lunes, 17 de octubre de 2011

Fantasmas en Barinas (cuento de Franklin Coromoto Torrealba)



Con distintos recursos se enfrenta a los fantasmas 
(archivo de Karina Pérez)


Franklin Coromoto Torrealba: Nativo de Caracas (1948) reside en Barinas, estado Barinas, donde desempeña la docencia. Experimentado músico, compositor musical, poeta y novelista, comienza a publicar sus libros en 1978. El siguiente texto alcanzó la Mención deHonor en el Concurso Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura "Ramón Villegas Izquiel", organizado por la UNELLEZ-San Carlos (2000).
 



DIAPASÓN EN AZUL

El pasado es pasado sin tiempo, recrea en el pensamiento y lastima por su oscuridad; recuerdos sin frases fijas. El pasado persigue a los muertos hasta en los techos de las casas y sonríe cuando los vence; el pasado son fábulas desesperadas, fantasmas en oscuranas. Los azules nocturnos como un abismal principio de placer, la andadura inncreada que miente sin testigos y engaña con sus tentaciones, la muerte no es perfecta; la acompaña el sudor como un hálito epiléptico, la andadura no retorna y el cuerpo en pena se hacen neumas en el camino. La mansedumbre de la tierra y el silencio son pellejos grises, tálamos del viento ceñidos al ruido de los huesos. La vida es una mueca toda de ironías; gastamos la mitad aniquilando a la otra. Lo demás es infinito, espacio sin medidas.

Este fragmento, lo encuentro en una hoja de papel dentro de un libro que dejó mi abuelo a mi padre. De esto hace algo más de noventa años y, hoy, está en mis manos con otras hojas amarillas. Las reviso y las ordeno por el número de cada hoja.

Cuentan de un hombre encontrado muerto, ahogado en el río Masparro. Lo sacaron de un recodo cubierto con un pantalón blanco hasta las rodillas, el torso desnudo y los pies contrastaban con los de todos los muertos; habían bajado por el río en tiempos anteriores. Tenía una mueca melancólica en los labios como si al morir recordara de donde vino, su niñez de piernas eclécticas, de los compañeros dislocados y de las habilidades para fugarse cuando más lo necesitamos. No se supo de dónde vino como un puñado de huesos atados a los ojos, ni con quién, ni su oficio. Llegó, solo, flotando hasta la orilla de unos de esos pueblos que se fundan, amadrinan y desmantelan con la misma premura y con la misma miseria; casa de bahareque y de techos de palma como si fueran triángulos isósceles inconsistentes, amontonadas en filas y con suma cautela, expectantes moles de barro y de caña amarga, una detrás de otra como peldaño subiendo hasta los árboles. Y en el centro y al frente de ellas, un rastrojo con arenas del río que sirve de plaza, de revolcadero de mulas y vacas, de retozo de los niños y de rezos de las astutas ánimas que siempre carga el hombre para protegerse de la desconyuntada mano de la noche y de la hostilidad de la vida.

Intimidad de los pueblos al caer en los ríos y después secarse a la orilla más abajo en cualquier playón, en cualquier barranco, ir contando la misma historia y con los mismos fantasmas, inventando algunos más petulantes que otros, elípticos, histéricos pueblos que no cargan muerto ajeno; cargan el suyo atado a sus ancestros.

Lo sacaron del recodo del río como a una guabina, boca abajo y rodeado de ramas de brezo, de musgo azul. Llegó como un barco sin metas y sin rumbo. Aferraba en una de sus manos una figura de madera de cedro todavía oloroso; era una paquefia, canoa labrada con una perfección fenicia. En el bolsillo derecho una flor de loto, una cajita de incienso y un pedazo de estaño pulido. La piel de aquel hombre era de una bella tonalidad azul como embadurnado de añil y el cuerpo alimentado con valvas del Líbano, corno con dos almas; una de frutas silvestres de victoc y la otra espiritual ave del medioevo. Este cuerpo andaba tras la búsqueda del sol, jalonando al río con el corazón hacía el Este.

Lo arrastraron hasta el rastrojo dejando el surco de sus talones en el barro. Al verlo tirado en la arena, la gente se metió en las casas y cerró las puertas y las ventanas y colgaron a los santos de los travesaños de los techos por si el viento quiere volcarlos, arrancarlos de las paredes. El cuerpo estuvo tirado entre las casas durante tres días y el sol lo secaba y la luna lo humedecía, el color azul se hizo intenso sin desprender hedor a carne podrida y manó en un espacio de geometría mística los tres días que estuvo el cuerpo tirado en cruz; como un hebreo al sol presumiendo de la tierra.

La primera noche llegaron hombres de pantalones blancos y torso desnudo, tomaron el cuerpo y lo devolvieron al río y se sentaron en cuclillas a rezar y a murmurar sonidos uralalotaicos y a danzar; parecían abubillas mágicas. Casi al amanecer lo traían del río corvados unos por el peso del muerto; erguidos los otros como la sombra que los envolvía.

Lo dejaban en la misma forma en que lo sacaban a hurtadillas. Y así, cada noche los hombres de blancos elevaban corvados y erguidos al hombre de azul a través de la bruma hacia el cauce del río agitado en la sombra, se tragaban el viento con estruendo y la lluvia se abrazaba al pantano permaneciendo en ella inflado y estrujado por la luna. Dos hombres del caserío acercaron una carreta y un par de mulas enjalmadas y subieron al hombre de azul como un saco y se perdieron entre los arbustos exclamando a gritos, ¡inútil la vida si no sabemos para qué sirven los muertos, los santos, el río teñido de azules, el rezo que aguza al miedo¡ Se disiparon con sus gritos, afilaron un poco más el miedo, levantaron las espaldas, se perdieron en la oscurana y reventaron en carcajadas. El seguía tirado y amontonado sobre la carreta; regresaba del río de un azul más intenso, desguarnecido en medio del rastrojo y las puertas y las ventanas y los ojos y los cuerpos permanecían en la hendidura de las casas estacadas en laberintos mágicos. Al amanecer del cuarto día, se abrieron las puertas y salieron los hombres y las mujeres; éstas con los niños colgados de las caderas. Caminaban como monjas de una abadía imaginaria, en fila etrusca y maldiciendo la mala suerte de haber encontrado en el recodo del río al hombre hinchado de azules.

- Hay que llevarlo a Obispo, donde hay iglesia y cura, pa’quitale ese color de diablo, dijo uno de los más decididos a desprenderse del muerto. Las ganas le pueden al miedo.

Tres hombres tomaron a las mulas de los belfos y movieron la carreta hacia el camino; adelante las mulas bordoneando el barro, encima de la carreta el muerto y detrás, pegados a las huellas de las ruedas, uno a uno, y uno más y otro; hombres mujeres y niños buscando el camino y alguno que otro perro en una procesión lenta, silenciosa con la mirada en el barro y maldiciendo. Andando en el camino repetían al unísono ¡Dios no es Todopoderoso, sino padre en busca de encontrar a sus hijos! Amaneciendo, achicando el agua de la ropa, llegaron a Obispo para desprenderse del cuerpo y del hocico insolente del miedo que los hacía maldecir y adorar.

Las voces se movieron al compás de los pasos cansados y el sudor bajaba por los cuerpos hasta llegar a las entrepiernas como húmedos dedos, como peces. Tiraron al hombre de azul en el arenal de la calle junto al primer escalón de la iglesia y lo arrastraron hasta pegar sus espaldas a la hendidura de las dos hojas de la puerta en ese momento cerradas, dejando en la arena el hilo de los talones como fueran caracoles manchados de azules. Quedó recostado a la puerta como si dormitara. Uno los hombres más pequeños subió la pared de barro hasta un tragaluz por donde los gatos rociaban a los santos con olores de alas negras. Abrió la puerta y llevaron el cuerpo adentro. Cerraron, y se retiraron entre murmullos y rezos. Ese día escondieron el sol, lento, de nunca moverse en las nubes erguidas sobre las casas, el viento era un bocado del bosque, una rosa de arena y sudor cayendo al camino y haciéndose barro, el andar un tránsito solamente y una posibilidad de sacudirse los restos del río. La lluvia fue un pretexto para ligar los asuntos cotidianos y el presagio con espuelas de sombras que se le presenta a la vida desafortunada. La lluvia sólo es lluvia y el camino se mueve siempre igual. El bosque, los rezos, la humedad y los perros botaron espumas y entre los dientes se amontonó un jadeo solitario, las camisas se mojaron con olor a vinagre y los pantalones se colgaron de las caderas y de más arriba de las alpargatas; era monótono el tac – tac de los cascos de las mulas.

El cura nunca llegó, los vecinos se retiraron temprano, el ganado se echó a rumiar en silencio, el hombre de azul encerrado con los santos asexuados y las calles se mancharon en su arenal de azules, las paredes del bahareque reseco y cuarteado penetraron en la oscuridad de la tarde, el pulpero abrió las puertas de las calles cruzadas y se quedó bebiendo de una botella de ron, en el mostrador, con la valentía para seguir observando la iglesia.

Todos los sonidos de las sabanas cercanas y del pueblo se concentraron en la iglesia y, su figura, se la fue comiendo lentamente la tarde. La sombra se columpió por los techos de las casas en hileras, los portones saltaron y se desmenuzaron hacia la calle y el viento masticó en las ventanas y las velas desgarraron su luz amarillenta. Las aves se ciñeron solas en su torpor, a las ramas; parecía la última noche de unos dedos pasando un rosario, el temblor de los que fornican sacudiendo raudos entendimientos. El compás de las aguas en el río deja el alma en al mitad de los espejos.

Esa noche vieron pasar el hombre de azul de esquina a esquina, dando cascazos en las puertas, en las ventanas, y en las paredes; amadrinando y atando diapasones en los techos, al aguaitacaminos que tomó el rumbo del río con su alharaca. punteando el camino. Las noches se mancharon de azules, la mosquilla que pica dolió en los testículos y a las bestias se les hincharon las barrigas, la luna desmenuzó caracoles en las calles, las ánimas de los alrededores vadearon al río con un zumbido de abejas y alimentaron a los cotejos en las hendiduras de las paredes y en los travesaños donde a menudo esconden a los santos.

La lluvia parece quieta y se mueve como un péndulo y se adentra en la madrugada que se despide montada en sus alas negras, el amanecer parece un lagarto de lomo emperchado, emergiendo al término del viaje descabellado y las rodillas se adhieren a las sombras como manivelas.

Al día siguiente como cuando muere el hambre; Obispo se fue poblando de ruidos. Las videjas armaron su encanto en los fogones jugando a ser nubes, y en los cuartos las oraciones se apagaron con las velas de las ánimas antiguas. La medianoche había estampado un beso azul en las esquinas, en las ventanas con sus gargantas sin rencores y las puertas se apretaron al umbral, quietas; en el chiribital los árboles amanecieron con sus colgajos de ramas abrumadas por farras de arrendajos.

Cuando se abrieron las puertas de la iglesia, ninguna señal del muerto, sólo manchas azules como brochazos, en cuanta superficie descubrieron los curiosos. El cuerpo jamás apareció y en el río se oyen gritos de barqueros aligerando supuestas embarcaciones, voces que producen frío en los huesos; el ruido de las trullas tensa las gargantas. Cuando el silencio se hace en Obispo el miedo cenizo y las noches son azules.

Yo, no he visto al hombre de azul; no es necesario. Sé que está ahí como el azul de los Maya, como mis parientes muertos, como los vagos que envuelven su humor en el trueque de la realidad por lo mágico de la imaginación. Con las ancianas desleídas, meciendo sus huesos con los escarabajos acosados por cometas, con los mamelucos de ojos almendras, con los muertos secos, resentidos y lacerados que se cuelgan de la luz, con las piernas que iban detrás de la carreta empujada por la lluvia, con las noches de la muchacha que se agita en su virginidad, con la oración del peregrino, con la humedad de la ira. Las casas siguen manchadas de azules y los talones permanecen en el arenal; los incrédulos dicen que son rastros de guaruras y que no consiguieron el cuerpo porque no estaba muerto, que se perdió en la montaña y la asoliá le secó los sesos.

Mi abuelo le contó a mi padre que este ahogado del Masparro era un fenicio que llegó a América a finales del siglo XIX, detrás de un sueño. Quería ver más clara que en su tierra a la estrella Polar, pensó que había encontrado a la nueva Fenicia subiendo por el Apure; en esas aguas vivían los atlantes que una vez salieron de Baalbek y llegaron hasta Cádiz antes que los celtas. Se embarcaron sin rumbo hasta naufragar en el Delta del Orinoco; los ahogados son celtas y se difunden por todas partes, por el Amazonas. Algunos en la tierra se diseminaron con los orgasmos de las mujeres; en cualquier esquina de cualquier noche azul, detrás de un mostrador troqueando ilusiones y escondiendo sus duendes.


Nota del editor: El presente texto fue publicado en: El Llano en voces. Antología de la narrativa fantasmal cojedeña y de otras soledades, editado por la Universidad Nacional Experimental de Los Llanos Occidentales "Ezequiel Zamora" (San Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno.



































3 comentarios:

Unknown dijo...

Que imaginacion tiene el Poéta y Escritor Franclin Torrealba, por este relato lleno de misterio y espanto. Ademas, la vida es una mueca toda de ironías; gastamos la mitad aniquilando a la otra. Lo demás es infinito, espacio sin medidas.Es impresionante lo que cada Poéta o escritor hace por la Literatura, para llegar a lo mas profundo del corazón de los lectores.

Marybel Gaalaz dijo...

!Qué bien escribe este hombre, por Dios!Abundancia de palabras bellas y fragantes, lucidez e imaginación ¿Qué más se puede pedir?. Hermosa narración.

gonzalo reyes dijo...

¡Qué portento de cuento! Inagotables recursos narrativos, dominio inconmensurable del lenguaje y una capacidad muy lúdica para crear imágenes.

Disfrute mucho de su lectura Isaías. Gracias y felicidades al autor.