo dominaba.
-Servínos un palo más, vale, y nos vamos-
dijo uno de los consuetudinarios clientes, a la vez que mostraba una hilera de
dientes que reflejaron, en sus abundantes orificaciones, la escasa luz que se
bamboleaba, prendida al extremo de una vela, aplastada sobre un pequeño tarro
invertido colocado en el mostrador que hacía las veces de barra.
-El botiquinero refunfuñó algo, pero, sin
embargo, tomó por el cuello una botella, de las que estaban en la armadura, le
quitó la tapa sirvió tres palos largos de aguardiente claro, y luego abrió una
caja llena de hielo conservado con aserrín, sacó de allí un botellón de cerveza
que destapó y colocó con dos vasos de casquillo, para aquellos bebedores.
Luego, como se demoraban en irse, les apremió
a que lo hicieran. Inmediatamente les soltó un adiós que nos les auguraba ni
siquiera un sueño feliz, a la vez que les exigía el pago en moneda constante y
sonante de la consumición.
Uno de los hombres alzó su copa. Vació el
contenido de ellas en lo más profundo de su garganta, como si se tratara de un
gargarismo, tragó violento , tosió, carraspeó duro, devolvió el vaso al
mostrador, canceló y salió por la única puerta que a medias se encontraba
abierta.
Los demás quedaban allí, parecían
indiferentes. Los de las cervezas ya casi la vaciaban. Los otros, tomaban
despacio como si estuvieran dispuestos a permanecer más tiempo allí.
El dueño del bar recogía peroles, aplastaba
cucarachas, mataba zancudos con las manos, perseguía ratones incursionadores en
la vieja armadura, dando tiempo a que remataran el palo aquel. Ya le parecía
interminable la presencia de aquella gente en el bar.
Bueno vale, qué vaina es esa -fue la áspera
advertencia que les hizo acercándose al grupo, para continuar diciéndoles- No
quiero amanecé aquí, vamos pues, eso es saliendo- y palmoteó con las manos como
quien arrea manada de animales.
Al rato, empujando a uno, halando a otro, a
tiempo que le inquiría a los restantes que se fueran, dio una gran soplada a la
vela.
La llama bailó una danza de resistencia, las
sombras giraron al compás de la misma, y al final se apagó comenzando a
despedir el olor suigéneris de la combustión interrumpida, y candado en mano,
con la gente ya en la calle, cerró la puerta.
Seguidamente se fueron. Unos acompañaban al
botiquinero, pues eran vecinos y las calles a seguir eran las mismas. Estos
alborotaban. Voces altas y fuertes risas iban regando en su trayecto sobre la
quietud de la noche.
Otro, se fue con su carga de soledad en
sentido contrario a los anteriores. Irá hasta su casa, como los demás, a pasar
el éxtasis etílico de su parranda sobre el nuevo catre, que quería estrenar con
la hermosura de su negra, que seguramente no había pegado un ojo esperándole
entre asustada y con la esperanza del gozo que le significaba el nuevo mueble.
Quedó uno solo de ellos. Este permaneció
parado en la esquina del bar pensando por donde irse mejor. En más de una
ocasión había dicho que el aguardiente le daba valor y fuerzas para enfrentarse
a cualquier cosa. Sentía como le invadía una cierta embriaguez.
La verdad era que en ninguna oportunidad de
su vida había caminado solo en la noche. Recordó que, siempre, sin necesidad de
proponérselo, andaba acompañado de alguien en sus juergas nocturnas.
Pero, ahora era diferente. Sumergido en
aquella soledad del pueblo, en una noche oscura en la que apenas se podían
distinguir las cosas, sobre todo las lejanas, por su mente pasó el recuerdo de
aquellos cuentos que oyera cuando niño: “El Carretón”, “La Llorona”, “El
Enjustanao”, “La Procesión”, “Las Ánimas”, “El Tirano Aguirre”, “Asmodeo”, “La
Bola de Fuego”, “El Ahorcao”, “El Canillón”, “El Silbón”, “El Niñito Llorón” y
muchos más. Sentía que una gran intranquilidad le comenzaba a dominar.
Recordó, además que él en alardes de nada
temer, para asustar a niños y mujeres, temerosos de fantasmas, había inventado
muchas aventuras de ese tipo y echado cuentos de la misma calaña.
Él, que había dado rienda suelta a su
imaginación creando criaturas fantasmagóricas, tétricas, alucinantes, de
pesadilla, sentía ahora algo así como una premonición que le indicaba que algo
serio y terrible le iba a ocurrir.
Alguien le había dicho, una vez, que de tanto
inventar esas historias de fantasmas y aparecidos, iba a caer en el asombro de
sus propios fantasmas.
Se recostó de la pared. Inspiró un poco de
aire que le robó a una leve ráfaga, que rauda pasó por su lado, y luego la
expulsó contaminando la poca brisa que seguía a la otra con su podrido vaho
alcohólico.
Alzó los ojos buscando compañía en los
alrededores, pero únicamente encontró soledad, penumbra y silencio. Un
movimiento de algo, a una cuadra de distancia, le hizo pensar en la presencia
de alguien, pero, luego de una nueva ojeada logró distinguir la figura
regordeta de una vaca echada cerca del portón de una de las casas.
Sin embargo, sintió valor después de deducir
que al faltarle compañía de una persona bien valía la pena la presencia de un
animal. El trance le era difícil. Así, pues, haciendo de tripas corazón, trató
de irse por la calle con la ilusión de encontrarse con un animal, aunque fuese,
para darse algo de valor.
Dio varios pasos, caminó apenas unos
poquísimos metros. Se detuvo. No sabía qué hacer si irse o esperar allí la
llegada del amanecer. Quedarse era necio, absurdo. Irse era, tal vez, salir en
busca de lo que le esperaba, pero no le quedaba otro camino. Así que con su
bagaje de miedos se decidió a salir para su casa dándose ánimos.
- Por aquí me voy, ni me quedo, ni me
devuelvo - se dijo - salga sapo o salga rana, así será- continuó aseverándose
muy íntimamente.
Sentía miedo. Nunca le había ocurrido. Pero,
siempre, hay una primera vez. Pensó en un amigo que, una vez, hablando con él,
le dijo que en casos como éste, que él estaba viviendo, cuando se tenía miedo
de permanecer solo, nada mejor que ponerse a hablar consigo mismo, o cantar una
canción en voz alta, o silbar una melodía, o hacer ruido con algo que se
llevase a mano.
Con esta idea que le había llegado, así tan
de repente, se dispuso a partir. Agradeció mucho el consejo de aquel amigo que
no sabía donde estaba por estos días, y sopesando las alternativas se decidió
por la más convincente, de ellas. Y se fue caminado por la calle donde se
encuentran la “Casa del Santo”, llamada así por ser la casa habitación de los
guardianes del Nazareno, y la Casa del Concejo Municipal, llamada la “Casa de
Gobierno” porque allí, además del Consejo Municipal, funcionaba la Jefatura
Civil y el Juzgado de Distrito. Otros le decían la Cárcel Pública, debido a que
en sus instalaciones estaba ubicada la Policía del pueblo.
A los lados de su caminar divisó aleros,
paredes, árboles de vieja data. Al frente veía como se le iban acercando las
rejas de aquellas Plaza Bolívar que, llevando el nombre del Padre de la Patria,
lucía un busto de otro Héroe de la Independencia: el Gral. en Jefe José
Laurencio Silva, hijo de este mismo pueblo. Todo ello lo distinguía en una
escasa visibilidad que la oscuridad le permitía.
Aplicando una de las fórmulas que le podían
inyectar ánimo, comenzó a hablar en voz alta consigo mismo. Se hacía preguntas
y les daba rápida contestación. Se daba consejos. Se hacía recriminaciones.
Cuanta cosa se le ocurría escapaba de sus labios. Pensaba en voz alta. Pero,
no, el subconsciente, trabajando a todo dar, le traicionaba. Los ojos le iban
de uno a otro lado, buscando en sus travesuras algo que no quería encontrar.
Oteaba en las distancias. Escudriñaba en las
cercanías. Miraba y remiraba en su entorno. Vigilaba la ruta que seguía. Esta
actitud le molestaba porque le distraía. Le hacía perder el hilo de la
conversación íntima que pretendía sostener. Por más que trataba de volver a
ella no le era posible la recuperación firme del pensamiento Desistió de esto
cuando apenas llegaba a la esquina de la plaza.
Quiso cruzarla en diagonal, pero, no pudo
porque sus puertas permanecían cenadas. Se aferró a ellas con vehemencia. Al
final, un suspiro de impotencia se le escapó disolviéndose en el aire de la
media noche.
El aguardiente comenzaba a hacer sus
exigencias. Una sed inmensa comenzaba a martirizarle la boca y la garganta.
-¿Dónde beber agua? ¿Dónde tomar algo? -se
preguntó y el mismo se dio la respuesta- No encuentro nada.
Se fue por la acera norte de la plaza. Ya no
conversaba. Se dedicó a silbar. Pero, miraba insistentemente hacia adelante. No
se atrevía a bajar la mirada, atento a lo que se le pudiera acercar
sorpresivamente, para tratar de correr. Escaparse. Huir. Tropezó con un piedra,
tirada en la acera, y perdió el equilibrio, no cayó, pero se le fue el silbido
de los labios y sólo pensaba en los fantasmas de la noche.
Perdida la serenidad para conservar consigo
mismo, o para poder silbar, sacó de sus bolsillos un grueso manojo de llaves.
Comenzó a sonarlos, primero, en las manos, luego contra sus muslos, más tarde
contra el enrejado de las plazas, y después, las zarandeaba al aire. Aquella
idea que era aguijón de miedo, de temor y de pánico, no le abandonaba con sus
tétricas punzadas.
Se detuvo un instante. Quiso regresar y no lo
hizo. Quería hablar, silbar, correr, hacer ruido, pero el miedo se lo impedía.
Justo entonces sonaron doce campanadas en la
iglesia. Sintió sacudirse a su lado los muertos que transitan al filo de la
media noche. Sabía que las campanas no suenan solas, mas imaginó que habían
sido tocadas por el sacristán cumpliendo con la tradición de, en funciones de
sereno, avisar la llegada de las doce de la noche con igual número de
campanadas.
-Sí, claro, han sido tocadas por el
sacristán- se dijo mentalmente.
Sintió un poco de ánimo con ese pensamiento.
Pensar que había alguna persona cerca le dio coraje y con decisión se fue
siguiendo su camino.
Llegó a la esquina nordeste de la plaza.
Cruzó hacia el sur y con unos pocos pasos quedó frente a la iglesia. Volvió al
recuerdo de los fantasmas y tuvo miedo de levantar la vista. Tenía los ojos
fijos en la punta de sus zapatos, hasta entonces no se había dado cuenta que
estaban raídos y desconchados en las puntas, con mugre barro y bosta de la
calle. Sólo se veía él, es decir; su parte inferior, de la cintura para abajo.
Le pareció que parado allí se encontraba incompleto. Apenas movía los ojos, de
un lado para otro, y en un reducido espacio que, poco a poco, fue alargando a
medida que sus impulsos dominaban la situación. Por eso, los fue deslizando
lentamente hasta tropezar con el centro de la calzada, luego con la acera de
enfrente y allí los dejó posados.
De repente sintió un escalofrío que
estremeció todo su ser. Los pelos se le pusieron de punta, la epidermis se le
volvió un erizo. Un frío, no sabía de dónde, se le estaba calando hasta los
huesos. Presentía que algo no muy distante le acechaba. Era una terrible
sensación. Trató de rezar, mas no pudo. Sintió la desesperación de no saber
rezar. Recordó que nunca quiso, desde niño aprenderse las oraciones que su
madre se empeñaba en enseñarle. Cuando, en su casa, trataban de enseñarlo, ya
adolescente, salía con una bravuconada. Ahora, lamentaba no haber aprendido
aquellos rezos.
Rebuscó en su interior un tanto de valor y
cambió su comportamiento. Se sintió diferente, había pasado la crisis, el
pánico se había ido. Recuperado, deslizó su mirada hacia la pared frontal de la
Casa Cural. Vio su amarillo colonial, y entonces, cosa curiosa, comenzó a
recordar todas las casas amarillas que había conocido. Ello le sirvió para
abstraerse, un poco, de la angustiada del momento.
Dio varios pasos más y al cambiar su mirada
hacia el lado opuesto fijó los ojos de la parte sur de la fachada de la iglesia
de Nuestra Señora del Rosario de la Chiquinquirá de El Tinaco. De pronto no
quería avanzar más, ni con la mirada, ni caminando. Le parecía que algo lo
detenía.
Volvió el escalofrío. Otra vez el miedo en
forma de erizo sobre la piel. Una brisa pasó fugaz, parecía que le halaba los
pantalones. El miedo se le arrinconaba en todas las partes del cuerpo. La mente
se le plagó, nuevamente, de recuerdos asustadizos.
Vuelta a pensar en las oraciones y nada. Le
vino a la memoria, nuevamente el sacristán. Quiso encontrárselo para abrazarlo,
hablarle, tenerlo a su lado, que le hiciera compañía y con su ayuda terminar
aquella agonía. Así cobró fuerzas otra vez. Lo buscó cerca, pero no lo
encontró.
- Si tocó las campanas, está en el
campanario- se dijo para sí.
Alzó los ojos para tratar de verlo en lo
alto, donde están las campanas y los que vio le heló la sangre. Un hombre
inmenso, semejante a un gigantesco muñeco, de largas piernas, que montado en el
campanario las estiraba hasta el suelo. Perdió el aliento. No podía hablar,
menos gritar, ni dar un paso, tampoco correr. La impresión le dejaba en el
pecho un terrible susto cardíaco. Era un ser grandote, delgaducho, fumándose un
tabaco tan descomunal como él mismo.
Las piernas las bambuleaba de una puerta a
otra, en la entrada de la iglesia, y las chocaba, luego, arrancando chispas de
candela con sus tobillos y talones. Aquel ser reía diabólicamente.
Ja. Ja. Ja. Ja. Jaaaaaaa... Ja. Ja. -Era risa
satánica.
Aquella risa grave, profunda, estentórea,
invadía sus oídos, mientras un vaho de sulfuro le llegaba a la nariz.
Los brazos los extendía el fantasma y le
quedaban sobre la techumbre de la iglesia y cuando recogía sus manos aparecían
amontonadas sobre los balcones de la fachada.
Sentía que la muerte le llegaba en forma de
fantasmas, de noche oscura, de pueblo solitario, de angustia sin compasión.
Estaba inmóvil. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo y sus ojos, que parecían
dominados por aquel extraño ser de ultratumba, comenzaron a girar como lo
dictaba su voluntad.
Apenas les dio vida trató de desviarlos de
aquel sitio y, muy poco a poco, lo fue logrando hasta que ¬comenzó a sentirse
con libertad de movimientos, capaz de caminar y sobre todo correr. Dio la
espalda y salió a todo escape. Ya no le importaba hacia donde dirigirse.
Correría y correría, hasta perderse de aquel lugar y llegar a su casa, para
pasar aquel asombro.
Alcanzó la esquina norte de la iglesia y
cruzó hacia el río, hacia el este del poblado. No había andado ni una cuadra
cuando desde el alero de una casa le llamaron.
- ¿Señor, señor, qué le pasa? -le dijeron-
-¿Por qué corre tanto?- le volvieron a interrogar con vivo interés.
Detuvo la carrera, descansó por breves
segundos. Nuevamente se sintió seguro. Hizo cortas inspiraciones. Expulsó
fuertes bocanadas de aires. Recuperó la confianza en sí mismo. Extrajo un
pañuelo, amarillento por el sucio, del bolsillo del pantalón y se lo pasó por
la frente secando el sudor, que parecía siglos, que le estaba corriendo y cogió
aliento para responder al interlocutor que aún no había visto.
-Vengo asombrado de la otra calle, compañero-
contestó jadeante.
-¿Qué hay en esa calle? -fue la nueva
pregunta.
- Algo horrible- replicó casi sereno ya, por
la presencia de alguien junto a él -¿Pero, que es eso tan horrible?- le
insistieron en la pregunta.
- Me ha salido “El Canillón”, sentado en la
torre de la Iglesia -le dijo, y le agregó- es un aparecido con las piernas y
brazos muy largos.
Seguidamente oyó una risita muy fina -Jii Ji
Jiji-.
Ésta le pareció conocida. Un ligero
sacudimiento le estremeció al compararla con la que anteriormente había oído en
la iglesia. Esta vez era una carcajada cargada de humor malsano. Con un
rintintín de mofa.
Intrigado buscó al que le hablaba y lo divisé
viéndolo como un hombre pequeño sobre el tejado. Entonces el hombrecillo se
removió, a la vez que burlonamente le decía:
- ¿Serán tan grandes como las mías? -
mientras extendía sus piernas y las posaba en el alero de la casa de enfrente,
haciendo un puente entre los dos techos y moviendo sus manos sobre las
rodillas, a la vez que reía grotescamente, murmurando:
- ¿Será posible, que tú que me has descrito
infinidad de veces, te asustes al encontrarme?.
Ya era demasiado. Entornó los ojos. Cayó al
suelo violentamente y se sumió en la inconsciencia hasta el siguiente día en
que fue recogido por lugareños que a horas muy tempranas se aprestaban para ir
a sus diarios haceres.
Después, ya recuperado y con el amargo sabor
de tal experiencia, juró no beber más en su vida, no seguir siendo el
noctámbulo empecinado, aprender a rezar y olvidarse de chistar con los
fantasmas, sean imaginarios o los de purita verdad.
*Texto publicado en “El Llano en Voces;
Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña y de otras latitudes”. Compilación de Isaías
Medina López y Duglas Moreno (San Carlos: UNELLEZ. 2007)
*JUVENAL HERNÁNDEZ (Tinaco, Cojedes, 1933, recientemente fallecido).
Cronista de su ciudad natal. Entre sus libros se cuentan los poemarios:
Exclusas de Confesión (1994), Palabreo del Adiós (1979), Ocho Cantos de Amor
(1981), Poemas de Incertidumbre (1991) y otros seis textos de historia
regional.
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