lunes, 27 de marzo de 2017

La Noche de: El Canillón (cuento premiado de Juvenal Hernández)

Desde niño su estatura le hacía resaltar entre la gente del Llano
(Archivo de Daniel El Apureño de Hoy)


Obra galardonada en el Concurso Nacional de Cuentos Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura “Ramón Villegas Izquiel” (UNELLEZ –San Carlos, Cojedes)


El último botiquín que en el pueblo permanecía abierto, situado en la esquina de la avenida Bolívar, cruce con calle Flores, estaba a punto de cerrar por lo avanzado de la hora. Eran casi las once de la noche. La mayoría de los pobladores dormían. Los amplios portones hacían las veces de celosos guardianes, mudos e imperturbables, reforzados en el cuido de sus dueños por la tranca segura y aldaba inseparable.
Las ventanas, mostrando sus alegóricas mamparas, dejaban entrever, a la luz de encendidos velones, ofrecidos al santo de la devoción, una pequeña cuota de la intimidad de la casa.
Los tejados rojos, unos, pajizos, otros, tejidos por las manos de albañiles, o alarifes antañosos, eran graciosos corredores de noctámbulos gatos y pensión de sempiternos murciélagos que agitaban el aire con sus grandes alas.
Las aceras, sobre las que la brisa pasa su escoba recogiendo lo que otros han dejado atrás, eran hilos de cemento y piedra por donde se van los pasos de los pobladores, en los días, con perfiles de sol, y en las noches con luces de luna, o ligero alumbrar de luceros, extendidas bajo el zócalo de la casa, eran cintas plateadas como si la calzada de la calle se prolongara buscando subirse a los techos por las paredes del poblado.
La brisa, paralítica las más de las veces, muy poca se sentía. Sin embargo, de vez en vez, una escuálida racha se colaba y apenas movía las hojas de los árboles, llevando consigo un grato olor de mastranto lejano o el ácido aroma de los orines de la vacada que en la calle tenían sus lechos tan igual al potrero que les era común.
El dueño del botiquín, quien a la vez era el dependiente, atendía a la clientela de acuerdo, a cómo se lo permitía, el carácter bilioso que le configuraban sus funciones hepáticas, había corrido la voz de cierre a los pocos parroquianos que se encontraban en el interior del negocio.
Las luces del pueblo se habían apagado desde hacía rato, a la hora nona de la noche. Esas no volverían hasta el siguiente atardecer, ya casi pasaditas las seis de la tarde, cuando unos tambores, empujados por manos laboriosas, preñaran de combustible y lubricante la panza del motor que debía generar la luz al pueblo, encendiendo muy tímidamente unas cuantas bombillas de muy poco voltaje. Luz que cotidianamente era lánguida, mortecina, triste, era como apenas un cocuyo en la noche.
- Amigos míos, es hora que se vayan- dijo el hombre del bar, un negrito de mediana estatura, pelo ensortijado, ojos agrizados, lucía una camisa marrón manga corta, pantalones que una vez fueron blancos y viejos zapatos de dos tonos.
Luego, con voz ácida les espetó:
- Mi negocio es vendé y vendé... -guardó un mínimo de silencio y agregó... pero no aguanto más.
Seguidamente se pasó las manos por la cara, estrujándose los ojos, en señal de tener mucho sueño. Después, las dejó correr de la cabeza hasta la cintura, dándose una fuerte frotada con la que quiso indicar que el cansancio, también, lo dominaba.
-Servínos un palo más, vale, y nos vamos- dijo uno de los consuetudinarios clientes, a la vez que mostraba una hilera de dientes que reflejaron, en sus abundantes orificaciones, la escasa luz que se bamboleaba, prendida al extremo de una vela, aplastada sobre un pequeño tarro invertido colocado en el mostrador que hacía las veces de barra.
-El botiquinero refunfuñó algo, pero, sin embargo, tomó por el cuello una botella, de las que estaban en la armadura, le quitó la tapa sirvió tres palos largos de aguardiente claro, y luego abrió una caja llena de hielo conservado con aserrín, sacó de allí un botellón de cerveza que destapó y colocó con dos vasos de casquillo, para aquellos bebedores.
Luego, como se demoraban en irse, les apremió a que lo hicieran. Inmediatamente les soltó un adiós que nos les auguraba ni siquiera un sueño feliz, a la vez que les exigía el pago en moneda constante y sonante de la consumición.
Uno de los hombres alzó su copa. Vació el contenido de ellas en lo más profundo de su garganta, como si se tratara de un gargarismo, tragó violento , tosió, carraspeó duro, devolvió el vaso al mostrador, canceló y salió por la única puerta que a medias se encontraba abierta.
Los demás quedaban allí, parecían indiferentes. Los de las cervezas ya casi la vaciaban. Los otros, tomaban despacio como si estuvieran dispuestos a permanecer más tiempo allí.
El dueño del bar recogía peroles, aplastaba cucarachas, mataba zancudos con las manos, perseguía ratones incursionadores en la vieja armadura, dando tiempo a que remataran el palo aquel. Ya le parecía interminable la presencia de aquella gente en el bar.
Bueno vale, qué vaina es esa -fue la áspera advertencia que les hizo acercándose al grupo, para continuar diciéndoles- No quiero amanecé aquí, vamos pues, eso es saliendo- y palmoteó con las manos como quien arrea manada de animales.
Al rato, empujando a uno, halando a otro, a tiempo que le inquiría a los restantes que se fueran, dio una gran soplada a la vela.
La llama bailó una danza de resistencia, las sombras giraron al compás de la misma, y al final se apagó comenzando a despedir el olor suigéneris de la combustión interrumpida, y candado en mano, con la gente ya en la calle, cerró la puerta.
Seguidamente se fueron. Unos acompañaban al botiquinero, pues eran vecinos y las calles a seguir eran las mismas. Estos alborotaban. Voces altas y fuertes risas iban regando en su trayecto sobre la quietud de la noche.
Otro, se fue con su carga de soledad en sentido contrario a los anteriores. Irá hasta su casa, como los demás, a pasar el éxtasis etílico de su parranda sobre el nuevo catre, que quería estrenar con la hermosura de su negra, que seguramente no había pegado un ojo esperándole entre asustada y con la esperanza del gozo que le significaba el nuevo mueble.
Quedó uno solo de ellos. Este permaneció parado en la esquina del bar pensando por donde irse mejor. En más de una ocasión había dicho que el aguardiente le daba valor y fuerzas para enfrentarse a cualquier cosa. Sentía como le invadía una cierta embriaguez.
La verdad era que en ninguna oportunidad de su vida había caminado solo en la noche. Recordó que, siempre, sin necesidad de proponérselo, andaba acompañado de alguien en sus juergas nocturnas.
Pero, ahora era diferente. Sumergido en aquella soledad del pueblo, en una noche oscura en la que apenas se podían distinguir las cosas, sobre todo las lejanas, por su mente pasó el recuerdo de aquellos cuentos que oyera cuando niño: “El Carretón”, “La Llorona”, “El Enjustanao”, “La Procesión”, “Las Ánimas”, “El Tirano Aguirre”, “Asmodeo”, “La Bola de Fuego”, “El Ahorcao”, “El Canillón”, “El Silbón”, “El Niñito Llorón” y muchos más. Sentía que una gran intranquilidad le comenzaba a dominar.
Recordó, además que él en alardes de nada temer, para asustar a niños y mujeres, temerosos de fantasmas, había inventado muchas aventuras de ese tipo y echado cuentos de la misma calaña.
Él, que había dado rienda suelta a su imaginación creando criaturas fantasmagóricas, tétricas, alucinantes, de pesadilla, sentía ahora algo así como una premonición que le indicaba que algo serio y terrible le iba a ocurrir.
Alguien le había dicho, una vez, que de tanto inventar esas historias de fantasmas y aparecidos, iba a caer en el asombro de sus propios fantasmas.
Se recostó de la pared. Inspiró un poco de aire que le robó a una leve ráfaga, que rauda pasó por su lado, y luego la expulsó contaminando la poca brisa que seguía a la otra con su podrido vaho alcohólico.
Alzó los ojos buscando compañía en los alrededores, pero únicamente encontró soledad, penumbra y silencio. Un movimiento de algo, a una cuadra de distancia, le hizo pensar en la presencia de alguien, pero, luego de una nueva ojeada logró distinguir la figura regordeta de una vaca echada cerca del portón de una de las casas.
Sin embargo, sintió valor después de deducir que al faltarle compañía de una persona bien valía la pena la presencia de un animal. El trance le era difícil. Así, pues, haciendo de tripas corazón, trató de irse por la calle con la ilusión de encontrarse con un animal, aunque fuese, para darse algo de valor.
Dio varios pasos, caminó apenas unos poquísimos metros. Se detuvo. No sabía qué hacer si irse o esperar allí la llegada del amanecer. Quedarse era necio, absurdo. Irse era, tal vez, salir en busca de lo que le esperaba, pero no le quedaba otro camino. Así que con su bagaje de miedos se decidió a salir para su casa dándose ánimos.
- Por aquí me voy, ni me quedo, ni me devuelvo - se dijo - salga sapo o salga rana, así será- continuó aseverándose muy íntimamente.
Sentía miedo. Nunca le había ocurrido. Pero, siempre, hay una primera vez. Pensó en un amigo que, una vez, hablando con él, le dijo que en casos como éste, que él estaba viviendo, cuando se tenía miedo de permanecer solo, nada mejor que ponerse a hablar consigo mismo, o cantar una canción en voz alta, o silbar una melodía, o hacer ruido con algo que se llevase a mano.
Con esta idea que le había llegado, así tan de repente, se dispuso a partir. Agradeció mucho el consejo de aquel amigo que no sabía donde estaba por estos días, y sopesando las alternativas se decidió por la más convincente, de ellas. Y se fue caminado por la calle donde se encuentran la “Casa del Santo”, llamada así por ser la casa habitación de los guardianes del Nazareno, y la Casa del Concejo Municipal, llamada la “Casa de Gobierno” porque allí, además del Consejo Municipal, funcionaba la Jefatura Civil y el Juzgado de Distrito. Otros le decían la Cárcel Pública, debido a que en sus instalaciones estaba ubicada la Policía del pueblo.
A los lados de su caminar divisó aleros, paredes, árboles de vieja data. Al frente veía como se le iban acercando las rejas de aquellas Plaza Bolívar que, llevando el nombre del Padre de la Patria, lucía un busto de otro Héroe de la Independencia: el Gral. en Jefe José Laurencio Silva, hijo de este mismo pueblo. Todo ello lo distinguía en una escasa visibilidad que la oscuridad le permitía.
Aplicando una de las fórmulas que le podían inyectar ánimo, comenzó a hablar en voz alta consigo mismo. Se hacía preguntas y les daba rápida contestación. Se daba consejos. Se hacía recriminaciones. Cuanta cosa se le ocurría escapaba de sus labios. Pensaba en voz alta. Pero, no, el subconsciente, trabajando a todo dar, le traicionaba. Los ojos le iban de uno a otro lado, buscando en sus travesuras algo que no quería encontrar.
Oteaba en las distancias. Escudriñaba en las cercanías. Miraba y remiraba en su entorno. Vigilaba la ruta que seguía. Esta actitud le molestaba porque le distraía. Le hacía perder el hilo de la conversación íntima que pretendía sostener. Por más que trataba de volver a ella no le era posible la recuperación firme del pensamiento Desistió de esto cuando apenas llegaba a la esquina de la plaza.
Quiso cruzarla en diagonal, pero, no pudo porque sus puertas permanecían cenadas. Se aferró a ellas con vehemencia. Al final, un suspiro de impotencia se le escapó disolviéndose en el aire de la media noche.
El aguardiente comenzaba a hacer sus exigencias. Una sed inmensa comenzaba a martirizarle la boca y la garganta.
-¿Dónde beber agua? ¿Dónde tomar algo? -se preguntó y el mismo se dio la respuesta- No encuentro nada.
Se fue por la acera norte de la plaza. Ya no conversaba. Se dedicó a silbar. Pero, miraba insistentemente hacia adelante. No se atrevía a bajar la mirada, atento a lo que se le pudiera acercar sorpresivamente, para tratar de correr. Escaparse. Huir. Tropezó con un piedra, tirada en la acera, y perdió el equilibrio, no cayó, pero se le fue el silbido de los labios y sólo pensaba en los fantasmas de la noche.
Perdida la serenidad para conservar consigo mismo, o para poder silbar, sacó de sus bolsillos un grueso manojo de llaves. Comenzó a sonarlos, primero, en las manos, luego contra sus muslos, más tarde contra el enrejado de las plazas, y después, las zarandeaba al aire. Aquella idea que era aguijón de miedo, de temor y de pánico, no le abandonaba con sus tétricas punzadas.
Se detuvo un instante. Quiso regresar y no lo hizo. Quería hablar, silbar, correr, hacer ruido, pero el miedo se lo impedía.
Justo entonces sonaron doce campanadas en la iglesia. Sintió sacudirse a su lado los muertos que transitan al filo de la media noche. Sabía que las campanas no suenan solas, mas imaginó que habían sido tocadas por el sacristán cumpliendo con la tradición de, en funciones de sereno, avisar la llegada de las doce de la noche con igual número de campanadas.
-Sí, claro, han sido tocadas por el sacristán- se dijo mentalmente.
Sintió un poco de ánimo con ese pensamiento. Pensar que había alguna persona cerca le dio coraje y con decisión se fue siguiendo su camino.
Llegó a la esquina nordeste de la plaza. Cruzó hacia el sur y con unos pocos pasos quedó frente a la iglesia. Volvió al recuerdo de los fantasmas y tuvo miedo de levantar la vista. Tenía los ojos fijos en la punta de sus zapatos, hasta entonces no se había dado cuenta que estaban raídos y desconchados en las puntas, con mugre barro y bosta de la calle. Sólo se veía él, es decir; su parte inferior, de la cintura para abajo. Le pareció que parado allí se encontraba incompleto. Apenas movía los ojos, de un lado para otro, y en un reducido espacio que, poco a poco, fue alargando a medida que sus impulsos dominaban la situación. Por eso, los fue deslizando lentamente hasta tropezar con el centro de la calzada, luego con la acera de enfrente y allí los dejó posados.
De repente sintió un escalofrío que estremeció todo su ser. Los pelos se le pusieron de punta, la epidermis se le volvió un erizo. Un frío, no sabía de dónde, se le estaba calando hasta los huesos. Presentía que algo no muy distante le acechaba. Era una terrible sensación. Trató de rezar, mas no pudo. Sintió la desesperación de no saber rezar. Recordó que nunca quiso, desde niño aprenderse las oraciones que su madre se empeñaba en enseñarle. Cuando, en su casa, trataban de enseñarlo, ya adolescente, salía con una bravuconada. Ahora, lamentaba no haber aprendido aquellos rezos.
Rebuscó en su interior un tanto de valor y cambió su comportamiento. Se sintió diferente, había pasado la crisis, el pánico se había ido. Recuperado, deslizó su mirada hacia la pared frontal de la Casa Cural. Vio su amarillo colonial, y entonces, cosa curiosa, comenzó a recordar todas las casas amarillas que había conocido. Ello le sirvió para abstraerse, un poco, de la angustiada del momento.
Dio varios pasos más y al cambiar su mirada hacia el lado opuesto fijó los ojos de la parte sur de la fachada de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario de la Chiquinquirá de El Tinaco. De pronto no quería avanzar más, ni con la mirada, ni caminando. Le parecía que algo lo detenía.
Volvió el escalofrío. Otra vez el miedo en forma de erizo sobre la piel. Una brisa pasó fugaz, parecía que le halaba los pantalones. El miedo se le arrinconaba en todas las partes del cuerpo. La mente se le plagó, nuevamente, de recuerdos asustadizos.
Vuelta a pensar en las oraciones y nada. Le vino a la memoria, nuevamente el sacristán. Quiso encontrárselo para abrazarlo, hablarle, tenerlo a su lado, que le hiciera compañía y con su ayuda terminar aquella agonía. Así cobró fuerzas otra vez. Lo buscó cerca, pero no lo encontró.
- Si tocó las campanas, está en el campanario- se dijo para sí.
Alzó los ojos para tratar de verlo en lo alto, donde están las campanas y los que vio le heló la sangre. Un hombre inmenso, semejante a un gigantesco muñeco, de largas piernas, que montado en el campanario las estiraba hasta el suelo. Perdió el aliento. No podía hablar, menos gritar, ni dar un paso, tampoco correr. La impresión le dejaba en el pecho un terrible susto cardíaco. Era un ser grandote, delgaducho, fumándose un tabaco tan descomunal como él mismo.
Las piernas las bambuleaba de una puerta a otra, en la entrada de la iglesia, y las chocaba, luego, arrancando chispas de candela con sus tobillos y talones. Aquel ser reía diabólicamente.
Ja. Ja. Ja. Ja. Jaaaaaaa... Ja. Ja. -Era risa satánica.
Aquella risa grave, profunda, estentórea, invadía sus oídos, mientras un vaho de sulfuro le llegaba a la nariz.
Los brazos los extendía el fantasma y le quedaban sobre la techumbre de la iglesia y cuando recogía sus manos aparecían amontonadas sobre los balcones de la fachada.
Sentía que la muerte le llegaba en forma de fantasmas, de noche oscura, de pueblo solitario, de angustia sin compasión. Estaba inmóvil. Sin embargo, hizo un esfuerzo supremo y sus ojos, que parecían dominados por aquel extraño ser de ultratumba, comenzaron a girar como lo dictaba su voluntad.
Apenas les dio vida trató de desviarlos de aquel sitio y, muy poco a poco, lo fue logrando hasta que ¬comenzó a sentirse con libertad de movimientos, capaz de caminar y sobre todo correr. Dio la espalda y salió a todo escape. Ya no le importaba hacia donde dirigirse. Correría y correría, hasta perderse de aquel lugar y llegar a su casa, para pasar aquel asombro.
Alcanzó la esquina norte de la iglesia y cruzó hacia el río, hacia el este del poblado. No había andado ni una cuadra cuando desde el alero de una casa le llamaron.
- ¿Señor, señor, qué le pasa? -le dijeron- -¿Por qué corre tanto?- le volvieron a interrogar con vivo interés.
Detuvo la carrera, descansó por breves segundos. Nuevamente se sintió seguro. Hizo cortas inspiraciones. Expulsó fuertes bocanadas de aires. Recuperó la confianza en sí mismo. Extrajo un pañuelo, amarillento por el sucio, del bolsillo del pantalón y se lo pasó por la frente secando el sudor, que parecía siglos, que le estaba corriendo y cogió aliento para responder al interlocutor que aún no había visto.
-Vengo asombrado de la otra calle, compañero- contestó jadeante.
-¿Qué hay en esa calle? -fue la nueva pregunta.
- Algo horrible- replicó casi sereno ya, por la presencia de alguien junto a él -¿Pero, que es eso tan horrible?- le insistieron en la pregunta.
- Me ha salido “El Canillón”, sentado en la torre de la Iglesia -le dijo, y le agregó- es un aparecido con las piernas y brazos muy largos.
Seguidamente oyó una risita muy fina -Jii Ji Jiji-.
Ésta le pareció conocida. Un ligero sacudimiento le estremeció al compararla con la que anteriormente había oído en la iglesia. Esta vez era una carcajada cargada de humor malsano. Con un rintintín de mofa.
Intrigado buscó al que le hablaba y lo divisé viéndolo como un hombre pequeño sobre el tejado. Entonces el hombrecillo se removió, a la vez que burlonamente le decía:
- ¿Serán tan grandes como las mías? - mientras extendía sus piernas y las posaba en el alero de la casa de enfrente, haciendo un puente entre los dos techos y moviendo sus manos sobre las rodillas, a la vez que reía grotescamente, murmurando:
- ¿Será posible, que tú que me has descrito infinidad de veces, te asustes al encontrarme?.
Ya era demasiado. Entornó los ojos. Cayó al suelo violentamente y se sumió en la inconsciencia hasta el siguiente día en que fue recogido por lugareños que a horas muy tempranas se aprestaban para ir a sus diarios haceres.

Después, ya recuperado y con el amargo sabor de tal experiencia, juró no beber más en su vida, no seguir siendo el noctámbulo empecinado, aprender a rezar y olvidarse de chistar con los fantasmas, sean imaginarios o los de purita verdad. 


*JUVENAL HERNÁNDEZ (Tinaco, Cojedes, 1933, recientemente fallecido). Cronista de su ciudad natal. Entre sus libros se cuentan los poemarios: Exclusas de Confesión (1994), Palabreo del Adiós (1979), Ocho Cantos de Amor (1981), Poemas de Incertidumbre (1991) y otros seis textos de historia regional.


*Texto publicado en “El Llano en Voces; Antología de la Narrativa Fantasmal Cojedeña  y de otras latitudes”. Compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno (San Carlos: UNELLEZ. 2007)

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